John Gooch LA GUERRA DE MUSSOLINI LA ITALIA FASCISTA DESDE EL TRIUNFO HASTA LA CATÁSTROFE 1935-1943 Traducción del inglés
Alejandro Pradera
Primera edición: mayo 2021
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Imágenes cedidas por Penguin Random House UK Título original: Mussolini’s war editado originalmente en lengua inglesa por Penguin Books Ltd © John Gooch, 2020 © De la traducción: Alejandro Pradera Sánchez, 2021 © La Esfera de los Libros, S. L., 2021 Avenida de San Luis, 25 28033 Madrid Tel.: 91 296 02 00 www.esferalibros.com ISBN: 978-84-1384-107-6 Depósito legal: M-7554-2021 Composición: Versal CD, S. L. Impresión y encuadernación: Cofás Impreso en España-Printed in Spain
El carácter de un líder es un gran factor en el juego de la guerra. GENERAL WILLIAM TECUMSEH SHERMAN
AGRADECIMIENTOS
U
na vez más estoy profundamente agradecido al personal que atiende el Ufficio Storico dello Stato Maggiore dell’Esercito en Roma por su ayuda y su apoyo mientras me documentaba para este libro. El coronel Filippo Capellano, primero en calidad de cap’archivio, y más recientemente como director del Ufficio, y distinguido historiador por derecho propio, me ha acogido en numerosas ocasiones y ha compartido conmigo su ilimitado conocimiento de los archivos. Su predecesor, el coronel Cristiano Dechigi, se mostró igual de colaborativo durante su mandato. El teniente coronel Emilio Tirone, actual director del archivo, ha sido —y es— igual de hospitalario, y me ha prestado una gran ayuda, discreta pero de incalculable valor. Pescar por entre los propios archivos me ha resultado infinitamente más fácil gracias a los consejos y la orientación que me ha prestado el archivero principal, el dottore Alessandro Gionfrida. Le doy las gracias a él, a su segundo, el dottore Filippo Bignato, y al siempre alegre y cordial personal encargado de acarrear de acá para allá la documentación. Con la ayuda del caporale maggiore Claudio Piddini, y de unas cuantas tazas muy apreciadas de café espresso, conseguí hacer una breve incursión por los archivos fotográficos —una fuente de una profundidad y riqueza extraordinarias que sigue infraexplotado por los historiadores. Mi acceso al Ministerio del Aire italiano resultó simple y directo gracias a la amistad, la ayuda y la cordialidad del teniente general Basilio Di Martino. El coronel Luigi Borzise, director del Ufficio Storico dell’Aeronautica Militare, me abrió las puertas de sus recursos sin vacilar. Él y su equipo, la dottoressa Monica Bovino y el signore Marcello Neve, fueron la cordialidad en persona y consiguieron que mi breve estancia allí resultara productiva y a la vez deliciosa. Para llegar a los archivos de las Fuerzas Armadas en Italia es necesario superar un sinfín de trabas burocráticas. La signora Palmina Cerullo, de la Embajada británica en Roma, se ha salido con la suya siempre que mi enésima solicitud aterrizaba sobre su escritorio.
En Génova, el dottore Gianni Franzone, director del Centro Fondazione Wolfsoniana, tuvo la amabilidad de encontrar el lugar y el momento para que yo pudiera consultar su archivo. Y en Castiglione delle Stiviere, la professoressa Silvana Greco y el professore Giulio Busi, directores de la Fondazione Palazzo Bondoni Pastorio, fueron los anfitriones más hospitalarios y amables que puede haber. Mis visitas a la delegación del Imperial War Museum en Duxford figuran entre mis excursiones más agradables gracias a la presencia de Stephen Walton en calidad de conservador jefe. Stephen me proporcionó todo lo que puede desear un historiador: una guía rápida y completa a través de los fondos, ayuda rápida cuando la necesité, un entorno relajante —¡incluso café con galletas! En Roma, mis viejos amigos, el dottore Ciro Paoletti y el professore Andrea Ungari consiguieron que mis visitas fueran incluso más placenteras de lo que habrían sido en otras circunstancias. Y en Londres, la doctora y el doctor Jenny y Michael Servitt hicieron que me sintiera como en casa mientras visitaba los siempre eficientes Archivos Nacionales británicos en Kew. Reunir los materiales necesarios para un libro como este no es tarea fácil, y estoy profundamente agradecido a mis viejos y nuevos amigos por ayudarme a conseguirlo. Quiero dar mis más sinceras gracias al profesor Holger Afflerbach, al dr. Fabio De Ninno, al dr. Jurgen Foerster, al dr. Emilio Gin, al dr. Richard Hammond, al profesor MacGregor Knox, al dr. Jacopo Lorenzini, al profesor Evan Mawdsley, al dr. Steven Morewood, al profesor Rick Schneid, al dr. Matteo Scianna, al dr. Brian Sullivan y al dr. Nicolas Virtue. Mi editor en Penguin Books, Simon Winder, se mostró entusiasmado por este proyecto desde el principio. Su experimentada visión ha sido de gran ayuda para que el manuscrito adquiriera su forma definitiva. Para él, para Richard Mason, que corrigió y editó el libro, a Ruth Pietroni y a Eva Hodgkin, que supervisaron su evolución a lo largo del proceso editorial, y a Jeff Edwards, que dibujó los mapas, mi más íntima gratitud. Hace muchos años, un catedrático de mi universidad comentó que los historiadores no deberían casarse nunca. Por lo menos en mi caso, se equivocaba de medio a medio. Ann ha convivido pacientemente con los asuntos militares de Italia durante mucho tiempo, y se ha encargado de organizar nuestras vidas aquí en Inglaterra y en Roma. Sin ella como
compañera, yo nunca habría podido escribir este libro, de forma que, como mínimo, es tan suyo como mío.
DRAMATIS PERSONAE AMBROSIO, general Vittorio (18 de julio de 1879-20 de noviembre de 1958) Ambrosio, que se licenció como oficial de Caballería, prestó servicio como oficial de Estado Mayor de una división durante la Primera Guerra Mundial y como comandante de una división y posteriormente de un cuerpo de ejército durante los años siguientes. En 1939 se le asignó el mando del 2.º Ejército, junto a la frontera con Yugoslavia, y encabezó la ofensiva italiana contra los yugoslavos en abril de 1941. Después de intercambiar su puesto con Mario Roatta, Ambrosio fue nombrado jefe del Estado Mayor del Ejército en enero de 1942. El 1 de febrero de 1943 Mussolini le nombró jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas. Monárquico a ultranza, Ambrosio desempeñó un importante papel en el complot que dio lugar a la caída de Mussolini tras los reiterados pero infructuosos intentos de convencer al Duce de que cambiara de rumbo. Entre el 8 y el 9 de septiembre, tras el anuncio del armisticio, abandonó Roma en compañía del rey, de Badoglio y de otros altos cargos, y prestó servicio en lo que quedaba del Gobierno italiano hasta noviembre de 1944. AMÉ, general Cesare (18 de noviembre de 1892-30 de junio de 1983) Amé se incorporó al Servicio de Inteligencia Militar italiano (Servizio Informazioni Militari, SIM) en 1921, siendo destinado primero al centro de contraespionaje de Turín y después a Viena y Budapest. Abandonó el SIM en 1929, ocupó un puesto de mando en Perusa, y después enseñó en la Academia de la Fuerza Aérea en Caserta entre 1933 y 1935. Ascendido a coronel en 1937, Amé comandó un regimiento de infantería y prestó servicio primero como jefe de Estado Mayor de división y posteriormente de cuerpo. A principios de enero de 1940, con el visto bueno de Mussolini, fue reclamado por el SIM como subjefe, y poco después, el 20 de septiembre de 1940, fue nombrado jefe del SIM. A finales de 1941 ya
estaba al mando de una organización de 1.500 oficiales, suboficiales y personal especializado, el doble del personal que tenía cuando él se hizo cargo. Fue destituido por Badoglio el 18 de agosto de 1943. ARMELLINI, general Quirino (31 de enero de 1889-13 de enero de 1975) Fiel seguidor de Badoglio, Armellini comandó un batallón eritreo durante la reconquista de Libia. En noviembre de 1935, Badoglio le nombró jefe de operaciones en Etiopía. Entre 1936 y 1938 prestó servicio como comandante militar del distrito de Amhara. Tras comandar algunas divisiones en Italia, prestó servicio como jefe del Estado Mayor de Badoglio en el Comando Supremo a partir de junio de 1940, hasta que fue relevado en enero de 1941 a raíz de la caída de su jefe. Estuvo al mando de la División de Infantería La Spezia y después del XVIII Cuerpo en Dalmacia y Croacia hasta que fue relevado en julio de 1942 tras un enfrentamiento con el gobernador civil de Dalmacia, Giuseppe Bastianini. Tras la caída de Mussolini, el 25 de julio de 1943, Armellini recibió de Badoglio el encargo de disolver las milicias fascistas (Milizia Volontaria per la Sicurezza Nazionale) e incorporarlas al Ejército. Después del armisticio, se incorporó a la resistencia en Roma, y estuvo al mando del frente militar clandestino en la capital a partir de marzo de 1944. BADOGLIO, mariscal Pietro (28 de septiembre de 1871-1 de noviembre de 1956) Badoglio protagonizó un ascenso meteórico durante la Primera Guerra Mundial, pues pasó de teniente coronel a teniente general en tan solo dos años. Su XXVII Cuerpo se vino abajo durante la batalla de Caporetto (24 de octubre de 1917), lo que dio lugar a que le acusaran de aquel fracaso, y posteriormente de encubrir los hechos, unas acusaciones que le persiguieron durante el resto de su vida —y siguen haciéndolo—. Tras prestar servicio como embajador en Brasil, entre 1923 y 1925, fue nombrado jefe del Estado Mayor del Ejército y después jefe del Stato Maggiore Generale (Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas) entre 1925 y 1940. Entre
1929 y 1933 fue gobernador de Libia, y posteriormente, entre noviembre de 1935 y mayo de 1936, dirigió la guerra en Etiopía, al tiempo que conservaba su cargo en Roma. Solicitó y recibió una sustanciosa recompensa: el rey le concedió el título de duque de Addis Abeba en julio de 1936. En general, su dirección de los asuntos militares fue poco llamativa. Badoglio criticó a Mussolini, cosa rara en él, tras la debacle de Grecia en noviembre de 1940, lo que le costó el cargo. Su profunda aversión a los alemanes probablemente solo era superada por su odio visceral a Cavallero, en cuya muerte pudo tener un papel indirecto. Fue nombrado presidente del Gobierno el 25 de julio de 1943, huyó de Roma rumbo a Bríndisi con el rey y otros altos cargos entre el 8 y el 9 de septiembre de 1943, y siguió presidiendo lo que quedaba del Gobierno italiano hasta junio de 1944. BALBO, Italo (6 de junio de 1896-28 de junio de 1940) Balbo, ras (jefe del Partido) fascista de Ferrara, y uno de los cuatro hombres elegidos por Mussolini para encabezar la Marcha sobre Roma en octubre de 1922, fue primero subsecretario (1926-1929) y posteriormente ministro del Aire (1929-1933). Valiente, lleno de energía y encantador, Balbo consiguió fama internacional al comandar cuatro vuelos de instrucción de larga distancia, entre ellos una doble travesía del Atlántico. Buen organizador, no fue capaz de superar las enconadas rivalidades entre los tres Ejércitos ni de imponer una doctrina uniforme a la Fuerza Aérea. En enero de 1934, al considerarle un peligroso rival y un potencial sucesor, Mussolini le «desterró» a Libia en calidad de gobernador. En junio de 1940, su avión fue erróneamente identificado como un caza británico poco después de un ataque enemigo y abatido en los cielos de Tobruk por las baterías antiaéreas italianas. Balbo Drive, una calle de Chicago donde se le rindieron honores a su llegada a Estados Unidos, sigue llevando su nombre. BASTICO, general Ettore (9 de abril de 1876-1 de diciembre de 1972)
La carrera militar de cincuenta y tres años de Bastico comenzó, como muchas otras, con la Guerra Italo-Turca en Libia (1911-1912). Tras un servicio distinguido durante la Primera Guerra Mundial, ascendió durante los años de entreguerras, y consiguió cierto renombre como general teórico con su libro La evolución del arte de la guerra, donde cuestionaba a Giulio Douhet, al considerar que había exagerado el aspecto mecanizado de la guerra a expensas del elemento humano. Además trabó una estrecha amistad con Mussolini. Durante la guerra de Abisinia, comandó la 1.ª División CC.NN.* 23 Marzo, y en 1937 estuvo brevemente al mando del Corpo di Truppe Volontarie (CTV) en la Guerra Civil española. En diciembre de 1940 fue nombrado gobernador militar del archipiélago del Dodecaneso, y el 19 de julio de 1941 Mussolini le designó gobernador de Libia y jefe nominal de las fuerzas del Eje en el Norte de África. Rommel, que tenía frecuentes enfrentamientos con él por su cautela logística y estratégica, le apodaba «Bombástico». Fue ascendido a maresciallo d’Italia (mariscal de Italia) el 12 de agosto de 1942 para que no tuviera menor rango que Rommel, y fue relevado en febrero de 1943 tras la caída de Trípoli. CAMPIONI, almirante Inigo (14 de noviembre de 1878-24 de mayo de 1944) Campioni, al que durante los últimos años de su carrera en tiempos de paz muchos consideraban el oficial más prometedor de la Real Armada Italiana (Regia Marina), prestó servicio a bordo de distintos acorazados, y posteriormente estuvo al mando de muchos convoyes durante la Primera Guerra Mundial. A lo largo de su carrera en el periodo de entreguerras, durante el que ascendió al escalafón de almirantes, fue agregado naval en París, comandante del acorazado Caio Duilio y de un crucero pesado, y jefe de gabinete del almirante Cavagnari. En 1938 fue nombrado subjefe del Estado Mayor de la Armada, y en 1939 fue designado para el mando del 1.er Escuadrón Naval —la principal flota de combate de Italia—. A raíz de las críticas vertidas contra él tras las batallas de Punta Stilo y del Cabo Teulada, en julio y en noviembre de 1940 respectivamente, por haber sido
excesivamente cauto y por no haber aprovechado su ventaja, fue relevado el 8 de diciembre de 1940. Volvió a asumir el puesto de subjefe del Estado Mayor de la Armada, y en octubre fue nombrado gobernador del Dodecaneso, donde se rindió a los alemanes el 11 de septiembre de 1943, tres días después del armisticio. Los alemanes le hicieron prisionero, y en enero del año siguiente fue entregado a la República Social Italiana (Repubblica Sociale Italiana, RSI) de Mussolini, que le condenó por alta traición tras negarse reiteradamente a colaborar con ella. Se le ofreció el indulto a cambio de que reconociera a la RSI como el Gobierno legítimo de Italia, pero Campioni lo rechazó de plano, y fue fusilado en la Plaza Mayor de Parma. En noviembre de 1947 se le concedió a título póstumo la máxima condecoración italiana al valor, la Medaglia d’Oro. CAVAGNARI, almirante Domenico (20 de julio de 1876-2 de noviembre de 1966) Durante la Primera Guerra Mundial Cavagnari comandó un escuadrón de destructores de vanguardia (esploratori). Entre 1929 y 1932 fue director de la Academia Naval Italiana en Livorno. Su mandato en la Academia coincidió con un cambio de tono en la relación de la Armada con el régimen, y con un aumento del énfasis en las virtudes positivas del fascismo. En calidad de subsecretario de Marina a partir de noviembre de 1933, y de jefe del Estado Mayor de la Armada desde junio de 1934, Cavagnari fue el encargado de configurar la Armada que fue a la guerra en 1940, manteniendo un estricto control en todo, e insistiendo en la uniformidad y la obediencia. Al ser un almirante «de acorazados», Cavagnari mostró muy poco interés en los portaaviones (igual que su jefe) y en el radar, condenando a todos los efectos la investigación y la innovación en enero de 1934 con la afirmación de que «en alta mar, un dispositivo simple, resistente, y que funciona de manera fiable es preferible a otro que, pese a ser más sofisticado y más rápido, es más complejo, más frágil y menos fiable». A pesar de todo, entre 1935 y 1940, Cavagnari se encargó de supervisar la construcción de sesenta submarinos, destinados a desgastar a los acorazados y portaaviones enemigos. La poco concluyente batalla de
Punta Stilo, y el exitoso ataque enemigo contra la base naval de Tarento en noviembre de 1940 pusieron fin a su carrera. CAVALLERO, mariscal Ugo (20 de septiembre de 1880-13 de septiembre de 1943) Durante la Primera Guerra Mundial, Cavallero, que era popular entre la tropa por su actitud relajada, inicialmente prestó servicio en el cuartel general de Luigi Cadorna, y después como jefe de operaciones a las órdenes de Badoglio, subjefe del Estado Mayor del sucesor de Cadorna, el mariscal Armando Diaz. En 1920, al intuir que los ascensos en tiempos de paz iban a ser lentos, abandonó el Ejército para dedicarse a la industria privada. En 1925 Mussolini le nombró subsecretario de Estado de Guerra, un cargo que ocupó durante tres años, durante los que Badoglio y él se convirtieron en acérrimos rivales, y del que fue destituido tras una intervención directa del rey. Posteriormente estuvo cinco años trabajando en la Sociedad Industrial Ansaldo, y a raíz de ello fue sospechoso durante el resto de su vida de haberse beneficiado ilegalmente de suministrar acero de mala calidad a las Fuerzas Armadas. Tras un periodo al mando de las tropas del África Oriental Italiana, fue cesado por el virrey Amadeo de Saboya, duque de Aosta. En junio de 1939 Mussolini envió a Cavallero a Berlín para que llevara las negociaciones posteriores a la firma del Pacto de Acero, el 22 de mayo. El 6 de diciembre de 1940 sucedió a Badoglio como jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas y fue enviado de inmediato a Albania para relevar a Ubaldo Soddu al frente de la guerra en Grecia, de donde regresó en mayo de 1941. Cavallero, considerado un tanto acomodaticio con los alemanes por algunos de sus colegas generales, estuvo en el cargo hasta el 31 de enero de 1943, tal vez debido sobre todo a que, a diferencia de su antecesor, Ambrosio, él nunca cuestionaba al Duce en su forma de dirigir la guerra. En julio de 1943, Badoglio ordenó su arresto y, tras su posterior puesta en libertad gracias a la intervención del rey, volvió a arrestarle. Durante su encarcelamiento, Cavallero escribió un memorándum donde afirmaba que llevaba conspirando contra Mussolini desde noviembre de 1942. Cuando Badoglio huyó de Roma, dejó el «memoriale Cavallero»
encima de su escritorio. Los alemanes lo encontraron. Con esa baza en la mano, Kesselring le ofreció a Cavallero el mando de las fuerzas armadas de lo que acabó siendo la RSI. El 13 de septiembre de 1943, Cavallero estuvo cenando con Kesselring. A la mañana siguiente encontraron su cuerpo sin vida en el jardín del hotel de Frascati en el que se alojaba, en lo que aparentemente había sido un suicidio. Algunos sospechan que fue asesinado. CIANO, conde Galeazzo (18 de marzo de 1903-11 de enero de 1944) Ciano, hijo de un almirante, y uno de los ministros del Gobierno de Mussolini más cercanos al Duce, se casó con Edda, una hija de Mussolini, en abril de 1930. A partir de ese momento su ascenso fue rápido: subsecretario y posteriormente ministro de Propaganda (1934-1935), a Ciano su suegro le nombró ministro de Asuntos Exteriores el 9 de junio de 1936, cargo que ocupó hasta febrero de 1943, cuando fue degradado a embajador en la Santa Sede. Al principio Ciano, un hombre vulgar, ambicioso y oportunista, era poco más que un enchufado. Su creciente preocupación por la vulnerabilidad de Italia frente a una dominante Alemania nazi le hizo cambiar, y en última instancia a votar a favor de la destitución de su suegro en la reunión del Gran Consejo Fascista del 24-25 de julio de 1943. Eso le costó la vida. Tras cometer la imprudencia de huir a Alemania, Ciano fue entregado a la RSI, juzgado, condenado por traidor, y fusilado por la espalda. Para quien le interesen ese tipo de cosas, en YouTube puede encontrarse un vídeo de su ejecución. FAVAGROSSA, general Carlo (22 de noviembre de 1888-22 de marzo de 1970) Favagrossa, del Arma de Ingenieros, prestó servicio como oficial subalterno en la guerra de Libia y en la Primera Guerra Mundial. Después de presidir la comisión de control para la observación del armisticio en Viena, en 1919, prestó servicio en Cirenaica y posteriormente en destinos militares y diplomáticos en Francia y Checoslovaquia. Tras comandar un regimiento y
más tarde servir como subcomandante de la Academia de Artillería e Ingenieros, a Favagrossa le encomendaron el mando de la única brigada motorizada-mecanizada de Italia en junio de 1936. Fue enviado a España a raíz del desastre del CTV en Guadalajara, donde reorganizó completamente el servicio de Intendencia. Estuvo al mando de distintas divisiones hasta que asumió la presidencia del Comisariado General para la Producción de Guerra (Commissariato Generale per le Fabbricazioni di Guerra, COGEFAG) el 1 de septiembre de 1939. El 23 de mayo volvió a ser designado subsecretario de Estado para la Producción de Guerra, y el 6 de febrero de 1943 fue ascendido al rango de ministro. Desde su cargo, Favagrossa controlaba la asignación de materias primas (aunque antes siempre tuvo que lidiar con las distintas ramas del Partido Fascista), pero no el suministro de armas. FOUGIER, general Rino Corso (14 de noviembre de 1894-24 de abril de 1963) Fougier inició su servicio en la guerra en 1915 con los Bersaglieri (infantería ligera) pero pidió el traslado al ala aérea en 1916, donde consiguió tres Medallas de Plata al valor. Después de la Primera Guerra Mundial, en calidad sucesivamente de comandante de escuadrón, de ala y de grupo, Fougier impresionó al ministro del Aire, Italo Balbo, que cuando fue nombrado gobernador de Libia le reclamó a Tripolitania, donde permaneció desde 1935 hasta 1937. En mayo de 1940 se le concedió el mando de la 1.ª Squadra Aerea y estuvo al frente de la fuerza aérea expedicionaria (Corpo Aereo Italiano) en Bélgica, que se incorporó a la campaña de bombardeos contra Gran Bretaña entre el 10 de septiembre de 1940 y el 28 de enero de 1941. El 15 de noviembre sucedió a Pricolo como subsecretario de Estado del Aire y jefe del Estado Mayor del Aire. Fue destituido el 27 de julio de 1943. GAMBARA, general Gastone (10 de noviembre de 1890-27 de febrero de 1962) Gambara inició su carrera militar como suboficial, antes de licenciarse en la
Academia Militar de Módena a través de un curso especial para suboficiales prometedores. Durante la Primera Guerra Mundial prestó servicio en el Cuerpo de Alpini (tropas especialistas de montaña), donde obtuvo dos Medaglie d’Argento (Medalla de Plata, la segunda máxima condecoración al valor en Italia) en nueve meses en 1918. Después de comandar un batallón de alpini a principios de los años veinte, ocupó diversos puestos de Estado Mayor. Combatió en Etiopía y después en España, donde fue jefe del Estado Mayor del CTV. Tras comandar el XV Cuerpo durante el breve conflicto con Francia en los Alpes, en junio de 1940, Gambara estuvo al mando del VIII Cuerpo en la guerra contra Grecia a partir del 5 de febrero de 1941. El 11 de mayo de 1941 fue trasladado a Trípoli, como jefe de Estado Mayor, primero de Gariboldi y después de Bastico, y más tarde como comandante del Corpo d’Armata Corazzato (Cuerpo Acorazado), y posteriormente del Corpo d’Armata di Manovra (Cuerpo de Maniobras). Tras una disputa con Rommel y Cavallero, Gambara fue reclamado el 6 de marzo de 1942 y enviado a Eslovenia en septiembre, donde estuvo al mando del XI Cuerpo, y donde permaneció hasta el 5 de septiembre de 1943. Tras el armisticio, Gambara se pasó al bando de la Repubblica Sociale Italiana fascista, y el 20 de octubre de 1943 fue nombrado jefe del Estado Mayor del Ejército Nacional Republicano. Mussolini le destituyó el 12 de marzo de 1944 por su «excesivo pesimismo». Su nombre figuraba en la lista anglo-estadounidense de criminales de guerra de 1947, pero, como muchos otros, Gambara eludió comparecer ante un tribunal, tanto en Italia como en el extranjero. GARIBOLDI, general Italo (20 de abril de 1879-9 de febrero de 1970) Gariboldi prestó servicio en puestos de Estado Mayor durante la Primera Guerra Mundial. Entre 1920 y 1925 estuvo al frente de la delegación italiana para determinar la frontera entre Italia y Yugoslavia. Tras comandar regimientos y brigadas, fue nombrado jefe de la Academia Militar de Módena y de la Academia de Oficiales (Scuola di Applicazione) de Parma. En 1936 comandó la División Sabauda en la marcha sobre Addis Abeba. En
calidad de jefe de Estado Mayor del gobernador del África Oriental Italiana, Gariboldi participó en la brutal represión de la resistencia abisinia. Fue relevado en febrero de 1938, comandó un cuerpo de ejército, y seguidamente el 5.º Ejército en Tripolitania, entre el 11 de junio de 1940 y el 11 de febrero de 1941, fecha en que relevó a Graziani como comandante en jefe y gobernador general. Sus tensas relaciones con Rommel, y su desaprobación de la operación relámpago de reconquista de Cirenaica organizada por el general alemán, motivaron su relevo el 19 de junio de 1941. En la primavera de 1942 fue nombrado comandante del 8.º Ejército (ARMIR) en la Unión Soviética. El 15 de septiembre de 1943, Gariboldi se encontraba en Parma reconstruyendo su maltrecho 8.º Ejército cuando fue arrestado por los alemanes. Al negarse a colaborar con ellos, Gariboldi fue encarcelado en Alemania, y después entregado a la RSI, que le condenó a diez años de cárcel. GELOSO, general Carlo (20 de agosto de 1879-23 de julio de 1957) Geloso, del Arma de Artillería, fue condecorado con tres Medallas de Plata al valor durante la Primera Guerra Mundial, de la que salió con el grado de coronel. Pasó a la reserva especial hasta que se reintegró en el Ejército con la llegada del fascismo. Después de comandar un regimiento y de ocupar puestos de Estado Mayor, combatió en Somalia en 1936 y a continuación participó en la «pacificación» de Etiopía, utilizando unos métodos que incluso Roberto Farinacci, un fascista de la línea dura, consideraba «a menudo desproporcionados e injustificados». En diciembre de 1939 Geloso se puso al mando del XXVI Cuerpo en Albania, sucediendo a Guzzoni, pero a su vez fue relevado durante el verano de 1940 por Visconti Prasca a instancias de Ciano. Fue destinado de nuevo a Albania en noviembre de 1940 para comandar el 11.er Ejército hasta abril de 1941. Posteriormente fue nombrado gobernador militar de Grecia hasta que en mayo de 1943 un escándalo motivó su destitución. Sus suplicantes cartas a Mussolini fueron deliberadamente ignoradas. Tras el armisticio de septiembre de 1943, Geloso fue hecho prisionero y encarcelado por los alemanes en Poznan´
(Polonia) hasta que fue liberado por el Ejército Rojo. El Gobierno etíope intentó en vano que le extraditaran por crímenes de guerra en 1947, un año después de que el Gobierno griego, a la sazón en medio de una guerra civil, anunció que no tenía intención de solicitar la extradición de ningún italiano sospechoso de haber llevado a cabo actos ilegales en su país. GRAZIANI, mariscal Rodolfo (11 de agosto de 1882-11 de enero de 1955) Después de aprobar el examen de ingreso en la universidad, Graziani se inscribió en un curso de Derecho de dos años, pero nunca terminó sus estudios. Al ser demasiado pobre para ingresar en alguna de las academias militares, fue reclutado obligatoriamente en el Ejército, donde prestó servicio como suboficial y más tarde como subteniente, para después conseguir el ascenso permanente a oficial en 1906. Estuvo en Libia durante toda la Primera Guerra Mundial, de la que salió como el coronel más joven del Ejército y uno de los más condecorados. Abandonó brevemente el Ejército, pero no logró abrirse camino en el mundo civil, por lo que en 1921 regresó a Libia y permaneció trece años allí, asumiendo un destacado papel en la represión y reconquista de la colonia, y adquiriendo fama de ser uno de los militares más agresivos —y exitosos— de Italia. Después de ascender a generale di corpo d’Armata (teniente general), fue reclamado por Roma en 1934, pero volvió a marcharse en febrero de 1935 para asumir el mando de las fuerzas italianas en Somalia. El éxito que cosechó allí le hizo merecedor del bastón de maresciallo d’Italia. En calidad de virrey de Etiopía, Graziani ordenó ahorcar y fusilar a los líderes «rebeldes», y se volvió apreciablemente más implacable después de sobrevivir a un atentado el 19 de febrero de 1937. Tras su regreso a Roma en enero de 1938, Graziani fue nombrado jefe del Estado Mayor del Ejército el 1 de noviembre de 1939 (se dice que se enteró de su nombramiento al escuchar el boletín informativo de las 13 h) y más tarde, en junio de 1940, gobernador de Libia. Fue relevado del mando el 8 de febrero de 1941 y no tuvo ningún otro empleo hasta que Mussolini le nombró ministro de la Guerra de la RSI a finales de 1943. Graziani, que figuraba en la lista de
personas buscadas por los partisanos para su ejecución, escapó de las represalias cuando cayó en manos de los estadounidenses. Primero fue prisionero de guerra de los Aliados, y posteriormente fue encarcelado en Italia, donde fue juzgado en mayo de 1950 «por colaboración militar con Alemania» y condenado a diecinueve años de cárcel, pero fue puesto en libertad cuatro meses después. El intento del Gobierno de Etiopía de conseguir su extradición para juzgarle por crímenes de guerra quedó en nada. GUZZONI, general Alfredo (12 de abril de 1877-15 de abril de 1965) Guzzoni prestó servicio como oficial de Estado Mayor del frente durante casi toda la Primera Guerra Mundial, durante la que consiguió dos Medaglie d’Argento, y después en las comisiones interaliadas de control para Austria y Hungría. A eso le siguieron mandos en regimientos, brigadas y divisiones. En noviembre de 1935 fue enviado a Eritrea, donde permaneció en calidad de gobernador entre junio de 1936 y abril de 1937. Tras encabezar las fuerzas que invadieron Albania los días 7 y 8 de abril de 1939, Guzzoni comandó el 4.º Ejército durante la breve campaña contra Francia en junio de 1940. El 30 de noviembre de 1940 fue nombrado subsecretario de Estado de Guerra y subjefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas, un cargo que al parecer desempeñó bastante bien. Cavallero suprimió el puesto de subjefe de Guzzoni a su regreso a Roma tras el final de la guerra de Grecia, lo que le obligó a dimitir como subsecretario en mayo de 1941. El 1 de junio de 1943 le asignaron el mando del 6.º Ejército y le encomendaron la defensa de Sicilia, una tarea difícil en la que no logró brillar. Fue encarcelado por la RSI el 26 de octubre de 1943 a raíz de una ofensiva de Roberto Farinacci contra su hoja de servicios en Sicilia, pero fue puesto en libertad dos semanas después a raíz de las presiones del alto mando alemán. IACHINO, almirante Angelo (24 de abril de 1889-3 de diciembre de 1976)
Iachino combatió durante la parte inicial de la Primera Guerra Mundial a bordo del acorazado Giulio Cesare, para después comandar un barco torpedero en el Adriático y obtener una Medaglia d’Argento (Medalla de Plata). Tras prestar servicio como agregado naval en China entre 1923 y 1928, estuvo al mando de un destructor, de un crucero ligero, y más tarde de dos grupos de buques ligeros durante la Guerra Civil española. En agosto de 1940 se le otorgó el mando del 2.º Escuadrón Naval. Participó en la batalla del Capo Spartivento en noviembre de 1940 y relevó a Campioni como comandante de la flota de combate al mes siguiente. Fue muy criticado por su gestión de la batalla del Cabo Matapán, en la que perdió una división de cruceros entera, pero se mantuvo en el puesto hasta el 5 de abril de 1943, cuando fue relevado por el almirante Carlo Bergamini. Se reincorporó al servicio activo en 1948, y en 1962 causó baja definitiva. MARRAS, general Efisio (2 de agosto de 1888-29 de enero de 1981) Marras, del Arma de Artillería, fue elegido para el puesto de agregado militar en Berlín en octubre de 1936. Estuvo siete años en el cargo, sin contar un breve interludio durante el verano de 1939, cuando fue sustituido por el general Mario Roatta. En calidad de ojos y oídos del Comando Supremo en Berlín, Marras informaba de las políticas militares de los nazis y las interpretaba. Tras el armisticio fue detenido por los alemanes y posteriormente entregado a la RSI y encarcelado. En agosto de 1944 logró evadirse y llegar a Suiza. Después de la guerra prestó servicio primero como jefe del Estado Mayor del Ejército y más tarde, entre 1950 y 1954, como jefe del Estado Mayor de la Defensa, donde desempeñó un importante papel en la reconstrucción del Ejército italiano. MESSE, mariscal Giovanni (10 de diciembre de 1883-18 de diciembre de 1968) Messe, el mejor general de Italia, desempeñó un importante papel en la instrucción, y más tarde en el mando, de las unidades de infantería de élite, los Arditi, durante los últimos años de la Primera Guerra Mundial, donde
consiguió una Medaglia d’Argento. Tras prestar servicio como edecán del rey entre 1923 y 1927, Messe estuvo al mando de una unidad de Bersaglieri y después de una brigada motorizada, que comandó durante la guerra de Etiopía y de la que salió con el grado de general de división. Messe fue nombrado subcomandante durante la invasión de Albania en abril de 1939, y posteriormente estuvo al mando del Cuerpo de Ejército Celere («veloz») entre junio y diciembre de 1940. Su éxito durante la guerra de Grecia, donde comandó el Corpo d’Armata Speciale (Cuerpo de Ejército Especial), dio lugar a que le asignaran el mando del Corpo di Spedizione Italiano in Russia (CSIR) en julio de 1941 para sustituir al general designado como primera opción, que cayó enfermo. Messe no logró convencer ni a Cavallero ni a Mussolini de que no ampliaran el CSIR al rango y tamaño de un ejército, lo que provocó el enfado de los alemanes, y después tuvo desavenencias en materia de estrategia con el nuevo comandante del 8.º Ejército, Gariboldi. Messe pidió el relevo y abandonó la Unión Soviética en 1942. En febrero de 1943, Mussolini le ofreció un cáliz envenenado y le nombró comandante de las fuerzas italianas en Túnez. Tras la rendición de las fuerzas del Eje en el Norte de África en mayo de 1943, Messe estuvo preso, junto con otros prisioneros de alta graduación, en Inglaterra, donde sus captores escuchaban sus conversaciones con micrófonos ocultos. En septiembre de 1943 fue nombrado jefe del Estado Mayor del Ejército CoBeligerante Italiano, un cargo que ocupó hasta el final de la guerra. PIRZIO BIROLI, general Alessandro (23 de julio de 1877-20 de mayo de 1962) Pirzio Biroli, hijo de uno de los voluntarios de Giuseppe Garibaldi, se licenció como oficial de Bersaglieri. Durante la Primera Guerra Mundial prestó servicio en el Estado Mayor de Roma y después como oficial de Estado Mayor en Macedonia, para después ser trasladado al frente italiano tras la batalla de Caporetto. Entre 1922 y 1927 estuvo al frente de una delegación militar en Ecuador, y seguidamente estuvo al mando de diferentes divisiones y cuerpos. Comandó el cuerpo de Eritrea durante la guerra de Abisinia y más tarde, ya como general de ejército, ocupó el cargo
de gobernador de Amhara. Tras intentar y no lograr aplastar la sublevación que estalló en la región en agosto de 1937, de la que Graziani le hizo responsable, fue destituido en diciembre de 1937. Estuvo a la espera de un destino hasta febrero de 1941, cuando le nombraron comandante del 9º Ejército en Albania. En calidad de gobernador y comandante militar en Montenegro a partir de octubre de 1941, Pirzio Biroli utilizó los mismos métodos despiadados que había aplicado en Abisinia para dominar su feudo. En junio de 1943 el Comando Supremo creó el Grupo de Ejércitos Este, dejando a Pirzio Biroli únicamente con poderes civiles. Regresó a Roma el mes siguiente. Tras el armisticio, Mussolini le ofreció el cargo de ministro de Defensa Nacional, pero él lo rechazó. Logró cruzar las líneas alemanas y huir a Bríndisi, y en octubre de 1944 fue reclamado para prestar servicio temporalmente como jefe de una comisión para examinar las condecoraciones al valor. Pirzio Biroli, que figuraba en la lista de criminales de guerra de los Aliados, también logró eludir el castigo. Se decía que Pirzio Biroli tenía una extraordinaria puntería con la pistola, y además ganó la medalla de plata en el torneo de sable por equipos en los Juegos Olímpicos de Londres de 1908. PRICOLO, general Francesco (30 de enero de 1891-14 de octubre de 1980) Pricolo se licenció en el Arma de Ingenieros, pilotó dirigibles en la guerra Italo-Turca y posteriormente en la Primera Guerra Mundial, donde consiguió dos Estrellas de Plata al valor. Tras desempeñar distintos empleos de mando y de Estado Mayor, entre ellos subjefe del Estado Mayor del Aire durante diez meses entre 1932 y 1933, fue nombrado subsecretario de Estado del Aire y jefe del Estado Mayor del Aire el 10 de noviembre de 1939. Fue utilizado por Mussolini como su canal personal de información acerca de la mala gestión de las primeras fases de la guerra contra Grecia, tuvo sus desavenencias con Cavallero, y fue objeto de la desconfianza de Rommel, que le acusaba de «inconstancia». Fue destituido el 14 de noviembre de 1941 por negarse a enviar los nuevos cazas Macchi 202 al norte de África como se le había ordenado, alegando que el personal de
vuelo aún no había terminado la instrucción y que los aviones carecían de filtros de arena. Pasó a la reserva permanente en agosto de 1945, y finalmente se retiró en 1954. RICCARDI, almirante Arturo (30 de octubre de 1878-20 de diciembre de 1966) Riccardi inició su carrera en la Infantería de Marina italiana durante la Rebelión de los Bóxers (1900-1901) y posteriormente en la campaña del Lejano Oriente de 1905. Después de su servicio de guerra, Riccardi ocupó importantes cargos de Estado Mayor en la sede central del Ministerio de Marina, donde llegó a ser director general de personal y servicios militares en agosto de 1935, tres años después de ascender a almirante y un año después de afiliarse a la agrupación del Partido Fascista en La Spezia. El 8 de diciembre de 1940 sucedió a Cavagnari como subsecretario de Marina y jefe del Estado Mayor de la Armada. Fue destituido de ambos cargos por Badoglio el 27 de julio de 1943, a raíz de la caída de Mussolini. ROATTA, general Mario (2 de enero de 1887-7 de enero de 1968) Roatta, una figura tan sumamente inteligente como controvertida, además de un tanto esquiva, prestó servicio en Italia y en Francia durante la Primera Guerra Mundial, y posteriormente como agregado militar en Varsovia entre 1924 y 1930. En 1934 fue elegido como jefe del Servizio Informazioni Militari (SIM, los servicios de inteligencia militares italianos). Es probable que estuviera involucrado en el asesinato del rey Alejandro de Yugoslavia en octubre de 1934 (por lo que desde entonces los servicios de inteligencia franceses le seguían durante sus visitas a Francia). En enero de 1936 planeó el secuestro o el asesinato de Haile Selassie, pero Mussolini se lo impidió. Como primer comandante del CTV en la Guerra Civil española no logró distinguirse, ya que fue derrotado en la batalla de Guadalajara. Tras actuar como agregado militar en Berlín entre agosto y octubre de 1939, a partir del 31 de octubre de 1939 Roatta prestó servicio primero como subjefe del Estado Mayor del Ejército a las órdenes de Graziani, y después como jefe
del Estado Mayor del Ejército hasta el 20 de enero de 1942, cuando asumió el mando de las fuerzas de ocupación en Eslovenia y Dalmacia. Abandonó los Balcanes en febrero de 1943 y tras encargarse brevemente de la defensa de Sicilia, en junio de 1943 fue nombrado jefe del Estado Mayor del Ejército por segunda vez. En septiembre de ese mismo año huyó de Roma con Badoglio. Fue destituido por Badoglio el 12 de noviembre de 1943 ante la insistencia de los Aliados, después de que los yugoslavos acusaran a Roatta de crímenes de guerra. En unas circunstancias que aún están por aclarar, Roatta se fugó de un hospital penitenciario de Roma el 5 de marzo de 1945 y se refugió en España, donde permaneció hasta 1966. En Italia fue condenado in absentia a cadena perpetua y a un año en régimen de aislamiento, una sentencia que fue revocada por el Tribunal Supremo de Casación en 1948. Las opiniones que tenían de él los Aliados iban de lo poco halagüeño a lo impublicable. SODDU, general Ubaldo (23 de julio de 1883-20 de julio de 1949) Soddu pasó la mayor parte de la Primera Guerra Mundial en Cirenaica, regresó en mayo de 1918 y prestó servicio en Francia, donde consiguió una Medaglia d’Argento, una Croix de Guerre y la Légion d’Honneur. Dedicó gran parte de su carrera de entreguerras, durante la que se licenció en Derecho, a enseñar en distintas instituciones militares y a publicar estudios militares. Llamó la atención del Duce por primera vez como director del gabinete del ministro de la Guerra entre 1934 y 1936 por su habilidad para dar forma a la legislación militar, y más tarde por ser autor de un libro que proclamaba las virtudes de las «guerras relámpago decisivas». En diciembre de 1937 fue nombrado subjefe de operaciones del Estado Mayor del Ejército, y en octubre de 1939 subsecretario de Estado de Guerra, cargo que desempeñó hasta el 30 de noviembre de 1940. El 8 de noviembre de 1940, tras ascender a general de ejército, fue nombrado comandante en jefe de la guerra contra Grecia, un cargo que solo ocupó cincuenta y dos días, ya que fue relevado, primero de forma no oficial, y después oficialmente, por Cavallero. A partir de ese momento pasó a la reserva, y fue detenido dos
veces y encarcelado en una ocasión tras la caída de Mussolini el 25 de julio de 1943, siendo liberado por los alemanes el 12 de septiembre de 1943. Pasó el resto de su vida retirado. VISCONTI PRASCA, general Sebastiano (23 de enero de 1883-25 de febrero de 1961) Después de prestar servicio en la Primera Guerra Mundial, Visconti Prasca fue agregado militar y del aire en Belgrado entre 1925 y 1930, para después comandar el Cuerpo Italiano en el Sarre en 1934. Fue agregado militar en París entre 1937 y 1939. Defensor de la «guerra relámpago» fascista de nuevo cuño, Visconti Prasca fracasó estrepitosamente como comandante de las fuerzas italianas que invadieron Grecia, y fue relevado por Ubaldo Soddu al cabo de tan solo dos semanas. Visconti Prasca fue destinado a la reserva de forma fulminante. En septiembre de 1943 se unió a la Resistencia. Cayó prisionero de los alemanes y fue condenado a muerte, una sentencia que posteriormente le fue conmutada por cadena perpetua, pero logró escapar y supuestamente combatió con el Ejército Rojo y participó en la batalla de Berlín. * «Camisas negras», término coloquial para designar a los milicianos fascistas de la Milizia Volontaria per la Sicurezza Nazionale (N. del T.).
ABREVIATURAS
ACS Archivio Centrale di Stato, Roma All. allegato (documento adjunto) AMR Archivio dei Musei del Risorgimento e di Storia Contemporanea, Comune di Milano App Apéndice ARMIR Armata Italiana in Russia (Ejército Italiano en Rusia) ASAM Archivio Storico dell’Aeronautica Militare ASI Africa Settentrionale Italiana (África Septentrional Italiana) ASMAE Archivio Storico del Ministero degli Affari Esteri ASV Archivio di Stato di Venezia AUSMM Archivio dell’Ufficio Storico della Marina Militare AUSSME Archivio dell’Ufficio Storico dello Stato Maggiore dell’Esercito b. busta (sobre) BA-MA Bundesarchiv-Militärarchiv CCRR Carabinieri Reali COGEFAG Commissariato Generale per Fabbricazione di Guerra (Comisariado General para la Producción de Guerra) CSD Commissione Suprema di Difesa (Comisión Suprema de Defensa) CSIR Corpo spedizione italiano in Russia (Cuerpo Expedicionario Italiano en Rusia) CTV Corpo Truppe Volontarie (Cuerpo de Tropas Voluntarias [en España]) DDI I Documenti Diplomatici Italiani (serie/número de tomo) DGFP Documents on German Foreign Policy (serie/número de tomo) doc. documento DSCS Diario Storico del Comando Supremo EDS Enemy Documents Section fasc. fascículo FFAA Forze Armate (Fuerzas Armadas) FLE Fondazione Luigi Einaudi fr./ff. fotograma/s GFM Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores de Alemania
IWM(D) Imperial War Museum, Duxford MMIS Missione Militare Italiana in Spagna MVSN Milizia Volontaria per la Sicurezza Nazionale (Milicia Voluntaria para la Seguridad Nacional) NARS National Archives and Records Service NDU National Defense University n./nº número OKW Oberkommando der Wehrmacht (Alto Mando de las Fuerzas Armadas de Alemania) OO Opera Omnia de Benito Mussolini PR Piano di Radunata (plan de despliegue) RRCC Carabinieri Reali SIA Servizio Informazioni Aeronautica (Servicios de Inteligencia del Ejército del Aire) SIE Servizio Informazioni Esercito (Servicios de Inteligencia del Ejército de Tierra) SIM Servizio Informazioni Militari (Servicios de Inteligencia Militar) SIS Servizio Informazioni Segreto (Servicios de Inteligencia de la Armada Italiana) SOE Special Operations Executive SUA Stati Uniti Americani (Estados Unidos) TNA The National Archives T./Ts. telegrama/s USAMHI United States Army Military History Institute WO War Office (Ministerio de la Guerra de Reino Unido)
MAPAS
INTRODUCCIÓN
C
uando el 30 de octubre de 1922, Mussolini se puso al mando de Italia y embarcó a su país en el fascismo —una revolución que empezó a imponer tres años después, tras derrotar al ala radical de su propio partido— su intención era forjar un Estado nuevo y renaciente y obligar a la comunidad internacional a reconocer que su feudo había dejado de ser «la menor de las Grandes Potencias». La conquista de un nuevo imperio romano que debía abarcar el Mediterráneo y el norte de África, e incluir una considerable tajada de los Balcanes, así como vías de libre acceso a los océanos Atlántico e Índico, iba a concederle a Italia el lugar que le correspondía por derecho propio en los asuntos del mundo. Una parte de la agenda de Mussolini no era nueva —la Italia de los Gobiernos liberales ya había hecho gala de sus ambiciones coloniales cuando en 1885 puso el pie en Massawa (Eritrea), a orillas del Mar Rojo, y más tarde, en 1911-1912, cuando combatió contra el Imperio Otomano en Libia y logró apoderarse de una nueva colonia—. Como tampoco las ambiciones de Italia en los Balcanes e incluso, brevemente, en Anatolia (Turquía), fueron para nadie un indicio novedoso de las ansias de expansión del país. Las continuidades entre las políticas exteriores de la Italia liberal y de la Italia fascista han proporcionado a los historiadores abundante munición para el debate y la discrepancia. Lo que sí era novedoso era el encaje de todas aquellas metas en un programa más complejo —y el ambicioso ímpetu de que hacía gala Mussolini para alcanzarlas—. Conquistar lo que él y muchos miembros de su entorno consideraban el spazio vitale («espacio vital») de Italia conllevaba afrontar tanto los legados del pasado como las circunstancias contextuales del presente. Durante un tiempo dio la impresión de que Mussolini tenía éxito en ambos frentes. Antes de la Primera Guerra Mundial, los diplomáticos italianos habían trabajado de una forma pragmática, evitando enfrentamientos con las grandes potencias, buscando oportunidades de avanzar donde no hubiera una resistencia poderosa, y utilizando la fuerza cuando pensaban que podían
hacerlo sin provocar una reacción internacional hostil. Una de las consecuencias de aquella política fue que, en vísperas de la guerra mundial, el historial militar de Italia era, en el mejor de los casos, irregular. Después de conseguir permiso de las grandes potencias para establecer un punto de apoyo en Eritrea, y alentados por sus políticos, los militares italianos se habían adentrado en la región, desafiando al imperio guerrero independiente de Etiopía. En aquella ocasión, los medios no estuvieron a la altura de los objetivos, y las Fuerzas Armadas italianas sufrieron una derrota total y humillante en la batalla de Adowa** el 1 de marzo de 1896.1 Aquello puso fin a las iniciativas de Italia en la región. En 1935 Mussolini iba a insuflarles nueva vida. Y aquel desastre también vino a ratificar la mala opinión que tenían muchos políticos italianos —de forma destacada Giovanni Giolitti, presidente del Gobierno durante los años previos a la guerra— de la capacidad militar de Italia. El Ejército de Giolitti conquistó Libia para él en la guerra italo-turca, pero fue una victoria solo en parte: las tropas sobre el terreno sufrieron algunos reveses graves, los turcos únicamente se replegaron de aquella guerra cuando se vieron obligados a afrontar otro conflicto en los Balcanes, y a partir de ese momento Estambul apoyó una incesante guerra de guerrillas en Libia que prosiguió a lo largo de toda la guerra mundial que vino a continuación, durante la cual los italianos tan solo lograron conservar cuatro puntos de apoyo en la costa. En ambas guerras coloniales, los ejércitos italianos emplearon métodos brutales contra las poblaciones locales. Si el historial de los Gobiernos liberales en tiempos de paz parecía dejar mucho que desear —y muchas cosas que mejorar— lo mismo ocurrió con la actuación de Italia durante la Primera Guerra Mundial. El hecho de que entrara más tarde en la guerra —lo hizo en el bando de la Entente en mayo de 1915, después de sus exhaustivos intentos de negociar con ambas partes en liza— le granjeó una desaprobación internacional que no hizo más que aumentar con el tiempo. Además, la entrada de Italia en la guerra también agravó las líneas de falla preexistentes en la sociedad, donde los intervencionistas de derechas y conservadores se alineaban en contra de los neutralistas de los partidos de izquierdas y demócratas (aunque, extrañamente, los demócratas también fueron capaces de apoyar la guerra en apoyo de Bélgica), mientras que el Partido Socialista oficial se encontraba en algún punto intermedio, ni a favor ni en contra de la guerra.
Durante tres años los ejércitos italianos y austrohúngaros estuvieron batallando entre sí en las montañas y en las tierras altas de roca caliza a lo largo de su frontera común. Se trataba, como comentaba un observador británico en el escenario de los hechos, de «un terreno desesperante para el combate». Y entonces, el 24 de octubre de 1917, Italia sufrió una derrota casi catastrófica cuando las fuerzas alemanas y austrohúngaras arrollaron al ejército del mariscal Luigi Cadorna en Caporetto y lo persiguieron hasta el río Piave. Allí el ejército resistió —hasta que las fuerzas anglo-francesas que acudían en su apoyo estuvieron en condiciones de echarle una mano— e inició primero una recuperación, y después un contraataque que culminó en octubre de 1918, cuando a su vez arrolló a los austrohúngaros en la batalla de Vittorio Veneto.*** La Primera Guerra Mundial le costó a Italia aproximadamente 650.000 muertos. Si bien esa cifra de bajas casi igualaba a la de Gran Bretaña, que perdió 750.000 hombres y combatió nueve meses más que Italia (una modalidad de cálculo macabra y de escaso valor en sí), a Italia no le valió demasiado en lo relativo al agradecimiento ni al reconocimiento internacional. Después de la contienda, tanto Georges Clemenceau como David Lloyd George denigraron el historial militar de Italia, y el político galés llegó a afirmar que, comparados con sus compatriotas, los italianos «no tenían ni idea de lo que quería decir combatir».2 En la Conferencia de Paz de París de 1919, las potencias vencedoras dieron a entender que las reivindicaciones territoriales de Italia eran codiciosas y cínicas —aunque algunas de ellas no lo eran en absoluto. En Italia, Mussolini vertía sus críticas contra el Gobierno desde las páginas de su periódico, Il Popolo d’Italia. El Gobierno, al haber hecho únicamente declaraciones públicas «altisonantes y vagas», pero sin conseguir un justo equivalente al precio pagado por las ciudades y el campo en términos de sangre y de dinero, había fracasado «moral y económicamente». Cómo pudo llegar a perder Italia la duodécima batalla del Isonzo (Caporetto) seguía siendo un misterio, pero, en calidad de soldado de la línea del frente, el propio Mussolini indudablemente no era proclive a echarle la culpa al fante (soldado de Infantería) corriente, pese a que Cadorna había hablado de una «resistencia deficiente por parte de algunos destacamentos». A partir de ahora, afirmaba Mussolini, el futuro estará en manos no de las viejas élites, civiles o militares, sino de la
«trincherocracia» que debía unir a todas las clases y a la nación cuando llegaran los tiempos de paz.3 La Primera Guerra Mundial iba a tener unas drásticas consecuencias para la política italiana. E, igualmente importantes, aunque mucho menos evidentes en su momento, fueron las lecciones estratégicas que impartió — y también las que no impartió—. Antes de la guerra, los militares y los políticos estaban de acuerdo en que Italia era estratégicamente vulnerable: su largo litoral y sus islas estaban gravemente expuestas a los ataques, y las montañas por las que discurría su frontera septentrional también lo estaban a las penetraciones. Con las dos principales potencias marítimas en el Mediterráneo —Gran Bretaña y Francia— de su parte, su vulnerabilidad al poderío marítimo enemigo nunca quedó en evidencia. Durante la guerra, Italia tan solo tuvo que hacer frente a algunas amenazas navales de menor consideración por parte de las unidades austrohúngaras y alemanas en Pola y en Trieste, y durante los últimos meses de la contienda el país ya contaba con la ayuda de los buques de las Armadas británica, estadounidense, australiana y japonesa, y una gran cantidad de redes y minas que estrechaban el paso por el mar Adriático. Así pues, sin afrontar la posibilidad de grandes batallas navales, la principal tarea que tuvo que desempeñar la Armada italiana consistió en escoltar convoyes a lo largo del Mediterráneo junto con sus aliados de la Entente. El carbón, los víveres y el armamento procedente de los socios occidentales de Italia, y sobre todo de Estados Unidos, circulaban por las arterias que formaban unos corredores marítimos bien defendidos. Italia no iba a poder disfrutar de ninguna de esas cosas cuando Mussolini llevara a su país a una nueva contienda. Comparada con la guerra que libraron las potencias que iban a convertirse, en 1940 y 1941, en sus enemigas, la guerra terrestre que libraron los ejércitos italianos entre 1915 y 1918 se caracterizó por unas condiciones y circunstancias locales que no iban a repetirse. En la Gran Guerra, el escenario fue más reducido y el elenco de los combatientes fue más limitado —aunque los combates fueron igual de sangrientos—. Con Francia de su parte, y una Suiza neutral, el frente de combate era, en términos relativos, reducido, estaba claramente definido y era inequívoco. Hubo «números en otras pistas», desde luego —algunas unidades italianas combatieron en Grecia y estuvieron presentes, aunque en escaso número, en la campaña del general Edmund Allenby en Palestina— pero, en términos estratégicos, para Italia fue una guerra con un único teatro. Además fue una
guerra estática. Durante la mayor parte del tiempo los ejércitos italianos permanecieron anclados en las montañas. Allí combatían al enemigo a corta distancia, y recurrían a las ofensivas de la infantería con apoyo de la artillería (de la que nunca llegaron a tener las unidades suficientes). Por consiguiente, no cabe hablar de guerra mecanizada ni de guerra móvil. Ni tampoco los ejércitos italianos tenían demasiada experiencia de combatir junto a otras fuerzas aliadas: después de Caporetto, se enviaron a Italia ocho divisiones británicas y francesas, pero poco después se volvieron a retirar apresuradamente cinco de ellas cuando los alemanes lanzaron su ofensiva de marzo de 1918. Así pues, una gran parte del aprendizaje de las lecciones de primera mano que los Ejércitos británico, francés y alemán asimilaron durante la guerra y la posguerra, para Italia no fueron más que lecciones de oídas.4 Bajo el fascismo, los tres Ejércitos tuvieron que prepararse para la guerra moderna. Exactamente para qué tipo de guerra y en qué circunstancias dependía enteramente de cómo interpretara el Duce la situación internacional, lo que en este caso era un elemento de continuidad con el pasado. Se esperaba que todo el mundo estuviera dispuesto a soportar la carga que le correspondiera. Todos iban a estar bajo presión, aunque todas las miradas se centraban particularmente en el Ejército de Tierra. Mussolini exigía que sus soldados se quitaran de encima un legado de derrotas y de victorias parciales que se remontaba a antes de Caporetto y de Adowa, hasta las guerras del Risorgimento y más allá, y desmentir la vieja calumnia de que los italiani sunt imbelles («los italianos no saben combatir»). Entrar en una segunda guerra de grandes dimensiones, primero europea y después mundial, entrañaba comprender, evaluar, y finalmente dominar unos desafíos estratégicos complejos. Uno de ellos era la neutralidad. En la Primera Guerra Mundial había simplificado el combate de Italia; ahora, una España neutral en un extremo del Mediterráneo y una Turquía neutral en el otro extremo cumplían la función de «sujetalibros» geopolíticos, algo sobre lo que Mussolini no podía hacer nada, y que en última instancia resultó ser una ventaja para los Aliados. La guerra de teatros era otro desafío. El Regio Esercito, la Regia Marina y la Regia Aeronautica tenían que imponerse en sus campañas si lo que se pretendía era que Italia saliera victoriosa, pero tenían que ser las campañas adecuadas, que había que librar (a ser posible) en el lugar y el momento idóneos. En 1940 el tablero de ajedrez estratégico aún no era tan complejo como lo sería el año siguiente. En cualquier guerra,
todo país beligerante tiene «oportunidades perdidas», y los lectores podrán juzgar por sí mismos lo cara que le salió a Mussolini su obstinada negativa a aceptar la ayuda de los alemanes en el norte de África durante el otoño y el invierno de 1940-1941, cuando la Wehrmacht se hallaba entre dos campañas. Y luego está la asignación de recursos. Repartir tropas, cañones, aviones y buques para satisfacer distintas necesidades que competían entre sí, en unos teatros de operaciones cada vez más ampliamente divergentes, iba a ser una tarea cada vez más exigente para un país beligerante que seguía siendo la menor de las grandes potencias. Los jefes militares de Mussolini empezaron a dedicar cada vez más tiempo y energías a un problema que no eran capaces de resolver. La Segunda Guerra Mundial fue la prueba suprema para todos los combatientes. La Italia fascista, que llevaba gestándose dieciocho años cuando le llegó la prueba, en mayo de 1940, no fue una excepción. ¿Cómo se desenvolvieron el caudillo Mussolini y las Fuerzas Armadas que estaban a sus órdenes a la hora de solventar los retos que tuvieron que afrontar entre 1940 y 1943? El balance se expone en el relato que sigue. ** Adua para los italianos (N. del T.). *** La batalla de Caporetto ha pasado a formar parte del lenguaje cotidiano en Italia: cuando los dos monoplazas del equipo Ferrari de Fórmula 1 chocaron entre sí en el Gran Premio de Singapur de 2017, perdiendo casi todas la opciones de la escudería al campeonato mundial, la prensa deportiva italiana habló de un «Singaporetto».
1. EN MARCHA
P
ara Italia los primeros años de la posguerra fueron años difíciles. La desmovilización fue lenta: a finales de 1919 aún había medio millón de hombres en el Ejército, y el proceso no concluyó hasta 1921. Dentro del país los desórdenes fueron a más cuando los trabajadores italianos secundaron una huelga general internacional en junio de 1919, y a partir de ahí comenzaron dos violentos años de luchas internas. Y para muchos que habían vestido o seguían vistiendo el uniforme, el acuerdo de paz y la «victoria mutilada» que los políticos trajeron consigo de Versalles venían a confirmar el sentimiento de que toda aquella lucha no había servido para nada. «Ni marcha sobre Viena» se lamentaba un decepcionado capitán de arditi en julio de 1919, «ni consolidación de victoria, ni colonias, ni Fiume, ni indemnizaciones, ni nada que valga la pena».1 La necesidad de ahorrar golpeó duramente al Ejército. Se suspendieron todos los ascensos durante cinco años, se envió a la reserva a miles de oficiales, en su mayoría subalternos, y se recortaron los sueldos de los oficiales. La promesa de que los oficiales iban a cobrar un salario digno que hizo Mussolini aproximadamente seis meses antes de la Marcha sobre Roma que le llevó al poder en octubre de 1922, fue bienvenida. Algunos de los objetivos del fascismo encajaban a la perfección con los de los militares, de modo que el Ejército colaboró encantado con la Milicia Voluntaria para la Seguridad Nacional (MVSN, los «camisas negras» fascistas) a la hora de restablecer el orden tras la ocupación de las fábricas y la oleada de huelgas de 1920. Además, la agenda expansionista del fascismo era muy del agrado de los militares. Comparado con eso, el Partido Fascista de los comienzos les parecía demasiado republicano. En agosto de 1922, un grupo de oficiales advirtió al Partido de que no se pusiera en contra de la Corona. Recibieron una respuesta ambigua. Durante seis años, entre 1919 y 1925, al tiempo que Mussolini asumía por primera vez el poder y posteriormente consolidaba su control personal
por el procedimiento de prescindir de los aspectos más radicales del fascismo, los generales debatían entre sí y con los políticos sobre cuántos soldados había que reclutar cada año, cuánto tiempo debían estar en el Ejército, y qué tamaño debían tener las Fuerzas Armadas. Finalmente, en abril de 1925, Mussolini tomó él mismo las riendas del Ministerio de la Guerra (las retuvo hasta septiembre de 1929) y zanjó la cuestión. Una fuerza de 250.000 soldados, en su mayoría de reemplazo, con un servicio militar de dieciocho meses, debían formar treinta divisiones «triangulares», cada una de ellas compuesta por nueve batallones. Las cifras fueron variando conforme se reajustaba la fuerza a lo largo del año, a fin de no excederse del presupuesto. Aquella medida formaba parte de un paquete de siete leyes concebidas para crear las instituciones que debían configurar las defensas de la nación en la paz y en la guerra. Entre ellas figuraba la creación de una Comisión Suprema de Defensa para determinar en tiempos de paz lo que el Ejército iba a necesitar en una guerra, y el cargo de jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas, cuyo titular debía ser el «asesor técnico del presidente del Gobierno para los asuntos relacionados con la coordinación de la organización defensiva del Estado y con los proyectos para eventuales operaciones de guerra». El nuevo cargo fue encomendado al general Pietro Badoglio, un profesional piamontés conservador con una buena hoja de servicios, aunque no sin tachas, en tiempos de guerra: algunos le consideraban uno de los responsables del desastre de Caporetto el 24 de octubre de 1917. El nombramiento de Badoglio tranquilizó al rey, contentó al Ejército, y fue bien acogido por el público. Durante dos años Badoglio ocupó el nuevo cargo, junto con el de jefe del Estado Mayor del Ejército. Después Mussolini escindió los dos cargos y rebajó los poderes de Badoglio.2 Durante la segunda mitad de los años veinte los militares reconstruyeron un Ejército que se parecía mucho al que había ido a la guerra en 1915. Se prescindió de los morteros Stokes, las granadas de fusil, los lanzallamas y las armas semiautomáticas que habían conferido a las unidades más pequeñas el gran poder de fuego que necesitaron en 1918, y el Ejército volvió a las anticuadas compañías de fusileros. La Artillería iba gravemente rezagada: bien entrada la década de 1930, se intentó «mejorar» las piezas de antes de la guerra por el procedimiento de alargar sus cañones y de dotarlas de mejor munición. Entre los mejores cañones que tenía a su disposición el Ejército estaban los obuses Skoda de 75 y 100 mm capturados a los
austriacos. A lo largo de la década, las autoridades hicieron más hincapié en la instrucción física, y los conceptos que guiaban a las tropas en la guerra empezaron a asumir un aspecto inconfundiblemente decimonónico. Las ordenanzas de combate contemplaban ofensivas donde los fuegos de barrera de la artillería debían preparar el camino para que los batallones de infantería asestaran sus golpes, y afirmaban sin rodeos que la base de cualquier maniobra sobre el campo de batalla era el «principio de la masa». Reconocían la importancia de la cooperación aire-tierra en materia de reconocimiento y de ataques tácticos, pero decían muy poco sobre los carros de combate, principalmente porque todo estaba supeditado a la guerra en las montañas, basándose en el presupuesto de que una nueva guerra tendría las mismas características que la anterior, con Alemania y Austria como probables enemigos. En 1930, las ordenanzas relegaban la tecnología a una cuestión de segundo orden, y afirmaban que la guerra era en esencia «la lucha del espíritu y la voluntad». Era un concepto que iba a desarrollar la nueva generación de generales adheridos al fascismo en la década de 1930.3 En 1921, el Gobierno liberal decidió que Italia tenía que recuperar la posesión de Libia, que le habían arrebatado a los turcos en la guerra de 1911-1912, y que perdieron en su mayor parte durante la guerra mundial. La reconquista comenzó al año siguiente. Primero el Ejército empezó a extender su dominio a lo largo de la costa de Tripolitania y a penetrar tierra adentro, utilizando columnas coordinadas de batallones eritreos y de reclutas locales, e infligiendo un duro castigo a los «rebeldes». Fue entonces cuando el coronel —y más tarde mariscal— Rodolfo Graziani empezó a ganar fama como comandante experimentado de aquellas fuerzas móviles ligeras. A finales de 1925 Graziani y sus camaradas habían reconquistado Tripolitania septentrional, matando a 6.500 árabes aproximadamente, y pagando un precio de 2.582 italianos muertos, heridos y desaparecidos. En Cirenaica, el general Ernesto Mombelli llevó a cabo una serie de batidas utilizando columnas coordinadas por radio y apoyadas desde el aire para dar caza a los miembros de la tribu senussi, y a su líder Omar el-Mujtar, destruyendo sus campamentos y sus tiendas, confiscando sus ovejas y sus camellos, y matando a 400 «rebeldes» con un saldo de seis muertos y veinticinco heridos entre las tropas italianas. En julio de 1921, Mussolini decidió que había llegado el momento de que otra persona se hiciera cargo de la situación, y nombró gobernador de Libia
al general Emilio De Bono, de cincuenta y nueve años. Al tiempo que Graziani se adentraba en el interior de Tripolitania, utilizando a los miembros de las tribus nómadas y estrechando lazos con los líderes tribales, De Bono condenó a muerte a los rebeldes sin el mínimo reparo, y aprobó el empleo de gas fosgeno por lo menos en cuatro ocasiones. En parte gracias a un eficaz uso de la aviación para realizar misiones de reconocimiento de largo alcance y tácticas para el transporte de tropas y material, y para coordinar el movimiento de las columnas, la campaña para dar caza y aniquilar a las bandas rebeldes dio buenos resultados. A Graziani se le daba particularmente bien. Pero despejar y controlar el inmenso territorio desértico interior era otra cuestión. Además, someter a los senussi exigía un nivel más alto de dirección y orden del que podía ofrecer De Bono, de modo que en diciembre de 1928 Mussolini le relevó por Badoglio. Durante los tres años siguientes, Badoglio y Graziani emprendieron la tarea de echar por tierra todo el orden sociopolítico de Libia, confiscar el patrimonio de los senussi, desarmar a las tribus que se sometían, y llevar a cabo una serie de juicios y ejecuciones abiertos al público. Para separar a los senussi armados de Cirenaica de las tribus que les apoyaban directa o indirectamente, los italianos crearon recintos de alambre de espino a lo largo del litoral, y a finales de 1930 ya había 80.000 miembros de las tribus confinados en ellos. Los campos de internamiento hicieron su propia aportación al saldo final de muertos en Cirenaica, que probablemente ascendió a entre 50.000 y 60.000 personas.4 A instancias de Graziani, se montó una barrera de alambre de espino de 270 kilómetros a lo largo de la frontera con Egipto. Acorralado en su interior, y perseguido, Omar elMujtar fue capturado el 11 de septiembre de 1931 y ahorcado cinco días después ante una multitud de 20.000 árabes. El 24 de enero de 1932, Badoglio anunciaba que la insurrección en Cirenaica había sido derrotada. Roma era la vencedora. Ahora Libia estaba íntegramente en manos de Italia por primera vez en casi veinte años, las Fuerzas Armadas fascistas habían ganado su primera campaña, Badoglio había sacado brillo a sus credenciales como el militar más importante de la Italia fascista, y la propia Italia había demostrado ser eficaz, efectiva e inmisericorde con sus enemigos: exactamente lo que Mussolini quería que viera el mundo entero. Guerra en Abisinia
El camino hacia la primera gran guerra de Mussolini se abrió en julio de 1925, cuando su ministro de Colonias, Pietro Lanza di Scalea, propuso reforzar las colonias italianas de Eritrea y Somalia y cortar el paso a cualquier envío de armas a Addis Abeba y a los ras (jefes tribales) de Abisinia. El Duce estaba dispuesto empezar a posicionar a la Italia fascista para la expansión y la conquista. En algún momento, en un futuro no muy lejano, cabía la posibilidad de que el imperio etíope se desmoronara, así que Italia debía prepararse diplomática y militarmente, trabajar lo más deprisa posible en colaboración con los ingleses, y mientras tanto «cloroformizar el mundo oficial abisinio».5 Al principio las cosas avanzaban despacio. En junio de 1926 Mussolini accedió a que Badoglio enviara un representante personal para evaluar las condiciones militares en Eritrea con vistas a un posible futuro conflicto. El general Giuseppe Malladra informó debidamente a Roma de lo que quería oír —que la paz era inestable y que la guerra con una beligerante Abisinia podía estallar en cualquier momento —.**** Para poder defenderse, la colonia necesitaba 160.000 soldados blancos, además de los entre 30.000 y 40.000 eritreos de que disponía. Badoglio estimó que entre 40.000 y 50.000 soldados italianos y una fuerza aérea sustancial eran suficientes. Por el momento, sin embargo, la política italiana seguía concentrada en «cloroformizar» a los abisinios. Los representantes locales negociaron un tratado de amistad y buena vecindad, y el 2 de agosto de 1928 se firmó un convenio para la construcción de carreteras. Cuando el ras Tafari se convirtió en el nuevo emperador dos meses después, las relaciones empeoraron a raíz del convenio de carreteras y de la negativa de Roma a la petición de aviones que había hecho el nuevo emperador. Sobre el terreno, el nuevo gobernador de Eritrea, Corrado Zoli, criticó duramente las políticas indulgentes de su predecesor. Los intentos de mala gana de llegar a un acuerdo con Francia se abandonaron cuando los italianos se dieron cuenta de que no entrañaba ninguna ventaja para ellos. Muchas de las principales figuras del establishment de la política exterior respaldaban decididamente las aspiraciones de Italia a establecer otra colonia en África. En abril de 1930, Dino Grandi, ministro de Asuntos Exteriores, dijo ante el Gran Consejo Fascista que una Italia fuerte no podía permanecer indefinidamente aferrada a un extremo del altopiano (meseta) eritrea, y empantanada en el estrecho espacio de la Somalia Italiana. La nación tenía una misión de civilización que realizar en el continente negro y la generación actual tenía un problema que resolver: «El problema
colonial».6 En el Ministerio de Asuntos Exteriores, Raffaele Guariglia estaba convencido de que el destino de Italia era convertirse en una importante potencia colonial en África, y lo mismo opinaba Alessandro Lessona, del Ministerio de Colonias. Como venía a demostrar la historia de las colonizaciones, «en el mundo no se hace algo grande sin mancharse las manos de sangre». En aquel momento, para Italia una guerra resultaría más fácil que en el pasado. Abisinia tenía muchos cañones, aunque no de tipo moderno, sus territorios eran muy idóneos para una guerra defensiva, y sus tropas estaban particularmente bien adaptadas a ese tipo de guerra, pero la tecnología militar europea moderna, y en particular la aviación, permitían que Italia tuviera la sartén por el mango. Había llegado el momento de considerar «toda esta compleja cuestión, preñada de peligros, sí, pero también de posibilidades reales para nuestro país». Sin embargo, Italia no podía actuar por su cuenta. Teniendo en cuenta la situación política y militar de aquel momento, Guariglia consideraba que era «indispensable» llegar previamente a un acuerdo con Francia y Gran Bretaña.7 En 1932 Mussolini puso en el punto de mira a Etiopía —como le gustaba llamarla a los italianos— como su siguiente objetivo. Como primer paso envió a su general favorito para explorar el terreno. Emilio De Bono regresó con la noticia de que el negus (el emperador Haile Selassie) estaba consolidando su poder y pretendía empuñar las armas contra Italia en un futuro no lejano. Italia debía prepararse para una guerra preventiva en el futuro. No obstante, por el momento, no era posible pensar en una intervención armada.8 En agosto el Ejército tanteó a De Bono y le planteó que se nombrara a un comandante a fin de iniciar la planificación. De Bono fue directamente a ver a Mussolini, que le concedió el puesto de inmediato. De Bono tenía planeado conquistar el norte de Abisinia con 35.000 soldados blancos, 50.000 ascari***** eritreos, 100 aviones —y con tan solo un mes de preparación—. Badoglio, que a la sazón estaba instalado en Trípoli, organizando la brutal represión contra las tribus locales, se alegró de que por fin se abordara «este importantísimo problema».9 Pero el Estado Mayor del Ejército no se alegraba. Su jefe, el general Alberto Bonzani, vilipendiaba aquel plan precipitado, que contemplaba el avance a lo largo de 80 km de dos fuerzas separadas, hasta llegar al altopiano, combatir contra un enemigo que para entonces ya se habría movilizado, y al que se le habría permitido acercarse a una distancia relativamente corta, y después, tras una batalla coronada con éxito, perseguirle tierra adentro. Ahora,
después de manifestar su «intensa satisfacción» con De Bono, Badoglio ideó su propio plan: mantenerse a la defensiva, esperar a que el enemigo se concentrara, atacar con el poder aéreo, y a continuación lanzar una ofensiva para liquidarlo «definitivamente». Su propuesta había sido claramente ideada para excluir a De Bono como comandante. El 1 de enero de 1934, Badoglio regresó a Roma. A lo largo de los tres meses siguientes, los altos gerifaltes rivalizaron por controlar la forma de plantear la primera guerra de Mussolini. Badoglio pensaba que los acuerdos con Londres y París eran un fundamento diplomático esencial para actuar, ya que de lo contrario ambos países podrían armar a los abisinios, como mínimo. También el Estado Mayor del Ejército quería que toda la operación se encuadrara en un escenario más amplio que tuviera en cuenta si Italia estaba en alianza con Francia o en guerra con ella. Mussolini quería acción en 1935. O bien durante los años siguientes iba a haber paz en Europa, en cuyo caso una posición defensiva podía ser la base para una ofensiva o una contraofensiva, o bien el empeoramiento de la situación en Europa no iba a permitir que Italia desplegara sus fuerzas en África, en cuyo caso una organización defensiva «nos permitirá quebrar cualquier intento de los abisinios».10 A finales de marzo, ya con los franceses aparentemente a favor de un acuerdo, Mussolini anunció que había decidido acabar con Abisinia. En vez de poner a De Bono al mando absoluto, Mussolini aceptó el argumento de Badoglio, que decía que la responsabilidad de la planificación le correspondía al Estado Mayor del Ejército. El despacho voló debidamente hasta las manos de De Bono. Su destinatario estalló. «Ese cerdo de Badoglio» había intentado dejarle en ridículo... y lo había conseguido.11 De Bono no tuvo más remedio que ceder, aunque la dirección concreta de la campaña seguía estando en sus manos. Los jefes de Estado Mayor se reunieron brevemente en el Palazzo Venezia el 7 de mayo de 1934 para debatir los niveles de fuerza adecuados para la operación que se planteaba. Badoglio intentó de inmediato pisar el freno —como volvería a hacer en 1940—. Una guerra costaría seis mil millones de liras y pondría en crisis al Ejército durante la campaña, y también después, por las dificultades para reabastecer sus almacenes y depósitos. Y además, estaba la carga permanente de una ocupación. ¿Valía la pena?12 Cuando le dijeron que hacían falta tres años para preparar una campaña en Etiopía, el Duce convocó a Badoglio y a De Bono en el Palazzo Venezia el 31 de mayo y les expuso el modus operandi para los meses
siguientes. Era preciso llevar a cabo todas las medidas defensivas lo más rápido posible, y después se abordaría el problema de provocar a los abisinios para que iniciaran un conflicto. Mientras tanto, en la colonia y a nivel internacional había que hacer todo lo posible para no delatar las intenciones de Italia.13 Haciendo malabares con sus múltiples cargos —y sus amantes— el Duce seguía adelante, dejando tras de sí muchas cuestiones sin resolver. ¿Cómo se conjugaba la determinación de De Bono de iniciar las acciones ofensivas lo antes posible con la de Badoglio de avanzar lenta y cautamente? ¿Con qué presupuesto iba a pagarse todo aquello? Y además, ¿el país podía permitírselo? El Estado Mayor Conjunto estimaba que una guerra de seis meses en la que participaran cuatro divisiones costaría aproximadamente 3.500 millones de liras, y una campaña de un año incrementaría la factura hasta los 5.000 millones de liras. El asesinato de Engelbert Dollfuss, canciller de Austria, el 25 de julio de 1934, disuadió a Mussolini de hacer por el momento nada que pudiera debilitar su fuerza militar en Europa, pero el Duce seguía dispuesto a actuar. Había que acelerar los preparativos defensivos en Eritrea. Si los abisinios atacaban, era preciso pararles «decisivamente», para después iniciar una contraofensiva «en la dirección y con los objetivos que aconseje la situación en su momento».14 Aquel otoño dos incidentes elevaron la temperatura de forma irreversible. El 4 de noviembre fue atacado el Consulado italiano en Gondar, y el 22 de noviembre hubo un enfrentamiento armado entre los abisinios y los italianos en los pozos de Ual-Ual, en una zona donde la frontera no estaba definida y donde los abisinios impugnaban la ocupación italiana. Haile Selassie apeló a la Sociedad de Naciones. Aquel desafío declarado al prestigio de Mussolini no hizo más que redoblar su determinación de resolver el problema de Abisinia por la fuerza antes de que las tribus pudieran beneficiarse de un programa de rearme e instrucción ya en marcha, impartido por instructores europeos. El tiempo jugaba en contra de Italia. Era necesario resolver el problema lo antes posible, «es decir, en cuanto nuestros preparativos militares nos den la seguridad de la victoria». Tan solo podía haber un objetivo: «La destrucción de las fuerzas abisinias y la conquista total de Etiopía». Cuando echaba un vistazo al escenario internacional, Mussolini no veía la mínima posibilidad de una guerra en Europa durante los dos años siguientes. Los acuerdos con Francia, la consiguiente mejora de las relaciones con Yugoslavia, y el hecho
de que Alemania aún estaba demasiado débil como para considerar un ataque contra Austria, todo ello le daba motivos para estar seguro. Todo y todos tenían que estar en su puesto y listos para octubre de 1935. Hasta entonces, la política exterior tenía que asegurarse de evitar un conflicto antes de tiempo. Había que cortar el «nudo gordiano» de las relaciones italo-abisinias antes de que fuera demasiado tarde.15 Las Fuerzas Armadas se prepararon para librar una guerra sin cuartel contra un enemigo «bárbaro». No había que abrigar «falsos escrúpulos», ni tampoco había que pasar por alto el potencial empleo de ningún arma.16 El poder aéreo iba a ser una de esas armas. En efecto, Mussolini quería que el poder aéreo de Italia desempeñara un papel protagonista en la inminente campaña. Además de destruir la única vía férrea abisinia, el Duce quería que su aviación bombardeara a las tropas, a la población civil, los recursos materiales y todas las «bases fundamentales». Los aviadores acogieron encantados las directrices de Mussolini, pues les concedían independencia operativa, y por consiguiente estratégica, del Ejército, encajaban con la campaña de propaganda que organizó Italo Balbo, ministro del Aire, y les permitían poner a prueba las teorías del bombardeo para el terror del general Douhet por las que se orientaban sus jefes.17 El general Giuseppe Valle, jefe del Estado Mayor del Aire, cumplió obedientemente sus órdenes. En aquellos últimos meses de 1935, la Fuerza Aérea debía librar una guerra defensiva, «bloqueando, y posiblemente destruyendo, cualquier inclinación ofensiva del enemigo» e inspirando en el enemigo «un terror saludable, del que podremos aprovecharnos en 1936». La aviación italiana, que operaba desde distintas bases a lo largo de la costa de Eritrea, debía batir la totalidad de la zona de operaciones, llevar a cabo cualesquiera acciones fueran necesarias, «incluyendo eventualmente la destrucción de Addis Abeba, de Gondar, de Harrar, y el incendio sistemático de la totalidad de los brezales de Somalia».18 El gas iba a cumplir una función esencial en la inminente guerra: las bombas de gas iban a constituir el 10 por ciento de la munición. El nuevo año trajo noticias poco gratas. Badoglio le dijo a Mussolini que la aviación no iba a estar en orden de combate antes del mes de octubre, y que la fuerza expedicionaria no podía estar en posición en el altopiano abisinio antes del mes de febrero del año siguiente. Una campaña rápida requería previsión y una meticulosa preparación. Italia iba a necesitar «todo el año 1935 y los primeros ocho meses de 1936 para estar en condiciones de enfrentarse a una tarea tan ardua con la certeza del éxito».19 Valle estaba de
acuerdo: librar una guerra ofensiva no era posible hasta finales de 1936, debido a la falta de carreteras e infraestructuras. El almirante Cavagnari, jefe del Estado Mayor de la Armada, advirtió de que era esencial la anuencia de Gran Bretaña y de Francia para iniciar los combates, y que era muy probable que la Sociedad de Naciones impusiera sanciones a Italia. La reacción de Mussolini fue ordenar a sus subordinados que aceleraran todo lo posible los preparativos de guerra. Al estar cada vez más en juego el prestigio de la Italia fascista, y el suyo propio, Mussolini estaba dispuesto a combatir en caso necesario, pero también estaba dispuesto a cosechar la recompensa en caso de que bastara la simple amenaza de una agresión. «Únicamente si ellos [la Sociedad de Naciones, y sobre todo Gran Bretaña] ven que estamos dispuestos a llegar hasta el final», le dijo el Duce a Alessandro Lessona, «tal vez opten por permitir que la situación se resuelva con honor y sin guerra».20 En el frente diplomático, la situación parecía prometedora. Pierre Laval, ministro de Asuntos Exteriores francés, llegó a Roma a principios de enero y cerró un acuerdo con Italia que contenía una cláusula secreta dando carta blanca a Mussolini en Abisinia. Aún es objeto de debate si aquel acuerdo contemplaba una condición adicional que excluía la guerra, como posteriormente alegó Laval, pero había motivos suficientes para que Mussolini supusiera que no era probable que Francia intentara pararle los pies. El Ministerio de Asuntos Exteriores italiano estimaba que probablemente tampoco Gran Bretaña iba a plantear una oposición seria a una guerra contra Etiopía, y su subsecretario, Fulvio Suvich sugirió que era posible llegar a un acuerdo con Londres incluso después de que Italia conquistara Abisinia. Las tropas y el material de guerra italianos empezaron a circular por el Canal de Suez, un indicio inequívoco de que se estaba gestando una guerra. Badoglio presentó su decidida candidatura para ponerse al mando de la guerra que se avecinaba, y le expuso su plan de guerra a Mussolini. Una posibilidad era que los abisinios atacaran en masa, en cuyo caso serían derrotados siempre y cuando «un director que tenga una práctica absoluta, energía y voluntad» fuera capaz de aprovechar al máximo la superioridad de Italia tanto en medios como en capacidad técnica, y a partir de ahí se podría hostigar al enemigo mediante el poder aéreo italiano. Otra posibilidad era que se atrincheraran, en cuyo caso las tropas italianas podrían avanzar lentamente y por etapas hasta Adigrat y Adowa, precedidas
por un violento bombardeo aéreo. Había que destruirlo todo a lo largo de los 700 km entre la frontera y Addis Abeba, y sembrar el terror a lo largo y ancho del imperio.21 La mal disimulada jugada de Badoglio para quitarle el puesto a De Bono no dio resultado. El 8 de marzo de 1935, la víspera de que Hermann Göring anunciara la creación de la Luftwaffe, y una semana antes de que Hitler anunciara el restablecimiento del reclutamiento forzoso en Alemania, el Duce le dijo a De Bono que le iba a enviar no dos divisiones sino diez, junto con entre 300 y 500 aviones y 300 carros de combate rápidos. No quería cometer el mismo error que cometió en 1896 su predecesor, Francesco Crispi, cuando perdió una campaña en Etiopía por falta de «unos pocos miles de hombres», lo que supuso una humillación nacional para Italia. Las operaciones debían comenzar a finales del mes de septiembre siguiente, o en octubre.22 Para alguien como Alessandro Lessona, la guerra que estaba a punto de comenzar iba a ser la culminación de un programa colonial iniciado hacía cincuenta años, cuando las tropas italianas desembarcaron por primera vez en Assab, en la costa del Mar Rojo, con la intención de poner los recursos naturales de Etiopía a disposición de Italia. Para otros, era el primer paso del ansiado avance hacia la grandeza imperial, tal y como efectivamente se les enseñaba a los escolares en el colegio nada más terminar la Gran Guerra. Los «Jóvenes Turcos» querían una guerra para sacar al régimen del estancamiento en que estaba sumido, y para rehacer un Partido que ya no era el garante de los ideales originales de la revolución fascista. Además, la guerra era bienvenida como fuerza movilizadora que podía volver a despertar los sentimientos de nacionalismo y patriotismo que habían florecido entre 1915 y 1918, para después quedar supuestamente anegados bajo una marea roja.23 El 25 de mayo de 1935, en un discurso ante la Cámara de Diputados de Italia, Mussolini les pidió que miraran más allá de la cuestión más inmediata de Austria y la defensa del Paso del Brennero, y consideraran las crecientes amenazas para el África Oriental Italiana. Nadie debería pensar en convertir a Abisinia en una pistola «apuntada perennemente contra nosotros». «Tenemos algunas cuentas viejas y nuevas que saldar», les dijo a las tropas de la División Sabauda en junio, en vísperas de su partida para el África Oriental «y las vamos a saldar». A finales de julio, en un artículo publicado en Il Popolo d’Italia, su periódico personal, y altavoz del Partido Fascista, Mussolini hacía caso omiso de la esclavitud, la raza y la
civilización como principales causas del conflicto de Italia con Etiopía. Tan solo había dos cuestiones «esenciales, absolutamente irrefutables» en juego: «Las necesidades vitales del pueblo italiano y su seguridad militar en África Oriental». Esta última era la decisiva. Si Italia se viera envuelta en una guerra en Europa, la amenaza que supondría Etiopía sería estratégicamente insostenible, y mientras no se eliminara la «amenaza militar que nos acecha», Eritrea y Somalia nunca estarían seguras. La solución solo podía ser «totalitaria». Italia estaba a punto de eliminar la amenaza de Abisinia no a través de la diplomacia sino de la fuerza bruta.24 En junio Mussolini ya estaba convencido de que probablemente Gran Bretaña solo supondría un fastidio en la Sociedad de Naciones. Pero entonces, a principios de agosto, llegó la noticia de que en realidad la Home Fleet británica iba a ser enviada al Mediterráneo. Al recibir la orden de preparar los planes para una guerra con Inglaterra, Badoglio convocó a los jefes de Estado Mayor. El almirante Cavagnari y el general Valle se mostraron tajantes: ni la Armada ni la Fuerza Aérea estaban remotamente en condiciones de combatir contra Inglaterra.****** Tan solo el Ejército estaba preparado para enfrentarse a ella, y su contribución en ningún caso podría impedir que el Mediterráneo cayera bajo el dominio de Gran Bretaña.25 Badoglio se lo advirtió a Mussolini: una guerra con Inglaterra pondría a Italia ante una situación que sería «con mucho la más grave que ha atravesado nuestro país a lo largo de la agitada historia de su formación y su consolidación nacional».26 El día siguiente trajo consigo mejores noticias de Londres. Grandi, ahora embajador en Inglaterra, le dijo al Duce que el Almirantazgo británico había dictaminado que había que evitar una guerra con Italia, ya que la eficiencia militar de la Flota del Mediterráneo no podía garantizar el éxito contra la Armada y la Fuerza Aérea italianas. El 21 de agosto Mussolini le ordenó a De Bono que se preparara para iniciar la guerra en cualquier momento a partir del 10 de septiembre. De Bono le pidió otros ocho o diez días de gracia, y el Duce se los concedió.27 Ahí Badoglio se mostró de acuerdo, y le aseguró a Mussolini que con seis divisiones metropolitanas y dos divisiones autóctonas, y otros ocho batallones a mano, De Bono podía iniciar las operaciones.28 Un ingente esfuerzo logístico puso los recursos en posición para la guerra que exigía Mussolini. La Armada construyó una vía férrea, depósitos y muelles en el puerto de Massawa, a orillas del Mar Rojo, incrementando su capacidad de descarga desde entre 400 o 500 toneladas diarias hasta 2.000,
y finalmente hasta 4.000 toneladas diarias. La Armada, que destinó 950 millones de liras a fletar buques y a pagar el canon del Canal de Suez, transportó a 595.204 hombres, 634.900 toneladas de suministros, 10.084 vehículos y 40.859 acémilas hasta Eritrea y Somalia entre febrero de 1935 y julio de 1936. Durante los meses previos al comienzo de la guerra, la Armada transportó materiales suficientes para que la Fuerza Aérea construyera seis bases principales, dieciocho aeropuertos y ochenta y cuatro aeródromos de campaña, así como 49.500 toneladas de combustible y lubricantes y 14.500 toneladas de munición. Un vertiginoso aumento de la actividad por parte de todos los organismos militares dio lugar a una amplia panoplia de materiales de guerra esenciales, desde barcos frigoríficos y buques hospital en un extremo del espectro, hasta mapas y uniformes de color caqui en el otro.29 La perspectiva de una guerra en Abisinia galvanizaba al cuerpo de oficiales. Cuatro mil oficiales en activo y 17.000 oficiales de la reserva presentaron su solicitud para prestar servicio, algunos siguiendo el conducto reglamentario del Ministerio de la Guerra, otros a través de la Casa Real o de algún miembro del Gobierno. La maquinaria propagandística fascista se puso a toda máquina, produciendo en masa mensajes simples sobre el orgullo nacional y sobre la necesidad de salir de la posición que le había sido impuesta a Italia por el egoísmo y el miedo de los países ricos. La Iglesia católica se sumó a la causa. Aunque el papa se mantenía cuidadosamente neutral, la jerarquía y el clero en general se pusieron de parte de Mussolini. Tres semanas después del inicio de la guerra, el cardenal Schuster le dijo a la congregación reunida en el Duomo (Catedral) de Milán que el Ejército estaba derramando su sangre «para abrir las puertas de Etiopía a la fe católica y a la civilización romana». El obispo de Terracina (Lacio) le aseguró a Mussolini que los corazones de todos los italianos latían al unísono con el suyo, y el obispo de Ozieri (Cerdeña) le dijo a su rebaño que la guerra no era un asunto colonial ni político, sino una cuestión moral y religiosa, donde el protestantismo, la masonería, el comunismo y el antifascismo estaban intentando destruir la civilización de Roma porque era católica.30 A las 5 de la mañana del 3 de octubre de 1935, cuatro divisiones italianas y dos eritreas, 110.000 hombres en total, cruzaron la frontera y se adentraron en Abisinia. Por orden de De Bono, un avance de tres puntas recorrió los aproximadamente 50 km hasta Adigrat y Adowa. Al principio
hubo poca resistencia. Lo que no sabían los italianos era que Haile Selassie le había dicho al cacique local que evitara la batalla y se limitaran a una guerra de guerrillas. Los italianos llegaron a Adigrat en dos días y a Adowa en tres. Mientras en Londres Dino Grandi advertía del peligro de que un incidente con las fuerzas británicas en el Mediterráneo o en el Mar Rojo podría extender el conflicto, y el subsecretario Suvich presionaba para que las tropas avanzaran más, Mussolini decidió enviar a Badoglio y a Lessona a Eritrea para ver qué se podía hacer si efectivamente el conflicto escalaba. Sin embargo, por el momento, Francia estaba claramente en actitud conciliadora, y Londres negó tener cualquier intención de prepararse para una guerra. Desde el Palazzo Venezia se envió un telegrama por el que se le ordenaba a De Bono que avanzara rápidamente hasta Makallé******* (Mekele). Al igual que muchos otros objetivos de la primera fase de la guerra, Mekele tenía un gran significado histórico para los italianos. En enero de 1896, tan solo unas semanas antes del desastre de Adowa donde cayó, el comandante Giuseppe Galliano y un contingente de 1.350 soldados estuvieron sitiados durante nueve días, hasta que Menelik II les concedió un salvoconducto. De Bono se cerró en banda y se negó a avanzar antes del 10 de noviembre. En vista de que en Gran Bretaña iban a celebrarse elecciones muy pronto, y de la posibilidad de que la Sociedad de Naciones intensificara las sanciones que le había impuesto a Italia el 19 de octubre, y que en aquel momento no incluían el petróleo, Mussolini necesitaba acción. Le ordenó a De Bono que iniciara la siguiente fase del avance el 3 de noviembre. El Duce declaró que tenía intención de suspender las hostilidades cuando todos los territorios perdidos en 1896 volvieran a estar en manos italianas. En aquel momento, la presión sobre Mussolini era tanto financiera como internacional: se preveía un aumento considerable de las importaciones, una reducción de las exportaciones a la mitad durante el año siguiente, al tiempo que el oro iba saliendo de las arcas de la Banca d’Italia. Desde arriba llegaron instrucciones de que había que mantener los pedidos de material militar «rigurosamente» dentro de los límites de las cuotas previamente acordadas de materias primas importadas, y que dicho material se comprara únicamente en países que no estuvieran imponiendo sanciones a Italia.31 El informe de Badoglio aterrizó sobre el escritorio de Mussolini a principios de noviembre. De Bono estaba cansado hasta el extremo del
agotamiento total (tenía sesenta y nueve años, cinco más que Badoglio), en Eritrea el alto mando se mostraba indolente en su espíritu y en sus funciones, y a los principales oficiales de Estado Mayor se les había dado rienda suelta. Lo que le faltaba a toda aquella fuerza era la guía de un comandante con prestigio y autoridad.32 De Bono reanudó su ataque a regañadientes. De nuevo hubo escasa resistencia enemiga, pero resultaba difícil avanzar: las lluvias habían deteriorado los caminos de mulas, de modo que a la artillería y a los carros ligeros les llevó varios días alcanzar a los soldados de a pie que iban por delante. Las tropas de De Bono llegaron a Mekele el 8 de noviembre. Una vez más, Mussolini instó a avanzar a su indeciso comandante, diciéndole que debía ordenar avanzar a sus tropas eritreas hasta Amba Alagi. Aquel lugar también tenía una enorme relevancia simbólica: el 7 de diciembre de 1895 había sido el escenario de una batalla a la desesperada donde 2.350 soldados italianos, en su mayoría ascari, habían sido arrollados por 30.000 etíopes. Esa era la guerra donde por fin los italianos iban a poder vengar sus profundas heridas. De Bono protestó: se encontraba al cabo de una línea de abastecimiento de 500 km, su artillería todavía no le había dado alcance, y sus defensas distaban mucho de estar completas. Mussolini se hartó. El 14 de noviembre relevó a De Bono, recompensándole con el bastón de maresciallo d’Italia por una campaña de la que había completado bastante menos de la mitad, y Badoglio se hizo cargo de la guerra. Badoglio salió de Nápoles el 18 de noviembre de 1935, y a final de mes ya estaba en Asmara, en el altopiano. Allí le estaban esperando los informes de inteligencia que apuntaban a que ya se habían movilizado 150.000 etíopes. En lo que a Badoglio se refería, el objetivo de la guerra era la destrucción total de las Fuerzas Armadas abisinias y la conquista completa de Etiopía. Pero primero había que organizar debidamente las cosas, para «no estar en el aire, como estamos ahora». Entonces, y solo entonces, podrían iniciarse, y se iniciarían, las operaciones militares activas.33 Mientras Mussolini esperaba a ver si Ginebra aplicaba sanciones a sus importaciones de petróleo, Badoglio emprendió la tarea de consolidar metódicamente una defensa segura. En el mundo febril de la política militar fascista, la designación de Badoglio menoscababa el estatus de una nueva generación. El general Federico Baistrocchi, jefe del Estado Mayor del Ejército, que estaba muy atareado difundiendo sus propias ideas sobre un nuevo tipo de guerra
lampo (guerra relámpago), consideraba que a Badoglio le faltaba el brío y el genio fascistas necesarios, y temía que llevara adelante las operaciones a un ritmo lento y constante, «con grandes fuerzas ancladas al terreno». Lo que hacía falta eran columnas ligeras y ágiles que pudieran avanzar rápidamente para aprovechar el factor sorpresa. Baistrocchi instó al Duce a que llamara a Roma al jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas, que era el lugar que le correspondía, y que Mussolini asumiera personalmente el mando, con la ayuda de «un experto técnico, de visión amplia, sin ideas preconcebidas, de un fascista devoto a Vos» —como el propio Baistrocchi —.34 Los jefes sobre el terreno, Badoglio, el general Rodolfo Graziani en el frente somalí, e Italo Balbo, ahora gobernador de Libia, decía Baistrocchi, veían la guerra cada uno desde su punto de vista. Lo que hacía falta era un control centralizado, y solo Mussolini era capaz de ver toda la guerra en 360 grados y emitir «órdenes, que todos obedecerán».35 Orbitando por encima de la trifulca, Mussolini estaba dispuesto a conceder tiempo a su nuevo comandante sobre el terreno siempre y cuando no lo desperdiciara. Adivinando la mentalidad cultural de su enemigo con bastante precisión, Badoglio pensaba que podría iniciarse una batalla de forma espontánea en uno o más sectores del frente, al margen de las intenciones del emperador, como consecuencia de la independencia de los ras etíopes y de la rivalidad que existía entre ellos. La amenaza más inmediata era un ataque contra el punto nodal de su línea, en Mekele, a manos de hasta 200.000 etíopes. Tras un breve recorrido por el frente, Badoglio explicó a sus comandantes de cuerpo por qué no estaba ocurriendo nada en ese momento. La primera prioridad era organizar una línea defensiva que hiciera posible «un reabastecimiento seguro y continuo para las tropas concentradas en la zona de Mekele». De modo que de momento iban a quedarse quietos —pero después vendrían las operaciones ofensivas.36 Badoglio tenía buenos motivos para ser cauto, pues De Bono le había dejado en una situación estratégica precaria. Sus fuerzas estaban divididas entre dos zonas distintas, una en los alrededores de Adowa y la otra en Mekele. Aunque únicamente les separaban 100 km, no había comunicaciones directas entre ellas. Había que abastecer a las tropas de Adowa a través de dos senderos de mulas que los etíopes podían cortar, y los dos flancos de la posición de Mekele estaban muy expuestos hasta la frontera de Eritrea, a 170 km a sus espaldas. A medida que se intensificaban las amenazas contra Adowa y contra Axum, a su derecha, y contra Mekele,
a su izquierda, Badoglio cometió su único error en aquella campaña, al encomendar la custodia del tramo central de su línea en Tembien a cuatro divisiones CC.NN. La consecuencia fue un revés de escasa importancia, pero irritante, en el que los «camisas negras» se retiraron ante un ataque de los etíopes, lo que habría podido abrir una vía a través de las posiciones italianas. Badoglio trasladó rápidamente a sus eritreos al frente y contrarrestó la amenaza. A la derecha, el ras Imru y su ejército de entre 30.000 y 40.000 etíopes obligaron a retroceder a las defensas avanzadas del general Pietro Maravigna en Dembeguina, forzando la retirada de las tropas eritreas que defendían el paso de montaña, con un saldo de 401 bajas. El 15 de diciembre, un pequeño destacamento de ocho carros de combate ligeros sin apoyo de la infantería se dejaron atraer a un combate contra los etíopes que avanzaban a través del Paso de Dembeguina. Dos tanques quedaron destruidos, dos tripulantes fueron decapitados y a los otros dos se los llevaron sin que se supiera nunca más de su paradero. Los seis carros restantes se retiraron a través de un terreno abrupto, y acabaron paralizados cuando los etíopes inutilizaron sus orugas y sus armas (resultó que el cañón de las ametralladoras italianas se podía doblar con facilidad), y reventaron sus radiadores con granadas de mano. Los ocho carros de combate fueron destruidos o abandonados, y tan solo cuatro soldados italianos, dos de ellos heridos, lograron salir del atolladero.37 A Mussolini le molestó mucho aquel contratiempo, que daba muy mala imagen. Badoglio le tranquilizó: ese tipo de reveses menores no suponían una verdadera amenaza para la situación, e incluso podían ser beneficiosos. Hacían falta «acontecimientos desagradables» como aquel para «convencer a los oficiales y a la tropa de que estamos [realmente] en territorio enemigo».38 La aviación había sido incapaz de evitar la concentración de las fuerzas etíopes —tras sufrir el primer bombardeo se dispersaron y se trasladaron fuera de la vista de la aviación que los vigilaba—. De modo que, a fin de proteger el lento avance de sus tropas, Badoglio ordenó a la fuerza aérea que utilizara todos los medios a su disposición para frenar el avance de las columnas enemigas. El 23 de diciembre de 1935, la Regia Aeronautica lanzó seis bombas de gas —las primeras de la campaña— contra las tropas etíopes. Cinco días después, Mussolini autorizaba oficialmente a Badoglio el uso tanto del gas como de los lanzallamas. Más
tarde, en 1936, el Duce propuso utilizar la guerra bacteriológica, algo a lo que Badoglio se negó. Los italianos aprendieron enseguida que había que emplear la guerra aérea con cierta cautela, como mínimo. La noticia de que la aviación italiana había bombardeado un hospital de la Cruz Roja sueca amenazó con exacerbar aún más la opinión internacional contra Italia. Desde Roma se cursaron nuevas órdenes de inmediato. Se suspendía el bombardeo contra las ciudades abisinias, incluida Addis Abeba, así como atacar, o incluso sobrevolar, las vías de comunicación entre Abisinia y el resto del mundo. «Nadie es más partidario de una guerra dura que yo», le dijo Mussolini a Badoglio, pero «la represalia necesaria tiene que ser inteligente».39 Dudando de si los etíopes tenían intención de actuar conforme a un plan estratégico más amplio formulado por el emperador, o de si iban librar una serie de combates locales, y con un frente de 250 km que defender, Badoglio necesitaba más tropas. Pidió otras dos divisiones y Mussolini le envió tres, instándole a ganar la guerra lo antes posible. Después de comprobar que sus líneas de abastecimiento eran seguras y estaban plenamente operativas, Badoglio estaba preparado para avanzar. Tenía ante él a tres ejércitos etíopes diferentes. A su derecha, frente a Adowa, estaba el ras Imru con 40.000 hombres; en el centro, el ras Cassa y el ras Sejum con 30.000 hombres; y a su izquierda, frente a Mekele, el ras Mulughueta con 80.000 hombres. Mussolini instó a Badoglio a avanzar. La parola d’ordine (consigna) era no esperar pasivamente a que el enemigo tomara la iniciativa, sino derrotarle «en batallas que serán grandes o pequeñas según los casos, pero victoriosas».40 Badoglio esperaba poder lanzar muy pronto su ofensiva principal hacia el sur, desde Mekele en dirección a Amba Aradam. También era consciente de la posibilidad de que su ala derecha, en la línea Adowa-Axum fuera atacada. Al final, su primera batalla no se libró ni a la derecha ni la izquierda de su frente sino en medio. Para asegurar su centro, y para anticiparse a una ofensiva de su enemigo, Badoglio decidió adoptar un plan propuesto por Pirzio Biroli y atacar al ras Cassa. La primera batalla de Tembien (19-22 de enero de 1936), a cargo del cuerpo eritreo de Pirzio Biroli, concluyó con la retirada del ras Cassa, pero no todo fue coser y cantar. En un momento determinado, cuando una división CC.NN. había sufrido 450 bajas entre muertos y heridos, Badoglio ordenó a su Estado Mayor que empezara a trabajar en el más absoluto secreto en un plan para la retirada total de Mekele, pero sus subordinados le
convencieron de que lo suspendiera. Sin embargo, la crisis pasó muy pronto, y el 24 de enero Badoglio informaba a Roma de que el enemigo se había replegado. Tembien fue una batalla importante. Tácticamente, ninguno de los dos bandos había conseguido una victoria clara, pero estratégicamente ahora los italianos tenían una posición segura. Su aviación había demostrado la importancia de la intervención desde el aire y del papel que podría desempeñar, no solo (según su comandante, Mario Ajmone Cat) «contribuyendo a la resolución de la situación táctica, como en todas las demás fases de la campaña, sino revirtiéndola».41 A lo largo del resto de la campaña, el poder aéreo iba a desempeñar un papel crucial, machacando a las columnas enemigas en su retirada, taponando con gas las zonas de su retaguardia, y protegiendo y reabasteciendo a las columnas que muy pronto iban a avanzar sobre Gondar, el Lago Tana y Addis Abeba. Durante la batalla, Badoglio pudo aprovechar los mensajes de radio etíopes interceptados, que se convirtieron en un as en la manga del general cada vez más valioso a medida que avanzaba la guerra. Roma también aportaba información de inteligencia de los mensajes que interceptaba a la delegación de Abisinia en Ginebra. Y, puede que lo más importante, Tembien hizo posible que Badoglio pusiera a prueba la eficacia de la instrucción de las tropas al estilo europeo y de su moderno armamento contra el poder de combate de los etíopes, y además le permitió hacerse una idea de en qué medida el negus era capaz de coordinar y controlar a sus belicosos caudillos tribales. La alentadora conclusión fue que los avances en materia militar que Abisinia parecía haber conseguido con ayuda europea antes de la guerra eran pura fachada. Sí, los etíopes disponían de mejores armas que antes, y su moral guerrera era muy alta, pero claramente el negus había sido incapaz de imponer una organización moderna a sus tropas de reemplazo tribales y de ejercer una autoridad de coordinación por encima de ellas. Los mensajes interceptados le decían a Badoglio que Haile Selassie no sabía cuál era el paso siguiente, y distaba mucho de estar seguro de la lealtad de los ras.42 Mientras Badoglio preparaba y libraba su batalla en el norte, el general Rodolfo Graziani se apuntó un éxito espectacular en el sur. Después de parar un ataque de los etíopes el 12 de enero, Graziani lanzó una columna de 7.000 hombres contra Sidamo, una provincia meridional de Abisinia, conquistó Neghelli, y obligó a Haile Selassie a trasladar tropas al sur. Ahora
Addis Abeba estaba a tan solo 600 km por una carretera de asfalto, pero en vez de avanzar hacia el corazón del territorio enemigo, Graziani obedeció las órdenes de Mussolini y envió a una parte de sus tropas hacia el oeste, hasta la frontera con Kenia, adentrándose más de 200 km en territorio enemigo. En marzo llegó la estación de las lluvias y se paralizó el movimiento en el sur. Tembien le había costado a los abisinios 5.000 bajas, pero todavía tenían 150.000 soldados sobre el terreno, y otros 25.000 o 30.000 estaban en camino. Con un servicio de abastecimiento por fin preparado para apoyar un avance a gran escala, Badoglio trazó sus planes para una gran ofensiva a fin de quebrar la resistencia de los etíopes. Después de concentrar una fuerza de 40 batallones (40.000-50.000 hombres) y 230 cañones, Badoglio pensaba avanzar desde Mekele, en el extremo izquierdo de su línea, contra el ras Mulughueta y sus 80.000 abisinios. Se trataba del mayor de los tres ejércitos etíopes, y su punto focal, el monte Amba Aradam, bien defendido, dominaba las principales vías de comunicación de sus inmediaciones. Mulughueta no iba a tener más remedio que combatir, en cuyo caso Badoglio confiaba en derrotarle, o que se retirase, y dejar sin defender las vías de comunicación que le conectaban con las otras dos fuerzas abisinias situadas delante del centro y a la izquierda del frente italiano. Cualquiera de esos dos desenlaces le brindaba seguidamente a Badoglio la oportunidad de derrotar a conciencia a los otros dos ejércitos. Tácticamente, Badoglio estaba poniendo en juego los puntos fuertes de los italianos contra los puntos débiles de los abisinios. El avance de sus tropas contaba con un fuerte apoyo de la artillería y del poder aéreo, con los flancos defendidos por sólidas posiciones defensivas, y con la intención de prolongar el combate a fin de minar la moral de los abisinios y obligarles a agotar sus limitadas existencias de munición, para después rodearles por los flancos y finalmente aplastar su centro.43 Badoglio le presentó el plan a Mussolini, y el Duce lo aprobó. Al amanecer del 11 de febrero de 1936, la artillería italiana abrió fuego contra los etíopes, disparando proyectiles cargados con arsano. Al día siguiente volvió a utilizarse munición de gas, y también el día que tuvo lugar la batalla. En total, durante la batalla se dispararon 22.908 proyectiles de artillería de los que 1.367 eran de gas. Aunque la munición con carga de gas siguió llegando a Eritrea, no volvió a utilizarse, probablemente por el escaso efecto que parecía tener en un terreno montañoso. Tras avanzar en
saltos alternos, los dos cuerpos de ejército que iban a librar la batalla hicieron una pausa de dos días para reubicar su artillería y mejorar las comunicaciones. Un único jefe etíope, Maconnen Demissié, se dio cuenta de que los italianos iban a envolver a las fuerzas de Mulughueta e intentó rodear a uno de los regimientos de infantería en su avance, pero este consiguió repeler la ofensiva. Badoglio se mostraba sublimemente confiado. «Ganaremos la guerra con una campaña relámpago como no se ha visto desde los tiempos de Napoleón», dijo ante un grupo de corresponsales de guerra la víspera de la batalla. Les aseguró que en poco más de dos meses Italia iba a ganar la guerra y que el imperio etíope iba a desmoronarse bajo los golpes de los italianos.44 La batalla de Enderta, que tuvo lugar el 15 de febrero, fue el mayor combate de la guerra. Al amanecer, el campo de batalla estaba sumido en una densa niebla, lo que dificultaba la observación desde el aire de los italianos y limitaba la eficacia de la artillería, pero a medida que se elevaba el sol, la niebla fue disipándose y a eso de las nueve de la mañana comenzaron los combates. Una doble pinza avanzó contra la masa de los abisinios desde los flancos, mientras que una columna más pequeña los mantenía inmovilizados por el centro. Los etíopes lanzaron tres feroces contraataques a lo largo de la mañana y a primera hora de la tarde, pero los cañones italianos los dispersaron. La artillería desempeñó un gran papel en la victoria italiana —a lo largo de la jornada 280 piezas dispararon 23.000 proyectiles—. Y también la fuerza aérea, la Regia Aeronautica, que aquel día realizó 44 misiones y dejó caer 13.388 kg de explosivos. Posteriormente Ajmone Cat afirmó que las acciones aéreas durante la batalla habían conseguido reducir las bajas italianas desde una cifra estimada de 3.000 muertos hasta solo 300. A mediodía Mulughueta abandonó el campo de batalla, y tres horas después las patrullas de reconocimiento aéreo informaban que los etíopes se retiraban. El mérito de tomar la cumbre del Amba Aradam se le atribuyó a un batallón de la División CC.NN. 23 Marzo, aunque los alpini habían librado la mayor parte de los combates y probablemente llegaron allí antes. Aunque al terminar el día Badoglio había conseguido una victoria, una vez más su batalla no había ido del todo como él pretendía. Las dos alas de los italianos no llegaron a unirse, y dejaron un hueco de tres kilómetros de ancho que Mulughueta aprovechó para escabullirse. Tan solo un puñado de sus guerreros lograron huir con él. Los etíopes perdieron aproximadamente
20.000 hombres en combate y muchos más durante la retirada posterior. Los miembros de la tribu galla se sumaron al ataque contra sus enemigos tradicionales, y la fuerza aérea cumplió su función: el 16 de febrero se asistió a los bombardeos más intensos de toda la guerra. El gas, lanzado desde el aire contra los etíopes en retirada, también contribuyó a la matanza. Las bajas italianas ascendieron a 134 muertos y 523 heridos en las unidades blancas, y a 63 muertos y 83 heridos en las unidades autóctonas. El propio Mulughueta murió durante la retirada.45 Ahora el enemigo estaba desarbolado, como sabía Badoglio por los mensajes interceptados. Haile Selassie quería que los dos ejércitos tribales restantes se replegaran hacia el monte Amba Alagi para formar una única fuerza compacta, pero carecía de la autoridad necesaria para hacer cumplir sus deseos. El ras Imru, a la izquierda del frente etíope, estaba a la defensiva, y en el centro, al ras Cassa ahora le preocupaba lo que podría haber sido de las tropas de Mulughueta que tenía en su flanco derecho, y decidió desplazarse a su izquierda para contactar con Imru. A través de las interceptaciones diarias los italianos averiguaron muchas cosas acerca de la confusión y la falta de coordinación en el bando enemigo. Ahora los abisinios eran totalmente vulnerables a una derrota a conciencia. A lo largo del frente italiano empezaron a avanzar cinco cuerpos de ejército. En los combates que estaban por venir, Badoglio amoldó los métodos de combate de los italianos para anular los puntos fuertes del enemigo —rapidez y fluidez de movimiento, ataques relámpago, y un desprecio total por la cifra de bajas—. Las fuerzas italianas, acompañadas por gran cantidad de artillería y ametralladoras, y con una copiosa reserva de munición, debían avanzar a saltos de manera que los elementos en tránsito siempre tuvieran el apoyo de los que se hubieran detenido momentáneamente.46 Persiguiendo a las tropas tribales de Mulughueta en retirada, las tres divisiones del I Cuerpo del general Ruggero Santini avanzaron hacia el sur hasta el monte Amba Alagi, sin encontrar resistencia de consideración, y el 28 de febrero la bandera tricolore italiana volvió a ondear en lo alto del fuerte donde, en diciembre de 1895, el comandante Pietro Toselli y tres quintas partes de su guarnición de 2.350 hombres habían perecido después de intentar repeler a 30.000 etíopes. Mientras tanto, el cuerpo de eritreos del general Pirzio Biroli fue en persecución del ras Cassa. Para alcanzar su objetivo, sus hombres tenían que cruzar una serranía de picos rocosos salpicados por zonas de vegetación y por innumerables cuevas que
brindaban refugio a una resistencia que en ocasiones era intensa. Una vez más, la logística de los italianos obró un pequeño milagro, al llevar hasta el frente 48.000 proyectiles de artillería y 7.000.000 de cartuchos para armas ligeras a lo largo de unas pistas accidentadas donde los camiones se hundían en la arena hasta los ejes de las ruedas. Los eritreos aplastaron a las tropas de Cassa en la segunda batalla de Tembien (27-29 de febrero de 1936) para después unir sus fuerzas con el III Cuerpo del general Ettore Bastico y cortarle la retirada al enemigo. La aviación italiana volvió a desempeñar un importante papel en la batalla, lanzando 100 toneladas de bombas de explosivo y hostigando la retirada de los etíopes con miles de bombas incendiarias. Se lanzaron bombas de gas contra los vados para hacerlos intransitables a las tropas enemigas en retirada. La batalla se saldó con 8.000 bajas entre los abisinios, 393 muertos y heridos entre los italianos, y 188 entre los eritreos.47 Ahora le llegaba al ras Imru el turno de experimentar la maquinaria de guerra fascista. Una vez más, la batalla de Scirè (29 de febrero-3 de marzo de 1936) no fue del todo conforme a lo planeado. Según el plan de batalla original, el II Cuerpo de Maravigna, avanzando desde el este, y el IV Cuerpo del general Ezio Babbini, desde el norte, debían converger desde direcciones opuestas y aplastar al enemigo en una maniobra concéntrica.48 A las tropas de Maravigna solo les faltaban por recorrer 30 km, a través de un terreno fácil, en parte colinas y en parte llanura, y por el que discurría una carretera de asfalto, pero tuvieron que hacer frente a una resistencia decidida que les obligó a llegar con un día de retraso. Por otra parte, las tropas de Babbini tenían ante sí una marcha de 90 km a través de un terreno muy accidentado, cubierto de una densa vegetación espinosa, sin agua, y totalmente desconocido. Dado que el plan le brindaba a Imru la oportunidad de atacar por separado a los dos cuerpos italianos, Badoglio lo modificó: ahora el II Cuerpo debía atacar al enemigo de frente, mientras el IV Cuerpo amenazaba su flanco y su retaguardia. Las tropas de Maravigna empezaron a avanzar a primera hora del 29 de febrero, pero tuvieron que reducir la marcha cuando la vanguardia de una de sus divisiones se topó con un foco de fuerte resistencia. Al día siguiente Maravigna no tuvo más remedio que solicitar una pausa de veinticuatro horas para reorganizar sus fuerzas y reabastecerse de munición. Tanto si el responsable de aquel retraso fue Badoglio, como afirmaba Maravigna años más tarde, como si no, lo cierto
era que la programación del movimiento de los dos cuerpos de ejército no había sido gestionada todo lo bien que cabría esperar.49 Las tropas de Maravigna reanudaron la marcha el 2 de marzo, y de nuevo el enemigo volvió a entorpecer su avance. Ni los lanzallamas recién llegados, ni unos carros de combate a los que constantemente se les desprendían las orugas, fueron de gran ayuda. Imru, consciente de la amenaza que se estaba formando, aprovechó la pausa de dos días en el avance del II Cuerpo para abandonar el combate y retirarse. El IV Cuerpo avanzó sin contratiempos hasta su zona designada, sin aportar nada a la batalla. Imru dejó 4.000 muertos en el campo y perdió otros 3.000 hombres a manos de la aviación italiana durante la retirada, donde el gas volvió a cumplir su función. Totalmente desmoralizadas, el resto de las tropas abisinias se disolvió, y el propio Imru huyó hacia Gondar con unos pocos cientos de hombres. El último ejército etíope que quedaba en el frente norte había sido neutralizado con un saldo de 868 muertos y heridos italianos y eritreos. El éxito de las operaciones en Tigray tuvo mucho que ver con la habilidad y la eficacia con la que el Cuerpo de Intendencia italiano había gestionado la logística. Había logrado abastecer ininterrumpidamente a cinco cuerpos de ejército, en una región montañosa carente de recursos de ningún tipo, a más de 400 km de la costa, y a 4.000 kilómetros de Italia. Más de 900 camiones habían transportado armamento y munición, y dos cuerpos de ejército (el III y el IV) se habían reabastecido parcialmente desde el aire. Una división entera se había trasladado desde la costa hasta el frente, en Mekele, en solo 38 horas, utilizando 650 vehículos. Tan solo durante las dos primeras semanas de febrero, los servicios de intendencia habían transportado 200.000 proyectiles de artillería, 22.000.000 de cartuchos de armas ligeras, y decenas de miles de granadas hasta las unidades del frente, así como docenas de cañones y cientos de fusiles y pistolas. Todos los días, los camiones, 6.000 camellos y 4.000 mulas llevaban al frente 5.000 kg de harina, 400 kg de carne congelada, 150.000 cartones de leche, 4.000 hectólitros de vino, 900 kg de mermelada, 450 kg de frutos secos, 1.200 kg de galletas, 15.000 kg de tabaco, 150.000 botellas de agua mineral y 500.000 latas de carne y sopa en conserva. Cada división tenía dos hospitales de campaña, cada cuerpo de ejército tenía un centro quirúrgico, y se instalaron tres hospitales de campaña centrales con 1.800 camas.50
Gracias a los mensajes interceptados, Badoglio sabía que a Imru solo le quedaba un puñado de hombres, que entre los ejércitos italianos y una victoria definitiva en el campo de batalla solo se interponían la guardia imperial de Haile Selassie junto con un puñado de irregulares y los escasos supervivientes de las batallas anteriores, y que en una reunión del consejo de guerra imperial celebrado el 26 de marzo, el emperador había hecho caso a regañadientes al sector mayoritario y más agresivo, y ahora se disponía a avanzar contra los italianos.51 En lo que resultó ser el último acto de la guerra, los etíopes se estaban metiendo ellos solos en la boca del lobo. Al haber renunciado a la guerra de guerrillas al principio por considerar que estaba por debajo de su mentalidad guerra, en aquel momento los etíopes tendrían que haber atraído a Badoglio para que se adentrara aún más en el país y se alejara de sus bases de abastecimiento, como él temía que hicieran. En cambio, ellos mismos fueron víctimas a partes iguales de sus propias tradiciones y de la superioridad material y organizativa de los italianos. Sabiendo que se enfrentaba a 31.000 etíopes, y que el negus pretendía intentar penetrar a través de las líneas fortificadas que el mando italiano había establecido para asegurar los territorios ocupados, Badoglio expuso el plan con el que tenía intención de poner fin a la guerra. El negus sería derrotado a principios de abril, Badoglio entraría en Addis Abeba como conquistador el 30 de abril, y diez días después abandonaría el país y regresaría a Italia. «Yo solo he venido aquí a hacer la guerra», le dijo al coronel Quirino Armellini.52 Quedarse en Abisinia conllevaba asumir la tarea compleja y poco gratificante de crear una nueva administración colonial allí. También le mantendría alejado de Roma, con lo que se vería expuesto a las consecuencias de las luchas políticas internas que eran parte integrante de la vida en la cúspide del régimen fascista. Por otra parte, un regreso triunfal a la capital del nuevo imperio romano de Mussolini le haría indudablemente merecedor de las recompensas que el Duce estaba dispuesto a repartir entre todos aquellos que se ganaban su favor —o entre aquellos a los que no deseaba contrariar. Badoglio estrechó el cerco contra lo que quedaba de la resistencia etíope. Una columna motorizada a las órdenes de jefe fascista Achille Starace partió de Asmara el 15 de marzo, y tras recorrer más de 300 km de territorio desconocido, al principio desértico y más adelante montañoso con pasos a gran altitud, y sin encontrar resistencia de ningún tipo, llegó a Gondar, la antigua capital de Etiopía, el 1 de abril, al mismo tiempo que una columna
de eritreos. Se refrenó a las tropas autóctonas para que el comandante fascista cosechara los laureles. A finales de aquel mes, el Lago Tana y toda la región estaban en manos de los italianos. El I Cuerpo avanzaba constantemente hacia el sur, hacia el Lago Ashenge, de paso construyendo una carretera, mientras que los aviones italianos lanzaban bombas de gas contra las concentraciones de tropas etíopes que se formaban por delante las tropas italianas. Entonces llegó lo que para Badoglio fue una grata noticia: en vez de retirarse y retroceder hasta Dessié, el negus proponía entablar combate. Badoglio se tomó su tiempo e hizo una pausa de dos semanas para poder terminar de construir las carreteras y llevar hasta el frente las tropas y la munición que necesitaba para lo que, como le dijo a Mussolini, iba a ser «una acción grandiosa que podría ser verdaderamente decisiva».53 Planeaba completar la concentración de sus fuerzas el 31 de marzo e iniciar el avance hacia Dessié al día siguiente. Entonces, inesperadamente, los etíopes empezaron a avanzar. Los italianos, armados únicamente con picos y palas, levantaron apresuradamente una línea de defensa improvisada hecha en su mayoría de muros secos de piedra y ramas de árboles, y defendida únicamente por piezas de calibre ligero, y esperaron al enemigo. Tres divisiones italianas de la línea del frente, aproximadamente 40.000 hombres, se enfrentaban a un número aproximadamente igual de etíopes. La batalla de Mai Ceu comenzó a las 5.45 de la mañana del 31 de marzo de 1936 con un ataque frontal de los etíopes contra la División Pusteria del general Luigi Negri. Las tropas defendieron su posición ante lo que parecía una riada humana, donde las sucesivas oleadas los etíopes se lanzaban contra las defensas y eran abatidas por las ráfagas de fusilería y el fuego de las ametralladoras. Entonces los etíopes trasladaron su ataque al este de la posición de Negri, con el objetivo de tomar el Paso de Mecan, defendido por la 2.ª División Eritrea, y con la esperanza de que allí la resistencia fuera menos enconada y de poder abrir un hueco en el centro del frente italiano. Poco después de las ocho de la mañana, la Regia Aeronautica se sumó a la refriega. Setenta bombarderos italianos, de los que uno era pilotado por Bruno Mussolini, hijo del Duce, empezaron a bombardear el campo de batalla y la retaguardia y las líneas de abastecimiento de los etíopes. El negus puso en acción a su Guardia Imperial, y durante tres horas se libró un feroz combate por el control de paso de montaña. Un contraataque a la bayoneta encabezado por el general Renzo Dalmazzo, comandante de la división, fue perdiendo fuerza poco a poco cuando sus tropas ascari se
detuvieron a recoger el botín del campo de batalla, lo que obligó a Dalmazzo a regresar al punto de partida. A lo largo de la tarde, cada ataque era recibido con un contraataque. Aproximadamente a las cuatro de la tarde, tres columnas de tropas etíopes de refresco atacaron ambos flancos de la línea de Negri. Los encarnizados combates se prolongaron dos horas y entonces, al empezar el crepúsculo, Haile Selassie ordenó el repliegue de sus fuerzas. La batalla había durado más de catorce horas. Los italianos sufrieron unas bajas de 89 muertos y 291 heridos, mientras que entre los ascari eritreos hubo 204 muertos y 669 heridos. Se desconoce el número de bajas de los etíopes, pero probablemente ascendieron a entre 5.000 y 8.000 hombres. En un telegrama que le envió aquella noche el emperador a su esposa, y que, como tantos otros, fue interceptado y descifrado, Haile Selassie elogiaba la determinación de sus tropas, pero reconocía que eran «incapaces de combatir al estilo europeo».54 El ataque se reanudó al día siguiente, pero aunque la aviación italiana se vio entorpecida por el mal tiempo, otras tres divisiones italianas se desplazaron al frente. Desmoralizados por su fracaso, por las bajas sufridas en combate, y por las deserciones que se estaban produciendo, los etíopes empezaron a retirarse. Y entonces el cielo se despejó, lo que permitió a la fuerza aérea italiana atacarles a placer. Cuando ya solo quedaban 5.000 soldados de unidades tribales interponiéndose en el camino de Badoglio a la capital, donde la Guardia Imperial de Haile Selassie corría el riesgo de quedar rodeada, el ministro de Asuntos Exteriores etíope (en un nuevo telegrama interceptado) advertía de que la situación militar empezaba a hacerse «insostenible». Los italianos ya estaban a mitad de camino de Dessié y no había ningún ejército para cortarles el paso.55 Las tropas eritreas de Pirzio Biroli persiguieron a los etíopes que huían, de noche para eludir los ojos vigilantes de la aviación italiana. Después de avanzar más de 250 km en una semana gracias a un servicio de reabastecimiento aéreo bien organizado, el 15 de abril los italianos llegaron a Dessié, un importante cruce de caminos para las rutas de las caravanas, y que también era uno de los bastiones estratégicos más sólidos de los etíopes. Al mismo tiempo, Graziani recibió la orden de atacar desde el sur. Mientras Mussolini enviaba todo tipo de telegramas ambiguos desde Roma insinuando que estaba dispuesto a tratar con Haile Selassie, la guerra de Etiopía avanzaba inexorablemente hacia su final. Al tiempo que Badoglio se preparaba para asestar el golpe final, Graziani, que se había
pasado la mayor parte de los meses de febrero y marzo en Roma, intrigando con Baistrocchi para hacerse con el control del ejército y de las fuerzas coloniales después del conflicto, lanzaba su ataque contra Harrar. Los 38.000 soldados de Graziani se enfrentaban a aproximadamente 30.000 etíopes desplegados en profundidad ante los italianos. Graziani planeó un avance relámpago de tres columnas por territorio enemigo. Su intención era llevar adelante un tipo de campaña diferente del que había ideado Badoglio. Se diseñó una organización táctica más elástica, liberada de las bases de abastecimiento, para marcar un fuerte contraste con la pesada maquinaria de guerra que iba abriéndose paso hacia Addis Abeba desde el norte.56 El ataque de Graziani contra la región de Ogaden, encabezado por las tropas coloniales, comenzó el 15 de abril. Tras superar algunos focos de fuerte resistencia, Graziani entabló un importante combate entre el 24 y el 25 de abril, donde sufrió 2.000 bajas entre muertos y heridos, y después se detuvo para reorganizar y reabastecer a sus tropas. Ansioso por poner punto final lo antes posible a su aventura en Etiopía, Mussolini le prometió a Graziani el bastón de mariscal de Italia cuando conquistara Harrar. A los ingenieros y a los servicios de intendencia italianos les llevó diez días crear una línea de comunicación viable desde Mai Ceu hasta Dessié para poder llevar los pertrechos y la munición necesarios para la ofensiva final. El 24 de abril de 1936 comenzó el ataque contra la capital. Veinte mil soldados italianos y eritreos, apoyados por 1.750 camiones y furgones, avanzaron sobre Addis Abeba por las dos principales carreteras de entrada a la capital. Y lo mismo hicieron doce generales, el subsecretario del Ministerio de Colonias, Alessandro Lessona, el jerarca fascista Giuseppe Bottai, dos senadores, un príncipe, veintiún periodistas, y los dos hijos y un sobrino de Badoglio. Una columna motorizada a las órdenes del general Gariboldi, y otro grupo aparte de cuatro batallones de eritreos a pie iban por una ruta, mientras que otra columna del tamaño de una brigada avanzaba por la otra. Las dos columnas de a pie salieron primero, dispuestas a liquidar cualquier resistencia etíope de consideración, pero no encontraron nada digno de ese nombre. Una vez que eso quedó claro, la principal columna motorizada adelantó a sus unidades de apoyo. El 4 de mayo por la tarde, las tropas ya tenían la capital a la vista. La columna eritrea ya llevaba dos días acampada a las afueras de Addis Abeba, pero el honor de tomar la capital le correspondía a las tropas blancas. A las 16 horas del martes, 5 de mayo, un Badoglio victorioso entraba en la capital a la cabeza de sus tropas
—no a caballo, como a él le habría gustado, sino en coche, debido a la lluvia—. Haile Selassie ya se había marchado. Siguiendo el consejo del ministro residente francés, el emperador no quiso poner el peligro a los 6.000 residentes extranjeros en Addis Abeba intentando defenderla y abandonó la capital tres días antes de la llegada de los italianos, embarcó en el crucero británico Enterprise en Yibuti y zarpó con rumbo a Haifa. Tres días después, con un tiempo espantoso, las tropas de Graziani entraban en Harrar. La guerra había terminado. En total, en la conquista de Abisinia participaron aproximadamente 18.000 oficiales y 477.000 soldados, apoyados por 1.500 piezas de artillería, 500 carros de combate y 450 aviones, 103.000 acémilas y 19.000 vehículos. Las bajas militares fueron relativamente leves: 2.988 soldados blancos y 1.457 ascari muertos, y 7.815 soldados blancos y 3.307 autóctonos heridos. La cifra oficial de muertos de Etiopía ascendió aproximadamente a 275.000 hombres.57 La aviación, que voló un total de 50.000 horas y lanzó 1.800 toneladas de bombas, perdió ocho aviones a manos de los abisinios (que solo disponían de unos pocos cañones antiaéreos Oerlikon modernos) y a 131 oficiales y tripulantes en los combates aéreos y terrestres, y por accidentes de vuelo.58 El coste se cifró oficialmente en 12.111 millones de liras, pero a fin de convencer tanto al pueblo llano como al mundo exterior de que Italia era capaz de conquistar un imperio sin desbaratar el equilibrio entre ingresos y gastos, gran parte del coste real se mantuvo «fuera del balance», y se postergó a los ejercicios de los años siguientes. Financiar aquella guerra se llevó un tercio de las reservas de oro y divisas extranjeras de Italia, y en 1940 el coste del nuevo imperio de África Oriental ya ascendía a 46.000 millones de liras, es decir al 21 por ciento de los gastos totales del Estado, que se pagó en forma de deuda pública, en su mayoría de bonos del Tesoro.59 En el plazo de seis meses, las Fuerzas Armadas italianas habían conquistado un país más grande que Francia y Alemania juntas, para gran sorpresa de la opinión pública internacional más «experta», que había supuesto que aquella guerra estaba más allá de las posibilidades de Italia, y que probablemente la campaña duraría por lo menos dos años. Con los medios suficientes, los comandantes del Ejército italiano demostraron que eran capaces de organizar y librar una guerra móvil donde tuvieron que maniobrar con decenas de miles de hombres. En el balance general, los abisinios prácticamente no tenían ninguna posibilidad frente a la avalancha
de tropas, munición y suministros que volcó Mussolini en aquella campaña. Para ello, Baistrocchi y el Estado Mayor del Ejército prácticamente tuvieron que echar mano de todos los recursos militares del país. Las quince divisiones que combatieron en Abisinia, junto con otras cinco que se enviaron a Libia, llevaban consigo armamento, munición y suministros suficientes para equipar a setenta y cinco divisiones metropolitanas. Desde el punto de vista logístico, la guerra fue un triunfo para los servicios de intendencia. Por primera vez se había mantenido en el campo de batalla a un gran ejército, mayoritariamente mediante vehículos y aviones, y a través de un terreno sumamente abrupto y difícil. El gas también había desempeñado su papel, pero se ha dicho que ni los italianos estaban convencidos de que hubiera sido decisivo, ni tampoco los etíopes, que temían más a las bombas incendiarias que a las de gas, y que aprendieron a dispersar sus tropas a fin de evitar sus efectos.60 Aquel éxito dio pie a peligrosas ilusiones. Badoglio afirmaba que la guerra había demostrado que la divisione ternaria, de tres regimientos, era demasiado pesada y difícil de maniobrar, y que la campaña había venido a refrendar la idea de una divisione binaria «ligera» de dos regimientos, que fue implantada por el siguiente jefe del Estado Mayor del Ejército, Alberto Pariani. Algunos de los subordinados de Badoglio se mostraban más escépticos a la hora de sacar lecciones equivocadas de unas «situaciones excepcionalmente favorables que difícilmente se repetirán en otras guerras».61 Mussolini podía creer con algo de razón que su Ejército fascista era capaz de unas hazañas que estaban muy por encima de las de su predecesor liberal de antes de la guerra, y Badoglio le alentó en aquella peligrosa convicción. «Con soldados como estos», le dijo al Duce y a la opinión pública, «Italia puede atreverse a cualquier cosa». Baistrocchi le advirtió a Mussolini contra la tentación de malinterpretar el pasado inmediato. La guerra que el Duce pensaba que estaba por llegar no iba a ser una guerra relámpago, como sostenían los «estrategas de poca monta, los utopistas». Aquello solo era una «agradable aspiración» que podía hacerse realidad solo en caso de que existiera una enorme diferencia de fuerzas entre los beligerantes —como había ocurrido en Abisinia—. En una guerra mundial en la que iba a haber «dos bandos opuestos en una guerra sin cuartel», el vencedor «será el que haya sabido, y sobre todo podido, prepararse mejor». Italia todavía no estaba preparada para llevar adelante la política de gran potencia que Mussolini ya había decidido emprender. Eso
requería «tiempo, dinero, materias primas, y conocimiento de las necesidades de la guerra».62 Ese no era el tipo de consejos que quería oír Mussolini. Pero para entonces el Duce se había embarcado en otra arriesgada apuesta militar, de modo que destituyó a Baistrocchi y en su lugar nombró al defensor más decidido de una guerra rápida, al estilo fascista: el general Alberto Pariani. La opinión general es que le régimen de Mussolini llegó a la cúspide de su popularidad durante la guerra de Etiopía. Desde luego, la propaganda fascista así lo hacía parecer, pero en las principales ciudades el consenso era débil. A medida que se avecinaba la guerra, aparecieron indicios de «apatía» en Pistoia (Toscana) y de «un gran nerviosismo» en Roma, donde muchos se temían lo peor. En Turín, Florencia y Trieste se palpaba una considerable angustia ante la perspectiva de una guerra contra Inglaterra, o incluso contra Europa en su conjunto, lo que exigiría inmensos sacrificios y podría llegar a poner el país patas arriba. La pausa de finales de año, cuando Badoglio hacía sus preparativos, provocó una oleada de nerviosismo en Turín. Durante los meses posteriores al fin oficial de la guerra, el estado de ánimo popular empeoró, mientras los soldados que regresaban contaban que proseguían los combates con las bandas rebeldes. En Roma, Milán y Módena, las autoridades informaban de un sentimiento generalizado de que el nuevo imperio era «una quimera y una pesada carga para el pueblo italiano».63 La guerra no contribuyó en nada a mejorar la mala situación de la familia italiana media. Entre 1935 y 1936, el coste de la vida aumentó un 7,15 por ciento, y durante los doce meses siguientes volvió a hacerlo, esta vez un 9,5 por ciento. En total, los precios interiores subieron un 33 por ciento entre agosto de 1934 y la segunda mitad de 1936.64 Las arenas movedizas españolas Nada más terminar una guerra, comenzó otra. A principios de junio de 1936, el comandante Giuseppe Luccardi, agregado militar italiano en la Zona Internacional de Tánger, informaba de que en España se estaba gestando un golpe de Estado militar. Ya a principios de la década de 1930, distintos políticos conservadores españoles habían acudido a Roma todos los años para pedirle a Mussolini que les ayudara a derrocar al Gobierno republicano, y siempre se habían marchado con las manos vacías. Esta vez la situación era distinta. La insurrección del bando «nacional» comenzó el
18 de julio, y el general Francisco Franco pidió inmediatamente a Roma ocho bombarderos Caproni. La inteligencia militar italiana desaconsejó enérgicamente que Italia se involucrara. El pronunciamiento de Franco en Marruecos había fracasado en todas las grandes ciudades de la Península, salvo en tres. España era una ciénaga en la que el Ejército italiano podía fácilmente hundirse, sin obtener beneficio alguno. Entonces, el 24 de julio llegó la noticia de que Francia iba a enviar 25 aviones para ayudar a los republicanos. Una victoria republicana situaría a España definitivamente en la órbita de Francia, y eso suponía una amenaza intolerable tanto desde el punto de vista político como desde el punto de vista estratégico. El conde Ciano, yerno de Mussolini, y recién designado ministro de Asuntos Exteriores, fue autorizado a entregarle a los franquistas doce aviones a cambio de un millón de libras esterlinas en efectivo.65 Al amanecer del 30 de julio de 1936, doce bombarderos trimotores Savoia-Marchetti-81 despegaron del aeródromo de Elmas, en Cerdeña, con rumbo a Melilla y al Protectorado Español de Marruecos. Tres de ellos se estrellaron durante el trayecto, pero los demás entraron rápidamente en acción, junto con 27 cazas, escoltando a las fuerzas de Franco en su travesía del Estrecho de Gibraltar hasta la Península y atacando a los buques republicanos, al tiempo que la prensa italiana ocultaba la verdad sobre la procedencia de los aparatos. ¿Por qué Mussolini decidió intervenir tan pronto, cuando acababa de ganar la guerra de Abisinia? El prestigio era un factor, por supuesto, sobre todo una vez que el Duce decidió la participación de sus Fuerzas Armadas en la contienda. La necesidad de una distracción de las penalidades económicas, y las presiones de un régimen cada vez más entrometido y represivo también pudieron desempeñar un papel. Pero, desde luego, el cálculo político tuvo mucho que ver. La guerra le brindaba a Italia la oportunidad de dividir a Gran Bretaña y a Francia, pues en cualquier caso era muy probable que ambas potencias no tuvieran demasiados motivos para apoyar a la República española. La Guerra Civil española podía fortalecer la «acción paralela» con Alemania, ya en marcha, en la que se había embarcado Mussolini, pero también podía ponerla en peligro: sin un contrapeso, cabía la posibilidad de que España cayera totalmente dentro de la esfera de influencia de Alemania. Además, era una buena oportunidad para instaurar allí un régimen más afín al fascismo que a las democracias occidentales. Y sería un error dejar la ideología al margen. La idea de
Mussolini, plasmada en el protocolo del Eje firmado el 23 de octubre de 1936, era que Italia y Alemania fueran socios en una acción internacional común que identificaba el comunismo como «la mayor amenaza para la paz y la seguridad en Europa».66 En mayo de 1937, en una entrevista con un periodista estadounidense, Mussolini negó que Italia tuviera «ambiciones» en España, pero añadió que su país estaba decido a impedir que el bolchevismo —«la mayor amenaza para Europa»— pusiera jamás el pie allí.67 A la opinión pública se le presentó una guerra donde las cuestiones eran nítidas y simples: la civilización, en la forma del cristianismo, estaba luchando contra la barbarie, en la forma del bolchevismo. Los sucesivos aumentos en un 10 por ciento de los salarios en abril de 1937, en marzo de 1939, y de nuevo en marzo de 1940, contribuyeron a apaciguar a la población italiana, mientras los periódicos, la radio y los noticieros cinematográficos del Istituto Luce, todos ellos firmemente controlados por el Partido Fascista, difundían el mensaje. Y lo mismo hizo la prensa católica, que daba a sus lectores la impresión de que la Iglesia de Roma estaba totalmente a favor de Franco.68 A medida que aumentaba la cifra de curas y monjas asesinados en España —6.238 miembros de distintas órdenes religiosas fueron ajusticiados, la mayoría durante los primeros meses de la Guerra Civil— la oposición de la Iglesia ante lo que consideraba la barbarie atea se fue haciendo más incondicional. El 19 de marzo de 1937 el papa Pío XI publicaba la encíclica Divini Redemptoris, donde atacaba al comunismo por hacer proselitismo de «un pseudo-ideal de justicia, de igualdad y de fraternidad en el trabajo» envuelto en «cierto misticismo falso».69 Posteriormente el papa se negó expresamente a condenar el bombardeo de Guernica (26 de abril de 1937) a pesar de las súplicas de los sacerdotes vascos para que lo hiciera. Durante el mes de agosto de 1936, el ejército africano de Franco avanzó por la zona occidental de España hacia Madrid, conquistando Badajoz el 14 de agosto con la ayuda de los bombarderos italianos, y Talavera de la Reina el 3 de septiembre. El primer combate aéreo en la Península tuvo lugar el 21 de agosto, y el 10 de septiembre Italia ya contaba con su primer «as de la aviación»: Adriano Mantelli había derribado una docena de aviones republicanos. Al principio, los pilotos italianos de la Aviación del Tercio, junto con los alemanes, se impusieron en la guerra aérea, en gran medida gracias a la gran maniobrabilidad de sus cazas biplanos Fiat CR-32.
Aquellos aviones, en manos de unos pilotos cuya instrucción concedía gran importancia a las acrobacias aéreas, consiguieron hacerse los amos de los cielos. En noviembre de 1936 las cosas cambiaron con la llegada de los cazas soviéticos: primero los biplanos Polikárpov I-15 y poco después los monoplanos I-16 y los bombarderos rápidos bimotores Túpolev SB-2. A medida que aumentaba el ritmo de los combates, la fuerza aérea italiana cambió de táctica. Se abandonaron los duelos individuales en favor de las grandes formaciones de quince o más aviones en tres escuadrillas de cinco, escalonadas a diferentes altitudes. Primero atacaban las dos escuadrillas que volaban más bajo, y después la tercera se lanzaba en picado desde lo alto de la refriega para echar una mano cuando hiciera falta.70 Aquella táctica demostró ser tan eficaz que se utilizó durante el resto de la contienda. La llegada de un número creciente de cazas alemanes Messerschmitt Bf-109 a partir de marzo de 1937 contribuyó a consolidar la superioridad aérea del Eje. En septiembre, el general Mario Roatta, director del SIM (Servizio Informazioni Militari, la inteligencia militar italiana), viajó a España para evaluar las posibilidades de un incremento de la intervención italiana. Un recorrido por las posiciones de los «nacionales» puso de manifiesto los huecos en sus líneas defensivas y la mala coordinación entre los distintos frentes. El alto mando franquista necesitaba poner en marcha las operaciones ofensivas lo antes posible, pero era improbable que unos simples consejos de Roatta tuvieran alguna repercusión, a menos que vinieran acompañados de «un apoyo material adecuado». Sin ese apoyo, el bando franquista era incapaz de actuar «con la rapidez y la decisión que son deseables y deseadas».71 Además, la intervención entrañaba otra cuestión. Aunque los españoles veían a los italianos con cordialidad, era muy probable que, tras comparar la forma de actuar y los medios de los alemanes y de los italianos, en un futuro optaran por los primeros.72 Mientras tanto, el 29 de octubre aparecían por primera vez sobre el campo de batalla próximo a Madrid los carros de combate soviéticos, al tiempo que la aviación republicana empezaba a lanzar bombas soviéticas. Roatta no tenía ninguna duda de lo que iba a ocurrir a continuación. Para no perder aquella partida, los soviéticos iban a intensificar su ayuda a los «rojos». Como telón de fondo estaba la expectativa de Stalin de que una gran guerra diera pie a una revolución general —de la que él saldría beneficiado.73
El 6 de diciembre de 1936 Mussolini convocó a sus principales asesores militares en el Palazzo Venezia. Sobre la mesa había un exhaustivo informe de Roatta que criticaba a Franco por infravalorar la posibilidad de encontrarse con una resistencia mayor de la esperada, y censuraba a los militares españoles. Los generales de Franco estaban utilizando los anticuados métodos con los que ganaron la Guerra del Rif en Marruecos diez años atrás, y el alto mando español era más propio de la era napoleónica. No obstante, si la ingente ayuda que estaba recibiendo la República se contrarrestaba con una ayuda equivalente al bando sublevado, Roatta estaba convencido de que Franco ganaría la guerra.74 Un informe de Pariani abogaba por el envío de una unidad de voluntarios del tamaño de una división.75 Desde Berlín llegó un informe que afirmaba que los alemanes eran unánimes en su propósito de que la influencia de Italia en España no superara a la de Alemania.76 Mussolini hacía hincapié en la importancia de ayudar a Franco contra el comunismo. Tanto Italia como Alemania, además de ir enviando tropas con cuentagotas a España, debían preparar unidades del tamaño de una división, pero cuidando de no enviarlas a combatir hasta que quedara claro que los soviéticos hubieran enviado su propio contingente militar. De un modo un tanto contradictorio, seguidamente Mussolini anunció que «la solución a la situación en España» podía asegurarse en el mar por el procedimiento de bloquear los puertos republicanos durante el tiempo necesario para instruir a las unidades del tamaño de una división, un bloqueo que el Duce estaba dispuesto a asumir por su cuenta utilizando los submarinos italianos en aguas españolas. El almirante Cavagnari, jefe del Estado Mayor de la Armada, se mostró reacio, pero sus objeciones se soslayaron. El general Valle, en calidad de jefe del Estado Mayor del Aire, propuso enviar más cazas, una idea que Mussolini amplió en la forma de un reparto de tareas, donde Alemania debía ser sobre todo la responsable de suministrar bombarderos. Posteriormente la junta repasó una serie de detalles menores, y ahí acabó la reunión. Se había ideado algo parecido a una política que cumplía las exigencias ideológicas del régimen, y que venía a apoyar las metas de la estrategia nacional y a fomentar la solidaridad dentro del Eje.77 Cuatro días después de la reunión en el Palazzo Venezia, Mussolini ordenó al Ufficio Spagna, recién creado en el seno del Ministerio de Asuntos Exteriores de Ciano, que se hiciera cargo de la empresa, que enviara 3.000 voluntarios «para darle un poco de espina dorsal a las
unidades del bando “nacional” español».78 Los primeros milicianos «camisas negras» voluntarios llegaron a Cádiz a las tres de la madrugada del 22 de diciembre de 1936. Su número fue aumentando a lo largo de los dos meses siguientes, y a mediados de febrero de 1937 ya había 48.230 soldados italianos en España, junto con 46 carros de combate ligeros, 488 cañones, 706 morteros de asalto y 1.211 ametralladoras. Lo que espoleó aquella espectacular escalada fue la noticia de que Gran Bretaña parecía empeñada en convencer a la comunidad internacional para que se prohibiera enviar voluntarios a España. En Roma, Göring y Mussolini coincidieron en que Franco actuaba con excesiva parsimonia y en que era preciso «cambiar radicalmente» el planteamiento general de la guerra. De ahí surgió el plan de enviar más tropas y material antes de que la comunidad internacional les cerrara la puerta.79 Roma estaba decidida a que el contingente italiano combatiera como una única entidad bajo el mando de un general italiano, Roatta, y que se desplegara contra objetivos decisivos. Después de que fracasaran dos ataques del bando sublevado contra Madrid a principios de enero de 1937, Franco estaba dispuesto a autorizar una ofensiva de los italianos con la que esperaba detraer fuerzas republicanas de la capital. Pariani eligió el objetivo. Málaga era la ciudad más próxima a la base donde estaban los italianos, y aunque se trataba de un objetivo menos decisivo, era una operación menos compleja que las demás alternativas.80 El plan, que contemplaba un ataque rápido por sorpresa después de un amago en otro punto y sin reconocimiento previo ni bombardeos de preparación de la artillería o de la aviación, se ideó para que encajara en la doctrina fascista de la guerra lampo que imperaba en aquel momento. A las 6.30 de la mañana del 5 de febrero de 1937, Roatta lanzó su ataque. La niebla de la primera hora de la mañana se disipó al cabo de una hora, los cielos se despejaron y brillaba el sol. Tres columnas italianas, encabezadas por los carros de combate y los blindados de transporte de tropas armados con ametralladoras, y apoyadas por la aviación italiana y alemana, avanzaron rumbo al suroeste, hacia las colinas que protegían Málaga, con el apoyo de cuatro columnas españolas a su derecha y de una quinta, que avanzaba más despacio, entre las columnas italianas. En total, 10.000 italianos se enfrentaban a entre 20.000 y 40.000 defensores mal armados, sin carros de combate, ni automóviles blindados, ni artillería anticarro, y con tan solo unas cuantas ametralladoras. Las fuerzas italianas tenían un
dominio total del aire —los defensores de Málaga solo contaban con un cañón antiaéreo y tres ametralladoras— y el buen tiempo les favorecía. Al concluir el día siguiente, a pesar de alguna resistencia decidida de las bandas de milicianos republicanos, los italianos eran los amos de las colinas que rodean la ciudad. El resto fue, literalmente, cuesta abajo. A las seis de la mañana del 8 de febrero, las tropas de la columna central entraron en Málaga y una unidad de carabinieri tomó posesión de la delegación del Banco de España. Tras un inicio lento, una columna motorizada emprendió la persecución de los republicanos que se retiraban a lo largo de la costa, y tomó la ciudad de Motril el 10 de febrero al anochecer. Ahí terminó la batalla, que se saldó con 90 muertos y 250 heridos en el bando italiano.81 Durante los combates, las tropas italianas fusilaban a los comunistas que libraban lo que los italianos calificaban de «guerra de guerrillas» contra sus columnas y a todos los republicanos que se hubieran quedado en su pueblo para defenderlo. Después entregaron aproximadamente 2.000 prisioneros a los «nacionales», que los fusilaron de inmediato. Mussolini quería que Roatta siguiera avanzando hacia Almería y Madrid, pero la siguiente decisión estratégica la tomó Franco. «Probablemente le pediré que ataque Guadalajara», le dijo al coronel Emilio Faldella, jefe del Estado Mayor de Roatta.82 Aquello le pareció muy bien a Roatta, que no quería que sus tropas, entrenadas para una guerra rápida de movimiento contra objetivos lejanos, se empantanaran en el asedio de Madrid.83 Dos días antes de la batalla, el plan —una doble ofensiva simultánea de los franquistas en el Jarama y de los italianos en Guadalajara, a fin de cortar las líneas de refuerzo de Madrid— se desechó cuando Roatta se enteró de que los españoles no tenían intención de atacar hasta que los italianos llegaran a Guadalajara.84 El terreno previsto para la batalla era una meseta elevada y sin vegetación, surcada por ríos y profundos barrancos, y azotada por los fuertes vientos, la lluvia y la nieve durante el invierno. Al margen de la carretera principal, la «strada di Francia», las demás vías eran escasas, y maniobrar requería salir de la calzada asfaltada. Un intenso aguacero durante la noche anterior a la batalla convirtió el terreno en barro, y el mal tiempo inutilizó los aeródromos y mantenía a la aviación en tierra. Roatta, sin hacer caso del pronóstico del tiempo, que anunciaba más lluvias, se negó a posponer la operación. Aparentemente aquello no preocupó a sus subordinados, y el general Rossi comentó que si la Aviazione Legionaria no
podía volar, quedaba el consuelo de que las tropas no iban a ser bombardeadas por su propia aviación, como había ocurrido en Málaga.85 La artillería italiana abrió fuego a las 6.50 de la mañana del 8 de marzo, y el ataque comenzó cuarenta minutos después. Al principio de la batalla, 30.000 italianos, apoyados por 160 cañones, 81 carros de combate ligeros y 2.400 camiones se enfrentaban a aproximadamente 10.000 republicanos, pero al final su número llegó a triplicarse —guarnecían las tres líneas defensivas que protegían las carreteras. Los italianos avanzaron por la strada di Francia, y recorrieron diecisiete kilómetros el primer día, pero el aguanieve cegaba a las tropas y a sus comandantes, y convertía el terreno a ambos lados de la carretera en un gigantesco mar de barro. Al cabo de dos días el ataque empezó a estancarse debido a la enconada resistencia de las unidades de las Brigadas Internacionales. Los republicanos aprovecharon que el enemigo no podía lanzar la ofensiva del Jarama para enviar más tropas, con el apoyo de los aviones y los carros de combate soviéticos. Al cabo de cinco días, Roatta propuso cancelar la ofensiva. Mussolini estaba de acuerdo, pero Franco no, pues insistía en que los italianos siguieran combatiendo donde estaban. La retirada significaba reconocer una derrota. Tras una breve pausa, el 18 de marzo comenzó un contraataque masivo de los republicanos, apoyado por varias oleadas de bombarderos escoltados por cazas. Empezó a cundir el pánico, y las tropas empezaron a abandonar las líneas. La 1º División CC.NN. 23 Marzo se desmoronó parcialmente y se retiró, obligando a las dos divisiones del Ejército regular a replegarse hasta una segunda línea, donde resistieron a las ofensivas que poco a poco iban debilitándolas. Por último, el 22 de marzo, a última hora de la tarde, los republicanos, exhaustos, se retiraron. La batalla de Guadalajara había terminado. El rotundo revés le costó al Corpo di Truppe Volontarie (CTV, el nombre que adoptaron los italianos el 16 de febrero de 1937) aproximadamente 600 muertos y 2.000 heridos, además de 25 cañones, 10 morteros, 85 ametralladoras y 67 camiones. El IV Cuerpo de Ejército republicano pudo sufrir unas bajas de hasta 2.200 muertos y 4.000 heridos.86 Roatta encontró muchas razones para explicar aquella derrota, en lo que Ernest Hemingway definía una semana más tarde como una de las batallas decisivas del mundo. Los franquistas no habían persistido en su ataque contra el Jarama; unos «oficiales ineptos», tanto regulares como milicianos, habían puesto a los comandantes de las divisiones italianas en la situación
de alguien que «va conduciendo un buen coche hasta que se da cuenta de que el volante es de goma»; y entre sus tropas, aunque ottime (las mejores), había «un alto porcentaje de viejos» que habían demostrado ser «poco combativos». Las tropas internacionales de la República, con buenos mandos en general, habían combatido con pericia, fanatismo «y odio».87 Los soldados de Roatta, muchos de ellos atraídos por el sueldo extra y las primas, eran efectivamente un grupo heterogéneo: una cuarta parte tenía antecedentes penales, y el 15 por ciento tenía más de cuarenta años, y entre estos, muchos padecían hernias, venas varicosas, apendicitis y sífilis.88 «Unos italianos pobres», escribía años más tarde Leonardo Sciascia, el gran novelista siciliano, «que luchan contra unos españoles pobres».89 Los oficiales le echaban la culpa a sus generales y a los servicios de logística, pero no a sus tropas con una instrucción militar deficiente.90 La batalla animó a los republicanos españoles, por las calles los niños cantaban que a la CTV le hacían falta «menos camiones y más cojones». Y también provocó que Mussolini se empeñara en vengar aquella derrota y en hacer todo lo posible para asegurarse de que los «nacionales» ganaran la guerra. Roatta fue destituido y relevado por el general Bastico. El 14 de abril, al llegar a Salamanca para asumir su nuevo mando, Bastico se encontró con una fuerza que estaba «materialmente desorganizada, con la moral baja». La disciplina era «muy laxa» en todas partes, la instrucción era «deficiente desde cualquier punto de vista», y la administración era «caótica». Ningún oficial, desde los comandantes de división para abajo, estaba a la altura de su responsabilidad.91 El nuevo comandante se hizo cargo inmediatamente de la situación. Conservó la División Littorio del Ejército regular pero disolvió dos de las tres divisiones CC.NN., a las que Roatta había puesto por las nubes después de la toma de Málaga, y envió a casa a 3.700 hombres. Destituyó a más de cien oficiales, entre ellos a dos comandantes de división CC.NN. y a un general del Ejército. Empleó a las mejores unidades para reforzar la División Fiamme Nere, la única división CC.NN. que le quedaba, a las órdenes del general Luigi Frusci, y el Grupo 23 Marzo. Se emitió una directiva para los comandantes de división sobre cómo librar una guerra de todas las armas en colaboración, y los comandantes de batallón recibieron instrucciones sobre cómo superar la «curiosa leyenda de poderío y casi de invencibilidad» que se había creado en torno a los carros de combate enemigos gracias al «escaso número de armas anticarro disponibles y a la falta de práctica en su empleo».92
Una cosa era reorganizar las fuerzas italianas. Combatir al lado de los «nacionales» era otra cosa muy distinta. Ni a los alemanes ni a los italianos les resultaba fácil colaborar con el ejército de Franco. Según el oficial de enlace del almirante alemán Wilhelm Canaris, a los españoles les faltaba presteza, energía, y sobre todo una dirección unificada y solvente. Franco daba la impresión de ser un general de «una capacidad mediocre [y] de una visión limitada, a merced de la vieja casta aristocrática agraria». Los «rojos» estaban organizados de una forma más eficaz que los «nacionales».93 A los servicios de inteligencia italianos destacados en España les resultaba prácticamente imposible trabajar con los españoles. «Henchidos profunda e irremediablemente de orgullo y vanidad», después de la Batalla de Guadalajara los españoles habían asumido una intolerable actitud de cordial superioridad. La única forma de tratar con una raza que había heredado «la ferocidad de la Inquisición, la duplicidad y la desconfianza de los árabes, y el engolamiento de los grandes de España», era ser como los alemanes: duros, inflexibles y autoritarios.94 Ahora los objetivos de Franco eran el País Vasco y Asturias, en particular la ciudad portuaria de Bilbao. Después de bajarle los humos a su aliado tras su derrota en Guadalajara, Franco ordenó que en el futuro el CTV combatiera únicamente formando parte de otras unidades españolas más grandes bajo el mando de los generales sublevados. La tarea de conquistar Bilbao fue encomendada al general español Emilio Mola. Mussolini dio orden a Bastico de que mantuviera unidas a las fuerzas italianas y que las empleara contra objetivos decisivos. Eso significaba hacer todo lo posible para asegurar la caída de Bilbao.95 Plenamente consciente de la necesidad de un éxito italiano, o «predominantemente italiano», Bastico montó en cólera cuando Franco rechazó su oferta de asumir una mayor responsabilidad en un gran ataque coordinado contra Bilbao, alegando que las tropas italianas no tenían «el temple necesario» para atacar la ciudad, que para entonces ya era un bastión bien fortificado.96 La forma en que los españoles planteaban la cuestión era errónea de principio a fin. La doctrina operativa de los italianos se basaba en una guerra de movimiento y penetración, sin concederle el mínimo respiro al enemigo, y que por consiguiente requería «un plan profundamente estudiado» Los españoles, que no tenían un plan orgánico ni un concepto de la masa y las maniobras, vivían al día y solo pensaban en términos de acciones a corta distancia. En cuanto a los generales franquistas, desde el alto mando hacia abajo, se
limitaban a hacer sugerencias genéricas y participaban en las operaciones «como meros espectadores, desde unas posiciones de retaguardia y sin conexión [con el frente]».97 Finalmente, tras cambiar varias veces de opinión, Franco aceptó el plan de Bastico, que consistía en utilizar al CTV para cortarle la retirada de Bilbao a Santander a las tropas republicanas.98 Los planes de los italianos se vieron desbaratados primero por los sublevados, que no estaban listos para iniciar el ataque en la fecha prevista, y después por los republicanos, que lanzaron su propia ofensiva en la localidad de Brunete (Madrid), el 6 de julio. La aportación de los italianos a la gigantesca batalla a las afueras de Madrid, en la que participaron 250.000 soldados y que duró tres semanas, se limitó al poder aéreo y a la artillería. Al concluir la batalla, la Fuerza Aérea republicana había perdido por lo menos la mitad de sus 158 aviones, y a partir de entonces nunca fue capaz de poner un número sustancial de aparatos en el aire. Y lo que era más importante, el reabastecimiento de material soviético empezó a flaquear, en parte debido a un cambio en la política de la URSS, dado que Moscú pasó a centrar su atención en el ataque de los japoneses contra la China nacionalista, pero en parte también por los efectos de la actividad naval de los italianos. Aunque Italia había firmado el Tratado de No Intervención en agosto de 1936, que ilegalizaba la entrega de cualquier tipo de buques de guerra a cualquiera de los dos bandos de la Guerra Civil, Mussolini no tenía la mínima intención de cumplirlo. En abril de 1937, Italia entregó a los sublevados dos submarinos, y en octubre añadió cuatro viejos destructores a la flota de Franco, que solo contaba con uno. Entre enero y agosto de 1937, los submarinos y los buques de superficie italianos hundieron nueve cargueros que iban a abastecer a los republicanos, de los que seis eran españoles, uno británico y uno soviético. El 3 de septiembre de 1937, Mussolini ordenó la retirada de todas las unidades de la Armada italiana. La campaña submarina italiana concluyó cuando el Giovanni da Procida regresó a su base diez días después.99 Aunque las repercusiones prácticas de la campaña fueron limitadas, su impacto en la moral y en la política internacional fue justamente el que había esperado Mussolini. Ahora el Duce quería que la guerra terminara pronto, antes de que la presión internacional pudiera inmiscuirse en las operaciones. Había que comunicarle a Franco en unos términos inequívocos que las fuerzas legionarias italianas «debían utilizarse absolutamente y en el plazo más breve posible» contra Santander, y que el siguiente objetivo tenía que ser
Valencia. La respuesta «un tanto vaga y prolija» de Franco fue que quería hacer cosas que fueran del agrado del Duce.100 Convencido de que era imprescindible derrotar a los vascos, y de que Franco estaba remoloneando, Mussolini recurrió a las amenazas: si los voluntarios italianos no combatían de inmediato, serían devueltos a Italia.101 Entonces Franco se prestó a cooperar y le encomendó a Bastico la misión de tomar Santander. El puerto estaba amparado por una cordillera situada a unos 50 km de la costa y que se elevaba por encima de los 1.000 metros, y accesible a través de cinco puertos de montaña con buenas carreteras, que se convirtieron en el foco de las operaciones militares. En un terreno tan abrupto, la defensa resultaba más fácil que el ataque, y el Ejército republicano había tenido muchos meses para mejorar sus defensas, durante los cuales habían reunido a 80.000 soldados, 180 cañones y aproximadamente 70 aviones. Sin embargo, el retraso de seis semanas en el inicio de las operaciones no benefició solo a uno de los bandos. Bastico tuvo tiempo de reconocer minuciosamente el terreno y de reunir información de inteligencia sobre el enemigo. La batalla comenzó a las 6.48 de la mañana del sábado 14 de agosto, cuando quince aviones italianos bombardearon las líneas republicanas situadas frente a la columna central de Bastico. Una tercera parte de las fuerzas atacantes, cuyo número ascendía a 90.000 soldados, era italiana. El grueso del CTV se concentró en el vector central de los tres que convergían sobre la ciudad, con la Brigada Frecce Nere de Roatta en el flanco derecho. La artillería abrió fuego doce minutos después, y al cabo de otros veinte minutos atacó la primera división italiana. A su derecha, la 2.ª División CC.NN. Fiamme Nere entró en acción dos horas más tarde. Al cabo de dos días los italianos habían abierto el paso por la carretera de montaña que daba acceso a Santander. Hicieron falta otros dos días para despejar la zona y preparar el siguiente salto. La segunda fase del avance comenzó el 19 de agosto, en medio de una intensa niebla. Para asegurarse de que los «nacionales» no entraran en Santander antes que los italianos, Bastico se sirvió sobre todo de la artillería móvil de su división: asignó uno o dos cañones a los escalones más avanzados para que pudieran eliminar rápidamente cualquier resistencia sin tener que esperar a que les alcanzara una batería completa. El 23 de agosto el CTV ya había llegado a la última línea de defensa republicana, por encima de la llanura costera, y al día siguiente una serie de movimientos bien planificados rodearon a las
defensas enemigas. Bajo un cielo despejado, las fuerzas italianas se aproximaron a la ciudad. El 26 de agosto, a las 7.35 de la mañana, una delegación republicana llegó al cuartel general del CTV para negociar la rendición, sabiendo que no podían hacer nada por salvar a sus oficiales, pero con la esperanza de que los italianos por lo menos le perdonaran la vida a sus soldados. Bastico no podía garantizarles nada, pero estaba dispuesto a interceder por ellos. Los defensores se rindieron a mediodía, y Bastico hizo su entrada triunfal en Santander una hora después —y fue acogido con tal entusiasmo que se dice que tuvo que apearse de su automóvil y caminar hasta el Ayuntamiento, donde se reunió con su homólogo español, el general franquista Fidel Dávila, y que ambos brindaron a la salud del pueblo español, del pueblo italiano y seguidamente de Franco y de Mussolini.102 Para el CTV, que había hecho 20.000 prisioneros con un coste de 424 muertos, 1.556 heridos y 3 desaparecidos, y para Bastico, la batalla de Santander fue un éxito extraordinario —que fue debidamente anunciado a bombo y platillo en la prensa italiana—. En su informe posterior al combate, Bastico elogiaba a sus soldados, que habían combatido como veteranos en campo abierto, pero señalaba lo fácilmente que su entusiasmo podía convertirse en desánimo cuando no tenían al mando a oficiales profesionales que sacaran lo mejor de ellos. Los carros de combate ligeros habían dado buen resultado en terreno montañoso, igual que los blindados de transporte de tropas armados con ametralladoras y la artillería, aunque una gran parte de las piezas eran anticuadas y había que sustituirlas. Sus mayores reservas eran para las dos divisiones binarias (la Littorio y la 23 Marzo). Con solo dos regimientos, y no tres como la única división ternaria (la Fiamme Nere), carecían de «un elemento de fuerza, capaz de resolver una situación compleja».103 Las consecuencias de la victoria de Bastico fueron espectaculares. La moral de los republicanos en esa región se desmoronó, y cuando el 21 de octubre las tropas de Franco tomaron Gijón con la ayuda de una división CC.NN. se dio por terminada la campaña del Norte. Las relaciones entre los italianos y los españoles no mejoraron después de la batalla de Santander —de hecho, si acaso, empeoraron—. Hubo tensiones por el destino de los prisioneros vascos, por lo que había que hacer con el material capturado al Ejército republicano, por un supuesto mal uso de la artillería italiana durante la batalla, y por quién comandaba
realmente la división mixta italo-española Frecce Nere.104 Bastico reclamaba el mérito de la victoria alegando que toda la batalla había estado condicionada por «nuestra forma de actuar y de pensar», pero los días del general italiano estaban contados. Un informe que aterrizó sobre el escritorio de Pariani a principios de septiembre hablaba de unas tropas que no estaban profundamente implicadas en la guerra, de una dirección dividida, y de una estructura de mando con demasiados jefes.105 En ese momento intervino Franco. Indignado por el entrometimiento de Bastico en el asunto de los prisioneros republicanos, a los que quería fusilar, Franco exigió su relevo. El 27 de septiembre Bastico fue reclamado por Roma, y dos semanas después el general Mario Berti le relevó en el mando.106 Ciano no estaba demasiado entusiasmado. «Berti me ha dado la impresión de ser un hombre que no nos va a dar problemas», anotaba en su diario, «pero que tampoco nos tiene reservadas brillante sorpresas».107 Desde luego, Berti sí estaba dispuesto a crearle problemas a Franco. Cuando le preguntaron qué ayuda podían prestar los italianos en la inminente ofensiva de Aragón, Berti le dijo al Caudillo que quería mantener al CTV en reserva por el momento. No tenía la mínima fe en la planificación operativa de los españoles, ni tampoco intención de asumir un papel secundario frente al alto mando franquista, que tan solo le provocaba irritación y desprecio. «En España todavía no he visto que una batalla comience el día previsto», le dijo a Pariani.108 El 30 de noviembre Franco decidió suspender las operaciones en Aragón para lanzar otro ataque contra Madrid. A lo largo de los días siguientes, los planes de los españoles se modificaron varias veces. Berti, que no tenía ninguna fe en la capacidad del Estado Mayor franquista para organizar y llevar a cabo maniobras a gran escala, y que pensaba que la mayoría de los comandantes de cuerpo y de división españoles no eran capaces de preparar y dirigir una gran batalla, únicamente estaba dispuesto a participar en sus propios términos. El más importante de ellos era que su ofensiva debía comenzar un día más tarde que el ataque de los españoles, para asegurarse de que su aliado no le dejara en la estacada.109 Pariani se inclinaba por seguir adelante con el nuevo plan, igual que Mussolini, que lo consideraba, con excesivo optimismo, «la última batalla».110 Y entonces, el 4 de diciembre de 1937, el Ejército republicano lanzó una ofensiva por sorpresa contra Teruel para impedir un ataque de los «nacionales» contra Madrid. La
lenta reacción de Franco vino a confirmar todo lo que pensaba Berti sobre la mala gestión militar de los españoles. Berti acudió a toda prisa a Roma a instancias de Mussolini, y le dijo al Duce que Franco, cuyos generales hacían cada uno la guerra por su cuenta y no le obedecían, era un hombre honesto e inteligente, pero débil, y «en cualquier caso siempre un español»111 Opinaba que era preciso retirar el CTV en bloque. Ciano, Pariani y Mussolini estaban de acuerdo en que el prestigio italiano podía estar en peligro en caso de que los veinte batallones de infantería sufrieran otro revés, pero que se podía perder mucho más si Italia se retiraba de la contienda. Mussolini le entregó a Berti unas instrucciones por escrito para Franco. El CTV iba a permanecer en España, pero debía utilizarse en acciones decisivas, no en batallas de desgaste, había que acelerar la guerra, y el objetivo debía ser una completa derrota militar del Ejército de la República. La campaña de Teruel se prolongó hasta el 23 de febrero de 1938. La aviación y la artillería italianas participaron en la batalla para reconquistar la ciudad, pero Franco mantuvo en reserva a las fuerzas terrestres italianas. Mussolini exigía que se utilizara al CTV para combatir, porque de lo contrario estaba dispuesto a retirarlo. La respuesta —que Teruel había demostrado la necesidad de cautela, que Franco aceptaba el argumento de Mussolini en el sentido de que había que lograr la victoria en el campo de batalla, y que las fuerzas italianas iban a ser un elemento importante, tanto física como moralmente— pareció convencer a Mussolini.112 Puede que así fuera, pero Mussolini ya había involucrado a Italia demasiado a fondo como para echarse atrás. Lo único que podía hacer el Duce era insistir en que se concediera a sus fuerzas la oportunidad de librar «una buena batalla decisiva».113 Y logró su deseo con la ofensiva de Aragón. Los franquistas pretendían aislar Cataluña de Valencia y del corazón de la España republicana. Al CTV, que para entonces llevaba más de seis meses sin participar en una batalla, se le encomendó la misión de tomar Alcañiz. Para lograrlo, tenía que avanzar a través de un terreno montañoso, en su mayor parte despejado, donde la única posibilidad de llevar armamento pesado y suministros hasta la primera línea era con acémilas. Era preciso desalojar de las alturas a los defensores que guarnecían unas fortificaciones de campaña dispersas con ataques por una laderas escarpadas en caso de que no fuera posible rodearlas. Ahora las tropas de Berti disponían de un camión por cada 14-16 soldados y una superioridad abrumadora en artillería: solo el
CTV contaba con 236 cañones, además de 94 cañones antiaéreos y anticarro, frente a las escasas 74 piezas de los republicanos.114 El 9 de marzo de 1938, a las ocho de la mañana, la artillería italiana inició un bombardeo de una hora de duración, y a continuación la aviación estuvo quince minutos machacando las posiciones de los republicanos. A las 9.30, entró en escena la infantería. La división Frecce Nere de Roatta inició el ataque con una ofensiva frontal, y al terminar la jornada ya había logrado abrir una brecha en las líneas enemigas de ocho kilómetros de ancho y catorce de profundidad. Después de avanzar durante tres días, los sublevados intentaron brevemente modificar el plan y utilizar las fuerzas de Berti para que apoyaran los dos avances españoles que el general italiano tenía a ambos lados, pero más tarde volvieron al plan original. Al amanecer del 14 de marzo, la División 23 Marzo de Enrico Francisci tomó Alcañiz. La primera fase de la campaña había sido un éxito gracias a la velocidad y a las maniobras tácticas de los italianos, a la acción de su artillería y su aviación y a la relativa falta de resistencia del enemigo.115 Dos días después, tras enterarse de que Francia estaba a punto de iniciar un reabastecimiento a gran escala del Ejército republicano, y pocos minutos antes de comparecer ante el Parlamento para anunciar el éxito de Hitler en la anexión de Austria (Anschluss), Mussolini ordenó al general Valle bombardear Barcelona. Durante tres días los bombarderos italianos lanzaron 44 toneladas de explosivos sobre la ciudad. Las fuentes republicanas cifraron el saldo de víctimas en 550 muertos y 989 heridos. Después de hacer una pausa para permitir que las columnas franquistas llegaran a las posiciones que tenían asignadas, las divisiones italianas prosiguieron su avance contra Gandesa y Tortosa. Ahora el terreno era más difícil y la resistencia enemiga más tenaz. Tras una nueva pausa forzosa de tres días, los italianos volvieron a avanzar, y el 3 de abril llegaron a los puertos de montaña del Macizo del Negrell. Les llevó cinco días abrirse camino. Después de otra pausa de seis días, durante la que los ingenieros italianos transformaron un camino de mulas en una carretera capaz de soportar el paso de la artillería, la ofensiva final comenzó el 15 de abril. El 18 de abril, a las 19.30, las fuerzas republicanas en retirada volaron los puentes sobre el Ebro y cayó Tortosa. La artillería italiana se había empleado a fondo, pero la combinación de un terreno rocoso y unas posiciones defensivas bien protegidas había mermado su eficacia. La aviación italiana había compensado con creces las dificultades de los
artilleros, pues realizó 4.000 incursiones y lanzó 1.000 toneladas de bombas, mientras que sus bombarderos con base en Baleares atacaban las posiciones de retaguardia entre las montañas y el mar. Las tropas habían combatido bien bajo la eficaz dirección de Berti, y por ello fue ascendido a generale di corpo d’armata (teniente general). La campaña concluyó con un saldo de 530 muertos y 2.482 heridos italianos —un 50 por ciento más que los sublevados—. El CTV, posteriormente infravalorado por algunos y sobrevalorado por otros, había sido la cuña que abrió por la fuerza las defensas republicanas.116 El siguiente objetivo de Franco fue Valencia. La participación de los italianos en la primera fase de la campaña de Levante, que duró desde el 23 de abril hasta mediados de junio, se limitó mayoritariamente al apoyo artillero y aéreo. Mussolini, que acababa de cerrar el denominado «Acuerdo de Pascua» (16 de abril de 1938) con Gran Bretaña, quería que las aguas turbulentas se calmaran. Berti recibió la orden de que, aunque el CTV debía permanecer en España como muestra de solidaridad, no debía utilizarse en acciones masivas, y solo se autorizaba el empleo de pequeños destacamentos en «casos excepcionales». Los «voluntarios» se marcharían de España al terminar la guerra «o si y cuando [el comité de] no intervención tomara alguna decisión».117 Berti viajó a Roma para pedir más tropas. Las compañías del CTV habían quedado reducidas a 100 hombres y casi la mitad de los legionarios estaban agotados y necesitaban un relevo.118 A través de los Pirineos seguían llegando a la República Española abundantes cargamentos de material de guerra, y la lentitud con la que los sublevados llevaban adelante la primera fase de la campaña de Levante estaba dando tiempo para que el enemigo reorganizara los refuerzos y las reservas.119 Mussolini accedió a enviar poco a poco 2.000 soldados vestidos de paisano en pequeños grupos, y a mediados de julio la cifra ya ascendía a 5.500 hombres, todavía insuficiente para devolverle al CTV su dotación orgánica original. La segunda fase de la campaña para tomar Valencia empezó el 13 de julio de 1938. Berti esperaba enfrentarse a un contingente enemigo de 100.000 soldados, apoyados por 1.300 ametralladoras, entre 130 y 150 cañones, entre 70 y 80 carros de combate y 200 aviones. Una vez más, los italianos tuvieron que abrirse paso por una zona montañosa atravesada por numerosos ríos, para después bajar a través de las colinas hasta la llanura costera. Atacaron desde el noroeste, con las divisiones Littorio y 23 Marzo
flanqueadas a ambos lados por divisiones franquistas, mientras que una segunda punta de la ofensiva avanzaba hacia Valencia desde el norte. Después de un fuego de barrera con 205 piezas de artillería, comenzó un bombardeo aéreo de 30 minutos. En tres días, con la ayuda de unos cielos despejados y de temperaturas suaves, los italianos se abrieron paso a través de las defensas republicanas. Hubo otra serie de pausas hasta que los ejércitos volvieron a avanzar el 19 de julio. A medida que aumentaban las temperaturas diurnas, los bosques por los que tenían que avanzar las tropas se incendiaban. Seis días después, la noticia de que los republicanos habían lanzado un ataque masivo a orillas del Ebro provocó el final prematuro de la batalla. Los italianos habían avanzado 50 km en trece días, hicieron mil prisioneros, con unas bajas de 246 muertos y 1.513 heridos. Esta vez las cosas no habían ido tan bien. Berti había sido mucho más cauto que en la ofensiva de Aragón, la artillería italiana había disparado contra sus propias tropas, y los aviones italianos también las habían bombardeado por error.120 Entre julio y noviembre de 1938 los ejércitos «nacionales» y los republicanos libraron una batalla sangrienta y brutal a lo largo del Ebro. Mientras que la ofensiva de Aragón había sido una guerra de movimiento, ahora se libraba una guerra de desgaste. Los aviones Breda-65 italianos bombardearon los puentes que unían las líneas del frente republicano con sus bases de abastecimiento, para después centrar su ataque en las tropas enemigas y sus bases, al tiempo que la aviación procedente de Baleares bombardeaba las zonas de la retaguardia republicana, atacando las vías férreas y los puertos. Los informes que llegaban a Roma apuntaban a que a los republicanos todavía les quedaban ganas de combatir —y abundante material con el que hacerlo—. Grandes cantidades de armamento y munición habían podido llegar a través de la frontera con Francia: el cónsul italiano en Toulouse estimaba que durante los dieciocho meses anteriores se enviaron a la República una media de cinco trenes de carga al día, y su homólogo en Marsella informaba de que los aviones soviéticos llegaban desde Honfleur y El Havre en cajones etiquetados como «maquinaria agrícola».121 Los italianos no podían entrar en territorio republicano para comprobarlo por sí mismos, pero los neutrales sí. El agregado naval estadounidense informaba de que la moral en Cataluña era muy alta, y allí las milicias recibían la misma instrucción que los soldados del Ejército regular y que la población civil se había adaptado a los rigores de la guerra.
En el sur la moral era mucho más baja, y había indicios evidentes de cansancio.122 Mussolini, que ahora tenía puesta toda su atención en la creciente crisis por la situación en Checoslovaquia y en la inminente Conferencia de Múnich, le dio a elegir a Franco entre una retirada de la infantería italiana o enviarle otros 10.000 soldados y una fuerza de una o más divisiones de refresco. Franco optó por los 10.000 soldados de refresco. Furioso por la «anémica» forma en que se desarrollaba la contienda, y en previsión de una derrota de Franco, Mussolini ordenó que las divisiones Littorio y 23 Marzo se combinaran en una sola, así como la repatriación a Italia de 10.000 soldados. El Duce comunicó a Franco que iba a retirar toda la infantería italiana, pero después volvió a cambiar de opinión y optó por dejar una única división.123 Calculaba que retirar 10.000 «voluntarios» animaría a los británicos a reconocer el imperio de África Oriental. Después de la Conferencia de Múnich, la jugada de Mussolini dio resultado, y el 16 de noviembre Gran Bretaña anunció que estaba dispuesta a hacer cumplir los Acuerdos de Pascua.********* Diez días después, 360 oficiales y 10.000 soldados italianos embarcaron en Cádiz y zarparon con rumbo a su país. Ahora la participación italiana en España se reducía de 39.000 a 19.300 soldados, además de 9.000 milicianos fascistas. Berti, que fue ascendido durante un tiempo a generale designato d’armata (general de ejército) hasta que Mussolini se dio cuenta de que el general todavía seguía soltero y le degradó porque su perfil no encajaba con la doctrina fascista sobre la importancia de engendrar personal para el futuro, fue sustituido por su jefe de Estado Mayor, Gastone Gambara. Gambara, que solo era un humilde general de brigada, sustituyó a sus comandantes de división por oficiales más jóvenes, todos ellos, salvo uno, sin experiencia en combate. Gambara pretendía ser el organizador de un banco de pruebas para la nueva doctrina militar, y consideraba que su misión principal era poner a prueba la eficacia de la división binaria «en relación con sus nuevos conceptos de empleo» contemplados por Pariani en la doctrina de la guerra di rapido corso («guerra rápida»).124 Mussolini quería que Franco atacara Cataluña, y Franco estaba de acuerdo. La ofensiva comenzó el 23 de diciembre de 1938. Una vez más, la superioridad italiana en artillería fue aplastante. «En un tramo de apenas cuatro kilómetros», escribía Gambara tras el primer bombardeo, «se desplegaron casi 500 cañones, es decir un cañón cada aproximadamente
ocho metros, ¡casi como en la Gran Guerra!»125 En la primera fase de la batalla, que duró hasta el 5 de enero de 1939, el CTV atacó en dirección a Tarragona; después, en la segunda fase, avanzó hacia el oeste, superando el avance de las unidades franquistas de su flanco. El 16 de enero ya se había desvanecido la resistencia organizada de los republicanos, y diez días después las unidades celeri italianas y las tropas sublevadas entraron en Barcelona. El CTV siguió avanzando hacia la frontera con Francia y ocupó Gerona el 31 de enero, deteniéndose a 30 km de la misma. El Gobierno republicano estaba desbaratado, y su comandante militar le instaba a poner fin a la guerra. Mientras tanto, Franco lanzaba su ofensiva final contra Madrid el 26 de marzo. La resistencia se desmoronó de inmediato. La mañana del 28 de marzo de 1939 las tropas franquistas entraban en Madrid, y a las 19.45 de ese mismo día una columna motorizada de tropas del CTV entraba en Guadalajara. En una Roma alborozada, Ciano se regodeaba por «una nueva y formidable victoria para el fascismo: tal vez la más grande hasta ahora».126 Italia aportó un total de 42.715 soldados y 32.216 milicianos «camisas negras» a la Guerra Civil española y sufrió unas bajas de 3.318 muertos y 11.763 heridos. Una montaña de estadísticas ilustraban la contribución que hizo el fascismo a la victoria de Franco. A lo largo de la guerra, los 1.604 cañones del Regio Esercito habían disparado aproximadamente 10.000.000 de proyectiles. El CTV hizo 108.385 prisioneros, capturó 137 cañones, 1.022 ametralladoras y 65 carros de combate, y abatió 544 aviones. La Regia Aeronautica calculaba que había enviado 213 bombarderos y 414 cazas, así como otros 132 aviones de guerra de distintos tipos, además de 372.261 bombas y 9.500.000 cartuchos de ametralladora. Además de entregar más de 10 buques, la Regia Marina había organizado los puertos de partida y destino de las líneas de abastecimiento, había utilizado 87 buques de transporte que realizaron 193 travesías con un total de 250.000 millas recorridas, y, entre otras cosas, había proporcionado a los «nacionales» un servicio de intercepción y desencriptación.127 El coste directo ascendía a 6.086.003.680 liras. El coste total provocó que el gasto del Estado aumentara a más del triple en 1936, hasta los 66.900 millones de liras, generando un déficit de 40.4000 millones de liras.128 Para la Italia fascista, la aventura española había sido una guerra de responsabilidad limitada. Sin embargo, para un país con una base industrial relativamente débil y que acababa de librar una guerra colonial en África
Oriental, incluso las responsabilidades limitadas suponían una pesada carga. Además de mantener a sus propios legionarios, Italia había entregado a los sublevados 1.930 cañones, 7.514.537 proyectiles de artillería y 7.668 vehículos, así como distintos tipos de material de guerra. Reponer todo aquel material enviado a España le costó al Ministerio de la Guerra 5.780.210.000 liras.129 La Fuerza Aérea italiana cedió a España 517 aviones, de los cuales 350 se quedaron en el país cuando se disolvió la Aviazione Legionaria, y acumuló unos gastos de 1.000.506.000 liras en total. Indudablemente, librar una guerra en España debilitó al Ejército, y si los 442 cañones de medio calibre y los 7.500 vehículos que quedaron en manos de las tropas de Franco hubieran estado a disposición del Regio Esercito en junio de 1940, le habrían conferido a Graziani un mayor poder de combate, aunque probablemente no habrían modificado el desenlace.130 Pero las hipótesis contrafácticas son engañosas: si Italia no hubiera enviado todo aquel armamento, las fuerzas de Franco habrían sido más débiles, y es posible que la Guerra Civil se hubiera prolongado, con quién sabe qué consecuencias. Los italianos procuraron aprender de su experiencia en España, si bien no dejaban de recordarse a sí mismos que aquella no era una guerra a gran escala como la que podían librar dos potencias industrializadas: la República española estaba insuficientemente armada, sus tropas tenían una instrucción deficiente, y carecían de capacidad para las operaciones defensivas. Como señalaba un observador, se trató de una guerra sui generis, a mitad de camino entre una guerra colonial y una guerra entre ejércitos regulares. Ninguno de los dos bandos contaba con muchos de los medios ofensivos y defensivos modernos: artillería pesada, carros de combate pesados, armas químicas, y unas líneas de fortificaciones sólidas y continuas.131 La Regia Aeronautica estaba extasiada por la maniobrabilidad del caza biplano Fiat CR-32 (que fue sustituido en 1939 por el CR-42, otro biplano) y por la oportunidad que brindó a los pilotos individuales para hacer gala de su pericia acrobática. La campaña de bombardeos contra las ciudades y los puertos españoles aparentemente venía a demostrar la teoría de los «bombardeos de terror» de Douhet, y por lo pronto el general Pricolo pensaba que utilizar el arma aérea para un cometido que no fuera infundir terror había sido un «error fundamental».132 Ciano se regodeaba del bombardeo de Barcelona, que para él suponía «una buena lección para el futuro». A su juicio, venía a demostrar que planificar la protección contra
las incursiones aéreas y la construcción de refugios era inútil: «La única vía de salvamento frente a los ataques aéreos era la evacuación de las ciudades». A partir de 1942, el desalojo nocturno masivo de las ciudades italianas que no disponían de refugios antiaéreos públicos y que contaban con pocos cañones antiaéreos iba a provocar unos enormes problemas que las autoridades nunca fueron capaces de solventar.133 También quedó de manifiesto que el equipamiento, la doctrina y la práctica del Ejército italiano sufrían carencias de distintos grados. Las condiciones del terreno en España provocaron que los carri d’assalto («carros de asalto»), escasamente armados no siempre tuvieran el desempeño que se esperaba de ellos, y la experiencia sugería que la infantería necesitaba carros de combate «de penetración» armados con cañones, además de los «carros de asalto» que solo disponían de ametralladoras. Esa conclusión se perdió bastante de vista cuando los tripulantes de los carros de combate afirmaron que el carro d’assalto había «ganado sus batallas» —pero contra unos enemigos que carecían de la solidez de las fuerzas regulares y que contaban con pocas armas anticarro —.134 La opinión general era que la artillería había tenido un buen desempeño, pero la cooperación entre la infantería y los carros de combate había sido deficiente, y se criticaba que la infantería hubiera atacado en orden cerrado en vez de dispersarse.135 Pero tal vez el punto débil más grave de todos era estructural. El general Bastico intentó convencer a las autoridades de la superioridad de una división ternaria de tres regimientos, argumentando que, lejos de ser «pesada», era igual de flexible y maniobrable que una división binaria de dos regimientos si se empleaba adecuadamente, y que no requería una rotación en la línea del frente tan asidua.136 Gambara era partidario de la división binaria, y el general Pariani, jefe del Estado Mayor del Ejército, hizo todo lo que pudo para consolidarla en la doctrina militar. Bastico perdió el debate. La división binaria había sido puesta a prueba al final de la campaña de Cataluña y, en lo que se refería al Ejército, «el resultado no podía ser más halagüeño». Su «extremada manejabilidad» había permitido que los comandantes cambiaran de dirección rápidamente, tenía capacidad de penetración porque podía redirigirse para alejarla de los «centros de fuerte resistencia», y había demostrado ser capaz de infiltrarse por entre las grandes unidades del Ejército de la República.137 Durante un tiempo Gambara se convirtió en el general favorito de Mussolini.138
**** En aquella época los italianos utilizaban indistintamente los términos Etiopía y Abisinia, y siguen haciéndolo, con cierta preferencia por el primero. ***** Soldados mercenarios eritreos (N. del T.) ****** En aquella época, normalmente se utilizaba el término Inglaterra en vez de Gran Bretaña. ******* Makallé es el topónimo italiano (N. del T.). ******** En virtud de los Acuerdos de Pascua (16 de abril de 1938), Gran Bretaña accedía a reconocer el imperio italiano en Abisinia una vez que se zanjara la cuestión de España. Por su parte, Italia reafirmó su compromiso de no intentar modificar el statu quo en el Mediterráneo en virtud del Pacto entre Caballeros que firmó en enero de 1937.
2. EL NEUTRAL RETICENTE
D
urante la década de 1930, una generación de generales más jóvenes idearon una nueva teoría fascista de la guerra que denominaron la guerra lampo («guerra relámpago»). La revolución que pretendían llevar a cabo en los asuntos militares de Italia se basaba en parte en su interpretación de los puntos débiles y los puntos fuertes de sus conciudadanos. En noviembre de 1914, el general Luigi Cadorna había recomendado al Gobierno que Italia librara un tipo de guerra rápida y corta, no tanto por motivos económicos como por «las condiciones morales y disciplinarias de nuestro país, de las que en gran parte depende nuestro éxito».1 No cabe duda de que algunos de los generales fascistas más jóvenes estaban convencidos de que una nueva guerra de desgaste resultaría tan dañina para el país como el enemigo, si no más. Además estaba la lección del desastre de Caporetto, en octubre de 1917, que parecía apuntar a que un gran ejército de soldados de reemplazo con escasa instrucción podía acabar barrido por unas fuerzas armadas relativamente pequeñas, bien formadas y bien armadas.2 Por último, había evidencias internacionales de que los vientos del cambio soplaban en otra dirección: Gran Bretaña, la Unión Soviética, y últimamente también Alemania, estaban realizando experimentos de motorización y mecanización. En julio de 1933, insatisfecho por los lentos avances en la modernización de las Fuerzas Armadas y por la mentalidad defensiva que predominaba en sus altas esferas, Mussolini destituyó a su ministro de la Guerra y él mismo volvió a tomar las riendas. La tarea de remodelar unas Fuerzas Armadas conservadoras fue encomendada al general Federico Baistrocchi, subsecretario de Estado de Guerra desde 1933 hasta 1936, y jefe del Estado Mayor del Ejército entre 1934 y 1936. «El fascismo», anunció Baistrocchi al entrar por la puerta del Ministerio de la Guerra, «entra aquí conmigo». Y el fascismo muy pronto se instaló allí permanentemente. Al cabo de muy poco tiempo el himno fascista, «Giovinezza», se tocaba en las ceremonias militares, y se autorizó a los oficiales a afiliarse al Partido Fascista, algo a
lo que hasta entonces se había resistido el propio Mussolini. Baistrocchi se concentró en los problemas de la guerra moderna e ideó una fórmula donde la motorización, que facilitaba las maniobras, y posibilitaba la sorpresa, iba aparejada a la mecanización, en forma de carros de combate ligeros y rápidos.3 En 1936 planificó que para 1947 Italia debía tener 15 divisiones motorizadas, un objetivo ambicioso que resultó estar mucho más allá de las capacidades del país. Baistrocchi esperaba que la guerra, cuando llegara, estallara repentina e inesperadamente tras un breve periodo de tensión política. Sus Ordenanzas de 1935, que fueron su legado al Ejército, combinaban las formas clásicas y la dinámica moderna. El enemigo debía ser derrotado mediante una combinación de velocidad, sorpresa y maniobra. Las acciones aéreas y un ataque rápido de las divisiones celeri (una combinación de caballería, carros de combate ligeros y tropas ciclistas) debían iniciar los combates, seguidos de un movimiento de penetración y de maniobra. La artillería debía arrasar al enemigo, y con ello allanar el camino para la infantería, que seguía siendo el instrumento de combate decisivo. La consigna era la cooperación de todas las armas, y la aviación iba a desempeñar un papel primordial, bombardeando los centros de población del enemigo y atacando a sus tropas en el campo de batalla y en las zonas de la retaguardia. Todo estaba impregnado de valores fascistas: por encima de todo, la guerra era una realidad espiritual donde las cualidades morales de la entrega y el sacrificio que postulaba incesantemente el régimen ocupaban un lugar de honor. Como reformador, Baistrocchi tenía imaginación, pero como asesor estratégico era muy cauto, demasiado cauto para el Duce. En 1934 Baistrocchi se había pronunciado en contra de la guerra de Etiopía, que podía poner en peligro la reconstrucción del Ejército, y en 1936 intentó disuadir a Mussolini de que se involucrara en España por motivos muy parecidos. Poco después el Duce se deshizo de él, y para relevarle como jefe del Estado Mayor del Ejército nombró al general Alberto Pariani. Pariani, que hablaba alemán con fluidez (era hijo extramatrimonial de un banquero alemán), tenía una desahogada posición económica y era una persona muy leída, con unos gustos que iban desde la filosofía a la literatura picante. Además, era presa de su propio concepto estratégico: la guerra di rapido corso. Se trataba de un tipo de guerra más o menos en la misma línea que su predecesor, pero Pariani había decidido que para librarla el ejército tenía que ser más ligero y veloz. Su concepto, que ya había hecho
su rodaje en España, y que reducía las divisiones a dos regimientos en vez de tres, y que les retiraba una parte de su artillería y de sus ametralladoras pesadas, fue puesto a prueba oficialmente en unas maniobras de verano en Sicilia en 1937, e implantado al año siguiente. La denominada divisione binaria demostró ser un error desastroso. Con un tamaño equivalente a solo dos terceras partes de las divisiones a las que iba a enfrentarse en el campo de batalla, las nuevas unidades, que solo disponían de morteros de 54 mm y 81 mm, y de cañones anticarro de 47 mm como poder de fuego, y cuyos camiones, que debían encargarse de mover 15 divisiones «autotransportadas», aún no existían, eran poco más que columnas de ataque. Y aquella fuerza tampoco destacaba por su movilidad. El grueso de la infantería —36 divisiones— debía llegar a pie hasta el frente de guerra junto con dos divisiones acorazadas, dos divisiones motorizadas, tres divisiones celeri y cinco divisiones de alpini, las tropas de montaña.4 La mayoría de los generales secundaron a Pariani. Hubo cierta oposición en el Senado por parte de algunos militares retirados; y se decía que Badoglio, jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas, tampoco estaba a favor, aunque después de la guerra de Etiopía había afirmado en un artículo que las divisiones de tres regimientos habían demostrado ser demasiado pesadas. Pariani utilizó métodos teatrales para ganarse a los indecisos. Las maniobras de 1938 en los Abruzos concluyeron cuando la división binaria Torino extendió sobre el suelo y a la luz del día todo el armamento de que disponía, salvo los fusiles y las pistolas —un experimento concebido para convencer a los escépticos de que, en la era de las guerras de movimiento, las nuevas unidades contaban con toda la fuerza que necesitaban.5 El Eje y el Pacto de Acero Al tiempo que los regímenes fascista y nazi avanzaban por itinerarios convergentes, también empezó a cristalizar la idea de que sus respectivas Fuerzas Armadas establecieran relaciones de cooperación. En mayo de 1936 una delegación italiana viajó a Berlín, y en julio el jefe del Departamento de Instrucción de las Fuerzas Armadas alemanas encabezó una delegación que devolvió la visita a Roma. Las dos partes cursaron cordiales invitaciones mutuas para el intercambio de oficiales de sus respectivas academias militares y el envío de observadores a sus maniobras,
pero no ocurría nada digno de mención. Institucionalmente, ninguno de los dos países le concedía demasiada importancia al otro, pero por distintos motivos. El general Werner von Blomberg, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas alemanas, fue de visita a Italia en junio de 1937. Mussolini le impresionó y Pariani le agradó, pero le decepcionó profundamente lo que vio del Ejército italiano, cuya solidez, armamento e instrucción no cumplían con los estándares del alemán. Por el momento no iba a haber una alianza militar, aunque Blomberg sí quiso participar en un programa de intercambio de información entre los dos Ejércitos.6 Pariani asistió a unas maniobras en la región de Mecklemburgo en septiembre de 1937, junto con Mussolini y Badoglio, y en julio de 1938 volvió de visita oficial a Alemania. Le impresionó casi todo lo que vio: la instrucción de los reclutas era excelente, la formación de los oficiales ponía el acento en el carácter y en la toma de decisiones, y la formación era casi exclusivamente práctica —«poca cultura, mucha instrucción práctica»—. El equipo ya era otra cuestión. Las ametralladoras, los morteros y la artillería ligera de los alemanes en su mayoría no eran, según Pariani, mejores que sus equivalentes italianos, y en algunos casos eran peores.7 A su regreso a Roma, Pariani le dijo a Mussolini que el Ejército alemán estaría preparado para combatir en 1941-1942. Si Italia quería avanzar por un camino paralelo, no podía permitirse el lujo de perder ni un minuto.8 Mussolini autorizó de inmediato un presupuesto extraordinario adicional de 5.000 millones de liras. Más o menos por aquella misma época, el Duce también le dijo al general Carlo Geloso que «Italia necesita diez años de paz y los tendrá».9 Después de anunciar la creación del Eje italo-alemán el 1 de noviembre de 1936, y tras quedarse de brazos cruzados mientras Hitler ocupaba Austria en marzo de 1938, Mussolini desempeñó su papel en el desmembramiento de Checoslovaquia en septiembre de 1938 al recitar fielmente un guion escrito por Hitler. Ahora los diplomáticos alemanes estaban dispuestos a estrechar los lazos militares, a pesar de que sus propios generales no estaban ni mucho menos igual de ansiosos, y también lo estaba Pariani. En noviembre, la embajada de Alemania le envió al Duce una invitación a una serie de conversaciones abiertas entre Estados Mayores, y Mussolini accedió en el acto. Pariani suponía, equivocadamente, que aquello era una consecuencia del reconocimiento por parte de Alemania de las excelentes conclusiones obtenidas por Italia en sus estudios sobre los
medios técnicos de la guerra, un ámbito en el que, a su juicio, los italianos iban por delante. En aquel momento, con una experiencia en combate mucho mayor que los alemanes, los militares italianos podían asumir plausiblemente cierto aire de superioridad. Hitler estableció los parámetros para las futuras conversaciones. Los debates debían girar en torno a una guerra en la que Alemania e Italia estarían en uno de los bandos, y Francia y Gran Bretaña en el otro, y cuyo objetivo principal era dejar fuera de combate a Francia. Los socios debían actuar conjunta pero independientemente. El papel de Italia consistía en inmovilizar el mayor número posible de tropas francesas en la frontera de los Alpes, atacar el África Septentrional francesa, y conquistar Córcega. La Armada italiana tendría que actuar contra las comunicaciones entre Francia y el norte de África, y eliminar Gibraltar, mientras que la aviación italiana debía atacar Francia y sus colonias del norte de África.10 Los alemanes no tenían prisa por formalizar su asociación con Italia, pero en un momento en que ya se vislumbraba el fin de la Guerra Civil española, y ya con Albania entre sus objetivos —la invadió el 7 de abril de 1939— Mussolini siguió insistiendo. A la vista del «actual estado de los asuntos», al Duce le parecía aconsejable que los Estados Mayores firmaran algún tipo de acuerdo oficial. Lo que tenía inmediatamente en mente era una guerra en solitario contra Francia, para la que no iba a necesitar las tropas de Alemania sino su armamento, sus equipos y sus materias primas.11 Después de ocupar lo que quedaba de Checoslovaquia el 15 de marzo de 1939, Hitler autorizó el inicio de unas conversaciones con los italianos sobre una posible guerra —pero no para hablar de objetivos operacionales—.12 Para entonces, la atmósfera internacional ya empezaba a ser frenética. El general Efisio Marras, sempiterno agregado de Italia en Berlín, advirtió a Roma de que los alemanes iban a asestar nuevos golpes, probablemente muy pronto. Esta vez iban a utilizar la fuerza militar, y estaban dispuestos a correr el riesgo de un conflicto europeo. Su objetivo por excelencia eran los recursos de Ucrania, y para llegar hasta ellos tenían que cruzar territorio polaco. Esa jugada sin duda iba a encontrarse con una resistencia armada. No estaba claro cuándo iba a ocurrir. A medida que aumentaba la tensión por la ciudad portuaria de Danzig (Gdansk) y el corredor polaco, el momento empezó a parecer cada vez más cercano.13 Pariani y el general Wilhelm Keitel, al que Hitler había nombrado jefe del recién creado OKW (Oberkommando der Wehrmacht) el año anterior, se
reunieron según lo previsto en Innsbruck el 5 de abril de 1939. Keitel empezó trasladándole a los italianos las garantías de Hitler de que en cualquier guerra Alemania estaría de parte de Italia. Pariani pensaba que la guerra contra las democracias occidentales en un futuro no lejano era inevitable. Anteriormente, su planificación se había centrado en invadir Egipto y llegar al Canal de Suez, con lo que dejaría fuera de combate a Inglaterra como potencia mediterránea. No obstante, en aquel momento Inglaterra ya no era el objetivo más inmediato de Italia. Pariani ideó un plan para una guerra «colonial» localizada contra Francia, para la que Italia iba a necesitar la ayuda material de Alemania. Keitel rechazó la idea sin miramientos. En tal caso, sería inevitable una guerra europea, y lo más probable era que Inglaterra entrara en ella en caso de que las cosas se pusieran mal para Francia: «Y no podemos permitírnoslo». Pariani abandonó su plan de inmediato. Los dos militares estaban de acuerdo en que una guerra con las potencias occidentales era inevitable, y que lo mejor para Italia y para Alemania era que atacaran juntas. Pariani sugirió que entre 1941 y 1942 sería un buen momento para Italia, pero Keitel únicamente dijo que la guerra podía llegar «en el plazo de unos años», una vez que los alemanes completaran su rearme. Entonces, en vez de abordar un asunto tan crucial, los dos generales lo dejaron ahí. Keitel salió de la reunión convencido de que habían acordado que la guerra, cuando llegara, debía resolverse rápidamente, ya que Italia estaba en unas condiciones aún peores que Alemania para soportar una guerra prolongada. Pariani pensó que habían acordado que la guerra podía ser larga o corta, y que ambos países se darían apoyo económico y militar mutuo.14 Marras contribuyó a la confusión al observar que en aquel momento Alemania no estaba en condiciones de afrontar «con plena eficacia» ni una guerra corta ni una guerra larga, pues carecía de la artillería pesada necesaria para lo primero y de las materias primas para lo segundo.15 Desde luego, las Fuerzas Armadas italianas iban a necesitar a Alemania. Anticipándose a las conversaciones conjuntas que se esperaba que se celebraran poco después, Pariani había preparado el calendario de las necesidades de los italianos. En caso de una movilización inmediata, Italia iba a necesitar 570.200 fusiles y pistolas ametralladoras, 3.420 morteros, 2.490 piezas de artillería de pequeño calibre (47 mm-100 mm), 51.830.000 cartuchos y proyectiles de todos los tipos, 6.700 camiones, y 460 carros de combate de tipo «L» y «M» italianos. Librar una guerra de un año vendría a
sumar a la factura otros 1.103.000 fusiles y ametralladoras, 9.100 morteros, 2.200 armas de pequeño calibre, y 2.612.534 cartuchos de munición. Todo aquello era necesario no solo para reponer el desgaste natural del combate, sino también para equipar las 41 nuevas divisiones que Pariani pensaba reclutar. Y el material militar tampoco era lo único que necesitaba Italia para combatir durante un año. Un calendario aparte enumeraba sus necesidades de materias primas. Entre ellas figuraban 700.000 toneladas de hierro, 40.000 de cobre, 6.000 de acero, 4.000 de níquel, 20.000 de caucho, 1.300.000 toneladas de combustibles líquidos, y 150.000 toneladas de carne.16 Las garantías de Gran Bretaña a Grecia y Rumanía el 13 de abril situaron momentáneamente a Grecia en el epicentro de los objetivos de Mussolini. Veía a Grecia, a la que ya había pretendido atacar a principios de los años treinta, como un puesto avanzado de Gran Bretaña en el Mediterráneo oriental, sobre todo teniendo en cuenta los fuertes vínculos históricos, psicológicos y económicos que existían entre Grecia y Gran Bretaña, que además poseía entre el 80 y el 90 por ciento de la deuda pública griega. Tras los Acuerdos de Múnich, el general Ioannis Metaxas, primer ministro griego, se había esmerado a la hora de confirmarle a Mussolini que, pese a las apariencias, Metaxas era sincero en su apego por Italia (había estado cuatro años exiliado en la ciudad italiana de Siena) y en su admiración por el Duce. No había, y lo decía sinceramente, ningún tipo de acuerdo político con Gran Bretaña.17 Las cosas empezaron a cambiar durante la primavera de 1939. En la prensa italiana, una serie de artículos que planteaban las aspiraciones territoriales fascistas en la región suscitaron una fuerte hostilidad pública en Grecia, que no hizo más que intensificarse tras el desembarco italiano en Albania el 7 de abril de 1939, aunque se decía que la actitud de los círculos oficiales griegos era «no solo correcta sino amistosa».18 A mediados de agosto la tensión era altísima: Italia había trasladado cuatro de las cinco divisiones que tenía en Albania hasta la frontera con Grecia, y los griegos respondieron ordenando una movilización parcial. El subsecretario permanente griego le dijo al embajador alemán en Atenas que el Gobierno griego estaba dispuesto a reaccionar ante cualquier intrusión en su territorio, con la fuerza si era necesario. El 7 de abril Italia invadió y se anexionó Albania. Era una jugada que Mussolini tenía en la cabeza desde mayo de 1938, pero su acicate para actuar fue la ocupación de lo que quedaba de Checoslovaquia por Hitler el
15 de marzo. Ciano, que se dedicaba más a su propia agenda de engrandecimiento, afirmaba que aquello «se ajustaba al espíritu del Eje», que Mussolini necesitaba autoafirmarse con una jugada «paralela», y que la operación permitía a Italia amenazar a Grecia y a Yugoslavia.19 Las cosas no fueron a pedir de boca. Al general Guzzoni, comandante de la operación, solo le notificaron el ataque con una semana de antelación; le fue imposible movilizar a algunas unidades que estaba previsto que participaran porque carecían de equipamiento, y tuvieron que ser sustituidas en el último minuto; la fuerza asignada para la misión (22.000 soldados) se antojaba exigua comparada con los 60.000 defensores de Albania; y muchos de los bersaglieri reclutados para la tarea, con edades entre los treinta y cinco y los treinta y ocho años, no sabían disparar las nuevas armas que ya utilizaba el Ejército.20 Afortunadamente para los invasores, la resistencia resultó ser mínima. Puede que por ese motivo la idea de que las aventuras de ese tipo requerían instrucción y preparativos no llegara a arraigar en la mente del Duce. El 28 de abril Hitler denunciaba tanto el Acuerdo Polaco-Alemán de 1934 como el Tratado Naval Anglo-Alemán de 1935. A principios de mayo, en Roma se recibió una advertencia indirecta del almirante Wilhelm Canaris, jefe de la Abwehr (servicios de inteligencia militar alemanes) que afirmaba que Alemania iba a atacar y a ocupar Polonia muy pronto. El SIM trasladó la advertencia a Mussolini.21 Dos semanas después, el 22 de mayo de 1939, el ministro de Exteriores Galeazzo Ciano firmaba el Pacto de Acero en Berlín, por el que Italia y Alemania se comprometían a acudir inmediatamente en ayuda de su socio si cualquiera de las dos potencias entraba en guerra con un tercero o terceros, independientemente de las circunstancias. Cinco días después, Mussolini empuñó su pluma para explicarle al almirante Cavagnari cómo veía el futuro. La guerra entre «la naciones plutocráticas y por consiguiente egoístamente conservadoras» y las naciones «populosas pero pobres» era inevitable. En su reunión de Milán, el Duce ya le había dicho a Joachim von Ribbentrop, ministro de Exteriores alemán, que Italia no iba a estar preparada para combatir hasta 1943, ya que para entonces Etiopía estaría pacificada y la colonia podía aportar un ejército de seis millones de hombres; los seis acorazados en construcción o en proceso de modernización ya estarían en orden de combate; las tropas podrían contar con la nueva artillería media y pesada; e Italia ya estaría preparada para lo que inevitablemente iba a ser una guerra
de desgaste económico. Puesto que el Eje «no recibirá nada del resto del mundo», era preciso apoderarse de la totalidad de la cuenca del Danubio y de los Balcanes inmediatamente después del comienzo de la guerra, al margen de cualesquiera declaraciones de neutralidad. En cuanto al plan de guerra, Italia iba a aportar más personal que material, y Alemania más material que personal. ¿Contaría todo aquello con la aprobación de Hitler? En caso afirmativo, los Estados Mayores tendrían que preparar unas directrices detalladas.22 Inmediatamente después, Mussolini envió al general Ugo Cavallero a Berlín con un memorándum donde explicaba que Italia necesitaba por lo menos otros tres años de paz para poner sus defensas en condiciones y equipar a sus Fuerzas Armadas para una guerra. A finales de mayo, el general Erhard Milch viajó a Roma y accedió a intercambiar información sobre las Fuerzas Aéreas británica y francesa. Una vez más, Hitler puso límites a las conversaciones: había que mantener en el más estricto secreto toda la información sobre el nuevo armamento que estaba desarrollando Alemania, y por el momento no iba a haber un Estado Mayor conjunto de enlace. El 20 de junio, Cavagnari se reunió con su homólogo alemán, el almirante Erich Raeder, en Friedrichshafen, en el sur de Alemania. Cuando la conversación se centró en la estrategia, se abrió un abismo entre ellos. Para empezar, los alemanes tenían intención de concentrar sus fuerzas de superficie y submarinas en el Atlántico norte, y querían submarinos italianos en el Atlántico, al sur de Lisboa. Cavagnari quería que los alemanes impidieran la entrada de los cinco acorazados rápidos británicos en el Mediterráneo, lo que concedía a los dos acorazados rápidos italianos de la clase Littorio la posibilidad de aprovechar al máximo su posición central contra por lo menos otros cuatro acorazados británicos o franceses más lentos en el Mediterráneo occidental y seis en el Mediterráneo oriental. Cuando Raeder sugirió atacar a la Armada francesa en el Mediterráneo occidental, Cavagnari respondió con evasivas, lo que llevó a los alemanes a pensar que, en lo relativo a su aliado, «la única posibilidad» era una posición defensiva en ambos extremos del Mediterráneo.23 Cavagnari entendió que los alemanes estaban totalmente de acuerdo con su estrategia de concentrase en el Mediterráneo central y pensar en una acción en el océano Índico, una meta que reflejaba las ambiciones navales expansionistas que abrigaban él y su Estado Mayor en tiempos de paz y en la guerra que estaba por llegar. En realidad los alemanes, después de constatar que la Armada italiana concedía prioridad a
mantener abierta la ruta marítima entre Italia y Libia, estaban decididos a intentar asegurarse de que su «aliado no vaya por ahí persiguiendo todo tipo de blancos de prestigio (la protección de Libia o apoderarse de Túnez o Egipto) sino que […] en el interés de nuestra meta común […] despliegue una actividad lo más vigorosa posible en el Mediterráneo occidental».24 Cuatro días después de la reunión entre los almirantes, el general Valle devolvió la visita a Berlín. Allí le informaron de la estrategia aérea de Göring para una guerra con Inglaterra, que debía rendirla por hambre mediante bombardeos en picado contra sus cargueros y los buques de transporte de la Armada, pero aparte de un acuerdo para repartirse sus respectivas esferas de mando aéreo en los Alpes, de la reunión no salió ningún acuerdo sustancial. Los alemanes presumían ante los italianos con afirmaciones exageradas sobre su aviación, y alardeaban de sus 4.000 aviones de primera línea (una cifra que efectivamente alcanzaron en 1940). Valle regresó a Roma y le trasladó a Ciano la información, totalmente engañosa, de que las bombas y los torpedos italianos eran mejor que los alemanes.25 Entonces la tensión internacional aumentó rápidamente, al tiempo que Alemania y Polonia plantaban cara una a la otra. El 4 de julio, sir Percy Loraine, embajador británico en Roma, advertía de que si Alemania ejercía una presión inaceptable sobre Danzig, y si Italia le prometía su apoyo militar, habría guerra. Mussolini respondió que si Inglaterra estaba dispuesta a respaldar con la fuerza la postura de Polonia, «Italia hará lo mismo por las reivindicaciones de Alemania».26 El 24 de julio, al tiempo que llegaban informes de que los alemanes estaban armando frenéticamente a sus partidarios en Danzig y trasladando tropas y armamento a la frontera con Polonia, Ciano envió unas confusas instrucciones al embajador italiano en Berlín, Bernardo Attolico. Una guerra en ese momento era una idea cuestionable, dado que indudablemente arrastraría a la contienda a las potencias occidentales, pero si Hitler consideraba que era el momento oportuno, «Italia está dispuesta a dar su consentimiento al cien por cien».27 Con sus reservas de oro al mínimo, y todavía muy lejos de completar sus preparativos militares, Mussolini buscó una salida a la situación. En caso de que se produjera la crisis, Italia tenía que combatir «para salvar su honor», pero era preciso evitar la guerra.28 Ciano tenía que viajar a Salzburgo para reunirse con Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores alemán, y
convencerle de que no debía haber un conflicto con Polonia, porque eso provocaría una guerra generalizada que sería desastrosa para todos. Desde el punto de vista de Roma, las reuniones con Ribbentrop y Hitler en Salzburgo y en Berchtesgaden entre el 11 y el 13 de agosto fueron un auténtico desastre. Ribbentrop, haciendo gala de «un deseo obstinado e irracional de guerra», se desentendió de todos los argumentos de los italianos, mientras que Hitler, claramente decidido a declararle la guerra a Polonia en lo que estaba convencido que iba a ser una guerra localizada, le recomendó a Italia que desmembrara Yugoslavia en cuanto surgiera una oportunidad propicia. El único y mísero consuelo que tuvieron los italianos fue que Hitler afirmó que no iba a exigir la ayuda de Italia en virtud de los términos del Pacto de Acero.29 El gabinete de Ciano estaba furioso por lo que consideraba una violación flagrante del Pacto de Acero. Todas y cada una de las conversaciones entre los diplomáticos italianos y alemanes de los seis meses anteriores daban por hecho que no iba a haber guerra por lo menos durante los tres, o tal vez los cinco, años siguientes. El país no podía iniciar las hostilidades —Italia era «el punto más débil», contra el que los británicos y los franceses tenían las máximas posibilidades de éxito—.30 Mussolini pensaba de una forma ligeramente distinta. El 16 de agosto le dijo a Badoglio que si Gran Bretaña y Francia intervenían para apoyar a Polonia, Italia debía mantener una posición estrictamente defensiva y no hacer nada que sugiriera que su Gobierno apoyaba a los alemanes. Por otro lado, en caso de que Italia fuera atacada, y una vez aseguradas las fronteras del país y de sus posesiones de ultramar, tenía que atacar a Grecia, con la intención de conquistar Salónica. El 16 de agosto el Duce le ordenó al general Alfredo Guzzoni, a la sazón comandante en Albania, que preparara el borrador de un plan de invasión para Grecia. Además, había que ultimar de inmediato los planes para una ofensiva contra Yugoslavia. Respecto a ese país, Mussolini quería engullir Croacia para apoderarse de sus recursos naturales, después de «desencadenar» disturbios internos en Yugoslavia. Cuando Badoglio le advirtió a Mussolini de que un conflicto pillaría desprevenida a Italia, con su programa de reequipamiento militar a medias, y que los preparativos para una guerra en el norte de África iban muy retrasados, Mussolini le contestó despreocupadamente que la situación en Libia era «verdaderamente precaria» y ordenó a sus Fuerzas Armadas que estudiaran posibles
ofensivas contra Grecia y Yugoslavia «con la máxima urgencia».31 Badoglio transmitió las órdenes del Duce, pero le advirtió a Mussolini que las Fuerzas Armadas se enfrentaban a una triple crisis de personal, de armamento y de munición, «por no mencionar el desorden debido a las recientes reformas en la estructura de las divisiones», una innovación que originalmente él había apoyado.32 Se advirtió a los planificadores de que debían estar preparados para librar una guerra de doce meses.33 Los militares se pusieron manos a la obra de inmediato. Las cifras eran muy ajustadas: se requerían 52 de las 72 divisiones disponibles para la defensa de las fronteras interiores y las de las colonias, lo que solo dejaba veinte divisiones para las operaciones de los Balcanes y del norte de África a la vez. Los grandiosos planes de Pariani para ambas campañas, que a su juicio se complementaban, muy pronto volvieron a ponerse en marcha. Italia iba a atacar a Grecia con una ofensiva de tres puntas, en la que ocho divisiones, una de ellas acorazada, avanzarían hasta Salónica con el apoyo de un avance secundario por la región de Epiro y de un desembarco en las islas griegas de Cefalonia, Zante (Zakinthos) y Santa Maura (Léucade) con cuatro divisiones. Un ataque simultáneo contra Yugoslavia con entre 14 y 16 divisiones italianas solo podía dar resultado en caso de que se produjeran disturbios contra los serbios, y que los yugoslavos tuvieran que desplegar algunas de sus divisiones para defender otras fronteras —y a Italia solo le quedaban 8 divisiones—. De modo que, a menos que Yugoslavia se sumiera en el caos y que el contingente italiano contara con el refuerzo de por lo menos otras 6 divisiones alemanas y 3 húngaras, no habría más remedio que cancelar la ofensiva de Salónica.34 Ya resultaba evidente que la voracidad de Mussolini excedía peligrosamente de los medios necesarios para aplacarla. Entonces, a través de una de las fuentes más fidedignas de Berlín, llegó la confirmación de que la guerra estaba definitivamente a punto de estallar. El general Mario Roatta llegó a la capital alemana en agosto para relevar brevemente a Marras como agregado militar, y de inmediato fue captado por el almirante Canaris como canal de comunicación directa con Roma. Canaris le dijo a Roatta que, aunque entre los militares alemanes algunos tenían esperanzas de que la guerra fuera corta, otros temían que fuera una guerra larga, y que Alemania la iba a perder en el frente occidental, igual que le ocurrió en 1917-1918. Tal vez, sugería Canaris, incluso después de la reunión de Salzburgo, era posible disuadir a Hitler de aquella ofensiva si el
Gobierno italiano afirmaba explícitamente que no pensaba hacer causa común con el Tercer Reich.35 Roatta muy pronto descubrió que en Alemania los preparativos para una guerra proseguían a todo ritmo. Cuando recorrieron en coche las afueras de Berlín, Roatta y sus colaboradores identificaron una docena de rutas paralelas hacia el este ya señalizadas para su uso. El 18 de agosto, Roatta informaba de que Alemania ya estaba claramente preparándose para emprender operaciones militares a gran escala a fin de recuperar los territorios orientales que había perdido en virtud del Tratado de Versalles, «si no más». Los comandantes alemanes calculaban que podían dejar fuera de combate a Polonia en el plazo de entre dos y tres semanas. Roatta tendía a sobrevalorar la capacidad de resistencia de Polonia (había sido agregado militar allí en la década de 1920), y también estaba convencido que Alemania aún tenía que tomar más medidas para defender su frontera occidental antes de atacar, lo que tal vez hizo creer erróneamente a algunos en Roma que todavía quedaba tiempo para maniobrar.36 El 25 de agosto por la noche, Roatta estaba cenando con un sombrío Canaris —«el tiempo se agota», le dijo su anfitrión— cuando el alemán recibió una llamada notificándole que Hitler había suspendido la movilización. Se había encontrado una «solución», y parecía que se había evitado la guerra. El informe de Roatta llegó a manos de Mussolini al día siguiente.37 Conforme se iban agotando los últimos días de paz, la viabilidad de una operación de conquista italiana en los Balcanes se desvaneció. Mussolini descartó cualquier posibilidad inmediata de ayuda de Hungría o de Bulgaria, y el Estado Mayor de Badoglio señaló que aunque Italia lanzara 14 divisiones contra el mismo número de divisiones yugoslavas, todas las formaciones enemigas contaban con un batallón más que las divisiones binarias, lo que no dejaba ningún margen de error. Badoglio aportó un argumento con la clara intención de zanjar la discusión: los servicios de inteligencia sugerían que si al final Italia iniciaba la operación propuesta, Francia lanzaría inmediatamente una doble ofensiva contra ella (probablemente a través de los Alpes y contra Libia desde Túnez). La primera tarea de las Fuerzas Armadas era poner al país en condiciones de resistir a un ataque contra la madrepatria. Solo entonces se podía abordar la cuestión de las ofensivas contra Grecia y Yugoslavia. Las posibilidades de éxito en la primera dependían de la «benevolencia» de Bulgaria y de
Hungría. La segunda solo podía considerarse en caso de que Yugoslavia estuviera desintegrándose internamente y de forma demostrable.38 A finales de agosto Mussolini no tuvo más remedio que aceptar que todavía no podía ir a la guerra, por mucho que lo deseara. El rey, Víctor Manuel III de Saboya, era contrario a la guerra; además Badoglio alertaba de que Italia era vulnerable a un ataque de Francia, de que los planes militares demostraban meridianamente que el país no podía librar una guerra en los Balcanes, salvo que fuera en unas circunstancias óptimas; y todo el mundo sabía que, siendo realistas, Libia era a duras penas capaz de defenderse, y mucho menos de servir como plataforma de lanzamiento para un ataque contra Egipto. En el momento que Alemania entró en guerra, el 1 de septiembre de 1939, Italia proclamó su «no beligerancia». Conocer el estado de la opinión pública siempre fue una de las máximas prioridades de Mussolini: su jornada de trabajo normalmente comenzaba con una reunión con el comandante de Carabinieri, con el jefe de policía, con el jefe de la OVRA (Organizzazione per la Vigilanza e la Repressione dell’Antifascismo, una sección de la policía política que operaba por separado y que informaba directamente al jefe de policía), y con el secretario del Partito Nazionale Fascista. Durante los meses previos al estallido de la guerra mundial, los informes que le llegaban al jefe de la OVRA, Guido Leto, hablaban de un sentimiento prácticamente unánime de angustia entre la población ante la perspectiva de una guerra, y de una sensación generalizada de que los preparativos militares de Italia dejaban mucho que desear. A finales de agosto de 1939, el jefe de la policía, Arturo Bocchini, le entregó a Mussolini un informe de la OVRA que mostraba que la abrumadora mayoría de los italianos tenían miedo de la guerra y no estaban preparados para ella. En aquella misma reunión, el secretario del Partido, Achille Starace, le manifestó al Duce una opinión diametralmente opuesta. Cuarenta millones de italianos estaban dispuestos a lanzarse a la refriega en cuanto Mussolini lo ordenara, le dijo. Starace estaba primando la lealtad, mientras que Bocchini primaba la realidad. Ante aquella disonancia tan inoportuna, Mussolini les pidió que abandonaran la reunión. En la antesala estuvieron a punto de llegar a las manos. Los informes de Bocchini eran con diferencia los más fiables. En septiembre de 1939, sus agentes informaban de una sensación de incertidumbre general. La no beligerancia era popular, pero ¿cuánto iba a durar? Los informadores entre las tropas
movilizadas transmitieron la sensación de que el Duce iba a mantener a su país —y a los soldados— al margen de la contienda.39 La no beligerancia de Italia contaba con una masiva aprobación popular, pero, a pesar de que a Mussolini le parecía inevitable, eso no era lo que él quería. «El Duce está convencido de la necesidad de que permanezcamos neutrales», anotaba Ciano en su diario, «pero no está nada contento. Siempre que puede, alude a nuestras posibilidades de acción».40 Entrar en la contienda requería mucho más que unos simples preparativos militares. «Unos miserable desechos humanos» acechaban en los callejones, en lugares apartados y en los rincones oscuros, dijo Mussolini ante los fascistas de Bolonia. Era preciso limpiar los rincones donde se ocultaba esa «escoria masónica, judía, antifascista, amante de lo extranjero».41 El Duce le dijo a los dirigentes fascistas de Génova que el país se estaba preparando militarmente. Había problemas sustanciales, pero se estaban superando. Y después, si la cosa acababa en guerra, «el pueblo italiano se batirá».42 Alessandro Pavolini, ministro de Cultura Popular, puso a la prensa fascista manos a la obra para convencer al pueblo llano de que el conflicto era inevitable, no porque lo quisieran los fascistas, sino porque Gran Bretaña y Francia les estaban obligando a ello. Pariani volvía a contemplar el norte de África como su opción favorita. Estaba convencido de que podía librar sendas campañas contra Grecia y contra Yugoslavia aunque el grueso del Ejército estuviera tan solo al 50 por ciento de su preparación para el combate. Durante la última semana de agosto, cuando ya estaban a punto de zarpar hacia Libia dos divisiones del Ejército regular, con otras veinticuatro divisiones preparándose para acudir allí en caso necesario, y con la movilización de catorce divisiones CC.NN. para defender la frontera occidental, Pariani decidió ampliar la movilización.43 Al día siguiente de que Hitler lanzara su ataque contra Polonia, Pariani proponía incrementar las fuerzas italianas en el norte de África y posteriormente lanzar sendas ofensivas contra Túnez y contra Egipto. Al concluir la primera semana de septiembre, cuando la opción griega ya se estaba desvaneciendo, y cuando aparentemente la opción yugoslava seguía siendo una posibilidad, Pariani decidió movilizar casi todo el resto del Ejército. A lo largo de septiembre y octubre se enviaron a Libia cuatro divisiones del Ejército regular y otras cuatro divisiones CC.NN. Allí se sumaron a cuatro divisiones metropolitanas y dos divisiones libias, de modo que a principios de noviembre ya había 90.000 soldados
italianos en Cirenaica y 40.000 en Tripolitania. A lo largo de los meses siguientes llegaron por barco cargamentos de tiendas de campaña, uniformes, camiones, carros de combate, artillería y munición, pero durante el invierno y la primavera de 1939-1940, las tropas tuvieron que soportar unas condiciones calamitosas.44 Unos meses después, Italo Balbo, gobernador de Libia, comentaba que si la guerra hubiera estallado en septiembre, «salvo en las circunstancias más afortunadas, el desenlace no habría podido ser favorable para nosotros».45 El 20 de septiembre Mussolini le comunicó a Guzzoni que se cancelaba la guerra con Grecia. El país era «un hueso descarnado, y no vale ni la vida de un solo granadero de Cerdeña».46 En las semanas transcurridas desde entonces, Metaxas había hecho algunos gestos de apaciguamiento. La idea de que había más de 200.000 hombres movilizados era una burda exageración, le dijo al embajador italiano, Emanuele Grazzi; en todo el país solo había 110.000 soldados alistados. Grecia tendría que estar loca para pensar en atacar a Italia. Metaxas estaba dispuesto a revocar las medidas de precaución que había adoptado ante las maniobras de Italia si sus fuerzas accedían a una retirada parcial.47 Solicitó una prórroga del Pacto ItaloGriego de Amistad firmado en 1929, y el 30 de septiembre hubo un intercambio de notas diplomáticas donde el Gobierno griego manifestaba su satisfacción por la retirada de las tropas italianas de la frontera albanesa, y confirmaba que seguía inspirándose en los principios de amistad y colaboración consagrados en dicho pacto. La nota de Italia reafirmaba su intención de seguir adelante con su política de paz y sus esperanzas de un nuevo periodo de amistad y buen entendimiento.48 Por el momento, la que volvía a estar en el punto de mira de Mussolini era Yugoslavia, no Grecia. El 1 de octubre de 1939 ya se había vuelto a movilizar nominalmente a 1.310.000 italianos. El proceso fue un desastre absoluto. Los informes que aterrizaban sobre el escritorio de Mussolini hablaban de que se repartían entre cien hombres los víveres para diez, de soldados vestidos de paisano porque no había uniformes para todos, de que algunos soldados tenían que dormir en edificios públicos o en los vestíbulos, y de que muchos eran enviados de vuelta a su casa porque en los cuarteles no había sitio para ellos. El público, alarmado, empezó a preguntarse por qué se estaba movilizando a tantos hombres si el Gobierno no tenía intención de ir a la guerra.49 Mussolini estaba furioso. Los «inconvenientes» que habían sufrido los soldados de reemplazo eran demasiados y demasiado
generalizados, pero lo que resultaba por lo menos igual de preocupante era que el descontento, que ya era generalizado en el seno del Ejército, se extendía al país en general a medida que la gente se enteraba de las noticias.50 En mayo, Pariani había alardeado ante la Cámara de los Diputados de que la transformación del Ejército en divisiones binarias iba a estar terminada a lo largo de 1939-1940. A principios de noviembre afirmó que 38 divisiones ya estaban completas, y que el 1 de mayo de 1940 lo estarían otras 26. El informe de Badoglio sobre la situación de las Fuerzas Armadas contaba una historia muy distinta. Tan solo 10 de las 72 divisiones del Ejército estaban plenamente dotadas y equipadas, y había otras 22 divisiones que estaban previstas, pero que no existían en absoluto. Había escasez de oficiales subalternos, de artillería moderna (todas las piezas eran de la Primera Guerra Mundial, y la entrega de los nuevos cañones no estaba prevista hasta mayo de 1940), de vehículos, y de carros de combate (no había ni un solo carro de combate de tamaño mediano), y el Ejército solo disponía de combustible para cuatro meses y medio. La Armada tampoco estaba mucho mejor. Tan solo tenía dos acorazados a flote, y poner en orden de combate los cuatro cuya entrega estaba prevista en 1940 llevaría tiempo; la Regia Marina solo disponía de carburante para cinco meses a lo sumo, tampoco tenía capacidad de almacenamiento para más, y todas sus piezas de artillería antiaérea eran de la Primera Guerra Mundial. Y la situación en la Fuerza Aérea tampoco era para tirar cohetes. Solo había carburante para mantener en vuelo a sus 1.769 aviones durante dos meses, y munición suficiente para tres o cuatro meses, tenía un déficit de 4.000 vehículos y de miles de bidones de combustible; había una cantidad minúscula de piezas de artillería antiaérea, y organizar las defensas antiaéreas de los quince blancos más importantes podía llevar hasta diez meses. No se había hecho absolutamente nada respecto a otros cuarenta y siete potenciales objetivos del enemigo.51 Preparativos para la guerra en la Armada Durante la mayor parte del periodo de entreguerras el problema que más preocupaba a la Armada italiana fue la protección de las vías de comunicación marítima del país. La Primera Guerra Mundial había dejado en evidencia lo dependiente que era Italia de las fuentes exteriores de
suministros de las materias primas que necesitaba para mantener sus industrias y a su pueblo. Quienes veían el vaso medio lleno estaban convencidos de que la posición central de Italia en el Mediterráneo le otorgaba ventajas tácticas y estratégicas. Los que veían el vaso medio vacío pensaban que no le concedía ninguna de las dos cosas. Durante los años de entreguerras, el tema que dominó gran parte del pensamiento en materia de guerra naval fue la vulnerabilidad. De ahí se derivaba que las misiones primordiales de la Armada consistían en garantizar que los suministros básicos del país llegaran a puerto, proteger los buques de transporte de tropas con destino al norte de África, y defender el largo litoral italiano. Atacar las líneas de abastecimiento y las costas del enemigo —en este caso, de Francia— iba después.52 El análisis estratégico de la Armada acerca de los desafíos a los que se enfrentaba y de las opciones que tenía en el momento en que comenzaba la guerra europea no era halagüeño. Incluso sin la ayuda de otras potencias navales del Mediterráneo, las flotas de combate británica y francesa, con tres acorazados cada una, eran capaces de controlar ambos extremos del Mediterráneo. Además, con toda probabilidad podían poner en riesgo el control italiano sobre el canal de Sicilia y el Mediterráneo central. Con menos acorazados, las «acciones grandiosas» en cualquiera de los dos extremos del Mediterráneo estaban descartadas. La principal misión de la Armada —además de proteger las costas y los puertos de la Italia metropolitana— era escoltar los convoyes con destino a Libia. Las tropas podían transportarse a bordo de vapores rápidos, pero era preciso desplegar casi toda la flota de superficie cada vez que hubiera que enviar a Libia equipos y suministros. A la Armada aquello le parecía «sumamente arriesgado», ya que entonces su flota de superficie estaría en una posición vulnerable no solo ante unas fuerzas de superficie superiores sino también ante la aviación enemiga procedente de sus bases en Túnez, Egipto y Grecia. Todo ello venía a significar que la Armada iba a mantenerse replegada, con la esperanza de desgastar a las fuerzas enemigas a través de los ataques de sus flotas submarina y de superficie, a la espera de aprovechar la primera oportunidad que viera para una gran acción de su flota —en caso, por ejemplo, de que el enemigo se viera en dificultades al intentar conquistar las Islas Baleares—.53 Presionado por Mussolini durante un consejo de ministros, el almirante Cavagnari poco menos que afirmó que la Armada no tenía ninguna estrategia viable para una guerra contra Gran
Bretaña y Francia, y le dijo al Duce que la Armada «cumpliría con su deber y combatiría, pero nada más».54 Como el propio Cavagnari reconocía más tarde, ante la idea de combatir en una guerra, su postura obedecía sobre todo al «riesgo de empeorar irremediablemente, con una acción imprudente, la relación de fuerzas existente».55 Si la Armada no estaba precisamente entusiasmada ante la idea de ir a la guerra, tenía buenos motivos. Cavagnari había construido una flota de combate con un aspecto impresionante, pero por debajo del blindaje que la revestía, era una flota frágil. Un análisis interno realizado a finales de febrero de 1940 sacó a relucir déficits y carencias casi por doquier. En tiempos de paz, la Armada necesitaba una marinería de 100.000 reservistas para alcanzar su plena capacidad de combate de 170.000 hombres. Era posible encontrarlos, pero los empleos de especialistas, como radiotelegrafistas, mecánicos y directores de fuego iban a tener un déficit de personal de aproximadamente el 25 por ciento. A la Armada, que ya andaba escasa de oficiales incluso en tiempos de paz, le iban a faltar más de mil oficiales para alcanzar los 9.000, la cifra prevista para tiempos de guerra. Para la defensa antiaérea, la Armada contaba principalmente con los cañones de 76 mm, de treinta años de antigüedad, que no alcanzaban la altitud a la que podían volar los aviones modernos. En ninguna instalación de la Armada había un solo refugio a prueba de bombas. En toda la flota pesquera nacional no había suficientes barcos para completar la cifra de aproximadamente 870 dragaminas auxiliares que la Armada consideraba necesarios, como tampoco buques cazasubmarinos especializados de ningún tipo. Las reservas de munición eran insuficientes respecto a lo previsto —había munición antiaérea suficiente para cinco meses de guerra —, pero la industria podía compensar ese déficit a partir de finales de 1941, a menos que se quedara sin materias primas. En los depósitos de carburante de Italia y de Libia había suficiente fuel-oil para combatir durante aproximadamente cinco meses, pero el combustible de aviación solo alcanzaba para mantener en vuelo a los aviones de la Armada durante un mes.56 La campaña de Polonia y la colaboración militar italo-alemana El rápido éxito de la Blitzkrieg de Hitler en Polonia desveló una nueva faceta de la guerra. Enseguida saltaron a la vista los principios básicos de la
campaña terrestre de la Wehrmacht. El Ejército alemán había demostrado que no había perdido ninguna de sus facultades para la organización y la maniobra en el campo de batalla, y aunque las tropas del Ejército polaco combatieron valientemente, sus dirigentes demostraron una incapacidad total. Para más de un observador italiano, aquello significaba que las Fuerzas Armadas alemanas todavía no habían sido puestas seriamente a prueba.57 A partir de las fuentes públicas alemanas, el SIM resumió las principales lecciones estratégicas de la campaña. En contra de la opinión de muchos críticos de antes de la guerra, ahora eran posibles los movimientos envolventes de largo alcance que podían conducir a la aniquilación total de las fuerzas enemigas. La velocidad fue un factor crucial, ya que paralizó al alto mando polaco y protegió a las fuerzas alemanas del factor sorpresa; también fue crucial la disposición de los alemanes a avanzar sin preocuparse por la vulnerabilidad de sus flancos y de sus zonas de retaguardia, y pudiendo dejar para más tarde la tarea de liquidar los focos de resistencia. Otra importante diferencia entre las batallas que se libraron en la Gran Guerra y las que acababan de ganar los alemanes en Polonia era la intervención directa de los comandantes de división en el campo de batalla, algo que habían hecho posible los vehículos a motor. El rápido dominio del cielo por los alemanes y el uso del poder aéreo en tareas de apoyo cercano a los combates terrestres fue claramente un factor de enorme peso: el SIM advertía de que aquello dejaba en evidencia «las siniestras consecuencias» para un ejército de que su aviación perdiera el dominio de los cielos desde el principio de sus operaciones.58 Los servicios de inteligencia del Aire tomaron nota del cambio en la táctica de bombardeo. Después de bombardear Varsovia una primera vez desde baja altura y de sufrir algunas bajas, la Luftwaffe optó por los ataques desde gran altura, con formaciones más grandes. En una visita que hizo al frente a finales de septiembre, al coronel Giuseppe Teucci, agregado del Aire italiano, no le impresionaron demasiado los efectos de los bombardeos desde gran altura, que era lo que habían hecho los alemanes en España. A juzgar por el porcentaje de cráteres situados lejos de sus blancos, las formaciones italianas «lo habrían hecho mucho mejor». No obstante, a Teucci sí le impresionaron los efectos de un bombardeo de doce horas contra la Ciudadela de Varsovia, que no dejó nada en pie, salvo unos pocos muros parcialmente derrumbados.59 El papel que desempeñaron los bombarderos ligeros —Dornier-17 (un modelo más reciente que el que se
vio en España, anotó el agregado del Aire), Junkers-88 y Heinkel-123— a la hora de atacar los fuertes, las baterías y las concentraciones de tropas enemigas, se mencionaba una y otra vez en los informes italianos, y también se destacaba en el informe oficial alemán de la campaña. Era indudable que las incursiones de los bombarderos le habían ahorrado al Ejército «una infinidad de derramamiento de sangre», y habían desempeñado un gran papel en el éxito en su conjunto.60 Además Teucci anotaba, de forma un tanto ominosa para Italia, que la aviación polaca, que cuatro años antes era considerada la mejor del mundo, ya era demasiado lenta como para competir con la última generación de aviones de combate alemanes.61 A la hora de emitir una valoración de conjunto de por qué los alemanes habían ganado, Teucci reconocía que había sido posible gracias a su superioridad numérica y cualitativa. Eso les otorgó el dominio total en el aire, lo que estaba «más allá de lo previsible». Por encima de todo, sin embargo, los alemanes habían contado con la ventaja de las «graves deficiencias» en la cadena de mando del Ejército polaco y de la «increíble falta de preparación» de los servicios de apoyo polacos. La aviación polaca no había podido repostar en sus aeródromos temporales, sus servicios de reabastecimiento eran deficientes, y sus ataques contra los bombarderos alemanes y contra sus columnas de blindados, organizados por un mando aéreo «criminalmente deficiente», habían «surtido unos efectos mínimos».62 La descripción que Göring le hizo a Teucci de la guerra aérea, donde hacía hincapié en que él dirigió personalmente un ataque aéreo masivo de entre 400 y 500 aviones contra el Ejército polaco, restando importancia al apoyo aéreo cercano que proporcionó el X Fliegerkorps de Wolfram von Richthofen, no contribuyó a alentar a los jefes de la Regia Aeronautica a asumir una actitud más positiva con vistas a una mayor colaboración con el Regio Esercito y con la Regia Marina.63 Claramente había algunas lecciones que aprender, y se instó a los jefes de Estado Mayor italianos a hacerlo, no solo de la campaña de Polonia sino también de los combates que iban a desarrollarse en el teatro germanofranco-británico. No podía repetirse lo de mayo de 1915, cuando Italia había entrado en la guerra sin haber asimilado las lecciones de una contienda que ya iba por su décimo mes.64 Cuando finalmente se reunieron los jefes, Badoglio pasó como gato sobre ascuas sobre el asunto. Si había una guerra, los italianos iban a seguir cuidadosamente su desarrollo a fin de
extraer las conclusiones pertinentes, pero Badoglio le recordó a los presentes que no había dos guerras iguales.65 Además, las susceptibilidades de los italianos también contribuyeron a limitar las repercusiones de la campaña de Polonia en sus propias prácticas. Durante la primavera de 1940, los alemanes ofrecieron enviar a Roma al coronel Wilhelm Ritter von Thoma para que compartiera sus experiencias en el empleo de los carros de combate en España y en Polonia. Mussolini, que en aquel momento era reacio a estrechar más los lazos con su socio, vetó la visita.66 Al parecer, la actitud general era que no había gran cosa que aprender de la campaña de Polonia: Roatta pensaba que lo que habían hecho los alemanes era muy parecido a las ideas italianas de la guerra di rapido corso.67 En el momento que comenzaba la «Guerra de Broma», aún estaban por decidir casi todas las cuestiones de cuándo, dónde y cómo se unirían los italianos a su socio del Eje. Al cuarto día de la campaña de Polonia, el general Enno von Rintelen, agregado militar de Alemania en Roma, informaba de la «disposición absoluta» entre los principales colaboradores de Mussolini a participar —si fuera necesario—.68 Los alemanes suponían que su aliado no iba a estar presente en el comienzo de su inminente ofensiva contra el oeste, pero que iba a entrar en la guerra en algún momento, pues Hitler esperaba que los italianos se aprovecharan «en un momento determinado» de «las ventajosas posibilidades que se les presentarán para lanzarse decididamente a la refriega». Y efectivamente, Mussolini estaba dispuesto a incorporarse a una guerra más adelante, en un momento aún por decidir, «cuando estemos bien preparados», pero únicamente en función de los objetivos y la estrategia de Italia. En una cosa se mostraba bastante resuelto: en que Italia iba a librar una «guerra paralela» independientemente de Alemania.69 Los informes que llegaban a Berlín desde Roma apuntaban a que los italianos estaban preparándose en serio para estar en orden de combate en la primavera. Al parecer eran muy susceptibles a cualquier crítica de Alemania por no haber participado hasta ese momento.70 En realidad, en los círculos militares italianos las cosas avanzaban bastante más despacio. Con una Europa en guerra, y con Italia manteniéndose incómodamente al margen, Badoglio convocó a los jefes de los tres Ejércitos a mediados de noviembre. Tras dar la bienvenida al mariscal Graziani, sucesor de Pariani (al que aborrecía) como jefe del Estado Mayor del Ejército, Badoglio advirtió a los tres jefes de que el Duce estaba harto de que le informaran de
que una cosa estaba hecha cuando todavía no lo estaba. Si Italia iba a la guerra o no, si combatía en el este o en el oeste, no era asunto de ellos. Su tarea consistía en asegurarse de que cada unidad alcanzara un estado de eficiencia en el que pudiera emplearse «con seguridad». Su primera misión era «cerrar las puertas tanto al oeste como al este». Una vez conseguido, los jefes sí debían estudiar las posibles operaciones a emprender en unas circunstancias favorables. Tras tirar por la borda tanto los planes de Pariani para un ataque contra el Canal de Suez como su concepto rector de la guerra moderna, Badoglio anunció que en aquellas circunstancias «hay que excluir una guerra rápida». Un repaso a la situación de los territorios de ultramar confirmó lo que todos ya sabían de sobra: que solo tenían la mitad de combustible y de munición que necesitaban para aguantar doce meses en guerra. Ahora había que emprender un inventario general de las existencias, una tarea difícil, ya que cada uno de los tres Ejércitos tenía su propia forma de hacer las cosas. Al examinar las defensas antiaéreas, los jefes de las Fuerzas Armadas constataron más y más carencias. Tan solo la Armada, a la que se elogiaba por ser el mejor preparado de los tres Ejércitos, tenía 1.264 piezas para defender 15 bases; para defender cinco veces esa cifra, como se recomendaba ahora, la Armada necesitaba entre 5.000 y 6.000 cañones. El general Claudio Bergia, subjefe del Estado Mayor del Ejército responsable de la defensa antiaérea, calculaba que Italia podría disponer de la mayoría de los cañones modernos que necesitaba a finales de 1942. Cuando Badoglio vio que surgían las primeras disputas, le dijo a los jefes de los tres Ejércitos que no debían hacer rancho aparte sino que tenían que colaborar entre ellos «de forma altruista» a la hora de repartirse el presupuesto que había —algo que no habían hecho nunca y que tampoco pensaban hacer ahora—. Al levantar la sesión, Badoglio ordenó a sus generales y almirantes que fueran realistas a la hora de decir lo que eran capaces de hacer. Todo el mundo tenía la obligación de proporcionar información exacta al Duce «para que pueda saber lo que puede y no puede decidir».71 A mediados de diciembre, Mussolini le dijo a Graziani que quería que se diera instrucción militar a un millón de hombres para formar sesenta divisiones que fueran capaces de combatir durante un año a partir de agosto de 1940.72 Los militares volvieron a repasar las cifras y a reescribir sus tablas, y calcularon que podían reclutar un ejército de 67 divisiones, junto con otras 4 divisiones CC.NN. Puede que su equipamiento fuera reducido,
lo que inevitablemente disminuía su poder de fuego, pero eso no debía afectar a su eficacia general.73 Graziani dijo que si él tuviera que emprender una gran ofensiva necesitaría 100 divisiones, a lo que el general Soddu, subsecretario de Mussolini en el Ministerio de la Guerra, le respondió que debía permanecer en el reino de la realidad. En febrero y marzo de 1940 se llamó a filas a un millón de hombres, y en abril y mayo a otros 700.000. A principios de 1940 Mussolini ya sabía, gracias a una visita que le hizo en diciembre el ministro de Trabajo de Alemania, Robert Ley, que los alemanes contemplaban atacar Holanda y que vaticinaban una guerra contra la Unión Soviética en un futuro no lejano. Esto último era algo que Mussolini estaba dispuesto a asumir, e incluso a alentar. Rusia era el lugar donde Alemania podía resolver su problema de Lebensraum (espacio vital). Una vez demolido el bolchevismo, sería el turno de las democracias occidentales. El Duce no tenía ninguna prisa por enfrentarse a ellas, en parte porque no estaba seguro de que fuera posible poner de rodillas a Gran Bretaña y a Francia —«Estados Unidos no consentiría una derrota total de las democracias»— y en parte porque estaba seguro de que acabarían desmoronándose desde dentro gracias al «cáncer» que alimentaban en su seno. Los preparativos militares de Italia se estaban acelerando, le dijo Mussolini a Hitler, pero el país no podía involucrarse en una guerra larga, ni iba a hacerlo. Su intervención, que debía ser una ayuda y no un lastre para Alemania, cuando llegara, debía producirse «en el momento más rentable y decisivo». Exactamente en qué momento era algo que debían decidir los militares.74 Al final, quien tomó esa decisión fue Mussolini, pasando por encima de sus cabezas. Puede que Mussolini no creyera que fuera posible aplastar a las democracias occidentales, pero estaba seguro, como dijo en un consejo de ministros dos semanas después, que Inglaterra y Francia «ahora ya no pueden ganar la guerra». A lo mejor Alemania tampoco la ganaba, pero Italia tendría que entrar en ella en algún momento ya que permanecer neutral durante toda la contienda equivalía a reducir su estatus al de una potencia europea de segunda. A partir de julio Italia iba a disponer de los hombres y de los aviones que necesitaba para «estar a la altura de la situación». Mussolini quería hacer su jugada durante la segunda mitad de 1940 o, mejor aún, durante la primera parte de 1941. Iba a ser una guerra parallela, una guerra específicamente italiana, con unos objetivos italianos, diferenciados de los objetivos de los verdaderos beligerantes. En cuanto a
qué podía entrañar aquella jugada, «se habla de bombardeos de terror contra Francia, de control marítimo del Mediterráneo». No obstante, la tarea más inmediata era «arrojar montañas de cemento sobre montañas de roca», y así cortar los accesos por los valles alpinos.75 Al principio del nuevo año, el Ejército expuso sus planes, basados específicamente en la experiencia de la Gran Guerra, para un extenso programa de fortificaciones defensivas a lo largo de todas las fronteras italianas, que estaría terminado a finales de aquel año, y que sería capaz de resistir y repeler los ataques enemigos.76 La economía y el armamento Al pasar del verano al otoño de 1939, y de los tiempos de paz a la «no beligerancia», a partir del 26 de agosto, sobre el escritorio de Mussolini en el Palazzo Venezia empezó a amontonarse un aluvión de estadísticas económicas que le enviaba el general Carlo Favagrossa, jefe del Comisariado General para la Producción de Guerra (COGEFAG). Las importaciones de carbón estaban por debajo de lo necesario en una cuantía de 60.000 toneladas al mes, y la recuperación de chatarra tenía un déficit de 42.000 toneladas al mes. En parte a consecuencia de ello, durante el mes de octubre la producción mensual de acero se redujo en 50.000 toneladas, hasta un total de 110.000 toneladas, es decir 30.000 toneladas menos que la mínima cuota requerida. No era posible compensar esos déficits comprando materias primas en el extranjero: Italia necesitaba 9.000 millones de liras al año en oro, plata, y divisas extranjeras para poder pagar lo que necesitaba, pero sus reservas totales solo ascendían a 4.000 millones. A principios de diciembre de 1939, utilizando los datos estadísticos que había ido recopilando, Favagrossa le entregó a Mussolini sus cálculos del tiempo necesario para poner a las Fuerzas Armadas en orden de combate. Ya había agujeros en el tejido de la maquinaria económica de la guerra: las previsiones dependían de que hubiera materias primas suficientes para que las fábricas pudieran trabajar en dos turnos de diez horas diarias, y dado que ya era evidente que no había suficientes materias primas para satisfacer las necesidades militares, era necesario llenar el hueco por el procedimiento de exportar equipos de guerra a fin de conseguir los medios para importar más materias primas. Los datos no eran alentadores. La Regia Aeronautica podía estar lista para empezar a combatir a partir de finales de 1940, pero hasta mediados de 1941 no iba a poder conseguir todo lo que necesitaba para
mantener su flota durante todo un año. La Regia Marina iba a estar en condiciones de empezar a combatir durante la segunda mitad de 1941, pero hasta septiembre de 1942 no iba a poder concluir su programa de construcción, ni a conseguir las piezas de artillería de medio y gran calibre que necesitaba para un año de guerra. El Regio Esercito era el que estaba en peores condiciones. Las armas cortas individuales, los morteros de infantería, los carros de combate y los tractores que se necesitaban para poder iniciar los combates estarían disponibles a lo largo de 1941, las reservas de proyectiles de mortero y de explosivos estarían al cien por cien a lo largo de 1942, y los cañones de infantería, la munición y las ametralladoras no estarían al completo hasta finales de 1943. El parque total de artillería no iba estar listo hasta finales de 1944. El mensaje que quiso transmitir Favagrossa era cristalino: Italia todavía no estaba preparada para combatir, y no iba a estarlo plenamente, ni siquiera para empezar a combatir, hasta 1945. Hasta 1949 no estaría plenamente equipada para combatir durante un año; y en caso de que los obreros solo realizaran un turno de diez horas al día, esa fecha podría postergarse otros diez años.77 A medida que empezaban a notarse los efectos del bloqueo selectivo de Gran Bretaña, que indirectamente afectaba sobre todo a las importaciones italianas de carbón alemán que llegaban vía Rotterdam, la gravedad de la situación económica de Italia iba quedando cada vez más en evidencia. Con una industria que se limitaba a ir tirando de un día para otro, y con un país donde escaseaban los suministros más básicos, Luca Pietromarchi, jefe de la oficina económica de guerra en el Ministerio de Asuntos Exteriores, consideraba que alinearse en el bando de Alemania resultaría «fatídico». Sin la posibilidad de adquirir más existencias, a pesar de sus ingresos procedentes de la venta de armamento, dado que Gran Bretaña había cortado el paso a todas las materias primas, la única forma en que Italia podía reconstituir su abastecimiento era decantarse por el bando de los Aliados.78 Durante los meses siguientes, fue amontonándose una avalancha de evidencias estadísticas, que vinieron a reafirmar la convicción de Mussolini de que Italia solo estaba en condiciones de librar una guerra corta. A mediados de febrero, Favagrossa informaba de que gracias a los cambios en los programas de diciembre, el tiempo necesario para que la Armada estuviera lista se había reducido en un año, y el del Ejército, en dos años, pero solo a condición de que ambos programas comenzaran de inmediato y
se incrementara la producción. Si no había escasez de materias primas, las Fuerzas Armadas podían estar en condiciones de combatir durante un año a finales de 1943. Las sumas de dinero que necesitaba Favagrossa simplemente no existían. Tres días después de dejar su memorándum sobre el escritorio de Mussolini, Favagrossa solicitó 4.400 millones de liras para materias primas. Se le concedieron 2.096 millones, que en mayo se redujeron a 700 millones de liras. Un resumen detallado de la situación de las materias primas informó a Mussolini de que en algunos sectores, como el de la recuperación de chatarra de acero y de hojalata, Italia vivía día a día, y en otros, como los del níquel y el plomo, las existencias se iban agotando rápidamente por culpa del bloqueo de los Aliados. El 1 de junio de 1940, nueve días antes de que Italia entrara en la guerra, Favagrossa señaló los puntos débiles de la situación del Ejército en lo relativo a la munición. Las estimaciones de los propios militares apuntaban a que disponía de munición suficiente para entre cincuenta y sesenta días de combate, pero la cantidad de munición que se disparó durante la batalla del Ebro revelaba que sus necesidades se habían subestimado enormemente. Favagrossa calculaba que el Ejército se quedaría sin munición al cabo de un mes.79 Existen dudas sobre si aquello inclinó a Mussolini en un sentido o en otro. Aparte de que llevaba años soportando que le bombardearan con estadísticas, el Duce probablemente sospechaba que las cifras de Favagrossa se habían exagerado, como posteriormente reconoció su autor, «para que el clavo entrara hasta el fondo». Y algunas cifras mejoraron misteriosamente: a finales de mayo, Favagrossa le dijo a Mussolini que solo le quedaban 25 toneladas de níquel, pero un mes después tenía 110 toneladas. La decimoséptima —y última— reunión anual de la Comisión Suprema de Defensa (Commissione Suprema di Difesa, CSD) comenzó el 8 de febrero de 1940. Según un ministro civil que estuvo presente, nadie alimentaba tendencias alarmistas. Por el contrario, «prevalecía un mutismo tranquilizador», en parte porque se decía que la Línea Maginot era impenetrable, y en parte porque «nosotros, que conocíamos hasta los últimos detalles la verdadera situación económica y militar del país, no temíamos la posibilidad de entrar en la guerra por nuestra propia voluntad, pues conocíamos muy bien la diferencia que media entre hablar de guerra y hacerla».80 El Duce, que acababa de decirle a un grupo de milicianos fascistas que se había decidido por la guerra, en un discurso que él mismo
ordenó que no se publicara en la prensa, muy pronto iba a demostrarle a aquel ministro que se equivocaba. Los aproximadamente veinte dirigentes civiles y militares que se reunieron aquel día tenían ante sí una imponente pila de informes de situación y de memorandos. Ninguno de ellos resultaba agradable de leer. La Armada había apurado tanto sus existencias de materias primas que casi eran inexistentes. El coste de la lista de cosas que necesitaba la Armada para sobrevivir a cinco meses de guerra ascendía a 130 millones de liras, pero hasta ese momento el Ministerio de Defensa no había dotado fondos para abonarlos. Por consiguiente, su programa de construcción estaba parado.81 Los stocks del Ministerio de la Guerra se encontraban en una situación algo mejor, pero también había preocupación por el suministro de materias primas. Si llegaba la guerra, a pesar de que también se reduciría el negocio de las exportaciones de armamento al que Italia se dedicaba en ese momento, iba a producirse de todas formas una crisis de materias primas que acabaría prácticamente paralizando la producción. Para evitarlo, el Ministerio de la Guerra quería que se constituyera «una reserva intocable» con existencias suficientes para el consumo de seis meses en tiempos de guerra. Y además, ponía de manifiesto un hecho incómodo: si no se encontraban nuevas fuentes seguras de materias primas, reponer lo gastado en tiempos de guerra parecía, en ese momento «altamente incierto».82 Como bien sabía Mussolini, el Ejército ya tenía muchos problemas. Para completar el programa de renovación de su artillería necesitaba 236 toneladas de níquel, pero incluso con una asignación especial tan solo disponía de 34,5 toneladas. Por consiguiente, el programa no iba a poder completarse antes de 1943.83 La Comisión inició su quehacer examinando la situación de las defensas antiaéreas, o más exactamente, de su ausencia. Enseguida quedó claro que no se había hecho ni se podía hacer gran cosa. La masa de la población no podía permitirse el lujo de comprar máscaras antigás, que se vendían a 35 liras la unidad; evacuar las ciudades no era una forma de defensa, ya que simplemente provocaría hacinamiento en otro lugar; y los refugios antiaéreos financiados con dinero público se consideraron innecesarios, porque la gente podía refugiarse en los sótanos de sus casas. Sacándose una cifra de la manga, Mussolini afirmó que el país necesitaba 4.000 piezas del nuevo modelo de cañón antiaéreo de 90 mm del que no iba a haber disponible ni una sola unidad antes del final de aquel año. Mientras tanto, y
teniendo en cuenta todo lo anterior, la mejor protección era la amenaza de represalias. Mussolini le dijo a los presentes que si las sirenas de alarma aérea no funcionaban demasiado bien, no importaba: en ese tipo de circunstancias, según el Duce, era sobradamente conocido que algunas personas desarrollan un finísimo sentido del oído.84 Dicho esto, la Comisión pasó al asunto siguiente. A lo largo de los seis días de reuniones, los militares y los ministros civiles hicieron constar las enormes cantidades de materias primas que iban a necesitar cuando Italia entrara en guerra. El propio Mussolini encabezaba las listas. A partir de 1942, la Armada iba a necesitar dos millones de toneladas de fuel oil, suficiente para hasta doce meses de guerra en parte porque los dos nuevos acorazados de 35.000 toneladas «beben ríos de carburante». Aunque la Unión Soviética había dejado de suministrar gasoil a Italia, desde México y Estados Unidos llegaban suministros suficientes. La Fuerza Aérea iba a necesitar por lo menos 400.000 toneladas de carburante —«porque sin gasolina no se puede hacer la guerra», explicó el Duce—, y el Ejército iba a necesitar otras 500.000 toneladas. Mussolini esperaba que a partir de junio de 1941 las refinerías del país fueran capaces de producir aproximadamente una cuarta parte de esas cantidades cada año.85 La lista de materias primas que pedían los tres Ejércitos parecía interminable. La Armada quería 20.000 toneladas de acero, 3.000 de cobre, 1.500 de plomo, y cantidades menores de otros metales para ir tirando durante los primeros cinco meses de guerra. Si se quería que la industria privada de construcción naval siguiera siendo viable durante el primer año de la guerra, iba a necesitar 95.000 toneladas de acero, 8.700 de cobre, 2.300 de plomo, 2.250 de cinc y más cosas. Sus necesidades palidecían casi hasta la insignificancia comparadas con los cálculos del Ejército. Los militares decían que necesitaban 1.300.000 toneladas de hierro, 160.000 de cobre, 40.000 de plomo, 14.000 de caucho, 3.000 de estaño, y 1.000 toneladas de níquel —todo ello importado— así como cantidades sustanciales de materias primas de fuentes nacionales. El general Favagrossa señaló que no bastaba simplemente con construir fábricas para procesar los metales requeridos. Esas fábricas también necesitaban electricidad, lo que a su vez significaba ampliar la capacidad de las centrales eléctricas. Mussolini pasó hábilmente como gato sobre ascuas por encima del problema. Italia necesitaba producir cuatro millones de
toneladas de acero al año para satisfacer sus necesidades de la paz y de la guerra. Tenía que alcanzar una producción de 2.500.000 toneladas durante 1940, y el resto estaría disponible «cuando entre en pleno funcionamiento el proceso de siderurgia integral». En cuanto a la forma de conseguir los metales, el Duce tenía algunas respuestas. A lo largo y ancho de toda Italia había suficiente mineral de hierro como para permitir que el país desarrollara una gran capacidad de fabricación de acero, los Dolomitas contenían «incalculables miles de millones de toneladas» de magnesio, y la arcilla común de las zonas de Istria y del Gargano podía procesarse para producir aluminio. Mussolini ya se había convencido a sí mismo de que en Italia aún quedaba mucha chatarra por recuperar de las barandillas metálicas, las ollas y los cacharros, etcétera.86 Una de las estratagemas de Mussolini como presidente de aquellas reuniones consistía en abordar las cuestiones específicas para las que tenía respuestas, e ignorar los asuntos para los que no las tenía. Otra consistía en mostrar que dominaba mejor que nadie todos los datos pertinentes. Cuando el debate se centró en la autosuficiencia en productos alimenticios y textiles, el Duce abrumó a su audiencia con estadísticas sobre la producción de aceite de oliva, carne, pescado, celulosa, lana y muchas otras cosas, incluso llegando a decirles cuántas ovejas y cabras había en el país (diez millones). Daba igual que algunas cosas escasearan: la situación de la carne no era una verdadera preocupación dado que «veinte millones de italianos tienen la sabia costumbre de no comerla, y hacen muy bien». Otras carencias se podían solucionar muy fácilmente: el consumo de carbón podía reducirse por el procedimiento de reducir el número de trenes que lo usaban y de que cuando se detuvieran en las estaciones lo hicieran durante el plazo más breve posible.87 Si Mussolini pensaba que nadie iba a cuestionar el fundamento económico de la ilusoria realidad que estaba construyendo, se equivocaba. Cuando Giovanni Host-Venturi, ministro de Comunicaciones, le dijo a los presentes que Italia iba a necesitar importar 22 millones de toneladas de productos en 1940, Raffaello Riccardi, ministro de Cambios y Divisas, le dijo a los miembros de la Comisión que dejaran de hacer cálculos en aquel punto y hora, porque no tenían los pies en el suelo. Los estudios que se estaban analizando allí habían sido redactados por personas que aún vivían en el mundo anterior a 1914, «con libertad de circulación en el mar, abundantes medios de pago y [fuentes de] aprovisionamiento seguras».
¿Cómo iba a pagar Italia las importaciones que necesitaba? En el mejor de los escenarios posibles, el país todavía tenía que encontrar 2.245 millones de liras, mucho más de lo que se podría pagar utilizando todas las reservas de oro de Italia. ¿Y cómo proponían, le preguntó a los militares, importar siete millones de toneladas de combustibles líquidos en tiempos de guerra, cuando las tres vías de acceso al Mediterráneo iban a estar cerradas al tráfico? Se estaban sacrificando las exportaciones italianas en aras de la necesidad de cumplir los pedidos militares, los ingresos por turismo prácticamente habían desaparecido, y el dinero que enviaban los italianos desde el extranjero no era más que una gota en el océano. La única manera de intentar cuadrar el círculo era reducir todo lo que no era estrictamente necesario desde el punto de vista militar y reducir la demanda interna. Aníbal todavía no estaba a las puertas, le dijo Riccardi a los presentes, «pero ha traspasado el umbral».88 Badoglio ignoró las críticas específicas de Riccardi a los militares: «Tenemos esto que decirle al DUCE: si eso es lo que se quiere, eso es lo que necesitamos». Mussolini le contestó con la palabrería de rigor. Cuando la Comisión pasó a examinar la cuestión del norte de África, tuvo que afrontar otra enorme lista de carencias. La solicitud por escrito del mariscal Balbo no se andaba con miramientos al enumerar las cosas que necesitaba que se hicieran. Tenía 105.000 militares en activo —debía tener 170.000 pero las licencias y los permisos habían mermado la cifra— y le faltaban oficiales, armas modernas, sobre todo cañones anticarro y morteros, vehículos adecuados y acémilas, sin los que sus tropas no podían apartarse de las carreteras, y defensas antiaéreas. Tobruk, por ejemplo, solo tenía 20 piezas de 76 mm como protección. Se habían construido fortificaciones, pero les faltaba el equipamiento interior, cañones y munición. De los aproximadamente 400 aviones de Balbo, tan solo 240 estaban en orden de combate, y entre ellos había dos grupos de bombarderos SM-81 que estaban en las últimas. Si la cosa acababa en guerra, la colonia tenía combustible y munición de artillería para ochenta días, y munición de armas cortas para cien días. En caso de que se cumpliera todo su pedido, Libia sería capaz de organizar una defensa eficaz, de desbaratar las posibles ofensivas enemigas y de «pensar en la posibilidad de acciones ofensivas».89 Badoglio rechazó con cajas destempladas aquella lista: para poder darle a Balbo todo lo que pedía, habría que «desguarnecer completamente» Italia. Mussolini no tenía nada sustancial que ofrecer como
solución. Había que llenar los almacenes de algunas divisiones; a las fortificaciones aún les faltaban 74 torretas de acero; y dado que Italia poseía «los mejores cañones anticarro que existen actualmente en Europa», había que enviarlos a Libia lo antes posible. En conjunto, concluyó el Duce, las cosas no estaban demasiado mal y podían mirar el futuro «no digo con tranquilidad, pero sí con firmeza».90 La Comisión siguió adelante, a través de la espesura de la burocracia fascista, y acumulando facturas sobre la marcha: la Armada pedía 131 millones de liras para realizar mejoras básicas en sus bases de Tarento, Trapani, Pantelaria y Tobruk, y 160 millones de liras para terminar una base en Kisimaio (Somalia), y así abrir una ventana al océano Índico. Lo que salió a relucir durante aquella reunión tendría que haber activado las sirenas de alarma. Había que importar tres cuartas partes de las máquinasherramientas que utilizaba la industria aeronáutica. El hecho de que antes de la guerra Italia solo produjera máquinas-herramientas de uso general, y su dependencia de las máquinas-herramientas especializadas importadas de Estados Unidos y de Alemania iban a ser importantes «multiplicadores» que podían reducir sus capacidades manufactureras durante la guerra.91 No se habían hecho avances sustanciales en la reubicación de la industria italiana en el sur del país, fuera del alcance del poder aéreo enemigo. No había un plan propiamente dicho para la movilización de la agricultura en tiempos de guerra (como no tuvo más remedio que señalar el secretario de la Comisión). El ministro de Agricultura recibió el encargo de elaborar un plan lo antes posible. Durante el debate sobre los suministros alguien sugirió que era posible resolver los problemas llegando a acuerdos con los países neutrales, y sobre todo con Alemania, lo que exigía construir más buques de carga y más material rodante ferroviario. Posteriormente, HostVenturi dijo ante la Comisión que Italia necesitaba por lo menos otros 7.500 vagones de tren —otro gasto a añadir a la factura—. A veces se silenciaron cuidadosamente las señales de alarma. Si bien el duque de Aosta tenía ciertas dificultades con una rebelión que se estaba gestando en Etiopía, a la Comisión se le aseguró que la situación en el África Oriental italiana era excelente en general, y que la actividad política «respaldada por la fuerza militar donde sea necesario», estaba consiguiendo ganarse a los rebeldes.92 Al terminar la sexta y última sesión de la Comisión, que solo duró noventa minutos, Mussolini restó importancia a las preocupaciones de Riccardi por el dinero. Durante la guerra de Abisinia le habían dicho
innumerables veces que el barco se hundía, pero a finales de año seguía a flote sin duda alguna. Durante la tercera sesión, el Duce había expresado «grandes reservas» sobre si la primavera siguiente iba a haber una guerra terrestre entre Francia y Alemania. Él pensaba que Francia no estaría dispuesta a poner en peligro otra generación de hombres, y que los alemanes podían decirle: «Avanzad, os estamos esperando». Entonces Mussolini afirmó que los programas del Ejército no eran «disparatados» sino que se correspondían con los medios disponibles y con las posibilidades del país. Era preciso satisfacer las peticiones de las Fuerzas Armadas porque eran los mínimos requisitos necesarios, por debajo de los cuales Italia no podía permitirse descender. Por último, el Duce refrendó una petición del mariscal Graziani la tarde anterior: dar prioridad a la defensa de las fronteras italianas y fortificar todas las fronteras terrestres del norte de Italia. Giuseppe Bottai, que asistió a las sesiones en calidad de ministro de Educación, señaló posteriormente que nunca había visto tanto papel y tantos planes y previsiones sin que hubiera la mínima comprobación de si alguno de ellos se había cumplido realmente. Ahora todo el mundo se apuntaba a «una fecha mítica», entre finales de 1941 y comienzos de 1942. «Todo el mundo dice que estará preparado para esa fecha, si se les conceden los fondos».93 Una semana después de la reunión de la CSD, los militares se reunieron para debatir sus tareas. El cemento —para las fortificaciones que había ordenado Mussolini— era la máxima prioridad de su agenda. Eso requería carbón y, como señaló Favagrossa, muy pronto Italia podía ser totalmente dependiente del abastecimiento por tierra desde Alemania. El bloqueo aliado iba a cortar todos los suministros por mar procedentes de Rotterdam a partir del 1 de marzo, y los alemanes podían perfectamente decidir que el carbón procedente de Gran Bretaña era contrabando y hundir los barcos. Los militares no dedicaron mucho tiempo a los escollos económicos, y rápidamente pasaron al asunto de marcarse algunas prioridades. La frontera septentrional se llevaba la mayor parte del presupuesto, seguida de la frontera occidental y después la oriental, lo que sugiere que a todos ellos una gran Alemania les parecía una mayor amenaza a largo plazo que Francia. Más en general, había que conceder prioridad al armamento y a la munición para la infantería, a los carros de combate, a los vehículos, y a los cañones de 90 mm y su correspondiente munición. Lo que sobrara se
utilizaría para construir las fortificaciones fronterizas. No se destinaba nada más a Libia ni al Egeo. «Tienen lo que tienen», afirmó el general Soddu.94 Graziani quería saber cuándo, sobre la base de lo que estaba disponible en aquel momento, podían estar preparadas 60 divisiones. A principios de 1941, aunque sin existencias de reserva, le dijo Roatta. Favagrossa intentó una vez más obligar a los militares a que afrontaran la realidad económica. Aquello solo era posible si las fábricas realizaban dos turnos diarios de diez horas, y en caso de que Italia tuviera el triple de las materias primas de que disponía en ese momento. Si las fábricas seguían funcionando a su ritmo actual, haría falta el triple de tiempo. Cinco días antes, Favagrossa le había dicho a Mussolini que, incluso disponiendo de todas las materias primas necesarias, y realizando dos turnos diarios, harían falta por lo menos cuatro años para que las Fuerzas Armadas estuvieran preparadas para combatir durante un año.95 Los militares decidieron preparar las divisiones en bloques de diez. Se encontraban, como señalaba Roatta, en un círculo que no iban a poder cuadrar. Por el momento, el Ejército no tenía fuerza suficiente para librar una guerra ofensiva fuera de Italia, ni estaba lo bastante equipada para librar una batalla defensiva en campo abierto dentro del país. Por consiguiente, Italia necesitaba presentar batalla sobre la base de un sistema de fortificaciones. Estas tenían que discurrir a lo largo de la frontera, que a menudo no era precisamente un buen lugar para realizar obras defensivas. Y necesitaban economizar fondos, o por lo menos materias primas. Ahora, el principio rector conllevaba abandonar a su suerte a la Italia de ultramar. «Darles más resulta, en las actuales circunstancias, imposible», dijo Roatta. «Hay que concentrarlo todo en el continente».96 Las necesidades del Ejército eran colosales. Durante la segunda mitad de marzo, Soddu le facilitó a Mussolini las cifras del coste de preparar la totalidad de las 71 divisiones del Ejército. Eso requería 6.230 piezas de artillería, 2.000 cañones anticarro, 7.100 cañones antiaéreos, además de la munición y el transporte. La factura ascendía a unos 19.000 millones de liras. Mussolini aprobó el plan, supeditado a disponer de las materias primas necesarias. Ese no era el único obstáculo a la hora de alcanzar la producción prevista. En enero de 1940, la industria de armas cortas tan solo tenía el 13 por ciento de la capacidad necesaria para cumplir las necesidades estimadas, y a finales de 1942 tan solo sería capaz de alcanzar el 30 por ciento de la capacidad requerida. En abril, el gabinete de Favagrossa inició conversaciones con el principal fabricante, Breda, para
que aumentara al doble su producción de ametralladoras de medio calibre y al triple su producción de ametralladoras ligeras a partir de mediados de 1942. Desvistiendo a un santo para vestir a otro, a Breda le suministraron unas máquinas-herramientas que iban destinadas a otras empresas. Por su parte, Breda puso como condición que le hicieran pedidos por un importe cuatro veces mayor del armamento que necesitaba el Ejército. Al final, Breda alcanzó la producción prevista.97 En qué momento Mussolini iba a hacer su jugada —y también cuál sería esa jugada— dependía no tanto del estado del armamento italiano ni del estado de preparación militar, sino más bien de lo que hicieran los alemanes. Y ahí solo cabía hacer conjeturas. Como le decían los generales alemanes a sus homólogos italianos, Hitler era el que tomaba las decisiones, y ni siquiera ellos sabían lo que podía venir a continuación. Al empezar el nuevo año, daba la impresión de que el mal tiempo era lo único que estaba retrasando una ofensiva alemana contra Bélgica y Holanda; que ahora se antojaba imposible una solución pacífica con Gran Bretaña; y que, en palabras del general Franz Halder, «una gran batalla parece inevitable». El alto mando alemán parecía vacilante e inseguro. La única certeza era que había que evitar una guerra larga, y que por consiguiente los alemanes debían tomar la iniciativa98 Un mes más tarde, parecía que Hitler estaba considerando la posibilidad de posponer la ofensiva aérea y terrestre contra Francia, temida desde hacía tiempo, y lanzar primero una ofensiva aeronaval contra Gran Bretaña. También corrían rumores de una intervención de Alemania en los Balcanes, en combinación con una posible invasión soviética de la región de Besarabia.99 A principios de marzo, en vísperas de la reunión de Mussolini y Hitler en el Paso del Brennero, el general Marras se reunió con Kurt von Tippelskirch, miembro del Departamento de Operaciones del OKW. Von Tippelskirch veía indicios de que los Aliados estaban perdiendo la fe en un largo bloqueo como estrategia para ganar la guerra, y que a lo mejor estaban revisando su actitud hasta entonces intransigente. Hitler podía volver a posponer el lanzamiento de la temida ofensiva, en parte porque el terreno no estaba en condiciones. En cuanto a Italia, el consejo del general alemán era que el teatro alpino estaba erizado de problemas y que lo mejor era llevar a cabo las principales operaciones en el norte de África, aunque la guerra en las dos fronteras de Libia probablemente requeriría una fuerza de 30 divisiones. Otra posibilidad era que Italia optara por invadir Grecia.100
Lo que iban a hacer los italianos en caso de guerra, y dónde, eran cuestiones aún sin resolver del todo. La obstinación de Mussolini en llevar él solo las riendas de los asuntos políticos —y por consiguiente la elaboración de una estrategia— era un freno para el avance. Lo mismo ocurría con el empeño de Badoglio en guardar las distancias con el aliado de Italia. No todo el mundo estaba contento con la situación. A pesar de haber sido desairado personalmente por Hitler el otoño anterior, cuando el Führer no le permitió ver los planes de Alemania para las defensas del Westwall (la Línea Sigfrido) alegando que ese tipo de información militar confidencial solo podía darse a los aliados reales en tiempos de guerra, Roatta se aseguró de que los alemanes supieran, en vísperas de la conferencia del Brennero, que existía otro punto de vista respecto a la asociación militar de Italia con Alemania. Ahora lo que hacía falta era un acuerdo sobre los preparativos para una conducción compartida de la guerra. Mussolini estaba dispuesto a ponerse de parte de Alemania en el momento que una intervención de Italia le resultara útil a Berlín. Roatta opinaba que ya era hora de poner fin a la injustificada falta de confianza en su aliado de que estaban haciendo gala los alemanes.101 Pues al final no fue así. En los círculos militares alemanes ya estaba arraigando la idea de que los italianos no eran capaces de guardar un secreto, y de que la Wehrmacht no iba a tratarles de igual a igual.102 El 18 de marzo de 1940, Mussolini y Hitler se reunieron en el Paso del Brennero. El Führer afirmó que los destinos de Italia y Alemania estaban «indisolublemente ligados». Después le ofreció al Duce una larga explicación de por qué había atacado Polonia, y otra, menos prolija, de por qué había firmado un pacto con Stalin. Aunque Hitler no le dio a Mussolini ningún indicio claro de lo que iba a hacer a continuación, sí insinuó que había nuevas operaciones militares en camino. Alemania estaba aprovechando la «aparente inactividad del frente» que le habían impuesto unas condiciones meteorológicas adversas para preparar a sus tropas y maximizar la producción de armamento y de munición. El único consejo concreto que dio fue que no intentara ningún tipo de revisionismo en los Balcanes, porque podía tener unas consecuencias incendiarias.103 Mussolini reiteró que estaba dispuesto a intervenir en la guerra en el momento que Alemania creara «una situación favorable», idealmente en el plazo de tres o cuatro meses, cuando ya estarían en servicio los dos nuevos acorazados de Italia, o, si la contienda resultaba ser una guerra larga, en el momento en
que la intervención pudiera ser «de verdadera ayuda» para Alemania. Hitler sugirió que, cuando llegara ese momento, en vez de atacar a los franceses en los Alpes, los italianos debían atacar la cuenca alta del Rin con veinte divisiones.104 A Mussolini aquella «Guerra de Broma» le pareció una época prometedora. Ambos bandos se estaban debilitando por los golpes del otro, y cuando ambos estuvieran exhaustos, él podría aprovechar la oportunidad y apuñalar a ambos por la espalda, o por lo menos de eso se jactaba ante su amante, Claretta Petacci. El único detalle molesto era que, como la URSS se mantenía al margen de la refriega, el ganador en última instancia podía ser el bolchevismo. Cuando Alemania volviera a atacar, Mussolini estaba convencido de que iba a poder ganar la guerra rápidamente, pero ese momento todavía no parecía cercano. Dos semanas después de reunirse con Hitler, el Duce resumía la situación estratégica. No iba a haber una paz de compromiso, porque las democracias nunca podrían aceptarla. Gran Bretaña y Francia no iban a atacar la Línea Sigfrido alemana; por el contrario, pasarían a la contraofensiva en el mar y en el aire, buscando estrechar su bloqueo contra Alemania. A menos que tuviera la «certeza matemática de una victoria aplastante», o que no viera otra forma de seguir adelante, Alemania no debía intentar una ofensiva terrestre contra Francia, ni contra Bélgica, ni contra Holanda. Ya había asegurado sus objetivos de guerra y no tenía necesidad de atacar. De hacerlo, corría el riesgo de sufrir contratiempos y una crisis interna. Por el contrario, Alemania debía concentrarse en resistirse al bloqueo. Italia acabaría entrando en la contienda, pero dado que no podía librar una guerra larga, era preciso postergar su entrada lo más posible, de manera «compatible con el honor y la dignidad», a fin de que su intervención pudiera decantar el desenlace. Las acciones militares solo se definían vagamente, y no parecían estar ancladas a ningún objetivo político claro. Las posiciones defensivas por doquier, salvo en el caso «inverosímil» de una derrota total de Francia, eran la consigna del Ejército. No obstante, Italia podía ir pensando en una ofensiva contra Yugoslavia en caso de un derrumbe interno del país. Cuando finalmente Italia entrara en la guerra, iba a haber ofensivas en África Oriental contra Kassala, al norte, y contra Yibuti, al sur. La aviación pasaría a la ofensiva o estaría a la defensiva «dependiendo de los frentes y de las iniciativas del enemigo». La Armada debía pasar a la ofensiva «de un extremo a otro en el Mediterráneo y más allá».105
La cuenta atrás El 6 de abril de 1940, el general Alfred Jodl, jefe del Departamento de Operaciones del OKW, le comunicó al general Marras que los alemanes querían consolidar la reunión del Brennero con acuerdos sobre operaciones. La guerra iba a decidirse en Francia. Teniendo en cuenta que Italia no quería afrontar una guerra larga, y que por consiguiente su intervención solo podía producirse después de que Alemania le asestara un golpe mortal a las fuerzas franco-británicas, ¿estarían los italianos dispuestos a enviar, digamos, 20 divisiones a la cuenca alta del Rin para combatir en el flanco izquierdo alemán? Jodl sugería que las fuerzas italianas podrían entrar en acción «hacia el principio del verano».106 Dos días después, al tiempo que los alemanes invadían Dinamarca y Noruega, Badoglio convocó a los jefes de Estado Mayor y les dijo que Italia podía intentar emprender operaciones ofensivas únicamente cuando sus enemigos estuvieran en una situación de colapso total. Hasta entonces, la consigna era una posición defensiva en todos los frentes. Había que guardar las distancias con los alemanes para evitar que arrastraran a Italia a hacer cosas que Mussolini no quería, o que le presionaran para intervenir cuando todavía no estuviera preparado para ello. Badoglio comunicó a los jefes militares que a todos los efectos debían estar preparados para cualquier cosa menos para colaborar con los alemanes. La tarea de objetar que resultaba difícil elaborar planes operativos sin una idea clara de cuáles podían ser el enemigo o enemigos recayó en el general Francesco Pricolo, jefe del Estado Mayor del Aire. «Eso», le dijo Badoglio a sus jefes de Estado Mayor, «es una consecuencia de la singular situación en la que nos encontramos».107 En el resumen de la reunión que redactó para Mussolini, Badoglio le advertía de que el Estado Mayor del Ejército seguía el camino de negociar acuerdos con los alemanes, «algo que en síntesis considero perjudicial, dada la extrema delicadeza del momento, que requiere que se os conceda una completa libertad de acción». En lo referente a las futuras operaciones, las Fuerzas Armadas no iban a estar dispuestas realizar un esfuerzo decisivo en ningún teatro aunque hubieran terminado sus preparativos. Únicamente en caso de que los alemanes emprendieran «una acción enérgica», que lograra aplastar a las fuerzas del enemigo, resultaría ventajosa una intervención de Italia, y esa posibilidad no parecía probable ni en tierra y en el mar.108
La invasión de Dinamarca y Noruega por Alemania el 9 de abril de 1940 comprimió espectacularmente las escalas de tiempo. Mussolini había dedicado más de tres años a prepararse para librar la guerra de Etiopía. Ahora se veía arrastrado a la acción por unos acontecimientos sobre los que no tenía ningún control. «En un momento dado», le dijo el Duce a Claretta Petacci dos días después, «nos encontraremos ante el dilema: que nos estrangulen o entrar en la guerra».109 En Roma, el general von Rintelen le planteaba a Italia estas tres opciones: apoyar el flanco izquierdo alemán en el ataque contra Francia, que era lo que prefería el OKW con diferencia, atacar a Francia en el frente de los Alpes, o atacar en Libia. El mariscal Graziani no estaba dispuesto a autorizar ninguna de las tres. Una ofensiva en Libia resultaba imposible sin los carros de combate, los automóviles blindados y la artillería de Alemania; y enviar ese material por anticipado sin duda desencadenaría un conflicto de forma prematura. La ofensiva alpina era más fácil de preparar, porque era exclusivamente italiana, pero abrirse camino y después penetrar hasta el otro lado de las montañas resultaba «notablemente más difícil» que combatir en el flanco izquierdo alemán. Sin embargo, esa ofensiva requería asegurarse de la neutralidad de Yugoslavia, así como conseguir carros de combate y cañones alemanes. Había que fortalecer todas las defensas de Libia y de los Alpes, y eso requería unas materias primas que solo podía suministrar Alemania y, en el caso del norte de África, también automóviles blindados y carros de combate medianos. Si llegaba la guerra, Alemania tendría además que suministrar materias primas para contribuir a reponer lo consumido por Italia.110 Ante lo que parecía un aumento de la atención de las fuerzas navales franco-británicas en el Mediterráneo, Cavagnari no dudó ni un momento en alertar al Duce de la lamentable situación de la Armada. El control de Italia sobre el canal de Sicilia ya carecía de valor, pues los británicos y los franceses ya habían desplegado sus tropas en el norte de África, y por consiguiente no necesitaban transitar por el Mediterráneo. La Armada tampoco podía hacer gran cosa en el Atlántico, al que no podía acceder, y donde carecía de bases. La ausencia de tráfico mercante en el Mediterráneo implicaba que la guerra submarina no tendría demasiado efecto. Las Armadas aliadas, por otra parte, tenían un amplio margen de superioridad. Si optaban por pasar a la ofensiva a fin de neutralizar rápidamente a Italia, el enfrentamiento decisivo podía producirse muy pronto, «con ingentes
pérdidas por nuestra parte». Mussolini había ordenado a la Regia Marina que pasara a la ofensiva «de un extremo a otro», pero no se había definido ningún objetivo estratégico. Sin un objetivo concreto, y sin la mínima posibilidad de derrotar a las fuerzas del enemigo, entrar voluntariamente en la guerra «no parece justificado». Pasara lo que pasara, le dijo Cavagnari a Mussolini, las cosas iban a acabar mal. Era muy probable que las pérdidas en la Armada fueran cuantiosas, y que Italia llegara a la mesa de negociación de la paz sin su Armada o bien sin su Fuerza Aérea.111 Mussolini no estaba de humor para escucharle. Unos días antes de recibir el sombrío pronóstico de Cavagnari, el Duce le había asegurado a Hitler que su Armada estaba preparada. ¿De qué servía construir 600.000 toneladas de buques de guerra, exclamó, si Italia no aprovechaba aquella oportunidad de enfrentar sus fuerzas contra los británicos y los franceses?112 Badoglio le aconsejó a Mussolini en contra tanto de la opción del Rin —«tendríamos un papel de segunda»— como de la opción de Libia. No «excluía del todo» una posible acción en los Alpes en un futuro: sería un teatro difícil, pero una fuerte presión en esa zona obligaría a los franceses a detraer de los campos de batalla del norte unas fuerzas de considerable tamaño. De una cosa estaba seguro Badoglio: de que no había que concederle la iniciativa estratégica a Alemania. Se había adelantado tres años. «Es indispensable», le dijo a Mussolini, «que Vos, Duce, tengáis la completa libertad de elegir el momento y la dirección de nuestra intervención».113 Entonces los alemanes hicieron un último intento de amoldar la estrategia de Italia a sus propios fines. El 4 de mayo, seis días antes de que Alemania iniciara su ataque en el oeste, el general CarlHeinrich von Stülpnagel, el segundo de Halder, volvió a sugerir que, dado que una operación en Libia ya no era una posibilidad viable, y que los Alpes eran un escenario difícil, tal vez los italianos podían considerar la posibilidad de enviar veinte divisiones a la frontera occidental de Alemania.114 En aquel momento Mussolini estaba preocupado por Libia, donde 130.000 italianos se enfrentaban a una cifra estimada de 314.000 soldados franceses en Marruecos, Argelia y Túnez, y a otros 100.000 soldados británicos en Egipto. Era preciso cerrar todas las puertas en todos los sectores, le dijo Badoglio a los jefes de Estado Mayor. Encontraron otros 8.000 hombres para enviar a Libia, pero no más camiones, ni carros de combate, ni cañones. «Es inútil que me enviéis miles de hombres», se
quejaba Balbo a Mussolini, «si después no podemos proporcionarles los medios indispensables para desplazarse y combatir».115 A partir del 8 de mayo ya había indicios claros de que el avance alemán era inminente, y «fuentes fiables» informaban de que era segura una ofensiva en el oeste en el plazo de pocos días.116 Dos días después, cuando Alemania atacó a Francia y a Bélgica, avisando a Mussolini con tan solo unas horas de antelación, la atención estratégica del Duce se volvió hacia el este. Como sus dos principales asesores militares, Soddu y Badoglio, estaban convencidos de que la Línea Maginot era infranqueable —por lo menos a corto plazo— la primera idea de Mussolini fue atacar Yugoslavia. «Hay que estrechar los tiempos», le dijo a Ciano.117 Efectivamente, Mussolini tenía motivos para preocuparse por la situación en los Balcanes, donde hacía tiempo que su objetivo era la hegemonía de Italia. Los croatas, deseosos de independencia, daban muestras de acercamiento al bando alemán, las ambiciones de Alemania de convertir los Balcanes en la base avanzada para su «espacio vital» eran motivo de preocupación, y se rumoreaba que Alemania le había prometido a Hungría una salida al Adriático si se incorporaba a la guerra. Los informes apuntaban a que Yugoslavia tenía medio millón de hombres armados y a que su animadversión por Italia iba en aumento.118 Tres días después, Mussolini cambió de opinión. Ya no pensaba en empuñar las armas contra Yugoslavia, que a su juicio era «un recurso humillante», y volvió a su anterior plan estratégico de atacar a Inglaterra y a Francia en el aire y en el mar. «Antes de que acabe el mes declaro la guerra», le dijo a Ciano.119 Entonces el general Favagrossa intentó por enésima vez dejarle clara al Duce la desastrosa situación económica de Italia. Si dejaba de llegar chatarra desde el extranjero, la producción de acero actual, 130.000 toneladas al mes, que a duras penas bastaban para satisfacer las necesidades nacionales, solo estaba garantizada durante tres meses. Había existencias de cobre para seis meses, Italia vivía de mes en mes en lo relativo al estaño, y la situación del níquel era «muy grave» y amenazaba con empeorar a «trágica». Las existencias de aluminio eran la mitad de lo que se necesitaba. Los Aliados bloqueaban los cargamentos de plomo procedentes de Estados Unidos y de España, y los suministros desde Yugoslavia, la otra fuente principal, llegaban más despacio de lo previsto. La lista era interminable. La inevitable consecuencia de la situación era que la producción de munición no alcanzaría su objetivo hasta la primera mitad de 1942.120
Mussolini no le escuchaba. Los trascendentales acontecimientos que se estaban desarrollando en el oeste lo cambiaban todo. Después del hundimiento de Francia en el frente del Mosa, de la retirada a Bélgica de la Fuerza Expedicionaria británica, y del pánico generalizado en París, Mussolini enumeró sus motivos para entrar en guerra ante un grupo de fieles del Partido Fascista en Trieste. Si Italia se mantenía al margen de la guerra, la paz se haría sin ella, y el país decaería al estatus de «nación de segundo orden». Eso era algo que el Duce nunca consentiría. Si el pueblo italiano no cumplía lo firmado en el Pacto de Acero, «el juicio del mundo contra nosotros sería inexorable». La guerra ya estaba a las puertas de Italia. No podía mantenerse al margen.121 Dos días después Mussolini le dijo al embajador de Estados Unidos, William Phillips, que Italia no podía permanecer ausente en un momento en que se estaba decidiendo el futuro de Europa, y en sendas cartas que envió ese mismo día a Franklin D. Roosevelt y a Winston Churchill les decía más o menos exactamente lo mismo que le había dicho a los jerarcas fascistas de Trieste.122 El 20 de mayo las unidades pánzer llegaban al canal de la Mancha. El día anterior Mussolini le había dicho a Hitler que iba a recibir importantes noticias desde Roma en los días siguientes. Ahora los acontecimientos le obligaban a decidir cuándo y dónde empezar a combatir. Ciano tenía una respuesta. Mussolini convocó al general Geloso el 23 de mayo por la tarde y le dijo que Italia probablemente iba a entrar en combate en el plazo de dos o tres semanas, y que el objetivo era Grecia, que se estaba convirtiendo en una base aeronaval de los franceses y los británicos, y que había que eliminarla. ¿En qué punto, preguntó Ciano, había que atacarla? En Salónica, que aislaría a Grecia de Turquía, junto con algunas operaciones menores en Epiro, fue la respuesta. Geloso consideraba que podía hacerse con siete u ocho divisiones, dos motorizadas y una acorazada, más otras tres para guardar la frontera con Yugoslavia y para mantener el orden dentro del país. Para lograrlo, la campaña tenía que empezar cuando todo estuviera preparado, y a continuación había que llevarla a cabo «con gran rapidez». Iba a necesitar un importante apoyo de la Fuerza Aérea.123 Graziani le envió un largo memorándum a Mussolini, no sin antes explicarle al Duce que lo hacía motivado por el hecho de que, si bien hasta hacía poco parecía que la guerra no llegaría hasta la primavera de 1941, el momento de la intervención aparentemente se había «adelantado considerablemente». El Ejército podía movilizar 75 divisiones. Entre las
dos divisiones acorazadas tan solo disponían de 70 carros de combate medianos M 11, pues el resto eran tanques ligeros, y no contaban con vehículos pesados ni automóviles blindados. Las divisiones de infantería tan solo tenían tres quintas partes del número de cañones que tenían las divisiones francesas, y la entrada en servicio de los nuevos cañones de 75 mm, 149 mm y 210 mm no estaba prevista hasta finales de aquel año. En toda Italia tan solo había 152 cañones antiaéreos, en su mayoría de los tiempos de la Primera Guerra Mundial. El Ejército tenía casi 8.000 camiones menos de los que necesitaba para movilizarse, y tan solo disponía de combustible para entre siete y ocho meses, cuando necesitaba reservas por lo menos para un año. Dada su falta de blindados y de equipamiento moderno, el Ejército italiano no estaba en condiciones de llevar a cabo una campaña como la que habían realizado recientemente los alemanes en Polonia. Podía librar una guerra estática, pero «no está en condiciones de operar en movimiento».124 «Si tuviera que esperar a que el Ejército estuviera preparado», le decía un exasperado Mussolini, con el memorándum de Graziani en la mano, al general Rossi, «tendría que esperar años para entrar en la guerra, pero tengo que entrar ahora. Haremos lo que podamos».125 La evacuación de Dunkerque comenzó el 26 de mayo. Tres días después Mussolini convocó una junta de jefes de las Fuerzas Armadas y les dijo que iba a entrar en la guerra en algún momento a partir del 5 de junio. Esperar quince días o un mes no iba a mejorar las cosas, y se corría el riesgo de darle a Alemania la impresión de que los italianos llegaban «con todo hecho». Unirse a los alemanes cuando el riesgo era mínimo no beneficiaría en nada a Italia cuando llegaran las negociaciones de paz. Las operaciones iban a comenzar por aire y por mar, pero no por tierra, donde «no podríamos hacer nada espectacular» —aunque algo se podía hacer en la frontera oriental contra Yugoslavia—. El informe de Graziani sobre las carencias del Ejército se dejó a un lado: la situación no era «ideal pero sí satisfactoria». Francia se tambaleaba, pero aún se mantenía en pie, por lo que Mussolini le aseguró a sus centuriones que «no es nuestra costumbre moral golpear a un hombre que está a punto de caer».126 En Italia, la población en general se preparaba para lo que ya parecía una guerra inevitable. La invasión de Noruega por Alemania había provocado una oleada de temor generalizado, que se convirtió en admiración por la maquinaria de guerra alemana cuando comenzó el ataque contra Francia.
Era una admiración superficial. La empatía hacia Bélgica y Holanda avivaba un persistente sentimiento antialemán. La llamada a filas de los reservistas provocó alarma y angustia, al tiempo que la gente esperaba a que ocurriera lo que ya parecía inevitable. Las penurias económicas empezaban a hacerse sentir, la escasez de materias primas era cada vez más evidente, y existía preocupación por la efectividad de las Fuerzas Armadas italianas. El Gobierno organizaba manifestaciones «populares» en un intento de recrear los denominados «días radiantes» de 1915 que condujeron a la intervención de Italia en la Primera Guerra Mundial, pero solo Cerdeña y algunas zonas del sur estaban a favor de entrar en la guerra en el bando de Alemania. A medida que la campaña de la Blitzkrieg en el frente occidental se extendía por Francia, los agentes de la policía informaban de que entre la gente había expectativas de que la guerra fuera corta y los sacrificios limitados, y un sentimiento generalizado de que Italia tenía que entrar en la contienda para poder sacar algo de ella. Dunkerque vino a consolidar la sensación de que Alemania era invencible. Una sensación de fatalismo se mezclaba en el fuero interno de la gente con las esperanzas, avivadas por la prensa fascista, de unas conquistas rápidas y a bajo precio que produjeran grandes ventajas industriales y comerciales.127 El día que Mussolini comunicó a los jefes militares la noticia de que Italia iba a entrar en guerra, Cavagnari, que al parecer ya lo sabía desde hacía cuatro días, emitió sus órdenes generales para una guerra en el Mediterráneo. Esperaba «acciones intensas e inmediatas» por parte de las flotas británica y francesa para «mermar nuestra capacidad de resistencia». Había muchos escenarios posibles, y todos ellos podían producirse: combates contra unidades móviles en el canal de Sicilia, bloqueo de las rutas marítimas e intercepción de los suministros a las posesiones de ultramar, bombardeos desde el aire y desde el mar contra Tobruk, Trípoli, las ciudades costeras de Sicilia y Liguria, y el uso de cualquiera de esas opciones para atraer a la flota italiana de alta mar a un combate en circunstancias adversas. La flota tenía la misión de realizar acciones ofensivas o contraofensivas en el Mediterráneo central para impedir la confluencia de unidades enemigas desde el Mediterráneo oriental y occidental, actuar con fuerzas ligeras y «medios insidiosos» (lanchas torpederas o torpedos humanos) contra las bases y las líneas de comunicación enemigas, proteger las líneas de comunicación con Libia, Albania y las islas del Egeo, y aprovechar cualquier oportunidad de
enfrentamiento en condiciones de superioridad o paridad de fuerzas. Los acorazados solo debían entrar en acción cuando ese tipo de combates pudieran tener lugar más cerca de las bases italianas que de las bases enemigas, y únicamente en caso de que no se reforzaran significativamente las fuerzas del enemigo en el Mediterráneo.128 En una carta a Hitler del 30 de mayo, Mussolini informaba a su aliado de la fecha escogida por él —el 5 de junio— pero le ofrecía la posibilidad de posponer la entrada de Italia en la guerra si ello encajaba mejor con los planes del Führer. Tenía aproximadamente 70 divisiones «en un buen estado de eficiencia» para aportar a la refriega, y disponía de personal para poner otras 60 divisiones en el campo de batalla, pero no de los medios para equiparlas. La Regia Marina y la Regia Aeronautica ya estaban en pie de guerra. Cuando Hitler le preguntó de forma deliberada a Dino Alfieri, el portador de las noticias del Duce, cuáles eran realmente los planes de Italia, dicen que el nuevo embajador italiano (que había relevado a Attolico el 16 de mayo) se tragó la lengua. «Estaba claro que no tenían absolutamente ningún plan serio», despotricaba después el Führer. Efectivamente, a los alemanes les venía mejor que se pospusiera tres días la entrada de Italia en la guerra. Así la Luftwaffe tendría tiempo para dejar fuera de combate las bases aéreas francesas antes de la segunda y última fase del aplastamiento de Francia.129 Badoglio volvió a convocar a los jefes de las Fuerzas Armadas y ordenó que el Ejército estuviera preparado para repeler cualquier ataque de Francia a través de los Alpes occidentales. Cavagnari informó de que la flota ya estaba formada. El almirante esperaba instrucciones de Mussolini sobre cuándo y cómo desplegar sus 83 submarinos. Aparentemente, muchas cosas dependían de la Regia Aeronautica: Badoglio quería que los aviadores de Pricolo estuvieran preparados para abortar cualquier posible incursión de la aviación francesa a través de la frontera occidental y de los carros de combate enemigos que cruzaran las fronteras occidental y oriental de Libia. El jefe del Estado Mayor del Aire señaló que hasta entonces parecía que la operación más probable iba a ser contra Yugoslavia. El momento de entrar en cuestiones operativas aún no había llegado, le dijo Badoglio. «Me habría gustado saber desde ya qué operaciones me ordenarán con mayor probabilidad», comentó secamente Pricolo. Badoglio le respondió hablando sin parar de la dirección —o de su falta— que iba a tener la inminente guerra de Italia. No se iba a ordenar ninguna acción que no se hubiera
estudiado previamente. «Reuniré a los jefes de Estado Mayor y veremos lo que puede hacerse».130 La reunión tan solo había durado cuarenta y cinco minutos. Al día siguiente, el mariscal Balbo, muy preocupado, le dijo a Mussolini que si Italia entraba en la guerra contra Francia, las tropas francesas estarían en Trípoli al cabo de diez días. Mussolini le contestó sin miramientos que si se perdían las colonias, se recuperarían con una victoria en Europa.131 Hubo intentos de última hora para que el caudillo no diera la orden. Badoglio esperaba que el acto final en la guerra contra Francia durara más que las seis o sietes semanas que calculaban los alemanes. Eso, le dijo el general a Mussolini, concedería a los italianos tiempo suficiente para intervenir «sin quedar como unos cuervos». En aquel momento su mayor preocupación no era específicamente la debilidad de las Fuerzas Armadas italianas, que ya era considerable de por sí: tan solo podían considerarse «completas» 22 de las 71 divisiones, pero aún les faltaba una tercera parte de su dotación completa de camiones; 30 divisiones eran «eficientes», pero les faltaba gran parte de los morteros de 81 mm y de los cañones de 47 mm que supuestamente debían tener, y las 19 restantes estaban «incompletas»; tan solo 169 de las 9.130 piezas de artillería de pequeño calibre y de las 4.385 piezas de medio calibre eran armas modernas.132 Lo que más le preocupaba a Badoglio era la situación en Libia, donde Balbo iba a necesitar todo el mes de junio para poner en posición los medios necesarios para llevar a cabo «una resistencia honrosa».133 Entonces intervino Favagrossa. El Ejército solo tenía munición de ametralladora y de artillería para entre cuarenta y sesenta días de combates —basándose en unas estimaciones de consumo que ya durante la Guerra Civil española habían demostrado ser demasiado bajas—. Si Italia entraba en guerra ahora, las fábricas de munición podían producir cada mes cartuchos de ametralladora para diez días, proyectiles de artillería ligera de campaña para siete días, y munición para artillería media para un día y medio. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, esas cifras podían triplicarse.134 El gabinete de Badoglio pensaba que su jefe había logrado convencer a Mussolini, y que Italia no iba a entrar en guerra hasta el mes de julio. Esa ilusión solo duró veinticuatro horas. El 2 de junio, Mussolini le dijo a Hitler que iba a declarar la guerra ocho días después, y que los combates comenzarían al día siguiente. Quería intervenir directamente, pero solo con una fuerza simbólica. Antes del comienzo de la guerra, Mussolini le había
pedido a su gabinete que elaborara un resumen de unos planes de Italia, de antes de 1914, para enviar un ejército al Rin a combatir junto a los alemanes, y ahora le ofrecía a Hitler un par de regimientos de bersaglieri para la segunda fase de su campaña de Francia.135 En vez de enviar media docena de batallones de infantería, Graziani y Roatta, partidarios de una cooperación estratégica más estrecha con Alemania, consideraban que era mejor enviar las divisiones motorizadas Trento y Trieste. Ambas, bien equipadas y bien formadas, a diferencia de la mayor parte del resto del Ejército italiano, podían sacar provecho de la densa red de carreteras del norte de Francia. Badoglio le trasladó la sugerencia a Mussolini.136 Roatta dio la orden a los planificadores del Ejército de que estudiaran ofensivas en distintos sectores y a diferentes cotas de los Alpes franceses. En el Palacio del Quirinal, Víctor Manuel III evaluaba las alternativas que tenía ante sí como jefe del Estado. Si se negaba a firmar el decreto de guerra, habría una guerra civil, los alemanes podían invadir el país, lo que desencadenaría una guerra europea. Si abdicaba, habría guerra de todas formas. Si el Eje perdía la guerra, la monarquía regresaría pero sin que le quedara el mínimo atisbo de respeto. Si firmaba y no decía nada, Italia, ganara o perdiera, se convertiría en una república y sería el fin de la monarquía.137 Daba la impresión de que la Corona no podía ganar. Mientras tanto, la maquinaria propagandística fascista se puso a trabajar a toda marcha. Relazioni Internazionali, el boletín oficial de política exterior fascista, hacía sonar las campanas patrióticas. Aquella iba a ser «la guerra de independencia suprema»,******** aunada en su espíritu con el de los soldados que habían defendido Italia a orillas del Piave en noviembre de 1917 tras el desastre de Caporetto. Alessandro Pavolini, ministro de Cultura Popular, movilizó a la prensa para que transmitiera el mensaje de que aquella iba a ser «una guerra dinámica, rápida, de calidad» y, por consiguiente, distinta de otras guerras del pasado.138 Cuando solo faltaban dos días para el comienzo de la guerra, Badoglio explicó cómo iban a gestionarse las cosas. Mussolini, en calidad de comandante supremo de las Fuerzas Armadas, en virtud de la autoridad que le había otorgado el rey, ejercía su poder a través del jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas. Badoglio iba a mantenerle al corriente de la situación día a día y de las posibilidades operativas; iba a recibir las órdenes del Duce, así como las directrices generales para la conducción de la guerra, y a convertirlas en directrices estratégicas y operativas para los
jefes de Estado Mayor de los tres Ejércitos. Después Badoglio seguiría el desarrollo de las operaciones sobre el terreno, interviniendo en caso necesario «para garantizar el empleo coordinado y a tiempo de las Fuerzas Armadas». Badoglio le recordaba contundentemente a los jefes que ellos ejercían el mando de sus respectivas armas únicamente en calidad de jefes de Estado Mayor y no de comandantes supremos. Para garantizar un estrecho contacto con ellos, Badoglio se comprometía a celebrar frecuentes reuniones e intercambios de ideas. En síntesis, le dijo a los jefes, todo se reduce a «un concepto unitario y totalitario del mando», ejercido personalmente por el Duce.139 El Estado Mayor de la Armada, que ahora pasaba a denominarse Supermarina, emitió sus propias ordenanzas operativas. Iba a enviar las directrices generales para la conducción de la guerra naval, órdenes operativas generales, y órdenes para las operaciones especiales, difundir información sobre los movimientos de los buques italianos y enemigos, y asegurar la intervención de la Fuerza Aérea donde y cuando fuera necesario.140 Cavagnari tenía la intención de atar corto a sus almirantes de alta mar. El 5 de junio volvieron a reunirse los jefes de Estado Mayor —esta vez durante cincuenta minutos— para que les confirmaran sus órdenes preliminares. No había que emprender ninguna acción contra Francia, que dos días antes había dado garantías de que no tenía intención de lanzar un ataque relámpago contra Italia, pero sí se contemplaban acciones contra los británicos en el Mediterráneo. No se dijo gran cosa sobre cuáles podrían ser esas acciones. A Pricolo le advirtieron de que podía emprender ataques aéreos contra Malta y Alejandría, pero que había que dejar en paz a Gibraltar hasta que se consultara al Duce. Los jefes recibieron instrucciones de empezar a estudiar la posibilidad de un desembarco en Malta. Hubo debates de todos los colores, como solía ocurrir bajo la presidencia de Badoglio, hasta que él mismo zanjó el asunto con el reconfortante comentario de que se había hecho todo lo que se podía hacer.141 Las órdenes que Pricolo cursó a sus aviadores tres días después no iban exactamente en la misma línea con lo que le habían dicho que hiciera. A menos que le ordenaran lo contrario, Pricolo tenía intención de dirigir las primeras acciones ofensivas contra las bases enemigas en Túnez, en Córcega, en Malta, y en la cuenca del Ródano-Saona. Estos últimos eran los objetivos más valiosos y por consiguiente los más importantes. El ataque debía comenzar con las primeras luces utilizando todos los aparatos
disponibles. A partir de ahí, cada grupo de bombarderos debía mantener por lo menos un escuadrón cargado de munición y preparado para una acción inmediata contra las unidades navales enemigas. El modelo a seguir eran los ataques audaces y perfectamente coordinados de la Fuerza Aérea alemana. Incluso podía mejorarse el modelo, le dijo Pricolo a sus aviadores, porque «la calidad, el arrojo, la valentía y la pericia, y la dedicación incondicional al deber de los aviadores de la Italia fascista nunca han sido inferiores a los de cualquier otra Fuerza Aérea.142 ******** Una alusión a las tres guerras de Independencia del Risorgimento (1848-1870), que culminaron con la proclamación del Reino de Italia (N. del T.).
3. PRIMEROS MOVIMIENTOS
E
n 1940, cuando llegó la guerra, el Ejército italiano ya tenía setenta años de experiencia en planificación, tanto a la hora de defender la frontera con Francia como de atacar al otro lado de ella. Ya desde antes de la Primera Guerra mundial, las misiones de reconocimiento del Estado Mayor habían examinado los pros y los contras de llevar tropas a través de los estrechos valles y las montañas que discurren a lo largo de la frontera, y los comandantes de distrito locales habían elaborado planes de acción en sus respectivos sectores del frente. Durante todo el año anterior a la guerra, algunas de las cabezas más prometedoras de las Fuerzas Armadas examinaron el problema de conseguir cruzar los Alpes y llegar hasta el Ródano. Tras evaluar las posibilidades de media docena de rutas a través de las montañas, optaron por las dos rutas más al sur, la primera por la Corniche de la Costa Azul, y la segunda por el Colle di Tenda, que parecían brindar las mejores oportunidades para una guerra di rapido corso, algo que, como afirmaban los expertos de la Academia Militar, «tenemos que llevar siempre en la mente». El hecho de que aquella fuera la zona donde los franceses tenían sus defensas más sólidas era una confirmación de que se trataba de un lugar «muy vulnerable». Una vez que las unidades italianas lograran atravesar una franja de veinte kilómetros de montañas —una empresa a la que los mandos prestaban una atención increíblemente escasa — «tendremos la posibilidad de operar en una zona menos inaccesible, lo que nos permitirá utilizar unas fuerzas considerables».1 El penúltimo día de 1939, el general Roatta le preguntó al SIM cuál era su principal hipótesis sobre las operaciones que los franceses tenían previsto llevar a cabo contra Italia en la región de los Alpes. El departamento de inteligencia pensaba que probablemente los franceses emprenderían acciones ofensivas, pero, sin las suficientes fuerzas de reserva
para llevar a cabo una gran ofensiva, lo más probable era que llevaran a cabo otros ataques en los extremos septentrional y meridional de la línea fronteriza de montaña con Italia.2 El jefe de Operaciones de Roatta interpretaba los datos de una forma distinta, y consideraba que los despliegues de los franceses eran medidas defensivas concebidas para resistir frente a las previsibles ofensivas italianas a través de los Alpes Marítimos y en dirección a la localidad de Modane.3 En los meses siguientes, el SIM elaboró amplios informes donde se analizaban las defensas, el armamento, las guarniciones y las municiones de la Ligne Maginot Alpine, cuya construcción había comenzado en 1928, y que al comienzo de la guerra estaba formada por una serie de posiciones de hormigón y acero que cubrían las rutas de acceso y los caminos de mulas que cruzaban la frontera común.4 Respecto a lo que iban a hacer realmente, el agregado militar italiano en París informaba a finales de mayo de 1940, correcta, aunque tal vez bastante confusamente, que el Ejército francés se estaba encaminando hacia el nuevo estilo de guerra que exigía agilidad a los comandantes, a los oficiales y a las tropas por igual, pero que resultaba difícil para un ejército que de la defensa y la contraofensiva había hecho su dogma.5 Sin ningún tipo de directrices estratégicas claras, la planificación de las operaciones alpinas iba muy despacio. A finales de septiembre de 1939, el 1.er y el 4.º Ejércitos, responsables de los sectores meridional y septentrional de la frontera con Francia, recibieron la orden de estudiar las posibilidades ofensivas de sus zonas, pero no hubo continuación ni seguimiento. El 1 de marzo de 1940 se actualizó el plan principal de guerra, el PR 12. Aunque tenía en cuenta la posibilidad de acciones ofensivas a través de los Alpes Marítimos hasta la Alta Saboya, hacia Albertville y Annecy si las circunstancias eran favorables, la directriz general era mantener una posición defensiva en todas partes salvo en el África Oriental italiana, y garantizar la inviolabilidad de las fronteras de Italia. Hasta el 8 de abril de 1940 el mando del 4.º Ejército no encontró el momento para pedirle al cuerpo de ejército de alpini que estudiara las operaciones a través del Paso del Pequeño San Bernardo hacia las dos ciudades francesas. Al tiempo que los alemanes acorralaban a las fuerzas británicas y francesas en Dunkerque y sus inmediaciones, en Italia la consigna parecía ser la inmovilidad. El 30 de mayo, el mariscal Graziani ordenó que se llevaran a cabo los despliegues previstos en el PR 12 a lo largo de los cinco días
siguientes, y al final de la primera semana de junio llegó la orden directa de Mussolini al Grupo de Ejércitos Oeste de que en caso de hostilidades, debían mantener «una posición absolutamente defensiva, por tierra y por aire».6 Además de la orden de quedarse donde estaban y defenderse, los comandantes del Ejército en el oeste recibieron instrucciones de organizar un estudio detallado de las operaciones ofensivas en su teatro en caso de que las «circunstancias particularmente favorables» a las que se aludía vagamente en el PR 12 llegaran a materializarse. Las respuestas llegaron a Roma al final de la primera semana de junio. El 1º Ejército del general Pietro Pintor elaboró un plan para un ataque al estilo de la Primera Guerra Mundial desde el Colle della Maddalena (Col de Larches). Los preparativos llevarían dos meses, y Pintor iba a necesitar un contingente de alpini y mucha artillería. El 4.º Ejército del general Guzzoni presentó un plan para un ataque a través del Pequeño San Bernardo, que estaba mucho más en línea con la doctrina fascista del momento. Se hacían afirmaciones desaforadamente optimistas sobre el movimiento de tropas motorizadas y acorazadas a través de lo que era poco más que un camino de carros, y una gran parte del plan dependía de que los ataques aéreos dejaran fuera de combate las fortalezas francesas de Bourg-en-Bresse que defendían el lado francés de la frontera. Guzzoni comunicaba a Roma que la preparación del ataque llevaría un mes.7 La guerra de los cuatro días Italia declaró la guerra a Francia el 10 de junio de 1940. Cuatro días después, el Ejército alemán entraba en París. Al tiempo que se desmoronaba el Gobierno de Paul Reynaud, los comandantes del Ejército italiano en la zona de la frontera con Francia recibieron la orden de iniciar pequeñas acciones ofensivas y de entablar combate con las tropas enemigas a fin de «mantener alto el espíritu agresivo de nuestras tropas» y de prepararlas «técnica y moralmente para operaciones futuras más amplias». Si los franceses se rendían, como se rumoreaba que podía ocurrir, los italianos debían estar preparados para avanzar.8 Al día siguiente Mussolini dio orden al ejército de atacar a través de los Alpes franceses en el plazo de tres días —y posteriormente accedió a posponerlo dos días—. El PR 12 ya era cosa del pasado, de modo que Badoglio ordenó a Roatta que se hiciera cargo del
despliegue necesario para las acciones ofensivas tanto contra el Pequeño San Bernardo como contra el Colle della Maddalena.9 Durante los dos días siguientes, algunas patrullas francesas reducidas tantearon las posiciones italianas, y los italianos contraatacaron, hicieron un puñado de prisioneros y avanzaron más allá de la frontera en varios puntos. Entonces, el 16 de junio, llegó la noticia de que el Gobierno francés había caído y que el mariscal Henri-Philippe Pétain había tomado las riendas. Las órdenes de Graziani partieron ese día. Los generales tenían diez días para iniciar las operaciones contra los pasos del Moncenisio (Mont-Cenis) en el centro, y del Pequeño San Bernardo en el norte. Claramente, Graziani esperaba un avance rápido y decisivo en las montañas, de modo que no se tuvieron demasiado en cuenta las dificultades con que podían tener que enfrentarse las tropas. Tras desentenderse despreocupadamente de cualquier probabilidad de que el enemigo organizara una contraofensiva, el jefe del Estado Mayor del Ejército exhortaba a los comandantes bajo su mando: «Osadía es la consigna para todos».10 Las órdenes no llegaron a manos de Pintor y de Guzzoni hasta la madrugada del 19 de junio. La petición francesa de un armisticio llegó a Berlín a las tres de la madrugada del 17 de junio, y el discurso por radio de Pétain «Il faut cesser le combat» (hay que suspender los combates) se escuchó en Italia a las 13.30. Ahora la Italia fascista tenía que agarrar la Fortuna al vuelo. Mussolini, furioso porque Francia pidiera la paz, y ante la posibilidad de que cualquiera de sus conquistas pudiera desaparecer repentinamente de encima de la mesa, tenía prisa por desencadenar la ofensiva a lo largo del frente occidental. Las advertencias de Badoglio sobre las dificultades del terreno y el estado del despliegue italiano no fueron escuchadas. Se dio orden de acelerar el despliegue en el Colle della Maddalena y de limitar el ataque únicamente en esa dirección. El Superesercito (el nuevo nombre del Estado Mayor del Ejército) no opinaba lo mismo, y ordenó a los generales del oeste que iniciaran las acciones a lo largo de los tres posibles ejes de avance —el Pequeño San Bernardo, el Colle della Maddalena y la Corniche — lo antes posible, y no más tarde del 23 de junio. Las tropas debían rodear los flancos de las fortificaciones permanentes del enemigo, dejarlas atrás, y a continuación «aprovechar decisivamente el éxito en profundidad». El objetivo era Marsella.11 Lo que desde Roma parecía sencillo, sobre el terreno era una propuesta mucho más difícil. Y tampoco facilitó las cosas una serie de órdenes
confusas. Los ejes de planificación cambiaban de un sitio a otro, y las divisiones aparecían y desaparecían al tiempo que cambiaban las tablas de despliegue de los ejércitos de Pintor y de Guzzoni. A media tarde, Roatta ordenó a ambos generales que mantuvieran la presión en todos los frentes y que estuvieran preparados para perseguir a la retaguardia francesa. Media hora más tarde, su jefe de operaciones envió una orden entrecortada: «Písenle los talones al enemigo-Sean audaces-Atrévanse-Láncense [sobre ellos]-Que el armisticio no les sorprenda demasiado atrás». Como ocurría con frecuencia, el 1.er Ejército recibió la orden, pero el 4.º Ejército no.12 Después de una breve ráfaga de actividad, en la que ambos bandos intercambiaron fuego de artillería, y los italianos sufrieron tres bajas mortales y tres heridos, las escaramuzas se calmaron a partir de las 6 de la tarde. Esa misma tarde llegó a Roma una invitación para que Mussolini se reuniera con Hitler a fin de discutir los términos de la rendición de Francia. Se suspendieron momentáneamente las operaciones militares, y Mussolini acudió a toda prisa a Múnich, llevando consigo a Ciano, ministro de Asuntos Exteriores, y a un par de generales. En la frontera, los soldados italianos intentaban confraternizar con sus antiguos enemigos. Teniendo en cuenta las circunstancias, la reunión de Múnich fue moderadamente bien para los italianos. Hitler estuvo afable, sentándose en el borde de su escritorio o en el brazo de un sillón al tiempo que hablaba, reía y sacudía a Mussolini por el brazo. Al general Roatta, miembro del equipo de asesores del Duce, Hitler le pareció «un hombre de gran inteligencia, mucha sensatez y muy decidido».13 Mussolini entró en la reunión pertrechado con una lista de objetivos que habían confeccionado sus asesores militares con vistas al armisticio. Contemplaba la ocupación de Francia hasta el Ródano, con cabezas de puente en la orilla occidental del río; de Córcega, de Túnez, y de la costa de la Somalia francesa; de las bases navales francesas en Argel, Orán (Mazalquivir) y Casablanca, la neutralización de Beirut, y la entrega inmediata de las flotas de la Armada y de la Fuerza Aérea francesas. Hitler, que tenía sus propios objetivos, no estaba dispuesto ni a presionar demasiado a Francia ni a ocupar todo el país. Incluso era reacio a ocupar otras ciudades que no fueran París y Burdeos, aunque el general Keitel le convenció de que sería deseable una ocupación «periférica» de Lyon y de Marsella «a cierta distancia». La única cosa que el Führer no estaba dispuesto a hacer era imponerle a la Armada francesa unas exigencias que pudieran llevar a Pétain y a su Gobierno a huir
apresuradamente al norte de África. La mejor solución era que la flota francesa permaneciera en sus bases bajo control alemán, o en puertos neutrales. Nadie mencionó la aviación francesa. Mussolini fue conformándose a regañadientes. Las conversaciones diplomáticas no fueron tan bien para Italia. Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores, ignoró la petición de Ciano, que reclamaba Argelia, Egipto y Sudán, lo que le hizo sospechar que Alemania estaba explorando la posibilidad de llegar a un acuerdo con Inglaterra. Tal vez el único consuelo fue que Hitler se comprometió a no firmar un acuerdo franco-alemán sin que primero Francia se hubiera puesto de acuerdo con Italia, aunque las esperanzas de Ciano de unas negociaciones conjuntas al lado de los alemanes fueron acalladas sumariamente.14 De vuelta en Roma, Mussolini empezó a temer que le estuvieran relegando a un papel secundario, y que los alemanes quisieran apoderarse de la gloria de una paz forjada en el campo de batalla antes de que el Duce pudiera hacer otro tanto.15 Los ejércitos italianos tenían que apuntarse una victoria, sobre todo porque las ambiciones de Italia habían aumentado. Durante el viaje de regreso a Roma, se decidió que cuando Italia se sentara a la mesa de la paz iba a exigir considerablemente más que lo que acababa de acordar en las condiciones del armisticio. Además, Italia quería Argelia, alguna vía de comunicación entre Libia y el imperio de África Oriental, la neutralización de ambas orillas del Estrecho de Gibraltar, que Egipto abandonara su alianza con Inglaterra, y que en su lugar estrechara una alianza con Italia, lo que le daría a Roma el acceso a los océanos a través del mar Rojo y el océano Índico. Tanto para Mussolini como para la Regia Marina, esto último era un objetivo que llevaban mucho tiempo codiciando.16 En Múnich, Roatta le dijo a Keitel que el Ejército italiano estaría preparado para atacar a través de los Alpes por las tres rutas principales — el Paso del Pequeño San Bernardo, el Colle della Maddalena y la Corniche — en el plazo de tres o cuatro días. A su vez, Keitel le prometió a Roatta que iba a dar órdenes para que las columnas alemanas avanzaran hacia Chambéry y Grenoble a fin de apoyar la ofensiva italiana. Una vez que todos estuvieron de vuelta en Roma, el mariscal Graziani sugirió lanzar un ataque a gran escala a lo largo de la frontera con Francia el 23 de junio, programándolo para que coincidiera con el avance alemán. Badoglio era reacio a avanzar. Los dos militares fueron llamados al Palazzo Venezia el 20
de junio por la tarde, junto con el general Pricolo, jefe de la Fuerza Aérea. Graziani proponía atacar primero el sector septentrional de la frontera común para aprovechar el ataque alemán hacia Lyon, y después seguir atacando en el centro y en el sur. Mussolini, desautorizando todas las objeciones, incluyendo las de Badoglio para ganar tiempo, ordenó un ataque simultáneo en todo el frente, que debía comenzar a las 3.30 de la madrugada del día siguiente. Durante las horas siguientes la estrategia de los italianos se sumió en algo que rayaba con el caos. Como ellos pensaban que los alemanes estaban acercándose a Lyon (en realidad ya estaban allí), Roatta se mostraba confiado: las tropas que guarnecían las fortificaciones del enemigo seguramente seguían en sus puestos, pero se estaba sobrevalorando la resistencia de los franceses, que en realidad no iba a ser más que una «“costra” defensiva».17 Después, una conversación telefónica militar interceptada reveló que Pintor no estaba en absoluto preparado para atacar al día siguiente.18 De hecho, ninguno de los dos comandantes del Ejército estaba preparado: Guzzoni le dijo al Grupo de Ejércitos Oeste que no podía iniciar el ataque contra el Pequeño San Bernardo antes del 23 de junio, y que para hacerlo necesitaba una división motorizada, una división acorazada y un batallón de ingenieros. La información de inteligencia del ámbito diplomático sugería que un ataque italiano podía entorpecer las negociaciones de paz tanto de Alemania como de Italia. Para evitar hacer una jugada equivocada, Mussolini decidió no hacer ningún movimiento y revocó sus órdenes anteriores. Y entonces llegó la noticia de que los alemanes realmente iban a atacar al sur de Lyon. Los sueños de gloria militar se impusieron a las vacilaciones diplomáticas, y Mussolini volvió a cambiar de idea. A las 21 de ese mismo día, el Duce comunicó a Badoglio que el ataque debía comenzar al día siguiente por la mañana, pero únicamente en el sector septentrional, en el Paso del Pequeño San Bernardo —como el propio Badoglio y Graziani le habían aconsejado aquella tarde —. Roatta dio la orden al 4º Ejército de atacar el Pequeño San Bernardo al día siguiente, y de que, al mismo tiempo, el resto de unidades de ambos ejércitos mantuvieran el contacto con el enemigo «por medio de pequeñas columnas».19 Los soldados presuponían que los hados estaban de su parte —aunque los cálculos materiales sugerían otra cosa—. Pétain había dado orden a las tropas francesas de que dejaran de combatir. Los comandantes italianos
esperaban que, a nivel local, la moral de los franceses se estuviera desmoronando, y en Roma los generales esperaban que el avance alemán hacia Lyon obligara al alto mando francés a desmantelar sus guarniciones de las montañas. No se cumplió ninguna de las dos expectativas. El comandante francés de la región y sus tropas decidieron combatir, y los alemanes tardaron en arrancar. A mediodía del 22 de junio —la segunda jornada de lo que iba a ser una guerra de cuatro días contra Francia— Roma se enteró de que los alemanes no iban a poder ponerse en marcha hasta el día siguiente por la tarde, ya que estaban esperando la llegada de sus tropas de montaña. El «Grupo de Lyon» no inició su avance hasta el 23 de junio, «sin asumir ningún riesgo y a un paso mucho más moderado de lo que le habría gustado a Roma».20 Las órdenes de Badoglio para el primer día de combates decían que los ataques a través del Pequeño San Bernardo se ejecutaran «con gran decisión» y al mismo tiempo que dos columnas alemanas avanzaban sobre Grenoble y Chambéry desde Lyon. Los ataques por el Colle della Maddalena y por la Corniche debían desarrollarse sin comprometer a todas las tropas, a menos que se produjeran unas condiciones favorables, en cuyo caso había que aprovecharlas al máximo. Una vez culminado con éxito el avance hacia el norte, el ataque debía continuar a lo largo de todo el frente, con el objetivo de llegar hasta el valle del Ródano.21 La primera ofensiva comenzó a las seis de la mañana del 21 de junio, y el ataque principal arrancó a las diez, tras un bombardeo preliminar a cargo de 39 aviones italianos. Con tan solo un conocimiento aproximado de la ubicación de los emplazamientos de la artillería francesa, las unidades italianas se vieron rápidamente desbordadas por el fuego enemigo, quedaron atascadas en la nieve, al tiempo que sufrían emboscadas a lo largo de los tortuosos caminos de mulas a manos de las unidades de tropas esquiadoras francesas. La coordinación tierra-aire era mínima, ya que los pilotos italianos carecían tanto de la instrucción necesaria como de mapas detallados. Una densa niebla y las tormentas de nieve entorpecían la actividad aérea: la mitad de las misiones de bombardeo entre el 21 y el 24 de junio ni siquiera llegaron a localizar sus objetivos, y algunas bombardearon a sus propias tropas. A media tarde del primer día, el 4.º Ejército informaba de algunos avances, pero el 1.er Ejército se encontraba con una fuerte resistencia. Al tiempo que el crepúsculo envolvía los campos de batalla, un teletipo de Berlín informaba de que Alemania ya había presentado oficialmente a Francia sus
términos para el armisticio. Mussolini convocó a Badoglio y a Roatta y les dijo que había decidido renunciar a cualquier ocupación territorial. Su mayor preocupación, entonces y en lo sucesivo, fue que si planteaba unas exigencias injustificadas «Hitler podría acusarme de “estropearme mi armisticio” [el de Hitler]».22 Los ataques se reanudaron a la mañana siguiente, pero por la tarde ya estaba claro que no se estaban logrando grandes avances. Tanto el 1.er Ejército como el 4.º se enfrentaban a una fuerte resistencia de la artillería enemiga y de las fortificaciones defensivas francesas, que la artillería italiana no lograba destruir. El mal tiempo volvía a entorpecer la actividad aérea. El agregado militar alemán, Enno von Rintelen, le aseguró a Roma que cuando comenzara el ataque alemán, al día siguiente por la tarde, las columnas blindadas alemanas rápidas avanzarían lo más rápido posible para darle la impresión a las tropas francesas que combatían en la frontera de los Alpes de que les estaban cercando.23 El 23 de junio, una nueva ofensiva se topó con más contratiempos. En todos los puntos, los ataques de los italianos se veían entorpecidos o cortados en seco por los cañones del enemigo. El mal tiempo no ayudaba ni a los aviadores ni a los artilleros italianos. Ni tampoco la planificación italiana: debido a un error a la hora de identificar dos cabos que estaban a diez kilómetros de distancia entre sí, los italianos bombardearon a su propia artillería. Al día siguiente, tampoco lograron avanzar mucho debido a las tormentas de nieve y a la constante resistencia enemiga. A las 19.24 del 24 de junio, Badoglio y el general francés Charles Huntzinger firmaban un acuerdo de armisticio en la Villa d’Incisa, a las afueras de Roma, poniendo fin a la breve guerra franco-italiana. Cuando el general Hutzinger conoció los términos del armisticio se mostró muy satisfecho. Eran, como le comunicaba a su Gobierno, con sede en Burdeos, «mejores de lo que podíamos esperar».24 Para alivio de Roatta, esos términos contemplaban la cancelación del proyecto de aerotransportar batallones italianos hasta Lyon y Grenoble, una idea que él no apoyaba. Las hostilidades concluyeron a la 1.15 de la madrugada, hora italiana, del día siguiente. Inmediatamente después, Mussolini ordenó a sus negociadores que no plantearan la reivindicación italiana de Orán a fin de que Italia no tuviera a sus espaldas a Francia como potencial beligerante en el norte de África.25
En el recuento final, la campaña de cuatro días en los Alpes franceses le costó al Ejército 642 muertos, 2.631 heridos y 616 desaparecidos. Otros 2.151 soldados sufrieron daños por congelación, lo que suponía más del doble de la cifra que figuraba en el informe oficial después del combate. Los breves combates pusieron en evidencia numerosas deficiencias en la maquinaria militar de la Italia fascista. Y ninguna estaba tan cargada de implicaciones como los inconvenientes de las divisiones binarias. Se habían concebido para atacar en una única dirección, con sus dos batallones alternándose en un avance por etapas, pero en junio de 1940 las dos brigadas avanzaron invariablemente en columnas paralelas a lo largo de dos ejes distintos. Ambas se desgastaban rápidamente, los atacantes quedaban exhaustos muy pronto, y entonces los comandantes tenían que pedir refuerzos. Las divisiones de alpini contaban con una equipación diferente de las divisiones de infantería corrientes, y la artillería de ambas armas no era intercambiable, lo que venía a agravar los problemas.26 Una vez acordado el armisticio, Mussolini acudió a pasar revista al escenario de los combates en el Paso del Pequeño San Bernardo. Haciéndose ilusiones de que el episodio había sido una victoria triunfal, el Duce manifestó su satisfacción por el avance de 32 km de sus tropas. «Nuestros soldados han superado una resistencia muy fuerte», presumía Mussolini ante su amante.27 Nadie aprendió nada de aquel episodio. No hubo prácticamente tiempo para aprender lecciones, eso es cierto, pero las lecciones que había que aprender apuntaban a que la coordinación político-militar distaba mucho de ser perfecta, y que la maquinaria militar era lenta y estaba deficientemente articulada. Tormentas de verano Al mismo tiempo que las tropas italianas intentaban abrirse paso a través de los Alpes franceses, empezaron a aparecer en el campo visual las ideas sobre la siguiente campaña —o campañas— que quería emprender Mussolini. Había tres posibles objetivos. Uno era Yugoslavia, una espina que Mussolini llevaba clavada desde hacía mucho tiempo. Los planes de guerra se habían «archivado» a mediados de junio, pero el Duce no renunciaba a ajustarle las cuentas algún día. Esos planes volvieron a aparecer en el menú estratégico poco después. Otro posible objetivo era Grecia. Cuanto más tiempo subsistiera la posición de los británicos en
Oriente Medio, mayor era la posibilidad de que Grecia pudiera acoger a los buques, a los aviones, e incluso a las tropas de Gran Bretaña. Y si Bulgaria, que ansiaba apoderarse de la región de Macedonia, codiciada desde hacía tiempo, atacaba a Grecia, también Italia se vería obligada a intervenir antes de que llegaran los británicos a ayudar a los griegos. El general Carlo Geloso fue convocado en Roma, donde elaboró un plan operativo con la premisa de que Grecia estuviera paralizada por la amenaza de agresión o por una agresión real de Bulgaria. Diez divisiones en Albania, una de ellas acorazada y otra motorizada, bastarían para cumplir la misión, y en realidad solo tendría que atacar la mitad de ellas, mientras que el resto se dedicaría a vigilar la frontera con Yugoslavia y a mantener el orden dentro de Grecia. Si, por otra parte, los italianos tuvieran que enfrentarse a las 24 divisiones del Ejército griego, harían falta entre 18 y 20 divisiones, con el doble de unidades acorazadas y motorizadas. Todas ellas debían estar en posición antes de que el Ejército griego terminara de desplegarse, un proceso que al grueso de las divisiones enemigas solo le llevaría un mes.28 El tercer posible objetivo era Egipto, la pieza que le faltaba al imperio africano de Mussolini. Conquistarlo tendría obviamente un gran valor en prestigio. Geoestratégicamente, sería la vía de unión entre Italia y su imperio de África Oriental, y una base desde la que expandir la influencia italiana en Oriente Medio.29 Además, apoderarse del Canal de Suez también le ofrecía a la Armada italiana una oportunidad de hacer realidad su sueño estratégico de establecer una base en el otro extremo del mar Rojo y así llevar el fascismo hasta los últimos confines del océano Índico. Anticipando que la operación iba a ser un éxito, el Ejército empezó a planificar la división de África. Italia, Alemania, España y Portugal se repartirían el territorio africano, dejando a Francia con una participación mínima, y permitiendo que Egipto y la Unión Sudafricana siguieran existiendo, libres de la influencia británica, como los dos únicos Estados independientes del continente.30 A lo largo de los tres meses siguientes, cada uno de esos tres escenarios estuvo apareciendo, desapareciendo y volviendo a aparecer en la agenda de Mussolini, a veces cambiando de estatus en cuestión de días e incluso de horas. A todos esos planes Mussolini les sumaba nuevos objetivos, y dio orden a las Fuerzas Armadas de que planificaran la ocupación del valle del Ródano y de Córcega, como queriendo poner remedio a su incapacidad de arrancarle concesiones territoriales a los franceses, ya derrotados pero aún
lejos de mostrarse sumisos. Incluso Suiza se convirtió en un posible teatro de operaciones: a mediados de julio el Ejército tenía un plan para el desmembramiento del país a medias con Alemania. «Todavía estamos “en el aire” en lo que respecta a nuestras intenciones operativas», se lamentaba Roatta en aquel momento. La opción de Suiza no se abandonó definitivamente hasta finales de septiembre, cuando, aun así, había en juego cinco escenarios de guerra distintos, «y sin que todavía se haya tomado una decisión».31 El 20 de junio Mussolini dio orden a las Fuerzas Armadas de que estuvieran preparadas para invadir Egipto en caso necesario, «sin molestarse en pensar en las posibles consecuencias políticas futuras». Cinco días después Badoglio enviaba nuevas órdenes a los jefes de Estado Mayor. Ahora el principal teatro de operaciones era Libia. Los franceses ya no iban a causar problemas desde Túnez, de modo que el Estado Mayor del Ejército podía analizar las posibilidades de una ofensiva de invasión de Egipto. Las distancias eran un problema —para llegar a Marsa Matruh las tropas tenían que recorrer 220 km de desierto, y un largo camino a partir de ahí— pero «sin duda los soldados ingleses están menos adaptados que los nuestros para superar ese tipo de dificultades». África Oriental era otra cuestión, y requería aviones y combustible. Los ataques aéreos debían bombardear Gibraltar y «esterilizar Malta» (la palabra favorita de Mussolini). Esta última idea se fue a pique cuando España no autorizó que los aviones italianos aterrizaran en su territorio.32 «Hay que apretar los tiempos rápidamente», le advertía Badoglio al gobernador de Libia. Si no quería salir con las manos vacías en la conferencia de paz, Italia podía verse obligada muy pronto a atacar a Egipto.33 Balbo no estaba ni mucho menos seguro. Un mes atrás le había dicho al ayudante del agregado militar alemán, el comandante Heggenreiner, que debido a los bajos niveles de abastecimiento, a lo endeble de las fortificaciones, y a la falta de carros de combate, cañones y aviones modernos, la situación en Libia era «prácticamente desesperada».34 Ahora Balbo pedía 50 carros de combate alemanes (Mussolini le ofreció 70 tanques M italianos), 1.000 camiones, artillería anticarro, y muchas cosas más. Mussolini, que esperaba que la invasión de Inglaterra comenzara en la primera semana de julio, quería que Balbo entrara en acción lo antes posible.35 Dos días después, Balbo estaba muerto, tras ser abatido por su propia artillería antiaérea en los cielos de Tobruk durante un bombardeo
británico contra el aeródromo. Badoglio propuso a Graziani como su sustituto. Graziani tenía una amplia experiencia en el norte de África y en África Oriental, lo que ciertamente le cualificaba para el puesto pero, además, era el general menos preferido por Badoglio, de modo que, enviándole al norte de África, Badoglio se quitaba de en medio a un rival potencialmente problemático. Por el momento, la planificación y la organización de la guerra del Ejército se iba a hacer desde Roma, y el encargado sería el subjefe del Estado Mayor, Mario Roatta. Mientras el Ejército se centraba en el norte de África, llegó a Roma una noticia que reavivó la cólera que Mussolini sentía en lo más profundo contra Yugoslavia. El 1 de julio, Hitler le comunicó al embajador Alfieri que una serie de documentos descubiertos en un vagón de tren francés en Charité-sur-Saône venía a demostrar el alcance de la colaboración entre Belgrado y París antes de la guerra. «En el momento oportuno», afirmó el Führer, Italia tendría que saldar las cuentas con esa potencia hostil.36 No hizo falta que nadie alentara a Mussolini. Al enterarse del alijo de documentos incriminatorios, el Duce ordenó de inmediato que el grueso de las fuerzas militares que en aquel momento se encontraban en la frontera occidental de Italia se trasladara al este; y que la Fuerza Aérea empezara a preparar aeródromos temporales a lo largo de la frontera con Yugoslavia. Pero entonces Alemania intentó canalizar el poder militar de Italia hacia donde podía resultarle más útil. Durante la primera semana de julio, Hitler ofreció por dos veces a Italia bombarderos pesados para apoyar un ataque italiano contra Egipto, y le dijo a Ciano que tenía intención de hacer un gesto a favor de una paz negociada con Inglaterra, pero que él estaba personalmente convencido de que la guerra iba a continuar. También le advirtió a los italianos que evitaran cualquier conflicto con Yugoslavia, al menos por el momento, pero no se mostró tan disconforme respecto a Grecia. En caso de que los británicos dieran muestras de querer ocupar el archipiélago de las Islas Jónicas, el Führer era partidario de una operación para impedirlo preventivamente.37 Ciano le dijo a Hitler que, en lo referente a Yugoslavia, Italia no iba a «tomar la iniciativa por el momento». Los planificadores no podían correr el riesgo de seguir esa línea, pues temían quedar fuera de juego por culpa de una de las típicas decisiones impetuosas de Mussolini: como le dijo Roatta a Geloso, las decisiones de Mussolini siempre eran repentinas, y además había que ponerlas en acción inmediatamente.38 Dos días después de la
conversación de Ciano con Hitler, ya tenían el borrador de un plan para emplear 38 de las 48 divisiones estacionadas en la Italia metropolitana para atacar Yugoslavia. Dos ejércitos debían atacar a través de la frontera oriental desde la región de Venecia Julia, mientras que un tercero lanzaría un ataque de flanco a través de las antiguas provincias austriacas de Carintia y Estiria, ahora en manos de los nazis. Haría falta por lo menos un mes para trasladar hasta su posición a las unidades del ejército, y la ejecución del plan requería que Alemania, Hungría y Bulgaria accedieran previamente a cubrir los flancos de los italianos en su avance.39 Como casi siempre, el plan se basaba en un vacío, no tenía en cuenta las operaciones en el norte de África —que Roatta esperaba que comenzaran durante la segunda mitad de julio— ni las posibilidades de los alineamientos diplomáticos de los que dependía. Con los 100.000 italianos que ya había en Cirenaica, una fuerza que podía incrementarse hasta los 170.000 soldados, frente a los 110.000 de las fuerzas anglo-egipcias en aquel momento, y que probablemente aumentarían hasta 150.000 para cuando comenzara el ataque, el Estado Mayor del Ejército calculaba que tenía las fuerzas necesarias para lanzar su ofensiva, largamente planeada —siempre y cuando contaran con un apoyo adecuado desde el mar y desde el aire—. Para estar segura de poder organizar semejante ataque, Italia tenía que enviar como mínimo 500 camiones, algunas baterías de cañones antiaéreos de 88 mm, y cañones anticarro de 47 mm y de 20 mm.40 Graziani llegó a Libia el 30 de junio, y entonces descubrió que en realidad Balbo no había hecho ningún tipo de planes para la ofensiva contra Egipto. Tres días después Graziani recibió la orden de prepararse para avanzar a mediados de mes, a fin de sincronizar sus acciones con el ataque de Alemania contra Inglaterra, cuyos preparativos se esperaba que comenzaran en el plazo de diez días.41 Pero hasta el 18 de agosto Keitel no admitió que, mientras las operaciones aéreas no crearan las condiciones para un éxito total, no podía haber desembarcos de tropas en Gran Bretaña.42 Graziani le dijo a Roma que lo que él necesitaba no eran hombres sino vehículos y carburante. A cambio, Roma le prometió carros de combate y el «material absolutamente indispensable», pero nada más.43 El 6 de julio, con el visto bueno de Mussolini, un convoy de cinco mercantes zarpó de Nápoles con rumbo a Bengasi, escoltado por diez cruceros, cuatro destructores y seis barcos torpederos, y protegido por once submarinos, y
con la presencia en las inmediaciones de dos acorazados, seis cruceros pesados y cuatro cruceros ligeros como fuerza de apoyo. El Duce esperaba que tanto la Regia Marina como la Regia Aeronautica desempeñaran un papel crucial en la campaña que estaba a punto de comenzar. Con su posición central en el Mediterráneo, entre Gibraltar y Alejandría, y con sus dos nuevos acorazados de 35.000 toneladas, el Vittorio Veneto y el Littorio, ya en la línea de batalla, la Armada debía ser capaz de enfrentarse «ventajosamente» a cualquiera de los dos grupos de buques británicos. Además de realizar tareas de reconocimiento general, la aviación debía actuar contra Malta, Alejandría y la flota enemiga en alta mar.44 Con solo 3.500 vehículos para trasladar y abastecer a 100.000 hombres, las opciones de Graziani eran limitadas. La noticia de que planeaba avanzar solo hasta Sollum como primer paso no sentó nada bien en Roma. Se iban a enviar 10.000 toneladas de suministros al norte de África, incluidos 500 camiones. Graziani podía posponer la fecha de inicio hasta principios de agosto, y Mussolini le había autorizado a lanzar su avance preliminar hasta Sollum cuando quisiera. Pero sus operaciones debían ser de largo alcance, en profundidad, para poder lograr unos resultados que fueran «de notable importancia».45 En efecto, Mussolini estaba impaciente por ver a sus Fuerzas Armadas en acción. Pero su necesidad de emprender acciones enérgicas y decisivas era más extensa y más profunda. Además de ordenar a las Fuerzas Armadas que pensaran en una guerra contra Yugoslavia y contra Grecia, Mussolini le ofreció a Hitler diez divisiones y treinta escuadrones de aviones para el desembarco en Inglaterra. Hitler declinó la oferta y explicó por extenso, como era su costumbre, por qué se estaba tomando su tiempo para organizar un ataque contra Inglaterra con las máximas probabilidades de éxito. Mientras tanto, Mussolini debía concentrarse en el inminente ataque contra Egipto y el Canal de Suez.46 El empeño de Mussolini en ayudar a Hitler — y en dispersar aún más sus limitadas fuerzas— no podía verse frustrado. El 27 de julio, con Francia ya fuera de la ecuación en lo referente al Mediterráneo, el almirante Cavagnari propuso enviar hasta 40 submarinos italianos al Atlántico. La oferta fue aceptada de inmediato, aunque ni Hitler ni el alto mando de la Armada alemana accedieron a que operaran bajo mando alemán, por si acaso los italianos intentaban hacer otro tanto con los aviones alemanes que operaban en el norte de África. En octubre ya había 27 submarinos italianos en la base de Burdeos. Entre el 10 de octubre y el
30 de noviembre de 1940, los italianos hundieron cuatro barcos, equivalentes a 17.921 toneladas brutas; en ese mismo periodo los submarinos alemanes hundieron ochenta buques. Una unidad del CAI (Corpo Aereo Italiano) integrada en la Luftwaffe durante la batalla de Inglaterra efectuó tres ataques contra Portsmouth y Harwich entre el 29 de octubre y el 11 de noviembre.47 En aquel momento, al general Ubaldo Soddu, la mano derecha de Mussolini en el Ministerio de la Guerra, se le ocurrió la idea de desmovilizar una parte del Ejército. A principios de julio Soddu propuso reducirlo a un millón de soldados, manteniendo las unidades ahora desperdigadas por la cadena de los Alpes, al norte, en el valle del Po y en Albania, al 75 por ciento de sus dotaciones de guerra. Aunque era evidente que se esperaba una ofensiva en Egipto, Soddu pasaba por alto la necesidad de poner las dos divisiones acorazadas y las dos divisiones motorizadas de Italia a su máxima capacidad. La propuesta tenía su lógica: desmovilizar algunas unidades pondría más hombres y material a disposición de las unidades que se pretendía desplegar, «y así crear un cuerpo de tropas de menores proporciones que el actual, pero perfectamente eficiente».48 En aquel momento Hitler estaba desmovilizando algunas unidades de la Wehrmacht, lo que tal vez llevó a Soddu a pensar que Italia podía y debía hacer lo mismo. Pero lo que en una maquinaria de guerra bien engrasada como la alemana era fácilmente reversible, en el sistema de Italia, con un equilibrio más frágil, podía resultar perjudicial. En el gabinete de Badoglio, el general Quirino Armellini estaba desesperado: «Se están preparando unidades con entre un 50 y un 70 por ciento de equipamiento, se están agotando las materias primas, los reabastecimientos no llegan. […] Si la guerra no acaba pronto, habrá un colapso».49 Soddu se salió con la suya en octubre, en vísperas del ataque de Italia contra Grecia. Mussolini estaba dispuesto a concederle tiempo a Graziani para organizar una maniobra de amplio rango y en profundidad, que tal vez tendría que lanzar a principios de agosto. Mientras tanto, Graziani debía lanzar ataques preliminares contra Sollum-Halfaya en cuanto estuviera preparado. «Espero desencadenar la ofensiva al mismo tiempo que vuestro ataque [contra Inglaterra]», le aseguró Mussolini a Hitler.50 El Estado Mayor de Graziani estudió la posibilidad de atacar Alejandría —y se estremeció—. Era «una tarea muy ardua», y requería «una adecuada preparación y la disponibilidad de grandes medios» para tener éxito. A finales de julio Graziani comunicó a
Roma que era imposible lanzar una operación hasta octubre, cuando terminaba la temporada tórrida. Además del calor, y de la escasez de recursos de agua, solo había una posible línea de marcha entre el mar y el desierto. Las posibilidades de maniobras estratégicas eran inexistentes, y las posibilidades de maniobras tácticas eran sumamente limitadas, ya que todas sus divisiones carecían de trenes de equipaje. En Roma, el Estado Mayor volvió a presentar la misma valoración que había hecho originalmente a principios de julio. Las estimaciones apuntaban a que Graziani se enfrentaba a una división acorazada y a cuatro divisiones de infantería, 65.000 hombres en total, a los que podrían añadírseles hasta tres divisiones más llegadas de Palestina. La ofensiva sería posible una vez que llegaran los refuerzos que estaban en camino.51 Para que el ataque contra Sollum-Halfaya tuviera éxito, la Armada tenía que controlar el canal de Sicilia******** y mantener separadas a las fuerzas navales británicas de ambos extremos del Mediterráneo. Por su parte la Fuerza Aérea tenía que inutilizar los buques anclados en Alejandría. Las unidades de la Fuerza Aérea estacionadas en Rodas y en Libia recibieron la orden de intensificar sus bombardeos contra el fondeadero, y la Armada la orden de desplegar embarcaciones ligeras de superficie a ambos lados del Canal. Aunque no tenía la fuerza suficiente para afrontar una batalla naval, la Armada debía estar preparada para intervenir si las circunstancias eran favorables. Los problemas aparecieron de inmediato. Idealmente, la Fuerza Aérea necesitaba 30 bombarderos en picado alemanes para estacionarlos en Pantelaria y en la costa de Sicilia, pero aunque se los habían prometido, era improbable que llegaran a tiempo con el calendario actual.52 Entonces, a finales de julio, el almirante Inigo Campioni informó de que ninguno de los dos nuevos acorazados de 35.000 toneladas, estaba en orden de combate: el Littorio estaba a un 70 por ciento de su eficiencia, y los cañones del Vittorio Veneto eran defectuosos. El Caio Duilio (reconstruido entre 1937 y 1940) tampoco estaba en orden de batalla porque su personal no tenía la formación suficiente. Campioni, con sus tres acorazados construidos originalmente en la época de la Primera Guerra Mundial, frente a los cuatro acorazados británicos de Alejandría, consideraba imprudente correr el riesgo de entablar batalla a cierta distancia de sus bases.53 Badoglio había contado con los dos acorazados de 35.000 toneladas para poder entablar una batalla naval en la que los buques italianos zarparían
desde los puertos de Cirenaica hacia Alejandría. Ahora resultaba dudoso. Y tampoco había que esperar grandes cosas de la Fuerza Aérea: los aviones con base en el Egeo estarían operando justo al límite de su radio de acción, y era improbable que causaran grandes daños.54 Graziani iba a tener que depender de sus propias unidades aéreas (110 bombarderos, 135 cazas y 45 aviones de ataque). Cavagnari puso el último clavo en el ataúd. Con dos acorazados de la clase Giulio Cesare, siete cruceros pesados y once ligeros, y cuarenta destructores, y con la principal base de la Armada en Tarento, a 760 millas de Marsa Matruh, para el almirante no era aconsejable emplear «el núcleo principal de nuestras fuerzas navales» para flanquear un avance del Ejército en el norte de África. Lo más que podía hacer era desplegar submarinos para impedir el movimiento de las unidades de superficie enemigas, y colocar minas en las rutas de entrada y salida de Alejandría.55 A finales de julio, el general Franz Halder, jefe del Estado Mayor Conjunto alemán, ya había llegado a la conclusión de que no cabía esperar gran cosa de los italianos, y durante la primera semana de agosto el personal del Departamento de Operaciones del OKW elaboró el borrador de un plan para enviar un cuerpo acorazado al norte de África. Lo que querían los italianos eran carros de combate y cañones alemanes, no unidades del Ejército alemán. A principios de agosto, el alto mando alemán ordenó atender las peticiones de Italia con el botín incautado a los ejércitos franceses derrotados. Los italianos no recibieron ni carros de combate, ni casi nada.56 Una visita de un equipo de la Luftwaffe a mediados de agosto concluía que era posible obtener un resultado decisivo en Egipto —los soldados italianos en Cirenaica les causaron buena impresión—, pero los italianos necesitaban refuerzos en poder aéreo, en carros de combate y en artillería.57 Durante la primera semana de agosto Graziani fue convocado urgentemente en Roma. Llegó armado con una evaluación detallada y absolutamente pesimista de la situación. Graziani les leyó el informe a Mussolini y a Badoglio, y les dijo que tanto el Estado Mayor del Ejército como el Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas siempre habían considerado que la campaña de Egipto era «inviable», que aunque la correlación estratégica de fuerzas había mejorado ahora que Francia estaba fuera de la guerra, las condiciones físicas eran iguales o peores, que los problemas logísticos eran enormes, y que él necesitaba una superioridad aérea sustancial. El daño que ocasionaría que su ejército cayera derrotado
en el desierto sería «total e irremediable». Pero ante la aparente inminencia de un ataque alemán contra Gran Bretaña, Mussolini necesitaba algún tipo de acción en el norte de África. A Badoglio se le ocurrió una solución intermedia: que Graziani eliminara las bases británicas de la frontera, llegara hasta Sollum y hasta el paso de montaña de Halfaya, y, si las cosas salían bien, avanzar hasta la aldea de Sidi Barrani. Sin embargo, la cordialidad disimulaba la confusión y los malentendidos. Mussolini salió de la reunión con la impresión de que la ofensiva iba a comenzar en el plazo de unos días, mientras que Graziani posteriormente decía estar convencido de que, durante el transcurso del debate, él había dejado absolutamente clara su postura: que la ofensiva no podía comenzar.58 Los oficiales de Estado Mayor de Graziani no estaban precisamente ansiosos por atacar Sidi Barrani, una posición ubicada 115 km más allá de Bardia que para ellos carecía de la mínima relevancia táctica. Lo único que tenía que hacer el enemigo era retroceder, empeorando así los problemas de abastecimiento de los italianos. Antes de que empezaran los combates en serio, el principal problema operativo que iba a aquejar a los planes de ambos bandos ya era evidente. Para derrotar a las seis o siete divisiones enemigas en Egipto hacían falta nueve divisiones totalmente motorizadas, grandes cantidades de cañones de 74 mm y de 149 mm, y 5.200 camiones pesados, «sin los cuales podríamos quedarnos parados delante de las fortificaciones del enemigo y con 250 km de desierto a nuestras espaldas».59 Graziani regresó a Trípoli y convocó a sus jefes de división, de cuerpo y de ejército. Daba la sensación de que sus hombres estaban dispuestos a combatir y tenían una fe total en sus comandantes, pero casi todo lo demás eran malas noticias. El clima, el terreno, y el hecho de que el ejército solo tuviera suficientes vehículos para sus necesidades cotidianas corrientes, y gasolina para un mes de combates, hacían imposible una ofensiva a gran escala. Lo mejor que se podía hacer era llevar a cabo pequeñas acciones a nivel local. Presionados por Graziani, los generales admitieron que juntando todo el material disponible era posible poner sobre el terreno dos divisiones motorizadas completas y una columna de blindados. Eso no resolvía el problema del apoyo aéreo: en aquel momento Graziani disponía de 108 cazas, necesitaba otros 57 y muchas cosas más.60 Al informar a Roma de que sus generales de mayor graduación —«hombres de distintos temperamentos, pero todos ellos comandantes de primer orden»— estaban unánimemente en contra de cualquier idea de una acción
ofensiva, Graziani explicaba que eso se debía no solo a que el enemigo se había trasladado de Sidi Barrani a Sollum sino también a los «medios de apoyo constantemente insuficientes» de que disponían. Pedía a Roma que solo le enviara órdenes que él estuviera en condiciones de ejecutar con los medios de que disponía, o a algún superior que pudiera juzgar por sí mismo si las evaluaciones sobre el terreno eran correctas. En la conclusión, Graziani ofrecía su dimisión.61 Mientras la campaña del norte de África se tambaleaba, Yugoslavia y Grecia volvían a ocupar el centro del escenario. El día después de recibir el informe de Graziani sobre el estado de sus ejércitos en el norte de África, Mussolini «volvía a hablar mucho de un ataque de nuestras fuerzas contra Yugoslavia durante la segunda decena de septiembre».62 Las fuerzas italianas en Venecia Julia, y en las antiguas provincias austriacas de Carintia y Estiria, debían formar los dos brazos de una pinza militar. El objetivo era la conquista de Eslovenia y Croacia. Los planificadores presuponían que Hungría sería aliada de Italia y que participaría en la ofensiva, y que Bulgaria por lo menos representaría una amenaza contra Yugoslavia. Se esperaba que Rumanía y Grecia permanecieran neutrales, «aunque la segunda es desleal con nosotros».63 Mussolini ordenó que el Ejército y la Fuerza Aérea estuvieran preparados para actuar a partir del 20 de septiembre.64 Once días después, el Duce cambiaba de idea. Desde el Palazzo Chigi, Ciano perseguía sus propias metas. Una visita a Albania mientras los alemanes arrollaban militarmente el norte de Francia le había convencido de que la inmensa mayoría de la población albanesa ya estaba definitivamente de parte de Italia, y tomó nota de las ansias que tenían de apoderarse de las regiones de Kosovo y Ciamuria. A mediados de junio empezaron a llegar noticias de la presencia de buques de la Armada Real Británica (Royal Navy) en la Bahía de Suda (Souda), en Creta, y de un crucero de combate británico en la Bahía de Navarino, en Grecia, aunque en realidad aquel «crucero» resultó ser un islote con dos palmeras esqueléticas. A principios de julio, Cesare de Vecchi, gobernador de las islas del Egeo, empezó a causar cierto revuelo, al informar de que los buques ingleses, y probablemente también la aviación, encontraban refugio y protección en Grecia. Ciano no le dejó al embajador griego en Roma «la mínima duda de nuestras intenciones si Grecia sigue haciéndose cómplice de Inglaterra».65 Grecia protestó, señalando que los sobrevuelos de los aviones italianos eran las únicas incursiones en su territorio, e invitando a los funcionarios
italianos a que vieran por sí mismos que los británicos no estaban violando la neutralidad de Grecia. En Roma hicieron caso omiso tanto de la invitación como de la explicación. Mussolini, furioso, anunció que si «esta música» proseguía, tomaría medidas contra Grecia.66 A medida que Ciano aumentaba la presión, alentado por la voluntad de Hitler de apoyar las operaciones de Italia a fin de impedir que las Islas Jónicas se convirtieran en bases británicas, los italianos atacaron. El 12 de julio, aviones italianos bombardearon el buque auxiliar griego Orion y el destructor griego Hydra. Durante la segunda semana de agosto, Ciano informó a Mussolini de una «situación bastante compleja» relativa a la frontera entre Grecia y Albania. No hicieron falta demasiados argumentos para reavivar las ganas que tenía Mussolini de poner en su sitio a los griegos de una vez por todas: su fracaso en la conquista de Corfú en 1923 seguía siendo una amarga derrota para él. Tenía cuentas que ajustar con Grecia y, como le dijo a su yerno, los griegos se engañaban a sí mismos si pensaban que él se había olvidado. Francesco Jacomoni, gobernador de Albania, y el general Visconti Prasca, su comandante militar, fueron convocados en Roma, y una vez allí Mussolini empezó a hablarles de un ataque por sorpresa contra Grecia a finales de septiembre. La prensa fascista elevó la temperatura con noticias falsas sobre la supuesta participación de Grecia en el asesinato de un famoso bandolero albanés. Desde Atenas, el embajador Grazzi informaba de que se estaban alquilando mercantes griegos a Inglaterra y de que las fábricas de Grecia estaban produciendo material de guerra para las tropas británicas.67 Dos días después, por orden del gobernador De Vecchi, un submarino italiano hundió el crucero griego Helli en el puerto de Tinos. Los italianos culparon inmediatamente a los británicos, y aunque las autoridades griegas recuperaron fragmentos de un torpedo de fabricación italiana, no lo hicieron público hasta que comenzó la invasión italiana. Jacomoni y Visconti Prasca se reunieron con Mussolini el 12 de agosto. Posteriormente, entre los lugartenientes del Duce nadie fue capaz de ponerse de acuerdo sobre qué se dijo exactamente, ni siquiera sobre dónde tuvo lugar la reunión, pero las líneas básicas de la conversación están bastante claras. Los mandatarios hablaban de una operación circunscrita a Ciamuria, la región costera del Epiro, en Grecia occidental, y probablemente también a la isla de Corfú —igual que lo habían hecho los borradores de los planes que habían elaborado previamente Guzzoni y Geloso—. El análisis que hizo Visconti Prasca de las posibilidades
operativas posibilitó que los presentes creyeran que era posible una operación por sorpresa, siempre y cuando el traslado de las tropas por el interior de Albania, desde el frente de Yugoslavia hasta el de Grecia, no llevara más de dos semanas; y a condición de que se enviaran desde Italia las tropas adicionales necesarias en forma de batallones individuales, no de divisiones, para poder ubicarlos en su posición más rápidamente. Si no se lograba la sorpresa, la ocupación de Epiro «debe asumir desde el principio las características de una operación de fuerza [a gran escala], que requeriría grandes cantidades de medios, y con unas características totalmente distintas». Mussolini, que en aquel momento estaba pendiente de una inminente ofensiva italiana en el norte de África, y al que también le atraía la idea de atacar a Yugoslavia, era de la opinión de que la campaña contra Grecia debía posponerse hasta finales de septiembre.68 Cuando se enteró de la nueva operación —era la primera noticia que tenía de ella— Badoglio se negó a enviar a un solo hombre más a Albania. Había muchas estrategias para futuras operaciones, y él le había dicho al Duce que cuando se solucionaran «las demás cuestiones, más apremiantes, podremos conseguir lo que queramos de Grecia sin emplear ni un solo soldado allí». Puede que el general Roatta, después de que Mussolini le ordenara contactar con el Estado Mayor alemán y averiguar si Alemania iba a llevar a cabo una operación contra Yugoslavia desde Carintia y Estiria, o si Hitler autorizaba que lo hiciera Italia, sintiera alivio por el hecho de que ahora había menos probabilidades de que por lo menos una de las muchas operaciones que rebotaban por los pasillos del Ministerio de la Guerra no acabara aterrizando pesadamente sobre su escritorio.69 Uno de los factores que contribuían a la disposición de Italia a atacar a Grecia cuando llegara el momento era una grave infravaloración del Ejército griego. Ya había demostrado ser una fuerza a tener en cuenta durante las guerras de los Balcanes: en noviembre de 1912 había tomado Salónica al cabo de tan solo veintitrés días, y a finales de marzo ya había conseguido expulsar de Epiro a los otomanos. No obstante, más recientemente, había sufrido una derrota sin paliativos en la guerra GrecoTurca de 1921-1922, y había sido expulsado de Turquía. En conjunto, los militares italianos tendían a atribuirlo más a los fracasos de los griegos que a los éxitos de los turcos. Los griegos habían subestimado la dificultad de la empresa, habían sido completamente incapaces de contramaniobrar, su empleo de las reservas había sido deficiente, y habían hecho gala de «un
escaso espíritu combativo», sobre todo en la fase final de la guerra.70 En vísperas de la guerra actual, los informes apuntaban a que Grecia tenía una grave carencia de cañones ligeros y medios, de carros de combate, y de artillería antiaérea y anticarro.71 El arresto de un subjefe del Estado Mayor Conjunto griego por criticar el gasto del Gobierno en Defensa, y la solidaridad que le manifestaron sus camaradas oficiales, parecían apuntar a la existencia de graves puntos flacos en lo profesional y en lo político en la maquinaria militar de Grecia.72 Los italianos no eran ni mucho menos los únicos que infravaloraban a su futuro enemigo. Una evaluación militar alemana concluía que «el Ejército griego […] a duras penas será capaz de organizar operaciones militares con sus propias fuerzas, y mucho menos defender su propio país sin ayuda extranjera».73 Los alemanes dejaron claro enseguida que no querían tener nada que ver con los planes que se estaban tramando en Roma para atacar a Yugoslavia. Halder descartó el planteamiento de Roatta sobre una colaboración con Alemania en un ataque a través de Carintia y Estiria por considerarlo «una impertinencia increíble». Y Hitler tampoco estaba dispuesto a dar su apoyo a los planes de Ciano para un ataque contra Grecia, o al menos hasta que no terminara la guerra con Gran Bretaña. En lo que debió de ser una tensa entrevista con Dino Alfieri, el embajador italiano, Ribbentrop dejó meridianamente claro que Inglaterra era el adversario sobre el que debían concentrarse los dos socios. Era preciso posponer los planes de Italia para atacar a Yugoslavia, y la ofensiva italiana contra Grecia tampoco era bienvenida. «Es un “alto ahí” completo, en toda la línea», apuntaba con pesimismo Ciano en su diario. «Naturalmente aceptamos el punto de vista berlinés, incluso en lo que se refiere a Grecia».74 Cuando le dijeron que Alemania solo estaba dispuesta a colaborar en una acción militar contra Yugoslavia cuando se firmaran los acuerdos políticos pertinentes, Badoglio, «lleno de entusiasmo», le dio una palmada en el hombro a Rintelen, y comentó que era una gran ayuda en su intento de poner trabas a la guerra en los Balcanes.75 Una vez más, la mirada errática de Mussolini volvió a posarse en el norte de África. Dos días después de la advertencia de Ribbentrop, un telegrama voló de Roma a Trípoli. Era una mezcla de exhortación y de exageración, y ejemplificaba la forma de actuar de Mussolini en materia de decisiones estratégicas. «El día en que el primer pelotón de soldados alemanes toque territorio inglés, usted atacará simultáneamente». Italia le había concedido a
Graziani lo máximo posible, y ahora tenía «una superioridad indudable de efectivos, de medios y de moral». Graziani tenía a mano cinco acorazados para apoyarle. (Como hemos visto, no era así). Graziani tenía que conquistar Egipto, establecer vías de comunicación con el África Oriental italiana, y darle a Gran Bretaña «el tiro de gracia».76 Pero el Duce no había renunciado a ninguna de sus dos víctimas favoritas. El despliegue contra Yugoslavia se pospuso del 20 de septiembre al 20 de octubre, y el despliegue contra Grecia, de finales de agosto a finales de septiembre. Una vez que Inglaterra quedara fuera de combate en la guerra, algo que Mussolini claramente esperaba que ocurriera rápidamente a consecuencia de las ofensivas simultáneas de los alemanes contra el Reino Unido y de Graziani en Egipto, los Estados que «habían simpatizado de forma más o menos encubierta con Londres» se alinearían con las decisiones que tomara el Eje.77 «Las órdenes se ejecutarán», le dijo Graziani a Mussolini, pero había escaso entusiasmo por hacerlo. El general Mario Berti, comandante del 10.º Ejército, que debía llevar a cabo la ofensiva, no tenía medios de transporte de ningún tipo para uno de sus dos cuerpos de ejército, y solo disponía de 270 camiones para las dos divisiones del segundo cuerpo. Berti recibió la orden de estar preparado para avanzar a partir del 27 de agosto y Graziani le obligó a contrafirmar las órdenes de Mussolini, algo que no favorecía precisamente las relaciones de mando. Entonces, tan solo unos días después de ordenarle a Graziani que lanzara su ataque al mismo tiempo que los alemanes desembarcaban en Inglaterra, Mussolini echó por la borda esa condición previa. Después de hablar con Hitler en Berchtesgaden, y de enterarse de que la Luftwaffe necesitaba dos semanas de buen tiempo para conseguir la superioridad aérea necesaria, Ciano regresó a Roma con la impresión de que la ofensiva contra Inglaterra se había pospuesto definitivamente y que no se había fijado ninguna fecha para su comienzo.78 Ahora Mussolini quería una ofensiva tanto si los alemanes desembarcaban en Inglaterra como si no, a fin de no quedar fuera de las negociaciones si Berlín y Londres llegaban a un acuerdo. Graziani tenía que estar listo para atacar entre el 8 y el 10 de septiembre. «Para entonces», le dijo Badoglio, «habrá recibido todo el material que ha pedido, y yo haré gestiones con Pricolo para que le envíe a usted los aviones que necesita».79 Ahora que la atención de Mussolini se había centrado —por lo menos temporalmente— en Libia, la guerra con Grecia ya no parecía inminente:
cuando Visconti Prasca insistió a Roma para que le enviaran las dos divisiones que necesitaba para su ataque, le dijeron que la operación de Epiro se había «suspendido» y que no iba a recibir más tropas hasta nueva orden.80 Pero desde luego Grecia no se había caído de la lista. «Ciano quiere su guerra», anotaba el general Quirino Armellini, segundo de Badoglio, a finales de agosto, «y, a pesar de las recientes directrices, es probable que la tenga».81 La guerra con Yugoslavia también seguía siendo una posibilidad clara, y el Ejército seguía elaborando sus planes. Gran parte de la operación dependía de que Alemania no solo concediera permiso para transitar por su territorio, sino también de su apoyo logístico para posibilitar que las unidades italianas lo lograran. Los alemanes no estaban dispuestos a cooperar. Keitel le dijo a Badoglio que los italianos debían abandonar sus planes para una guerra con Yugoslavia a fin de no desestabilizar los Balcanes, ya que así los británicos tendrían un motivo para establecer bases en Grecia. Badoglio le tranquilizó diciendo que los italianos no iban a tomar la iniciativa ni contra Yugoslavia ni contra Grecia.82 Mussolini le aseguró a Hitler que su línea política era la misma que la de su socio: mantener los Balcanes al margen del conflicto. Las medidas militares que estaba tomando en las fronteras con Grecia y Yugoslavia eran simplemente de precaución, teniendo en cuenta que ambos países eran profundamente hostiles al Eje y estaban «dispuestos a apuñalarle por la espalda en caso de que se presentara una oportunidad propicia». El Duce iba a dirigir sus fuerzas contra Egipto.83 En Libia, a Graziani se le amontonaban los obstáculos. Para llevar a cabo un doble rodeo de las posiciones británicas en Sidi Barrani necesitaba 600 vehículos, que no llegarían hasta finales de septiembre, como muy pronto. Sin ellos, no podía ir más allá de Sollum y Halfaya. Si hacía esto último, perdería la ventaja de la sorpresa y permitiría que el enemigo llevara al frente tropas ya presentes en Egipto, con las que podría detener o aniquilar el avance, o por lo menos afirmar que los italianos habían perdido fuerza y habían tenido que detenerse. Desde un punto de vista estrictamente operativo, lo razonable era posponer la operación por lo menos hasta principios de octubre, cuando terminaba la estación tórrida.84 Ahora que la invasión alemana de Inglaterra estaba en suspenso, el Duce no estaba de humor para esperar. Y entonces llegó la noticia de que Alemania, que ahora contemplaba la posibilidad de despejar el teatro del Mediterráneo a lo largo del invierno siguiente, estaba dispuesta a enviar rápidamente una o dos
divisiones acorazadas a Egipto, lo que irritó a Badoglio, que no había pedido ayuda a Alemania.85 Al parecer, la idea de que Alemania pensara en asumir un papel activo en las operaciones en el Mare Nostrum de Mussolini fue la gota que colmó el vaso. Al día siguiente de que Badoglio le dijera a Marras que iba a plantearle a Mussolini la propuesta de Alemania, Roma envió un breve telegrama que llegó a Trípoli dos horas después. Graziani debía iniciar su ataque en el plazo de dos días. Mussolini ya estaba pensando en sus futuras conquistas. Después de acariciar brevemente la posibilidad de ocupar Francia hasta el Ródano, lo que resultó imposible a raíz de los acuerdos a los que se llegó con el Gobierno de Vichy, ahora había perdido todo interés en ella. Las Fuerzas Armadas debían estar preparadas para actuar contra Yugoslavia a finales de octubre. Era preciso reforzar Albania como preludio de la ocupación de Ciamuria, de Epiro y de Corfú. Después también sería necesario reforzar Tripolitania. Córcega debía ser ocupada por las tropas actualmente estacionadas en Cerdeña. Y el 5.º Ejército de Tripolitania se encargaría de invadir Túnez.86 Al día siguiente, Badoglio le dijo a los tres jefes de Estado Mayor que pusieran en marcha sus planes para Yugoslavia, Grecia y Francia, y que estuvieran preparados para invadir Córcega y Túnez. Cuando recibió la orden de atacar a los británicos en Egipto, Graziani cambió de planes. En vez de atacar a lo largo de dos ejes distintos, con sus divisiones de infantería avanzando por la costa y sus unidades motorizadas y acorazas adentrándose por el interior, Graziani acumuló cinco divisiones de infantería (de las cuales solo una estaba totalmente motorizada) en dos escalones, y lanzó a toda la fuerza a lo largo de la ruta costera, con una fuerza de cobertura avanzando por el flanco de tierra. Hicieron falta tres días para que sus tropas llegaran a sus posiciones de partida, al tiempo que muchas unidades se interponían en la línea de avance de las demás, se salían de su posición, gastando combustible inútilmente. Cuando por fin se pusieron en marcha, el 13 de septiembre, el avance fue lento, dado que constantemente se modificaban las intenciones operativas, se dictaban órdenes contradictorias, y se trasladaban las unidades de un mando a otro. Por el interior, el gruppo Maletti avanzaba lentamente por la arena, frenando la ofensiva e incrementando el consumo de carburante. Al descender en zigzag desde la serranía de Sollum, las unidades italianas se pusieron a tiro de la artillería británica. Los aviones de la Royal Air Force
destruyeron las carreteras, y cuando los camiones salían fuera de la calzada se hundían en la arena.87 A las 14.45 del 16 de septiembre, las tropas italianas entraban en Sidi Barrani. Habían avanzado aproximadamente 80 kilómetros en tres días. Las bajas no eran especialmente cuantiosas —120 muertos y 410 heridos, de los que una tercera parte eran libios— en gran parte debido a que, en vez de presentar batalla frontalmente, los británicos se habían replegado hasta Marsa Matruh. En el aire, las fuerzas de ambos bandos estaban igualadas: la 5.ª Squadra Aerea del general Carlo Porro, formada por 300 aviones, se enfrentaba a aproximadamente 300 aparatos británicos. La resistencia enemiga en el aire tan solo le costó a los italianos la pérdida de cuatro aviones en combate y de otros cinco en tierra. Posteriormente Porro criticó al Ejército: al no comprender el poder aéreo, lo había utilizado mal, y la infantería había necesitado una protección constante.88 Graziani achacó la lentitud del avance y su incapacidad de atacar a los británicos por el flanco a su absoluta inferioridad en medios mecanizados, al terreno y al clima. De hecho, los italianos habían puesto de manifiesto que carecían de experiencia en los desplazamientos con columnas de camiones y en la táctica de cómo utilizar las unidades motorizadas (Berti sencillamente había utilizado sus carros de combate para proteger a su infantería). El general Annibale Bergonzoli se quejaba de que las tropas de la División 23 Marzo —la única motorizada— solo sabían subirse y apearse de los camiones. Al tiempo que las tropas de Graziani avanzaban con dificultad, el Estado Mayor de Badoglio se puso manos a la obra con la oferta del general Jodl, y llegó a la conclusión de que lo mejor era pedirle a Alemania entre 150 y 200 carros de combate, que podían estar en condiciones de operar con tripulaciones italianas en un plazo de dos meses, en vez de aceptar una división acorazada alemana, cuyo transporte hasta Libia llevaría dos meses, y que necesitaría un mes más para aclimatarse. Badoglio estaba dispuesto a asumir que eran preferibles los carros de combate alemanes, pero a su juicio Jodl se equivocaba en su planteamiento o, mejor dicho, todo el planteamiento era erróneo. Lo que hacía falta eran bombarderos en picado alemanes: con ellos Alejandría resultaría imposible de defender.89 Al menos por el momento, Badoglio estaba seguro de sí mismo, o por lo menos eso le hizo creer a Marras (y por consiguiente probablemente también a los alemanes). La maniobra de Graziani había sido un éxito total, al destruir más de la mitad de los carros de combate de la división acorazada británica
que se enfrentó a los italianos. La construcción de carreteras, que resultaba imprescindible, estaría terminada a finales de octubre, y entonces las fuerzas italianas estarían preparadas para dar otro salto hasta Marsa Matruh. Entonces los aeródromos italianos se encontrarían a tan solo 250 km de Alejandría. Y a partir de ahí, los bombarderos, protegidos por los cazas, harían imposible que la flota británica permaneciera en puerto. Sin embargo, si la guerra se prolongaba hasta el invierno, además de las unidades acorazadas que les había ofrecido Alemania, «tendremos que contar con un refuerzo de Stukas y de cazas para que ataquen Alejandría».90 La puerta a la intervención alemana en la guerra de Italia todavía no estaba abierta, pero ahora estaba entreabierta. Los planificadores, con su atención centrada en Libia, podrían pensar razonablemente que las otras intenciones de Mussolini habían pasado a un segundo plano. Pues no. Ciano y su equipo hacían todo lo posible para preparar el terreno. El gabinete de Badoglio consiguió parar los intentos de Jacomoni de quedarse con los fusiles franceses para armar a las bandas de insurrectos dentro de Grecia, pero, justo en el momento en que se le cursaba a Graziani la orden de avanzar, el general Pricolo, jefe de la Fuerza Aérea, recibía el plan actualizado para la invasión de Grecia (Emergenza G) y la orden del gabinete de Ciano de que la Regia Aeronautica se preparara para un inminente ataque contra el país heleno. Pricolo se quejó de que era la primera vez que oía hablar de la campaña de Grecia.91 Los informes recibidos por los servicios de inteligencia hablaban de una movilización secreta de Grecia en la frontera con Albania, y de que se estaban levantando fortificaciones defensivas a un ritmo cada vez mayor en la frontera con Yugoslavia. Badoglio intentó echar por tierra los planes tanto para Yugoslavia como para Grecia. Faltaba coordinación entre el Ejército y la Armada en la planificación, y era preciso armonizarla. En aquellas circunstancias, le aconsejaba Badoglio a Mussolini, lo mejor era prepararse para una operación contra Francia, lo que resultaba imposible si el Ejército era requerido para combatir en Yugoslavia, así como reforzar Libia, lo que significaba suspender el envío de tropas a Albania. Era posible invadir Córcega en cualquier momento con las tropas estacionadas en Cerdeña. Mussolini tenía sus propias ideas. Las Fuerzas Armadas debían estar preparadas para actuar contra Yugoslavia a finales de octubre; había que enviar tres divisiones a Albania antes de finales de septiembre, y solo entonces se podría reforzar Tripolitania; en cuanto a Francia, la operación
del Ródano quedaba suspendida ahora que la Francia no ocupada estaba a todos los efectos bajo la protección de Alemania. El Ejército solo tenía que estar «preparado para la paz». A Pricolo le comunicaron que Grecia ahora estaba «fuera de juego», y en vísperas del ataque de Graziani los tres jefes de Estado Mayor recibieron sus nuevas directrices.92 El 18 de septiembre Badoglio le comunicó a Mussolini que a finales de mes iba a haber nueve divisiones en Albania y que estarían en posición y preparadas para atacar Epiro y Corfú entre diez y quince días después. La ofensiva debía comenzar con un ataque sorpresa contra Corfú, y eso requería que se notificara por lo menos con doce días de antelación, dado que una parte de los buques de carga requeridos se estaban usando en aquel momento para transportar tropas y equipos a Libia.93 Al día siguiente, nada más llegar a Roma, Ribbentrop reveló la noticia del inminente Pacto Tripartito con Japón, que se firmó, como estaba previsto, el 27 de septiembre. Ribbentrop repitió en dos ocasiones que Yugoslavia y Grecia eran un asunto exclusivo de Italia. En aquel momento el esfuerzo principal debía centrarse en Inglaterra, pero Italia podía adoptar la política que estimara conveniente respecto a ambos países «con el pleno apoyo de Alemania». Mussolini no dijo nada de Yugoslavia, aunque el Ejército había empezado a desplegar poco a poco las fuerzas necesarias para una operación contra ese país, pero ahora privadas del ataque de flanco a través de Carintia y Estiria. Para llevar a cabo el plan, las tropas necesitaban 3.000 vehículos alemanes —un nuevo indicio de que Italia se estaba deslizando hacia una posición subalterna, aunque Mussolini no parecía ser demasiado consciente de ello—.94 Respecto a Grecia, el Duce fue alarmantemente claro. Grecia era para Italia lo que Noruega había sido para Alemania antes del mes de abril anterior, y por consiguiente era necesario liquidar el país, «tanto más teniendo en cuenta que, cuando nuestras fuerzas terrestres se hayan adentrado ulteriormente en Egipto, la flota inglesa ya no podrá permanecer en Alejandría e intentará recalar en los puertos griegos». Si Ribbentrop pretendía que sus comentarios fueran una advertencia para que Italia se centrara en los británicos y se mantuviera al margen de los Balcanes, al menos por el momento, no se interpretaron así.95 Una serie de corrientes que él ya no podía controlar arrastraban a Mussolini a su guerra con Grecia. Como sugerencia de última hora, durante su reunión con el Duce, Ribbentrop le dijo que Alemania estaba planeando enviar una misión militar a Rumanía para proteger los campos petrolíferos,
un indicio de que el sueño largamente acariciado de Mussolini, a saber el dominio de Italia sobre los Balcanes al sur del Danubio, estaba en peligro. Entonces, tan solo unos días después de que Hitler y Ribbentrop aseguraran que a todos los efectos la guerra contra Inglaterra ya había terminado, en un primer momento Marras informó desde Berlín de que con toda probabilidad el desembarco contra Inglaterra se posponía hasta la primavera del año siguiente, y posteriormente comunicó a Roma que «el sol se ha puesto» sobre el desembarco.96 Una semana después de la visita de Ribbentrop, Badoglio convocó a los jefes de Estado Mayor para informarles de lo que pensaba Mussolini. Por el momento, la intervención en Yugoslavia era improbable, ya que ni a Alemania ni a Italia les interesaba perturbar el flujo de materias primas que estaban recibiendo de ese país. Estaban en camino a Albania tres divisiones para Visconti Prasca. Cuando llegaran, aumentando el total a nueve divisiones, Badoglio consideraba que esa fuerza bastaría para mantener a los griegos en su sitio. Los problemas con Grecia y con Yugoslavia se resolverían en la mesa de la paz lo quisiera o no cualquiera de las dos potencias. El Mediterráneo era otro asunto. Allí la situación era «más confusa y caótica que nunca». Si no se producía la invasión de Inglaterra, el «baricentro» de la guerra se desplazaría al Mediterráneo. En ese momento tendría que organizarse una reunión conjunta con el Estado Mayor alemán para decidir qué acciones habría que emprender. Para Badoglio solo había una ofensiva con posibilidades de éxito: un ataque contra Gibraltar y otro de la aviación italiana y alemana contra Alejandría una vez que Graziani hubiera avanzado por lo menos hasta Marsa Matruh para tener a tiro el gran puerto egipcio. Conjuntamente, ambas ofensivas podían obligar a los británicos a abandonar el Mediterráneo. Pricolo señaló que la aviación alemana no era necesaria, dado que Alejandría iba a estar a tiro de los aviones italianos. La respuesta de Badoglio —que de todas formas se podían pedir 80 bombarderos en picado Junkers-87 Stuka y 100 cazas Messerschmitt para reemplazar los aviones que había que enviar a África Oriental— puso en evidencia la actitud del general hacia su aliado y sus subordinados. Alemania solo era un recurso con el que rellenar los huecos del inventario italiano, y los jefes de Estado Mayor no estaban allí para debatir una estrategia, sino exclusivamente para diseñar las operaciones pertinentes. La reunión concluyó al cabo de veinticinco minutos.97
Desde luego Graziani no estaba llevando adelante el tipo de campaña rápida que prometía la doctrina de antes de la guerra. Tras visitar a Pricolo a mediados de septiembre, una delegación de enlace de la Luftwaffe informaba de que aparentemente Graziani se estaba guiando por el mismo tipo de métodos operativos decimonónicos que había empleado Kitchener en Sudán.98 Si acaso, el comentario era injusto con Kitchener: de hecho, las tropas de Graziani habían penetrado en Egipto al mismo ritmo diario que los ejércitos de Napoleón. Sin embargo, no cabía duda de que Graziani estaba trabajando en unas condiciones difíciles. Para empezar, las instalaciones portuarias de Trípoli, Bengasi (que sufría constantes bombardeos) y Tobruk eran muy limitadas como ya habían dejado bien claro los estudios realizados antes de la guerra. Durante los meses de julio, agosto y septiembre, en los puertos de Libia se descargaron poco más de 50.000 toneladas de suministros al mes. Y además, Graziani tenía que competir con Visconti Prasca. Entre mediados de julio y el 15 de septiembre, se enviaron a Trípoli 1.031 camiones (de los que 200 ardieron en el puerto debido a los ataques enemigos) y a Albania otros 945.99 Entonces, el general Soddu se salió con la suya a propósito de su plan, gestado desde hacía tiempo, de reducir el Ejército a 800.000 hombres y mantener tan solo cuatro reemplazos (los soldados de entre veinte y veintitrés años) en el servicio de armas. Para el Ejército, la reducción auguraba el caos: los reclutas más jóvenes a menudo estaban en unidades menos cruciales, como la guardia fronteriza, mientras que las unidades de intendencia y servicios contaban exclusivamente con soldados de reemplazo más veteranos, que ahora causaban baja en el Ejército.100 Veinte de las setenta y una divisiones se reducirían a tres cuartas partes de su dotación de movilización total, mientras que otras treinta ya estaban «en los huesos». Mussolini intervino: también podían disolverse las unidades del alto mando que no fueran inmediatamente necesarias. Y así desaparecieron el cuartel general del 7.º Ejército, responsable de defender el frente occidental, y el cuartel general del 8.º Ejército, que tenía encomendada la tarea de supervisar un posible ataque contra Yugoslavia.101 En julio, cuando Hitler propuso desmovilizar una parte del Ejército alemán, sus generales se opusieron enérgicamente a la idea. En Italia los generales —salvo uno— obedecieron sin rechistar. Roatta intentó que se reconsiderara la decisión, pero en vano. Aparentemente, Badoglio aceptó la reducción sin poner ningún reparo —igual que Graziani—, tal vez con la esperanza de que, al
reducirse el tamaño del Ejército, Mussolini sería menos propenso a las aventuras militares de riesgo. De ser así, muy pronto iba a llevarse una desilusión. El proceso de licenciar a los soldados de reemplazo comenzó el 10 de octubre. Roatta no consiguió la autorización para suspender la orden de movilización hasta mediados de diciembre, tras la destitución de Badoglio.102 En conjunto, la desmovilización de la mitad del Ejército, que a 1 de octubre de 1940 contaba con 1.700.000 hombres, y el veto alemán a las operaciones desde Carintia y Estiria, supusieron el final de la opción yugoslava. A principios de octubre, el Estado Mayor del Ejército confirmó que la «Emergenza E» estaba descartada. Se archivó el plan original, y las unidades regresaron a sus bases regionales. Un nuevo plan, que contemplaba la ocupación parcial de Yugoslavia a consecuencia de «graves disturbios internos», debía ser únicamente un estudio teórico. El 3 de octubre Badoglio ordenó que se actualizaran los planes para la invasión de Grecia, aunque su activación se posponía por el momento, y dos días después se distribuyeron los planes revisados para Grecia, Albania y Yugoslavia.103 A finales de septiembre, Graziani viajó a Roma y anunció que estaba preparado para reanudar sus operaciones a mediados de diciembre. Mussolini quería que las cosas avanzaran mucho más deprisa. En octubre los italianos podían llegar a Marsa Matruh, lo que pondría a Alejandría a tiro de sus bombarderos, pero para el Duce Alejandría no era más que un nombre. Lo que importaba era que los italianos avanzaran. «Nunca me obstino en objetivos territoriales», afirmó el Duce. Badoglio propuso posponer el ataque hasta octubre, y Graziani partió hacia Trípoli diciéndole a sus dos superiores que les comunicaría sus planes cuando regresara a su cuartel general. Mussolini salió de la reunión irritado por el hecho de que Badoglio respaldara las tácticas dilatorias de Graziani, pero confiando en que este fuera capaz de apuntarse «un éxito en Egipto que le dé [a Italia] la gloria que lleva buscando en vano desde hace tres siglos».104 El 4 de octubre Mussolini y Hitler se vieron en el Paso del Brennero. En la reunión, de tres horas de duración, Hitler enumeró los problemas que estaba teniendo con España, y sugirió que la Francia de Vichy tal vez podía sumarse a una coalición continental contra Gran Bretaña. El espectro de una asociación franco-alemana iba a convertirse poco después en uno de los móviles de las decisiones de Mussolini, pero por el momento el Duce se
limitó a reiterar las pretensiones de Italia a quedarse con Niza, Córcega, Túnez y Yibuti. Una vez obtenidos, Italia no tendría ningún conflicto pendiente con Francia. Mussolini esbozó su estrategia en ese momento, y anunció que la segunda fase de su ofensiva en Egipto iba a comenzar en breve con el avance de las tropas italianas hasta Marsa Matruh. Y en la tercera fase, sus fuerzas llegarían hasta el delta del Nilo y ocuparían Alejandría. Hitler le ofreció «fuerzas especializadas», pero Mussolini le contestó que no eran necesarias para la segunda fase. En cuanto a la tercera fase, tal vez harían falta camiones, carros de combate pesados, y algunos Stukas.105 Después de la conferencia, aparentemente el alto mando alemán contemplaba la ocupación del Canal de Suez como «el problema militar n. 1 en la conducción de la guerra», que al mismo tiempo golpearía a Inglaterra en una zona vital de su imperio y despejaría la situación en el Mediterráneo. Hitler quería enviar una división acorazada que fuera capaz de subsistir y combatir autónomamente. Podía prepararse, embarcarse y desembarcarse en el plazo de ocho semanas —y para entonces se suponía que los italianos ya habrían conquistado Marsa Matruh.106 La orden llegó a Trípoli al día siguiente: Graziani debía iniciar su ofensiva contra Marsa Matruh entre el 10 y el 15 de octubre. Las ofertas de ayuda de Alemania habían sido rechazadas por el momento. Mussolini no tenía la mínima duda de que su comandante disponía de todo lo que necesitaba para cumplir sus instrucciones. Recibiría más cuando llegara el momento de iniciar la gran batalla por el Delta del Nilo. Mientras tanto, el único problema logístico relevante era el agua. El Duce tenía la respuesta: los soldados necesitaban menos agua en octubre que en pleno verano, y en cualquier caso los italianos eran más capaces de soportar aquellas condiciones que los ingleses. El enemigo solo iba a defender Marsa Matruh el tiempo necesario para reorganizar y sacar sus tropas de allí. Si Italia posponía el ataque para después del mes de octubre a fin de conseguir refuerzos, el enemigo haría lo mismo. Por último, había algo parecido a una idea estratégica verdadera. «Una vez que lleguemos a Marsa Matruh», le dijo Mussolini a Graziani, «veremos cuál de los dos pilares ingleses en el Mediterráneo hay que echar abajo: si el egipcio o el griego».107 Una cosa que Graziani no iba a conseguir era demasiada ayuda directa de la Armada. La Regia Marina había abandonado la idea de utilizar sus cruceros pesados para bombardear la costa egipcia, y solo tenía cinco submarinos listos para operar en las aguas que rodean Alejandría.108 Todo
el mundo, salvo Mussolini, estaba de acuerdo en que, dado que la Armada italiana tenía una flota más débil, debía evitar una batalla encarnizada a menos que fuera una consecuencia inevitable de que una flota intentara impedir que la otra llevara a cabo su misión principal. El almirante Cavagnari pensaba que lo mejor que podía hacer la flota en unas circunstancias muy adversas era proteger las comunicaciones entre Trípoli y Bengasi desde cierta distancia. En caso de que no fuera capaz de resolver los problemas intrínsecos de la misión y no lograra cumplirla con sus propios recursos, tendría que pedir ayuda a Alemania. Para afrontar su misión, la Armada quería disponer de más bombarderos en picado en Cirenaica y más artillería antiaérea para defender los puertos de su costa. Badoglio le recordó a Cavagnari que las tareas de la Armada eran, igual que lo habían sido desde el principio, garantizar las comunicaciones con Libia, proteger el litoral continental de ataques enemigos, y desgastar el tráfico enemigo por medio de embarcaciones ligeras de superficie y submarinos.109 Los italianos ya estaban empezando a caer en manos de Alemania: los bombarderos en picado tenían que venir forzosamente de la Luftwaffe, y los alemanes tendrían que renunciar a una parte de los 500 torpedos aéreos que habían encargado a la fábrica de armamento naval de Fiume (Rijeka) si Pricolo quería aumentar su arsenal de torpedos, que en ese momento ascendía a diez unidades. El jefe del Estado Mayor del Aire ordenó a sus comandantes que conservaran sus fuerzas y evitaran riesgos indebidos al seleccionar y ejecutar sus operaciones, ya que los aviones eran difíciles de reponer. No debían enviar aviones a atacar la flota enemiga en presencia de portaaviones, y debían emplear su limitado stock de torpedos aéreos prioritariamente contra los buques de guerra enemigos.110 Entonces intervino Mussolini. Se estaban utilizando demasiados buques de guerra para escoltar a los cargueros, mermando así unas reservas de combustible que resultaba difícil, cuando no imposible, reponer. De modo que era necesario prescindir de las escoltas, o reducirlas al mínimo a fin de apurar las existencias de fuel oil para que duraran un año más.111 Durante unos días dio la impresión de que Italia iba a concentrar sus limitados recursos en una sola tarea. Y entonces, el 12 de octubre, todo se torció. Primero, Badoglio le entregó a Mussolini una carta de Graziani donde decía a sus superiores que no iba a disponer de los medios de transporte ni de los cañones que necesitaba para atacar el campamento fortificado de Marsa Matruh hasta finales de octubre. Mussolini montó en
cólera. Y lo que le encolerizó aún más fue la noticia de que los alemanes habían enviado una fuerza militar a Rumanía.112 Para colmo, esa fue la fecha en que se pospuso definitivamente la invasión de Inglaterra (Operación León Marino), por lo menos hasta 1941. Cuando se lo comunicaron a Badoglio, el generalísimo, un hombre normalmente tranquilo, perdió completamente los estribos. Ahora los británicos, lejos de verse obligados a librar una batalla desesperada para defender sus islas territoriales, podían dedicar fuerzas sustanciales a los teatros del Mediterráneo y del norte de África. Lo que más parecía preocuparle era la probable pérdida, en una larga guerra, del África Oriental italiana, que él mismo había conquistado para Mussolini hacía muy poco tiempo.113 Grecia en el punto de mira La entrada de las tropas de Hitler en Rumanía el 12 de octubre de 1940, que fue lo que espoleó a Mussolini a actuar, no fue del todo inesperada. El interés de los alemanes en mantener el flujo de petróleo rumano era un hecho bien conocido, y el embajador italiano en Bucarest, Pellegrino Ghigi, ya estaba al corriente desde mediados de septiembre de la posibilidad de la llegada al país de un contingente militar alemán.114 Además, para una mente tan frenética como la de Mussolini, había otros motivos para actuar. Los informes de inteligencia decían que la penetración económica de Alemania en el norte de África y en Siria iba en aumento. Desde Berlín, el general Marras opinaba que Alemania había emprendido una vez más una Drang nach Osten («impulso hacia el este»), como ya ocurrió en la Primera Guerra Mundial. Su objetivo era el Egeo en la zona de Salónica, de modo que si Italia atacaba a Grecia, probablemente Alemania llegaría allí primero.115 También estaba la preocupante posibilidad de un «bloque continental» que incluyera a Francia. «A la larga», apuntaba Ciano a medida que los acontecimientos se precipitaban, «un acercamiento entre Berlín y París no podría más que operar en perjuicio nuestro».116 Por último, y no menos importante, todo lo contrario, estaba la necesidad de actuar militarmente a fin de demostrarle a Alemania que Italia era un aliado que valía la pena tener, y cuyos intereses, por consiguiente, había que tener en cuenta. Tenía que haber acción, y rápido, pero daba la impresión de que en el norte de África ya no había grandes esperanzas de ello, de modo que Mussolini se centró en el otro «pilar» británico en el Mediterráneo: Grecia.
«Dimito como italiano si alguien pone dificultades para batirse con los griegos», le dijo el Duce a su yerno.117 A mediados de octubre el SIM elaboró un voluminoso informe sobre el siguiente objetivo de Italia. Un programa de reformas de las Fuerzas Armadas y de rearme a lo largo de nueve años, iniciado en 1935, y acelerado un año después, había dado a las fuerzas griegas «nuevo vigor y nuevo orden», y ahora el Ejército tenía nuevos cañones antiaéreos y anticarro. Sin embargo, por lo menos la mitad de su artillería eran restos de la Primera Guerra Mundial (de hecho, lo mismo que la artillería italiana), e incluso en lo relativo a sus defensas antiaéreas «Grecia no podrá hacer nada sin la ayuda de otras potencias más organizadas». El Ejército no parecía ser un gran obstáculo. El nivel general del cuerpo de oficiales «no era satisfactorio»; la mayoría de los comandantes de compañía, de regimiento y de batallón eran incapaces de mantener la «cohesión de voluntad y de espíritu» requerida en el combate; y el valor de los suboficiales era «inadecuado». Estratégicamente, Grecia era vulnerable: el valor defensivo de la frontera entre Grecia y Albania probablemente era una exageración, y tan solo una carretera a través del Macizo del Pindo conectaba Epiro con el resto del país. También era vulnerable operativamente: su planteamiento de trabajo se basaba en una guerra larga, en la línea de la Primera Guerra Mundial, donde el Ejército griego intentaría maniobrar y contraatacar, lo que significaba que era fácil sorprenderla. Sin embargo, una guerra larga dejaría en evidencia otro de los puntos débiles de Grecia: sus fábricas de armamento solo producían munición, no podían fabricar armas cortas ni piezas de artillería. Por último, los griegos estaban psicológicamente en desventaja. Todo el mundo era consciente de «la desventajosa situación estratégica de las fronteras terrestres […] y de las deficiencias que siguen existiendo en su organismo militar».118 Esa valoración no terminaba de cuadrar con los informes del coronel Luigi Mondini, agregado militar en Atenas, que afirmaban que los oficiales griegos tenían una buena formación, y que la falta de artillería se compensaba con los morteros.119 Pero, en conjunto, Grecia parecía una presa fácil para la tan cacareada guerra lampo de la Italia fascista. La noticia de la entrada de los alemanes en Rumanía llegó el 12 de octubre. Al día siguiente Mussolini le ordenó a Badoglio que preparara la ofensiva contra Grecia para que pudiera comenzar en el plazo de trece días. Se avisó a la Armada de que disponía de doce días para preparar el
transporte de tropas hasta Corfú, uno de los objetivos del plan vigente para una guerra limitada contra Grecia.120 El general Roatta, que acababa de enviarle a Visconti Prasca la orden de trasladar a sus cuarteles de invierno a las tropas estacionadas en Albania, recibió con veinticuatro horas de antelación la orden de reunirse con Mussolini y Badoglio. El plan vigente en ese momento solo contemplaba una operación para ocupar Ciamuria y Epiro, el avance de cinco divisiones hacia el sur hasta Préveza, y el desembarco de una división procedente de Apulia en Corfú. El 14 de octubre, cuando Roatta llegó a la reunión, descubrió que ahora su cometido era idear una operación para la ocupación total de Grecia. «Era la primera vez que yo y el Estado Mayor Conjunto oíamos hablar del asunto», se quejaba posteriormente. Roatta y Badoglio escuchaban mientras Mussolini les explicaba que era preciso ocupar Grecia a fin de impedir cualquier apoyo a la flota británica y la influencia de Inglaterra en aquel país. ¿Qué hacía falta para conseguirlo?, preguntaba Mussolini. Roatta le contestó que veinte divisiones, empleadas todas simultáneamente, y tres meses, siempre y cuando se volviera a movilizar al Ejército de inmediato. Badoglio se mostró de acuerdo y Mussolini aprobó el plan, pero no por mucho tiempo.121 A la mañana siguiente Roatta fue convocado sin previo aviso a otra reunión en el Palazzo Venezia. Cuando llegó, se encontró a Mussolini, a Ciano, a Soddu, a Jacomoni y a Visconti Prasca debatiendo un plan de guerra para ocupar toda Grecia. Jacomoni era optimista —daba la sensación de que el pueblo griego estaba «profundamente deprimido»— y también Ciano, quien afirmaba que, al margen de una minoría muy pequeña de anglófilos ricos, el resto de la población era «indiferente ante todos los acontecimientos, incluida una invasión nuestra». Visconti Prasca decía que podía conquistar Epiro y el puerto de Préveza en diez o quince días, a partir del 26 de octubre. Contaba con 70.000 hombres frente a 30.000 soldados griegos, sus tropas rebosaban entusiasmo, y los griegos no tenían agallas para combatir. Mussolini dijo que iba a conseguir el apoyo de Bulgaria, y quería que se enviaran dos divisiones a Salónica, ya que podía resultar decisivo para conseguir dicho apoyo. También quería que se tomaran rápidamente las islas de Zante, Cefalonia y Corfú. Badoglio propuso que se hiciera coincidir la operación contra Grecia con el ataque contra Marsa Matruh, ya que eso dificultaría que los británicos enviaran aviones a Grecia. A continuación criticó indirectamente el plan
que se estaba gestando. Conquistar Epiro como primer paso no era suficiente de por sí. Hacían falta veinte divisiones para llevar a cabo una ocupación completa, no las nueve que ya estaban allí, y eso requería tres meses. Visconti Prasca le aseguró a los presentes que llegar desde Epiro hasta Atenas, una marcha de 250 km a través de una cordillera de 2.000 metros de altura no suponía un grave problema, ya que existían numerosos caminos de mulas; y todo el mundo estuvo de acuerdo con que cinco o seis divisiones bastaban para tomar Atenas. Nadie objetó a la solución de Visconti Prasca al problema de atravesar el Macizo del Pindo, que suponía desembarcar tres divisiones de montaña en el pequeño puerto de Arta en una sola noche. En un momento dado, Mussolini preguntó: «¿Estamos seguros de la victoria?». Cuando concluyó la reunión, la aprobación más o menos general de una guerra con Grecia había disipado cualquier duda que pudiera quedarle al Duce. «Me parece», dijo Mussolini a modo de resumen de la reunión de una hora y media de duración, «que hemos examinado todos los aspectos del problema». En realidad, lo que había ocurrido, con la connivencia de los representantes de las Fuerzas Armadas, era que se había restado importancia a los muchos problemas que se plantearon a lo largo del debate —como la insinuación que hizo Mussolini al principio de la reunión de que iba a conseguir el apoyo de Bulgaria a la invasión— o que simplemente las dificultades no se habían puesto en cuestión.122 Los agujeros del plan de guerra empezaron a manifestarse de inmediato. Ese mismo día Graziani anunciaba que iba a necesitar otros dos meses para construir las carreteras y los acueductos, y para reunir los camiones que necesitaba antes de atacar a los británicos en el norte de África. Como no tenía otra elección, Mussolini accedió a concederle más tiempo.123 Al día siguiente, el almirante Cavagnari fue a ver a Badoglio para decirle que la Armada no podía llevar a cabo los desembarcos de tropas en Préveza, ni en ningún otro lugar del golfo de Arta, ni en sus inmediaciones. Los accesos tenían poco calado, el tiempo requerido para la travesía del Adriático significaba que no cabía la posibilidad de la sorpresa, y en cualquier caso, debido a la demanda de medios de transporte marítimo hacia el norte de África y hacia Albania, solo tenía barcos suficientes para desembarcar dos divisiones, no tres. A su juicio, un ataque de Italia contra Grecia presentaba más peligros que oportunidades: cabía la posibilidad de que los británicos
establecieran bases navales y aéreas allí, y eso podría hacer que la principal base italiana en Tarento fuera indefendible.124 Ante la inminencia del ataque a Grecia, Badoglio convocó a los jefes de los tres Ejércitos. Cuando se reunieron, dos días después de la reunión del Palazzo Venezia, la Armada les aguó la fiesta de inmediato. El almirante Odoardo Somigli, subjefe del Estado Mayor de la Armada, anunció que la Armada podía desembarcar una división en Corfú y transportar tropas y equipos a Albania, pero que no podía llevar a cabo al mismo tiempo el desembarco en Préveza y los transportes hasta Albania. Haciendo caso omiso de ese problema, Roatta preguntó si la Armada podía abastecer a una columna en marcha a lo largo de la costa desde Arta hasta Atenas. «No», fue la respuesta, porque las fuerzas navales británicas lo impedirían. Uno de los pilares del diseño estratégico de Visconti Prasca acababa de derrumbarse. Sin una base en Préveza, Badoglio consideraba que resultaba inútil «empantanarse» en Epiro sin una sustancial fuerza de apoyo con la que llevar a cabo un avance decisivo en profundidad. Además había que tener en cuenta el calendario de la ofensiva, ahora pospuesta, de Graziani, y que Mussolini quería que comenzara unos días antes del ataque contra Grecia. Durante los dos meses que necesitaba Graziani se podían enviar cinco divisiones a Albania. Badoglio ya tenía pensada una alternativa. El tiempo dedicado a los preparativos nunca era tiempo perdido, y así lo había demostrado él mismo en Etiopía hacía cinco años. Con tiempo suficiente para reunir 16 divisiones, toda la misión podía llevarse a cabo en un mes. Los jefes debían reunirse al día siguiente en el Palazzo Venezia, donde los asistentes podrían plantearle al Duce todas aquellas cuestiones.125 Con una aviación que tenía más del doble de aparatos que la Fuerza Aérea griega (355 aviones italianos frente a 150 griegos), y una vez que Roatta le aseguró que a partir del 27 de octubre iba a disponer de todos los materiales que necesitaba para completar el equipamiento de los aeródromos locales, Pricolo confiaba poder poner en el aire el suficiente número de aviones para apoyar la invasión. Al día siguiente cambió de opinión. Teniendo en cuenta el tiempo necesario para descargar y distribuir el material, la Fuerza Aérea no iba a estar totalmente desplegada hasta el 3 o el 4 de noviembre. Si la operación de Grecia comenzaba antes de esa fecha, a Pricolo aún le faltarían seis escuadrones de cazas, lo que significaba que solo podría defender la zona de Tirana, Durazzo (Durrës) y
Devoli. Sus bombarderos carecerían de escolta, y las fuerzas terrestres se quedarían sin la protección de los cazas.126 A la mañana siguiente, cuando Badoglio acudió al Palazzo Venezia, encontró a Mussolini hecho una furia contra Graziani y contra él. Ciano le había dicho a su suegro que Badoglio había amenazado con dimitir si la operación de Grecia seguía adelante; una decisión tan atípica tratándose de Badoglio que solo cabe entender como un intento de Ciano de segarle la hierba debajo de los pies al jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas. Badoglio no solo no dimitió, sino que al parecer ni siquiera repitió delante de Mussolini las dudas sobre el plan de Grecia que le había trasladado a Ciano el día anterior. Lo único que consiguió de Mussolini fue su consentimiento a que Graziani tuviera sus dos meses de aplazamiento, y a posponer dos días el inicio de la guerra contra Grecia, cuya fecha se fijaba para el 28 de octubre.127 Ya no había forma de parar a Mussolini. Cuando el general Favagrossa se reunió con el Duce al día siguiente de su breve entrevista con Badoglio y le aconsejó no aumentar los teatros de operaciones, Mussolini le aseguró que la guerra se terminaría en cuestión de días. A partir de ahí, Grecia podía ser una fuente de suministros, sobre todo de minerales.128 Entonces Mussolini autorizó que Badoglio se reuniera con el general Keitel, pero únicamente porque fue Keitel quien solicitó esa reunión. La posibilidad de que Alemania enviara al norte de África una división acorazada estaba encima de la mesa, y la Luftwaffe quería enviar dos alas de bombarderos y un escuadrón de aviones de minado aéreo para atacar Alejandría. Mussolini no quería que los alemanes participaran en su operación en el norte de África hasta después de la conquista de Marsa Matruh. La cuestión debía decidirse en la cita programada, pero el Duce exigió que se pospusiera hasta mediados de noviembre, ya que para entonces esperaba que la ocupación italiana de Epiro estuviera zanjada. Graziani no quería a los alemanes en su parcela. Jugando hábilmente con el desagrado, de todos conocido, que sentía Badoglio por su socio, Graziani reconoció que una división acorazada alemana sería una gran ventaja para el avance sobre Marsa Matruh, pero «¿no sería conveniente evitar aquella amalgama, o por lo menos limitarla a la última fase de la campaña?». Con doscientos automóviles blindados alemanes y medios de transporte suficientes para tres batallones de infantería, Graziani era capaz de formar una unidad equivalente.129
El 19 de octubre, a falta de solo nueve días para el comienzo de la guerra, llegó la noticia de que el rey Boris III de Bulgaria no tenía intención de morder el anzuelo y «hacer realidad algunas de sus aspiraciones nacionales» con respecto a Grecia. Como Bulgaria iba retrasada en su programa de rearme, y estaba rodeada de potencias, por lo que se veía obligada a actuar «con perspicacia y prudencia», el rey declaró que su país debía «abstenerse de cualquier acción armada».130 En el consejo de ministros de aquella mañana Mussolini estaba pálido y parecía cansado. El Duce se quejó de que sus generales le habían defraudado en el norte de África. Las tropas tenían agresividad y querían combatir, pero los generales no. Esperaban que Mussolini lo resolviera todo a nivel político. La política era asunto suyo, la tarea de los generales era combatir. Graziani estaba intentando no atacar, pero Mussolini iba a obligarle a hacerlo. «Necesitamos vencer también para nuestros amigos», le dijo a sus ministros al final de su arenga, «a fin de tener un prestigio cada vez mayor».131 El Duce le dijo a Hitler que tenía intención de zanjar rápidamente la cuestión de Grecia. Las operaciones en Egipto estaban en suspenso mientras se llevaban a cabo las tareas logísticas, pero Mussolini esperaba actuar en ambos frentes simultáneamente. Después de la conquista de Marsa Matruh tendría lugar la batalla decisiva por el Delta del Nilo. Ese era el momento en que podrían entrar en juego los blindados alemanes.132 Una consecuencia de la reunión entre Mussolini y Hitler en el Paso del Brennero a principios de mes fue la decisión de que tenía que haber un debate detallado sobre los detalles prácticos del posible envío de blindados alemanes al norte de África. El general von Thoma viajó a Roma, y una serie de conversaciones pormenorizadas entre Estados Mayores que tuvo lugar entre el 16 y el 18 de octubre analizó hasta el mínimo detalle todas las cuestiones que había que resolver si se pretendía enviar por ferrocarril y posteriormente por barco hasta Libia una brigada acorazada reforzada alemana, formada por 13.000 hombres con 200 carros de combate y automóviles blindados, y 2.356 vehículos. Hubo por lo menos una petición de los alemanes que resultó excesiva para los expertos italianos en logística: le pedían a su aliado que redujera la ración de cuatro limones diarios por cabeza y de un litro de zumo de limón cada diez días debido a las dificultades de abastecimiento.133 El Estado Mayor italiano había hecho los cálculos para abastecer a una división motorizada completa, con plena conciencia de las dificultades que entrañaba. Tan solo había veinte buques
mercantes italianos capaces de transportar vehículos, y los puertos de Bengasi y de Trípoli solo eran capaces de descargar entre los dos diez buques y ochenta vehículos al día. Trasladar toda una división acorazada desde Alemania hasta el norte de África requería 144 trenes y 60 travesías por mar, y llevaría dos meses. Cuando el acuerdo final, que reducía el plazo a cuarenta y cinco días, aterrizó sobre su escritorio, Badoglio no quiso tomar una decisión hasta hablar con Keitel del asunto.134 El OKW se enteró del inminente ataque de Italia contra Grecia diez días antes de su inicio, cuando un coronel del Estado Mayor del Cuartel General del Aire se lo filtró al Estado Mayor de enlace de la Luftwaffe. Su jefe, el general Oswald Pohl, se enteró el 23 de octubre, pero ese mismo día Badoglio hizo creer al general von Rintelen, agregado militar alemán, que Italia no planeaba emprender ninguna acción contra Grecia a menos que se viera obligado a ello en caso de que previamente Grecia o Gran Bretaña llevaran a cabo acciones contra Italia. También Roatta negó que se estuviera planeando una ofensiva, y calificaba de «cháchara» los rumores de un posible ataque a Grecia.135 Hitler estaba momentáneamente distraído intentando enrolar a la Francia de Vichy y a la España franquista en su «bloque continental», una misión que le llevó primero a la localidad de Montoire, en el valle del Loira, y después hasta la localidad fronteriza de Hendaya, en el suroeste de Francia, y de vuelta a Montoire, entre el 22 y el 24 de octubre. Mientras el tren del Führer rodaba por Europa, en Italia los jefes de Estado Mayor se reunían para debatir los desembarcos en Corfú y en Cefalonia. Aparecieron nuevos agujeros en el plan. El desembarco en Corfú podía salir bien o mal dependiendo de la meteorología y de si las tropas iban a poder desembarcar en dos puntos de la isla o solo en uno —y entonces resultó que la Armada y el Ejército ni siquiera habían debatido la viabilidad de desembarcar 2.400 hombres en Cefalonia y dejarles allí con suministros suficientes para resistir dos semanas por su cuenta—. Se pospuso la toma de Cefalonia, y Badoglio le aseguró a todo el mundo que el aplazamiento de dos días que había autorizado Mussolini sería beneficioso para Italia, porque así «los desmovilizamos un poco [a los griegos]», una posibilidad sumamente improbable. La principal preocupación de Badoglio, ahora que se avecinaba la guerra, era «no despertar a los de Alejandría».136 A su vez, la invasión de Corfú se posponía hasta el 1 de noviembre. Cuando Badoglio informó a Mussolini de su reunión con los jefes, el Duce le dijo que antes de iniciar la operación tenía intención de pedirle a Grecia que
permitiera que Italia ocupara numerosas posiciones estratégicas importantes. Si se negaban, procedería a ocupar la totalidad del país.137 El 25 de octubre le entregaron a Mussolini las órdenes para el ataque contra Grecia: primero Corfú y Epiro, después la amenaza contra Salónica y la marcha sobre Atenas. Se estaban haciendo maniobras de última hora para relevar a Visconti Prasca, que nunca había estado al mando de nada sustancial. Mussolini le aseguró al elegido que tenía toda su fe puesta en él, y añadió, en tono un tanto amenazador, que demostrar que tenía razón era cosa suya.138 Al día siguiente, el mal tiempo impidió que despegara la Fuerza Aérea. Y ese no fue el único mal presagio. Cuatro días antes del comienzo de la guerra, el Estado Mayor de Operaciones del Ejército italiano calculaba que aunque al principio habría 150.000 italianos frente a 120.000 griegos, una vez que ambos bandos culminaran su movilización, 175.000 italianos tendrían que combatir contra entre 320.000 y 330.000 griegos. El desequilibrio hacía que la colaboración de Bulgaria resultara aún más importante.139 La estrategia de Visconti Prasca, que dependía de aportar a la refriega varias divisiones adicionales desde Italia más deprisa de lo que Grecia podía movilizar a sus reservas, presentaba problemas ya desde antes de que empezaran los combates.140 Tras confirmar a Visconti Prasca al mando del ataque contra Grecia —un mando que iba a ejercer solo durante trece días— Mussolini le dio un gran susto a Graziani. Había llegado el momento de que él mismo se preguntara si iba a seguir al mando. Había tenido dieciséis meses para prepararse, se le había dado todo lo que había pedido, y con quince divisiones lo único que había hecho era conquistar Sidi Barrani.141 La carta de Mussolini fue para Graziani como si le hubiera alcanzado «un rayo». Para defenderse de la acusación de haber desperdiciado dieciséis meses (solo llevaba cuatro al mando), Graziani repitió uno por uno sus anteriores argumentos sobre la necesidad de unos preparativos con tiempo. Si había hecho una evaluación errónea —«algo que no alcanzo a percibir»— entonces solo tenía un deber: «Que me reclamen y me releven».142 La pelota volvía a estar en el campo de Mussolini. Durante el breve ínterin entre la carta de Mussolini y la respuesta de Graziani, Badoglio intentó quitarle de la cabeza a Mussolini la idea de que Egipto era una fruta madura a punto de caer, y al mismo tiempo disuadirle de la idea de que la división acorazada de von Thoma podría ser la solución perfecta al problema. Después de trasladar las tropas que hasta entonces se
encargaban de defender la frontera occidental de Libia, Italia tenía a su disposición a 150.000 soldados para las operaciones en Egipto, frente a unas tropas enemigas que según las estimaciones ascendían a entre 250.000 y 300.000 efectivos. Una división acorazada alemana, cuyo tamaño se había aligerado, no iba a modificar demasiado la relación de fuerzas. Lo que hacía falta eran otros 200.000 hombres, y más artillería pesada, pero los buques necesarios para transportarla simplemente no existían, como tampoco existían los barcos ligeros para escoltar los convoyes de tropas, y además las instalaciones portuarias eran insuficientes. De modo que atacar a los británicos en el Nilo en aquel momento estaba, igual que siempre había estado, más allá de las posibilidades de los italianos. Lo más que podían esperar en aquellas circunstancias era ocupar Marsa Matruh y convertirla en una base fortificada desde la que resistir frente a una contraofensiva británica. La mejor ayuda que podía prestarles Alemania eran bombarderos en picado Stuka y sus correspondientes cazas de escolta.143 Después de no lograr enrolar en su bando ni a Pétain ni a Franco, Hitler viajó en su tren hasta Florencia. No está del todo claro si lo hizo para intentar convencer a Mussolini de que no atacara Grecia, pero en cualquier caso llegaba demasiado tarde. El 25 de octubre, Emanuele Grazzi, embajador italiano en Grecia, celebraba una recepción en honor de un hijo del compositor Giacomo Puccini, Antonio, y de los cantantes de Madama Butterfly, en la embajada de Atenas, cuando recibió el ultimátum de Italia junto con unas estrictas instrucciones de lo que debía hacer con él. El 27 de octubre Grazzi fue el anfitrión de lo que, dadas las circunstancias, fue una discreta celebración del aniversario de la revolución fascista, y a las tres de la madrugada siguiente envió el ultimátum al general Metaxas. Se acusaba a Grecia de permitir que la Royal Navy utilizara su aguas territoriales, sus costas y sus puertos para operaciones de guerra, así como de perpetrar acciones terroristas contra Albania. Italia exigía el derecho a ocupar algunos «puntos estratégicos» sin especificar en el territorio griego, y le condecía a Grecia tan solo tres horas para acatar el ultimátum. A las seis de aquella misma mañana, los cañones italianos empezaron a disparar. Antonio Puccini, que se había marchado la víspera por la tarde, fue retenido en Salónica.144 Si Hitler pretendía detener la invasión de Grecia en el último minuto, para cuando llegó a Florencia ya había abandonado la idea. Tras informar a su socio de sus frustrantes conversaciones con Pétain y con Franco, y
después de explicarle que su colaboración con la Unión Soviética se basaba puramente en la política, y que desconfiaba de Stalin tanto como Stalin de él, el Führer escuchó cómo su aliado decía estar de acuerdo con todo, incluida la posibilidad de una relación más estrecha entre la URSS y el Eje. Parecía que ambos estaban perfectamente de acuerdo.145 Hitler ofreció una división aerotransportada y una división paracaidista como ayuda en Grecia, en particular para la defensa de Creta frente a los británicos. De la posibilidad de que Alemania enviara algunas unidades al norte de África no se habló. Y a renglón seguido Mussolini partió hacia Apulia para establecer el cuartel general desde el que iba a supervisar la campaña de Grecia. El segundo día de la guerra, y tras la llegada de buenos informes de los aviadores, Graziani consiguió un aplazamiento. En aquel momento Grecia era «el frente principal». Marsa Matruh era —y seguía siendo— «un objetivo de excepcional importancia», y si Graziani concluía sus preparativos para atacarlo, estaría ayudando al frente principal. Al igual que Visconti Prasca, Graziani era un general en el que el Duce seguía confiando por el momento. «Manos a la obra, pues», exhortaba a su lugarteniente «por su nueva victoria africana».146 La guerra naval Para Italia, la guerra naval había comenzado cuando los buques de guerra franceses bombardearon la costa de Liguria el 11 y el 14 de junio de 1940, y cuando, más o menos en esas mismas fechas, la flota británica del Mediterráneo atacó la costa de Cirenaica. El almirante Cavagnari se negó a enviar ni un solo buque de guerra a ninguno de los dos puntos. El salvavidas de los ejércitos italianos en Libia pasaba por el Mediterráneo central y el canal de Sicilia, y si querían combatir contra los británicos, los suministros tenían que seguir fluyendo a través de él. Al principio, la Armada probó con travesías individuales con lanchas a motor, submarinos y destructores, pero solo podían transportar pequeños cargamentos: durante los últimos días de junio lograron transportar tan solo 1.397 hombres, 46 cañones, 60 toneladas de munición y 3.902 toneladas de material, combustible y carne congelada. Graziani necesitaba más cosas, en particular 70 carros de combate medianos, si quería pasar a la ofensiva. De modo que decidieron enviar el primer convoy. Para asegurarse de que llegara a su destino, Badoglio ordenó que fuera escoltado por toda la flota de superficie.
Si los británicos optaban por intentar parar el convoy, él era el primero que les estaría esperando, «ya que tengo la completa confianza en que en caso de enfrentamiento les daremos una buena paliza». Pricolo recibió la orden de tener preparados sus bombarderos y sus aviones de reconocimiento para intervenir y apoyar a la Armada.147 No iba a ser tan fácil como sonaba. Pricolo se quejó de que cuando se informaba de la presencia de buques enemigos, la Armada enviaba a la vez sus propios aviones y a los de la Fuerza Aérea para buscarlos, lo que suponía un desgaste inútil de sus aviones y de las energías de sus hombres.148 La Armada ordenó a sus mandos costeros que le comunicaran a sus homólogos de la Regia Aeronautica lo que estaban haciendo. El tortuoso sistema para asegurar el apoyo aéreo en alta mar, por el que el oficial de la Armada de mayor graduación a bordo tenía que enviar una petición al mando naval en tierra más próximo, que a su vez lo trasladaba al mando aéreo regional (y a veces incluso al Estado Mayor del Aire, o Superaereo, en Roma), significaba que la cooperación no iba a ser un asunto fácil. Las órdenes generales se emitieron el 3 de julio. El convoy de cinco cargueros debía zarpar de Nápoles y Catania con rumbo a Bengasi, y virar hacia Trípoli en caso de que no lograra pasar. La Armada debía proporcionar protección directa e indirecta a los cargueros por el procedimiento de desplegar una escolta cercana de cruceros ligeros y destructores, y una escolta lejana de cruceros pesados y destructores para protegerlos de cualquier amenaza de los buques de guerra británicos procedentes de Malta, al tiempo que la principal flota de combate, a las órdenes del almirante Inigo Campioni, que incluía los acorazados Conte di Cavour y Giulio Cesare, se mantenía a cierta distancia. Se desplegó una guardia de once submarinos para que contribuyeran a proteger los buques de superficie y el convoy. «En caso de avistamientos de fuerzas enemigas», le dijo Campioni a sus subordinados, «tengo intención de actuar con la máxima decisión contra ellas».149 El convoy zarpó el 6 de julio, y ese mismo día los italianos se enteraron de que dos flotas británicas se habían hecho a la mar. A primera hora de la mañana llegó la noticia de que la Fuerza H del almirante James Somerville había zarpado de Gibraltar (regresó a puerto ante la amenaza de la aviación italiana), y a primera hora de la noche Campioni se enteró de que la flota del almirante Andrew Cunningham, que incluía tres acorazados, se hacía a la mar para apoyar dos convoyes que se dirigían a Alejandría desde Malta.
Los servicios de inteligencia de transmisiones solo pudieron proporcionar una ayuda limitada a la flota italiana: la radiogoniometría le decía a Campioni que había fuerzas enemigas de consideración en el mar, pero una transmisión de los servicios de inteligencia alemanes le llevó a pensar erróneamente que la flota británica se dirigía a Sicilia a fin de bombardear su litoral. Su adversario se encontraba en unas condiciones bastante mejores. La Royal Navy había conseguido un ejemplar del nuevo libro de claves de cifrado naval de un submarino a finales de junio, y gracias a eso, a la radiogoniometría, y a algunas transmisiones italianas sin cifrar, Cunningham fue capaz de deducir lo que intentaba hacer Campioni.150 Las batidas de la aviación italiana al sur de Sicilia y al este, hacia la bahía de Navarino, en Grecia, no impidieron que quedara un corredor de mar abierto por el que Cunningham consiguió avanzar hacia la flota italiana sin ser visto. Finalmente, su flota fue avistada por dos hidroaviones, y a partir de las diez de la mañana del 8 de julio la Fuerza Aérea italiana intentó hacer mella en la flota enemiga. A lo largo de las ocho horas y media siguientes, 72 aviones lanzaron 531 bombas, aunque solo lograron un impacto en el crucero Gloucester. Los hidroaviones italianos fueron más eficaces: uno de ellos avistó la flota de combate británica y estuvo siguiéndola durante casi toda la tarde. Antes de que anocheciera, Campioni ordenó a su flota virar con rumbo al enemigo. Entonces, a las 18.45, llegó una orden de Supermarina: «No, repito no, entable combate con grupo acorazado enemigo». Al parecer se trataba de una orden directa de Mussolini, que había prohibido que sus fuerzas navales entraran en combate.151 La Supermarina quería que Campioni atrajera a la flota enemiga hacia la costa para que estuviera al alcance del poder aéreo con base en tierra y que podía causarle graves daños, y así permitir que la Armada la destruyera a conciencia. Cinco minutos antes de que Campioni recibiera la nueva orden, los bombarderos italianos atacaron por error a sus propias divisiones de cruceros y acorazados. Campioni estaba dispuesto a combatir, pero temía que la flota británica le cortara la retirada a su base de Tarento y después se abalanzara sobre él para destruirle. El 9 de julio por la mañana fijó una cita de sus divisiones a las dos de la tarde a 60 millas al este del Cabo Spartivento (Calabria), y transmitió su plan para enfrentarse al enemigo en cuatro columnas. En la superficie, las fuerzas estaban muy bien equilibradas. Campioni solo tenía dos acorazados contra los tres de su enemigo (aunque creía que eran cuatro)
—el almirante Carlo Bergamini había pedido autorización para hacerse a la mar con los nuevos acorazados Littorio y Vittorio Veneto, pero dado que a sus tripulaciones aún les faltaba instrucción y que el Littorio estaba fuera de servicio debido a un incendio en una de sus torretas de artillería, se le denegó— y porque además, sus cañones de 300 mm tenían menor alcance que las piezas de 381 mm del HMS Warspite. Por otro lado, los acorazados italianos eran entre dos y cinco nudos más veloces que los tres acorazados británicos, y Campioni disponía de más cruceros, que además eran más veloces y contaban con mayor poder de fuego que sus homólogos británicos. Campioni pensaba que tenía a sus fuerzas en la disposición ideal cuando comenzó la batalla, a las 15.08.152 Lo cierto era que sus barcos estaban fuera de posición: la división ligera de destructores y cruceros que supuestamente debía proteger a su flota de combate estaba en realidad detrás de ella, y tuvo que darle alcance; y también sus cruceros pesados estaban en un lugar equivocado. Además, los barcos estaban mal dispuestos. Las tácticas de antes de la guerra dictaban que había que avanzar hacia el combate en escalón, con los cruceros ligeros delante, seguidos de un escuadrón de cruceros pesados, y a continuación la división de acorazados. Algunos cruceros ligeros nunca llegaron a dar alcance a la flota principal, otros no lograron ponerse a la cabeza de la formación, sino que se hallaban entre los acorazados y el Warspite cuando comenzó la batalla, y tuvieron que quitarse de en medio; y los cruceros pesados, que supuestamente tenían que sumarse al bombardeo contra la flota de combate principal del enemigo, sufrieron el fuego de los cañones más grandes del Warspite, seguidamente fueron atacados por los aviones Swordfish, y no tuvieron más remedio que emprender una acción evasiva. La batalla naval no duró mucho. Los cruceros de ambos bandos empezaron a disparar a las 15.08, pero al cabo de veinticuatro minutos los italianos cesaron el fuego. Entonces, a las 15.43, el Giulio Cesare abrió fuego contra el Warspite, al tiempo que el Conte di Cavour, que tenía que haberse sumado a la refriega, apuntó por error a otro buque de guerra británico más alejado. Al cabo de cuatro minutos el Giulio Cesare fue alcanzado. Con cuatro de sus ocho calderas averiadas, su velocidad punta se redujo a 18 nudos, por lo que obviamente el acorazado no podía seguir combatiendo, ni tampoco tenía demasiadas esperanzas de poder llegar hasta Tarento. Campioni ordenó a su flota virar al suroeste, se ocultó detrás de una cortina de humo, y puso rumbo a puerto. Cunningham, que sabía por
los mensajes interceptados que los italianos se retiraban hacia la zona protegida por sus submarinos, decidió no perseguirlos. A la caída de la tarde, 435 aviones italianos bombardearon ambas flotas desde una altitud de 12.000 pies. Posteriormente Pricolo negó que sus aviones hubieran bombardeado a sus propios buques y, si lo habían hecho, tan solo cinco aparatos habían cometido lo que en aquellas circunstancias era un error comprensible.153 La batalla de Punta Stilo demostró a las claras que la Regia Marina tenía graves problemas funcionales, estructurales e institucionales. El fuego artillero fue deficiente —las andanadas de los italianos fueron demasiado dispersas, lo que en parte se debió a las variaciones de peso en los proyectiles— y sus destructores lanzaron sus ataques con torpedos desde demasiado lejos. La coordinación entre los buques y la aviación prácticamente no existió, en parte por culpa de la obstinación con la que ambos Ejércitos habían guardado las distancias entre sí antes de la guerra. La Fuerza Aérea italiana, incapaz de identificar sus propios barcos, lanzó sus bombas desde una altura excesiva, incompatible con la precisión. La necesidad de bombarderos en picado resultaba evidente, y poco después los alemanes suministraron a Italia 100 Stukas. No había aviones torpederos porque Cavagnari había cancelado las pruebas en enero de 1939, ya que no estaba dispuesto a seguir gastando dinero en ello. Y tal vez lo más importante de todo, Italia no tenía ningún portaaviones, una carencia que los almirantes tendían a achacar a Mussolini, aunque en realidad ellos eran igual de responsables. A finales de 1940 se rescató un plan para convertir el transatlántico Roma en un portaaviones, pero se abandonó en enero de 1941. Volvió a recuperarse en julio de 1941, después de la dura lección aprendida en la batalla del Cabo Matapán, pero volvió a aparcarse en junio de 1943 cuando todo el esfuerzo de los astilleros se centró en construir buques de escolta y submarinos.154 La falta de coordinación entre los buques de guerra y la aviación de Italia era algo que obviamente había que resolver, y Badoglio ordenó que se hiciera algo al respecto. La reacción de Pricolo fue culpar a la Armada de todo lo que había salido mal en Punta Stilo. El mando naval no había orientado adecuadamente a los cazas, ni tampoco había hecho un buen uso de sus propios hidroaviones, los mandos de la Fuerza Aérea no habían recibido peticiones de reconocimiento ni antes ni después de la batalla, y las solicitudes de cobertura de cazas que había presentado la Regia Marina
habían sido vagas e infrecuentes. Si se pretendía mejorar la situación era preciso modificar la forma en que la Armada hacía esas peticiones. Utilizar bombarderos en las batallas navales, y también en las terrestres, era, en cualquier caso «extremadamente arriesgado», teniendo en cuenta las dificultades de identificación de los blancos desde gran altitud. Lo que sí podían hacer era atacar al enemigo antes y después de la batalla, y golpearle en sus bases. Pricolo no quería desperdiciar su fuerza aérea, y ordenó no atender las frecuentes «peticiones irreflexivas», cuyo cometido nunca se dejaba claro y que provocaban que la Regia Aeronautica simplemente pareciera un arma de la Armada —y del Ejército—. Badoglio debía intervenir para dejarle todas esas cosas bien claras a ambos Ejércitos.155 A principios de septiembre los informes de inteligencia apuntaban a que dos flotas enemigas, con cuatro acorazados y un portaaviones en vanguardia, planeaban encontrarse frente a Malta y a continuación navegar con rumbo este hacia Alejandría. Con todas las probabilidades en su contra (tres de los cuatro acorazados de que disponía Italia en ese momento estaban en inferioridad en artillería frente a los cuatros acorazados que supuestamente se avecinaban), la Supermarina concluyó que la flota italiana solo debía considerar la posibilidad de entablar combate con el enemigo «si así lo exigiera la situación general de la guerra, y por consiguiente al margen de las consecuencias de las pérdidas sufridas».156 Badoglio estaba de acuerdo. Podía producirse un enfrentamiento fortuito entre las dos flotas en caso de que una de ellas intentara impedir que la otra llevara a cabo una misión, pero intentar deliberadamente destruir elementos de la flota enemiga estaba fuera del abanico de posibilidades «porque nosotros somos los más débiles». El concepto de una batalla naval como fin en sí misma era «un absurdo».157 Mussolini leyó los informes sobre el número de buques que participaban en las misiones de escolta hacia Libia, el número de hombres (10.472), carros de combate (111) y vehículos (1.898), y el tonelaje de los cargamentos (117.000 toneladas) transportados durante los primeros tres meses de guerra, y ordenó inmediatamente que se redujera drásticamente el número de barcos de escolta, y en algunos casos que se suprimieran del todo. Este tipo de misiones imponía un desgaste excesivo a los buques. Además, a la Armada solo le quedaba combustible para trece meses. Reponer las existencias resultaba «muy problemático», de modo que había que conseguir que las reservas disponibles duraran el doble. Eso significaba suprimir las misiones de escolta, o reducirlas al
mínimo, a fin de que la flota solo utilizara el combustible para «operaciones de guerra».158 Ahora la estrategia naval del Duce contradecía directamente la de Cavagnari y Badoglio, que priorizaban el apoyo a la campaña terrestre que el Ejército estaba llevando adelante en Libia. ******** El Canale di Sicilia era el término italiano para designar el estrecho entre Sicilia y el norte de África.
4. DERROTA, DESASTRE Y ÉXITO A las 5.30 de la madrugada del 28 de octubre de 1940, las tropas italianas
empezaron a cruzar la frontera de Grecia. Así daba comienzo la segunda gran campaña terrestre de Italia. A lo largo de los seis meses siguientes, los avances en la guerra de Mussolini iban a estar condicionados no solo por las capacidades militares de sus enemigos sino también por las circunstancias en las que combatían las tropas. Al tiempo que Graziani abrumaba a Roma con sus descripciones de las dificultades físicas que tenía que afrontar en el desierto, y con sus listas del material que necesitaba para superarlas, y mientras los marineros de Cavagnari veían cómo se debilitaba drásticamente la posición de Italia en el Mediterráneo central, el ejército de Visconti Prasca se adentraba en un teatro donde la naturaleza y la geografía multiplicaban los retos que debía afrontar. Las carreteras eran escasas —una única carretera de dos carriles conectaba Durrës con Tirana, y entre Albania y Grecia discurrían cuatro carreteras asfaltadas— y no había ferrocarriles. En las montañas, las tropas dependían casi totalmente de los senderos de mulas y de las veredas para caminantes. Entre los dos puertos de Durrës y Valona solo se podían descargar 50 camiones y 1.250 toneladas de materiales al día. Las estrechas carreteras que conducían a las montañas se colapsaban enseguida, y a las columnas motorizadas les costó una media de tres días recorrer los 300 kilómetros hasta la frontera con Grecia. Las cosas mejoraron un poco al otro lado de la frontera, donde una sola carretera conectaba Epiro, aislado del resto de Grecia por el Macizo del Pindo, con Albania. Los italianos no habrían podido elegir una peor época del año para invadir el país, pues la meteorología amenazaba lo que ya de por sí era un calendario excesivamente optimista. En Albania, como en todas partes, abastecer una guerra estaba a punto de convertirse para Italia en un desafío tan grande como librarla.
Grecia contraataca Visconti Prasca, que no esperaba gran cosa de la resistencia inicial de los griegos, lanzó tres columnas de ataque independientes para que se adentraran en Epiro, con la intención de que se reunieran «delante del enemigo» en Kalabaki. Tenían órdenes de «avanzar rápidamente y sin preocuparse por los flancos».1 Cuando el primer soldado italiano pisó suelo griego las cosas empezaron a torcerse. El mal tiempo entorpecía el avance y mantenía a la aviación en tierra, los ríos se desbordaban y, como era de esperar, los griegos volaban los puentes. Las unidades se aglomeraban, y muy pronto las pocas calzadas existentes se colapsaron con las tropas que intentaban llegar al frente. En el frente los italianos se toparon con unas fuertes líneas defensivas del Ejército griego. Los cañones de 105 mm de los griegos, inteligentemente escondidos y con un alcance mayor que las piezas de los italianos, machacaban a sus adversarios. El apoyo aéreo, cuando llegaba, lo hacía tarde y de forma limitada, y la artillería de las divisiones no podía progresar ni siquiera al mismo ritmo que el lento avance de la infantería. Cinco días después del inicio de los combates, los italianos empezaron a encontrar una fuerte resistencia. Ciano, que había acudido momentáneamente al frente, y que era consciente de que las cosas no marchaban bien, empezó a achacar la responsabilidad de la campaña a los militares, culpando a Badoglio por «unos preparativos mucho más deficientes de lo que era lícito esperar».2 Al tiempo que los italianos avanzaban por el suroeste de Grecia, los griegos se adentraban en Albania, al noroeste. El 4 de noviembre, un batallón albanés desertó a raíz de un contraataque griego, y sus soldados empezaron a disparar contra los carabinieri enviados para detenerles. A partir de ese momento, nadie volvió a fiarse de los albaneses. Visconti Prasca afirmaba que la situación no le parecía preocupante, pero pidió más tropas, más camiones y una intervención masiva de la aviación. Entonces, al cabo de diez días desde su inicio, el avance italiano se detuvo en seco, debido a una tenaz defensa de los griegos. Era inútil esperar que los italianos pudieran alcanzar su objetivo hasta que llegaran más divisiones. Mussolini envió al general Pricolo a Albania para evaluar la situación. El aviador regresó con malas noticias. A Visconti Prasca, que parecía estar demasiado seguro de sí mismo, evidentemente aquel mando le venía grande.
Para los generales de Roma, el prometedor amanecer en Grecia solo había durado una semana. El 3 de noviembre se convocó a los jefes de Estado Mayor para comunicarles que el enemigo no solo estaba ofreciendo una fuerte resistencia en el frente de Epiro, sino que también amenazaba el flanco izquierdo de las posiciones italianas en el norte. Se estaban posicionando cinco divisiones para afrontar aquella amenaza, y Mussolini quería un desembarco en Préveza para situarse detrás del enemigo. Concedió a sus legionarios cuarenta y ocho horas para llevarlo a cabo. La idea no le gustó a nadie. Los militares pensaban que 1.300 bersaglieri, que había sido lo único que se pudo reunir en dicho plazo, iban a caer prisioneros en muy pocos días. Cavagnari no estaba dispuesto a enviar buques de guerra al puerto de Préveza, donde podían quedar fácilmente atrapados, y tampoco le parecía buena idea desembarcar tropas en una playa abierta. El almirante Somigli señaló que de todas formas el tiempo era demasiado malo para llevar a cabo la operación. Eso no era lo que necesitaba oír Badoglio. El Duce exigía un plan, y dio orden a los jefes de Estado Mayor de que se lo entregaran a Badoglio en el plazo de veinticuatro horas.3 La Armada ideó debidamente el esbozo de un plan para transportar a 5.108 hombres, 15 carros de combate, 16 cañones, y un surtido de motocicletas y bicicletas en un plazo de 16 horas, y sus expertos exponían los motivos por los que no lo consideraban una buena idea. Los grupos de desembarco estarían a 40 km del frente italiano en Kalamas, y eso conllevaba la necesidad de reabastecerlos, algo que, teniendo en cuenta la meteorología y la probable reacción de los británicos, no estaban en condiciones de garantizar.4 Ahora Mussolini reconocía que para derrotar a Grecia eran necesarias por lo menos veinte divisiones, que se convertirían en veinticinco si también había que ocupar las islas griegas. Hacían falta dos meses y medio para reunir una fuerza como esa, le dijo Mario Roatta, que ahora estaba al mando del Ejército. El Duce no tenía prisa. «Para nosotros es indispensable que la guerra dure todo el invierno», le dijo a sus militares. «Cuando llegue la hora de hacer la paz tendremos más sacrificios, y por consiguiente más derechos».5 Quería que se reanudara la ofensiva a lo largo de la zona suroriental del frente, y quería un sustituto para Visconti Prasca. El general Soddu solicitó el mando y se lo concedieron. El 9 de noviembre asumió el mando de las fuerzas armadas en Albania. A Visconti Prasca, que ahora se deslizaba por la empinada pendiente de la ignominia, le encomendaron el
mando del 11.er Ejército, a la derecha del frente, pero tan solo le duró seis días, hasta que fue relevado por el general Carlo Geloso, mientras que el general Mario Vercellino seguía al mando del 9.º Ejercito, a la izquierda del frente. Visconti Prasca pasó a estar de permiso indefinido el 30 de noviembre. Al día siguiente de que Soddu asumiera el mando, los griegos lanzaron su contraataque. La debacle que se estaba gestando en Grecia le concedía más tiempo a Graziani, pero no más equipamiento. El 1 de noviembre, tras escuchar un alentador informe de la situación general en Albania, los jefes de Estado Mayor abandonaron la idea del desembarco en Corfú. Ahora todo debía destinarse a Albania, lo que significaba desviar hacia allí los buques que hasta entonces transportaban tropas y equipos al norte de África. Badoglio restó importancia a Libia. «Que el avance contra Marsa Matruh se haga en diciembre o en enero importa poco», le dijo a los jefes. «Por el momento, el problema más urgente e importante es Grecia». Con el triple de divisiones que mantener respecto al plan original, era necesario transportar grandes cantidades de munición, víveres, combustible, y muchas cosas más a un teatro con unas instalaciones portuarias muy limitadas. Soddu estimaba que la Fuerza Aérea podía trasladar a 4.000 hombres al día. Transportar tropas no era el problema, señaló Roatta, el problema era el transporte de material. Enviar tropas sin los medios para mantenerlos equivalía simplemente a exportar desorden.6 El 7 de noviembre, al tiempo que Visconti Prasca informaba de que su ofensiva en Ciamuria, en Epiro occidental, se había detenido, Badoglio le dijo a Graziani cuál iba a ser la nueva línea estratégica. La ocupación de la totalidad de Grecia requería entre veinte y veinticinco divisiones, y casi todos los buques de guerra y cargueros disponibles. La misión de Graziani consistía en tomar Marsa Matruh con lo que tenía. Era preciso reducir los pedidos a lo esencial.7 Al día siguiente Mussolini decidió suspender por el momento la ofensiva en Grecia y limitar las acciones a contener el avance de los griegos y a acelerar el envío de refuerzos. Roatta le comunicó a Soddu que iban a enviarle siete divisiones de infantería, la División Motorizada Trieste y una división celere, y que cuando todo estuviera preparado (un proceso que se estimaba que duraría cuatro meses), debía lanzar «una ofensiva total» (totalitaria). Mientras tanto, Soddu debía llevar a cabo operaciones locales y preparar el terreno para el gran ataque.8 Badoglio dio orden a la Fuerza Aérea de que empleara todos los recursos
disponibles en Albania y en Italia para el apoyo directo a las tropas que se vieran atacadas.9 El general Pricolo puso objeciones. Sus bombarderos debían utilizarse en masa contra un reducido número de blancos cruciales, y no dispersos en pequeños grupos para atacar objetivos terrestres, porque de eso debían encargarse las propias tropas.10 En el norte de África, las cosas parecían no estar tan mal como las pintaban. Teniendo en cuenta los camiones disponibles en Libia y los que Roatta iba a enviarle, Graziani disponía de 5.254 vehículos, más de los que había pedido. Graziani volvió a hacer sus cálculos, llegó a la conclusión de que en realidad no tenía bastantes camiones, y pidió otros 1.100. Se quejaba de que no podía hacer lo imposible porque simplemente los medios no estaban allí. Sus problemas iban mucho más allá de los camiones: entre otras cosas le faltaba mano de obra especializada para construir carreteras y acueductos, y en Nápoles los encargados de la carga de los barcos mezclaban el material con destino a Trípoli con el que debía ir a Cirenaica.11 Todavía no parecía obvio que iba a hacer falta ayuda de Alemania si Mussolini quería librar dos guerras al mismo tiempo. El alto mando alemán estaba convencido de que la campaña de Grecia, que se había paralizado debido a la resistencia de los griegos, al mal tiempo y a la mala organización, solo podía tener alguna posibilidad de éxito cuando llegaran los refuerzos, pero los alemanes no estaban dispuestos a atacar a Grecia salvo en el caso de que primero los británicos amenazaran su suministro de petróleo rumano. El OKW, sin embargo, estaba dispuesto a considerar la posibilidad de enviar su poder aéreo al norte de África. Mussolini, que todavía pensaba que Graziani podía apuntarse una victoria él solo, y que no estaba dispuesto a debilitar su posición ante Hitler, rechazó la oferta de una división acorazada alemana.12 El 10 de noviembre de 1940 el Duce convocó a sus jefes militares para dar forma a las siguientes etapas de la guerra en Grecia. Empezó con un sermón al estilo hitleriano sobre las realidades militares y sobre los pasos operativos que había que dar en ese momento. El discurso combinaba un aparente dominio de los hechos militares con un total desprecio por los detalles. No todo había ido como les habían hecho creer. El cálculo de Visconti Prasca sobre las fuerzas requeridas no había dado resultado, y tampoco se había producido la esperada sublevación interior. El general Soddu, que desde el primer momento había demostrado ser el hombre
adecuado para la situación, iba a asumir la dirección de la guerra sobre el terreno. El 9.º Ejército de Vercellino debía mantenerse a la defensiva en Korytsa (Korçë), y el 11º Ejército debía reanudar la ofensiva «siempre que el tiempo, aunque sea invernal, lo permita». A partir del 5 de diciembre, otras seis divisiones debían estar en su posición en el frente griego y listas para combatir. Mientras tanto, la Regia Aeronautica debía llevar a cabo «la destrucción sistemática de los centros urbanos de Grecia» y arrasar todas las ciudades de más de 10.000 habitantes. Todo parecía prometedor porque «la iniciativa de los griegos contra nosotros está exhausta, o en vías de agotarse». Antes de llegar a sus optimistas conclusiones, Mussolini afirmó que en algunas condiciones la guerra relámpago resultaba imposible, una verdad de la que había hecho caso omiso tan solo unas semanas atrás. Entonces ocurrió algo que nadie, y menos aún Mussolini, podía esperar. Badoglio tomó la palabra para recordarle a Mussolini que había desoído los meditados consejos del Estado Mayor Conjunto sobre el volumen de las fuerzas y el «horizonte temporal» que habrían sido necesarios para emprender la campaña. «Ni el Estado Mayor Conjunto ni el Estado Mayor del Ejército participaron en dicha organización», le dijo al Duce. Era imposible cumplir con el calendario de Mussolini. Para empezar, las tropas necesitaban grandes cantidades de artillería adicional si querían penetrar lo que seguramente iban a ser unas defensas griegas reforzadas. Badoglio pidió dos días de plazo para que los Estados Mayores del Ejército y de la Armada pudieran estimar lo que era logísticamente posible, y por consiguiente factible. Roatta señaló que alterar la estructura del Ejército para ampliar a tres regimientos las divisiones binarias, como ahora quería hacer Mussolini, requería otros 100.000 hombres. Dado que no se podía volver a llamar a filas a los hombres que se acababan de licenciar, Mussolini ordenó que se incorporaran reclutas de otras quintas, y añadió con displicencia que siempre habría algunos hombres que querrían volver a alistarse y a combatir.13 Al día siguiente Badoglio hizo un intento para que le encomendaran el mando en Grecia, igual que lo había hecho cinco años antes en Abisinia.14 Pero ahora Mussolini no estaba de humor para confiar en él. Se le permitía viajar a Innsbruck para reunirse con el general Keitel, pero el Duce le dio estrictas instrucciones sobre lo que podía y no podía decir. En ningún caso debía pedir ayuda a Alemania para Grecia. Lo único que quería Mussolini era que Alemania actuara para impedir que Yugoslavia interviniera, y, a ser
posible, tránsito libre a través de ese país para el material, sobre todo camiones. Y dio orden a Ciano de que averiguara «lo que [Badoglio] le va a decir verdaderamente a los alemanes» en Innsbruck.15 Cuando los dos generales se reunieron el 14 de diciembre, Keitel le aseguró a Badoglio que la guerra estaba ganada, y le hizo un resumen optimista de la campaña contra Inglaterra, un país que los alemanes estaban convencidos de que iba a sufrir una crisis de abastecimiento en 1941. Los alemanes querían que la guerra en Grecia fuera localizada, y solo intervendrían militarmente en los Balcanes en caso de que los Aliados atacaran los pozos petrolíferos de Rumanía. En cuanto al norte de África, ya se había acordado que los italianos podían dar el siguiente salto sin la ayuda de Alemania. Los ingleses, afirmó Keitel confiado, nunca aceptarían una gran batalla en el desierto. Una vez que los italianos llegaran a Marsa Matruh, el Canal de Suez estaría a su alcance y podrían minarlo. En la tercera fase de la campaña, los italianos se iban a enfrentar a un enemigo cuyo tamaño habría aumentado. No obstante, por el momento no había necesidad de enviar carros de combate alemanes al norte de África.16 A la mañana siguiente, Badoglio iniciaba su respuesta recordándole a sus anfitriones que en mayo de 1939 Mussolini le había enviado a Hitler un memorándum donde afirmaba que Italia no estaría preparada para la guerra hasta 1943. Sin tiempo para prepararse, Italia había entrado en la guerra el 10 de junio de 1940 «con lo poco que teníamos». Si desde entonces las acciones de Italia «no habían sido muy brillantes» no se debía a la falta de voluntad. En lo relativo al norte de África, Italia podía llegar hasta Marsa Matruh por su cuenta, de modo que no había necesidad de una división acorazada alemana. Tras escuchar toda la verborrea de Badoglio, Keitel preguntó cuándo iba a tener lugar el siguiente salto adelante. Badoglio aventuró que probablemente sería en diciembre. La situación en Albania estaba estabilizada, y «en cuanto estemos en condiciones atacaremos». Admitía que harían falta tres meses para que las fuerzas necesarias estuvieran en su posición. Cuando Keitel le preguntó cuál era el «programa de acción» de Italia, Badoglio le contestó que si la situación evolucionaba favorablemente, Italia tenía intención de ocupar toda Grecia.17 Ambos generales estaban de acuerdo en que, ahora que estaban juntos en aquella guerra, no debía haber secretos entre ellos. Ninguno de los dos bandos tenía la mínima intención de cumplir ese propósito.
Keitel no dijo nada explícitamente sobre la orden de Hitler de que el Ejército alemán estuviera preparado para ocupar Grecia continental, firmada tres días antes, pero en las conversaciones de aquella misma tarde planteó la cuestión del tiempo y de las fuerzas necesarias para ocupar la región de Tracia. Le dijo a Badoglio que hacían falta entre diez y doce semanas para que los alemanes se prepararan para la campaña, y que en el plazo de aproximadamente un mes tendrían que acordar los detalles conjuntamente, a menos que los alemanes se vieran obligados a actuar antes. Los dos generales acordaron que marzo o abril sería el mejor momento para avanzar.18 Si los italianos pensaban que las conversaciones habían ido razonablemente bien, se engañaban a sí mismos. A ojos de los alemanes, el ataque contra Grecia había sido «estúpido», y por culpa de Grecia y de Tarento (véase el siguiente apartado) el estado de ánimo, según un observador, no era bueno. A los alemanes, que habían sido incapaces de disuadir a Italia de atacar Grecia, para empezar, ahora les irritaba que la operación hubiera llegado a un «impasse largo y previsible». En el futuro, las operaciones en Grecia debían ser «totalitarias». También querían garantías de que, a pesar de estar enormemente involucrados en Grecia, los italianos seguían contemplando avanzar desde Marsa Matruh y conquistar Alejandría y el Canal de Suez.19 Una consecuencia inmediata de las evidentes carencias de los italianos como aliados fue que su agregado militar en Berlín, el general Marras, perdió todo derecho a un trato especial. A partir de ese momento debía ser tratado como cualquier otro oficial extranjero.20 El discurso de Mussolini ante los dirigentes fascistas provinciales en la Sala Regia del Palazzo Venezia el 18 de noviembre fue una obra maestra de mentiras, ambigüedades y tergiversaciones, incluso para los estándares del Duce. Después de maquillar la imagen del desastre de Tarento la semana anterior, afirmando que la Armada italiana había infligido «duros golpes» a su enemigo, pasó a hablar de Grecia. Los griegos eran «un enemigo taimado», y todos y cada uno de ellos, desde lo más alto a lo más bajo de su sociedad, odiaban a Italia. Resultaba inexplicable, pero esa era la raíz de su complicidad con Gran Bretaña. Unos documentos hallados en Vitry-laCharité por los alemanes tras la caída de Francia demostraban que Grecia había ofrecido todas sus bases navales y aéreas a los británicos y a los franceses. Había sido necesario poner freno a eso, y por ello Italia había
cruzado la frontera entre Albania y Grecia el 28 de octubre. Las cosas no iban a ser fáciles, dado que el abrupto terreno de Grecia no se prestaba a la Blitzkrieg, pero «ningún acto o palabra mía ni del Gobierno habían inducido a preverlo». Una guerra relámpago era, por supuesto, exactamente lo que él y sus acólitos habían dado por sentado desde el principio. Sin embargo, todo iba a salir bien. «Le partiremos los riñones a Grecia. En dos o en doce meses, lo mismo da».21 El 18 de noviembre, en una reunión con Ciano, Hitler anunció que se proponía atacar Grecia y que estaría preparado para hacerlo a partir de mediados de marzo. El Führer aconsejaba a los italianos que se coordinaran con los alemanes para que su avance fuera simultáneo. También mencionó la posibilidad de enviar Stukas a Libia y de minar el Canal de Suez.22 Sin morderse la lengua, le dijo a Mussolini que su «amenazadora disputa con Grecia» había tenido unas consecuencias psicológicas y militares «muy graves». Había creado obstáculos para el trato de Hitler con Bulgaria, con la Unión Soviética y con Francia, y había expuesto al peligro de ataques aéreos el suministro de petróleo rumano a Alemania e incluso el sur del propio Reich. Atacar las nuevas bases británicas en Grecia desde Albania antes del mes de marzo siguiente era «completamente inútil». Estratégicamente, ahora la medida militar más importante era bloquear el Mediterráneo, lo que significaba meter a España en la guerra. Mussolini debía concentrarse en llegar a Marsa Matruh lo antes posible —un ataque contra el Nilo resultaba imposible antes del otoño de 1941— y que a partir de ahí se incorporarían las Fuerzas Aéreas alemana e italiana para atacar Alejandría y minar el Canal de Suez.23 Hitler envió a Roma al mariscal de campo Erhard Milch para que se asegurara de que los italianos resistían en Albania, mejoraban sus líneas de abastecimiento, e inmovilizaban a los griegos hasta que el Ejército alemán pudiera intervenir en primavera. La Luftwaffe recibió órdenes de prepararse para desplegar bombarderos, aviones minadores y cazas de largo alcance al Mediterráneo a fin de bombardear Gibraltar, Alejandría y el Canal de Suez.24 A pesar de las frecuentes declaraciones de camaradería por parte de ambos bandos, el encuentro de Milch con su homólogo no estuvo exento de problemas. Milch quería que el cuerpo del Aire alemán se centrara en interrumpir el tráfico enemigo a través del canal de Sicilia y en atacar Alejandría. Pricolo opinaba que bloquear el canal de Sicilia iba a tener unas consecuencias mínimas en el flujo de suministros del enemigo, y quería que
los alemanes concentraran sus esfuerzos en el Egeo y en el mar Rojo. Milch se mantuvo firme, igual que cuando Pricolo intentó conseguir el mando operativo del cuerpo del Aire alemán. Milch le comunicó a los italianos en unos términos inequívocos que Göring estaba al mando, y que si por cualquier motivo un ataque ordenado por él no se realizaba por culpa de algún impedimento impuesto por los italianos, ellos mismos tendrían que darle explicaciones al Reichsmarschall.25 El 14 de noviembre, mientras Badoglio se entrevistaba con Keitel, los griegos lanzaron una contraofensiva contra el 9.º Ejército de Vercellino a lo largo de todo el frente de Korytsa. La línea de los italianos fue cediendo paulatinamente bajo la presión de los griegos, y al cabo de cuatro días el enemigo ya estaba a tiro de arma corta de la ciudad. Los batallones italianos se incorporaban de forma poco sistemática a lo que rápidamente se convirtió en una serie de batallas localizadas. En medio de la confusión, los oficiales y la tropa combatían lo mejor que podían. El 18 de noviembre, el coronel Luigi Zacco, del 84.º Regimiento de Infantería, murió en el transcurso de un contraataque a la bayoneta —uno de los diez coroneles de regimiento que cayeron al frente de sus soldados durante aquella guerra—. Al principio Vercellino intentó cortar los avances del enemigo, pero a raíz de las bajas de algunos oficiales superiores muertos o heridos, que era imposible reemplazar, de la gradual desintegración de la capacidad de resistencia estructural, y de la probabilidad cada vez mayor de que su ejército quedara aislado del ejército contiguo cuando los griegos atacaron su flanco derecho, se preparó para una retirada. Soddu le dijo a Roma que iba a ganar la batalla defensiva, o por lo menos a crear una sólida línea de cobertura desde la que reanudar las operaciones una vez que sus tropas se hubieran replegado hasta ella.26 Pero después, a raíz de la retirada de las tropas de Vercellino, Soddu no tuvo más remedio que ordenar un repliegue. Las tropas, abandonando gran parte de su material, se retiraron a través de las desiertas aldeas albanesas. Según Mario Cervi, que combatió en la campaña de Grecia como oficial de Infantería, «una oleada de desánimo» empezó a extenderse por todo el escalafón, «a consecuencia de la sensación de inferioridad, incluso numérica».27 Más al sur, el 11.er Ejército ya se estaba retirando ante una ofensiva griega dirigida contra Berat y Valona (Vlorë) cuando llegó Geloso para asumir el mando el 16 de noviembre. Soddu quería que el ejército resistiera en su posición, pero Geloso pensó que estaba tan debilitado que debía
abandonar el combate y retirarse hasta cierta distancia para reorganizarse. Los dos generales tuvieron un breve conflicto. Geloso quería retirarse hasta una línea que iba de Tepelenë a Klisura (Këlcyrë), pero Soddu le ordenó que defendiera una línea intermedia para proteger Argirokastro (Gjirokastër) y Santa Quaranta (Sarandë). Ante los constantes ataques de los griegos, y sin tropas de refuerzo propias para ordenar sus propios contraataques, Geloso volvió a defender una retirada hasta la línea de retaguardia, más corta. A medida que se avecinaba el final de aquel mes, Geloso intentó convencer a Soddu para que viera las cosas de una forma racional: «Resultaría más fácil reconquistarlo [el frente] con unidades orgánicas después de una buena organización», decía, «que obstinarse en mantenerlo ahora con unas fuerzas reducidas y ya muy fogueadas». Soddu no estaba de acuerdo: las repercusiones militares y políticas de una retirada a tanta distancia serían demasiado grandes. Geloso debía defender la línea Santa Quaranta-Argirokastro.28 Mientras los dos generales se peleaban, las tropas de Geloso se veían obligadas poco a poco a retroceder, y algunos soldados estaban tan exhaustos que ni siquiera tenían fuerzas para encender el fuego y calentarse. Ahora las tropas de las líneas del frente estaban pagando el precio de las prisas, de los errores de cálculo, y de una preparación insuficiente. Con un número demasiado escaso de divisiones sobre el terreno desde el principio, no había reservas con las que organizar contraataques en condiciones. Los italianos tenían 160 carros de combate ligeros —los griegos, ninguno— pero pronto se detuvieron ante las defensas griegas, hábilmente emplazadas. Las divisiones griegas, de un tamaño mayor que las italianas, tan solo tenían la mitad de morteros que el Regio Esercito, pero tenían más del doble de ametralladoras y un 50 por ciento más de pistolas ametralladoras. Las divisiones CC.NN. estaban aún peor armadas, pues disponían de poco más que de armas cortas y morteros de 41 mm. Mal equipadas para una guerra en las montañas y en invierno, las tropas italianas no tenían ropa de abrigo, y sus botas se rompían en pedazos. En vísperas de la ofensiva griega, el general Gualtiero Gabutti, que comandaba la División Siena, se quejaba de que sus hombres no tenían siquiera las mínimas comodidades que tuvieron en la Primera Guerra Mundial.29 A diferencia de lo que ocurrió en Abisinia y en España, la Regia Aeronautica resultó no ser un multiplicador de fuerzas. En un principio había asignado 194 bombarderos y 161 cazas a la campaña, y tras la llegada
de nuevos refuerzos, perdió 124 aparatos en combates aéreos y otros 322 a manos del fuego antiaéreo enemigo a lo largo de toda la guerra, un indicador de la eficacia de los griegos. Las ofensivas aéreas solo eran «esporádicas» y, según un historiador de la aviación italiana, «desde luego no consiguieron efectos decisivos». La nieve, los fuertes vientos y las montañas no eran los únicos motivos. Los aviadores estaban molestos por tener que abandonar los bombardeos estratégicos —para los que había escasos objetivos de valor— a fin de prestar apoyo táctico al Ejército. El reabastecimiento de las unidades sobre el terreno también dejaba bastante que desear: entre principios de noviembre de 1940 y finales de febrero de 1941, la aviación tan solo repartió 200 toneladas de suministros. La falta de coordinación contribuía a los reveses en pleno invierno: según los aviadores, el Ejército casi nunca solicitaba a la aviación la observación del fuego artillero, y las acciones basadas en esas tareas eran igualmente infrecuentes.30 Mientras los encargados de la logística se afanaban por llevar suministros al frente a lo largo de una única carretera, los comandantes tenían que lidiar con unos sistemas de comunicaciones irremediablemente deficientes. El Ejército disponía de una sola línea telefónica permanente o semipermanente, que conectaba Tirana con Durrës, y no logró establecer una red telefónica hasta finales de febrero de 1941. El Comando Aeronautica [mando de aviación] solo tenía una línea telefónica que conectaba su cuartel general con el aeropuerto de Tirana. La inercia burocrática no hacía más que empeorar las cosas. Las peticiones de apoyo aéreo tenían que dirigirse primero al comandante de aviación local en Tirana, que a su vez tenía que comunicar los objetivos, los tiempos y los detalles del apoyo aéreo a la 4.ª Ala Aérea de Bríndisi a través de un oficial que todos los días volaba entre Bríndisi y Tirana. En el frente, las escasas radios no funcionaban por culpa del mal tiempo y de las montañas, y los comandantes de campo no tenían más remedio que recurrir a los mensajeros a pie. Vercellino, que intentaba organizar la retirada del 9.º Ejército de su posición en Korytsa, estalló: «Estamos sin comunicaciones y casi sin vehículos. Las noticias solo llegan por mensajero. ¿Como es posible comandar así un ejército?».31 Con Graziani en Libia, ahora Roatta era a todos los efectos el máximo responsable del Ejército, pero sin una plena autoridad de mando. Las condiciones en que se encontraba el Ejército le preocupaban. Albania y el
norte de África lo absorbían casi todo: por toda Italia se despojaba a las divisiones de sus vehículos, de sus cañones, de sus ingenieros, y de sus servicios de retaguardia. En caso de que se le ordenara llevar a cabo operaciones adicionales en el frente occidental o en Córcega, eso conllevaría volver a movilizar a todo el Ejército. Los almacenes solo tenían una cuarta parte de la ropa que iban a necesitar, no se estaban cumpliendo los objetivos de fabricación de munición debido a la escasez de materias primas, las reservas de munición serían insuficientes en caso de que todo el Ejército estuviera combatiendo, también escaseaban los neumáticos y el carburante, y no quedaba ni un solo cañón antiaéreo en toda la Península. El Ejército a duras penas era capaz de mantener a las 18 divisiones asignadas a la defensa de las islas, de guardar la frontera con Yugoslavia, y de ocupar la línea del armisticio en Francia. En caso de que se necesitaran más tropas, solo podrían reclutarse haciendo «acrobacias organizativas», pero apenas tendrían unidad y contarían con escasa instrucción militar.32 La orden de Mussolini el 19 de noviembre para que se removilizara el Ejército no servía de nada: la removilización gradual no podría completarse hasta la primavera siguiente. Mussolini hacía caso omiso de los contratiempos. El revés de Grecia se debía a tres factores, y él podía alegar que ninguno de los tres dependían de él: el mal tiempo, la deserción casi total de las unidades del Ejército albanés, y la neutralidad de Bulgaria, que había posibilitado que los griegos incorporaran otras ocho divisiones al combate. El Duce había tenido su «semana negra», pero lo peor ya había pasado. Se estaban preparando 30 divisiones para «aniquilar Grecia».33 Hasta él era capaz de darse cuenta de que el alto mando, cuya estructura y personal manipulaba con tanto cuidado, requería un ajuste. El 29 de noviembre, de forma un tanto tardía, Mussolini relevó al ausente Soddu como secretario de Estado de Guerra y subjefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas por el general Alfredo Guzzoni. Al día siguiente, el Duce empezó a quitarse de encima cualquier responsabilidad por el embrollo de Grecia. «La parte política de la cuestión había sido perfecta», afirmó durante un consejo de ministros. La culpa era de los militares en general y de Badoglio en particular: «Daba muestras de ser un extremista».34 Badoglio tenía los días contados. Según Ciano, que le aborrecía, Badoglio le había dicho a Keitel que se oponía al ataque contra Grecia, y que no se hacía responsable de lo que ocurriera, ya que se había llevado a
cabo en contra de su parecer. Al percibir su vulnerabilidad, las hienas del Partido Fascista se propusieron derrocar al generalissimo, ya muy tocado. Alessandro Pavolini le contó a Mussolini que Badoglio había dicho que el Duce ya no estaba en condiciones de comandar las Fuerzas Armadas, y que debía dejarlo en manos de los profesionales. El ideólogo fascista Roberto Farinacci atacó a Badoglio en las páginas del diario Il Regime fascista por su falta de previsión en el asunto de Grecia, lo que le había brindado a Winston Churchill una «tonta distracción». Tras exigir una disculpa, Badoglio dimitió el 26 de noviembre, pero se tomó una semana de permiso para darle a Mussolini tiempo para pensárselo. Era un plazo que al Duce no le hacía ninguna falta. Tres días más tarde, el rey, que tenía sus reservas acerca del carácter de Badoglio —«ante todo, en cualquier circunstancia, está él»— aceptó la propuesta de relevarle por el general Ugo Cavallero. Al caer en la cuenta de que no era indispensable, Badoglio regresó apresuradamente a Roma y propuso retirar su dimisión. Mussolini jugueteó con él, y le ofreció ratificarle en su cargo anterior en caso de que Cavallero prefiriera asumir el mando en Albania a ser jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas. Para Badoglio, que detestaba a Cavallero, aceptar las sobras de su rival era una humillación intolerable, y el 4 de diciembre de 1940 confirmó su dimisión. Fue aceptada de inmediato.35 A las ocho de la mañana de ese mismo día, el general Soddu, desesperado, llamó al gabinete de Badoglio y anunció que las operaciones militares en Albania no podían proseguir, que podía producirse un hundimiento total en cualquier momento, y que había llegado el momento de una «intervención diplomática». Sus tropas se veían obligadas a ceder terreno metro a metro, la «falta de fe» cundía por doquier y, aunque no faltaban los actos desesperados de valor heroico, también se daban casos en que los destacamentos se habían disuelto «de manera inesperada».36 «Más abatido que nunca», Mussolini le dijo a Ciano que no tenían más remedio que pedir una tregua a través de Hitler. Ciano, que también se encontraba «en un estado de alarma y de gran turbación», al principio fue partidario de un armisticio, pero después optó por pedir ayuda a Alemania. En Berlín, Dino Alfieri recibió la orden de pedirle a Hitler que intentara incluir a Yugoslavia en el Pacto Tripartito, que iniciara una maniobra de diversión con las tropas alemanas estacionadas en Rumanía o en Bulgaria, y que suministrara a Italia aviones de transporte y artillería, lo que más necesitaba.37 Lo único que llegó de inmediato fueron los aviones.
El general Ugo Cavallero fue enviado a Albania con órdenes de defender las posiciones hasta el final. Al llegar, Cavallero le dijo a su hijo: «Estamos de nuevo en Caporetto, y al igual que entonces, tengo que remediar los errores de Badoglio».38 Cuatro días después de llegar a Albania, Cavallero relevó a Badoglio como jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas. Cavallero, que hablaba alemán con fluidez, con una licenciatura en Matemáticas, y que había sido un alumno destacado de la Academia de Guerra de Turín, era básicamente un «general de despacho». En tiempos de paz había hecho carrera en la Sociedad Industrial Ansaldo, pero su trayectoria concluyó ignominiosamente cuando se descubrió que la empresa había estado suministrando a la Armada chapa de acero, no chapa blindada, lo que le granjeó el apodo de «general especulador». Había estado dos años (1937-1939) al mando de las tropas italianas en África Oriental, sin lograr ningún resultado contra la rebelión que bullía de forma soterrada en la zona. El príncipe Amadeo de Aosta, gobernador de la colonia, que le destituyó, le consideraba un mentiroso interesado. Sin embargo, ahora tenía por lo menos algo a su favor: Badoglio le detestaba, y él detestaba a Badoglio. El conflicto en el mar A principios de octubre, tras otra incursión frustrada de la flota, durante la que había recibido órdenes de no alejarse demasiado de la costa italiana, el almirante Cavagnari acudió a la importante base naval italiana de Tarento para explicar la situación general, las directrices promulgadas por el Comando Supremo, y las deficiencias del reconocimiento aéreo. Cavagnari acabó diciéndole a los comandantes de los acorazados que la protección indirecta de las comunicaciones con Libia «solo es posible gracias a la existencia de nuestras fuerzas navales principales, cuya simple actitud potencial constituye ya de por sí un freno a la iniciativa del enemigo».39 Era el clásico argumento a favor de una «flota de disuasión», que no fue del agrado de sus interlocutores. El almirante Angelo Iachino, al mando del 2.º Escuadrón de Combate, opinaba que la moral en la flota de combate, en un principio elevada, estaba decayendo en aras de una sensación de decepción y de perplejidad. En la flota, la impresión general era que no se debía emprender ninguna acción ofensiva más allá de unos límites muy restringidos, y fuera cual fuera la entidad de las fuerzas enemigas en el mar. Tanto Iachino como el
comandante de la flota de combate, el almirante Inigo Campioni, consideraban que la flota británica de Gibraltar, cuyas tareas estaban principalmente en el Atlántico, no debía combinarse con la flota de Alejandría. Esta última nunca había enviado a alta mar más de cuatro acorazados, y lo más habitual eran dos o tres. Italia, con cinco acorazados y más cruceros, no podía considerarse inferior. El hecho de que Italia no fuera capaz de reponer los acorazados que perdiera, mientras que el enemigo sí, «no debe agigantarse hasta el extremo de que nos haga perder ocasiones favorables y de que nos impida lograr un éxito seguro en caso de que llegáramos a vernos en condiciones de superioridad temporal y local». La ventaja de la mayor velocidad de los dos acorazados de la clase Littorio significaba que podían perseguir a los acorazados enemigos más rápido de lo que estos eran capaces de huir, abrir fuego a mayor distancia, y que eran menos vulnerables en caso de que les pillaran desprevenidos. Los comandantes de los acorazados estaban seguros del éxito en caso de que el equilibrio de fuerzas les fuera favorable.40 Cavagnari le dijo a Iachino que no había leído debidamente las directrices, que el concepto de utilizar los buques italianos únicamente en un enfrentamiento decisivo en condiciones de superioridad no era nada nuevo y que, si era cierto que existía «una supuesta sensación de malestar […] respecto al empleo bélico de nuestras fuerzas navales», ponerle remedio era cosa de Iachino.41 La Armada ya empezaba a tener problemas para llevar a cabo su guerra submarina en el Mediterráneo. A finales de octubre, 47 submarinos habían realizado 55 misiones, atacando cuatro buques de guerra y ocho cargueros enemigos. En 52 de dichas misiones, los submarinos habían sido perseguidos por aviones o buques de superficie británicos, en algunos casos incluso durante cinco días. Los exiguos resultados, como admitía el comandante de la flota submarina, no guardaban proporción con el número de barcos empleados. El problema, tal y como lo veían los submarinistas, era que a menos que operaran en aguas donde los italianos tuvieran el control naval y aéreo, las posibilidades de acción eran prácticamente nulas por culpa de la superioridad del enemigo en materia de equipos y tácticas de detección. Las cosas tenían que cambiar. La respuesta de Cavagnari consistió en reducir el número de submarinos utilizados durante el invierno siguiente y en recomendar que los barcos permanecieran sumergidos a gran profundidad durante las horas de luz y solo atacaran por la noche y en superficie.42
El 11 de noviembre, la flota de combate recibió la orden de prepararse para hacerse a la mar y bombardear la Bahía de Suda y el puerto de La Canea (Ta Janiá), en la isla de Creta. Poco después de las nueve de la noche sonaron las sirenas de alarma aérea en la base naval de Tarento. Era la segunda alarma de aquella tarde. La primera había sido falsa, pero esta no. Entre las once y la medianoche, 21 bombarderos torpederos Fairey Swordfish, en dos oleadas que despegaron del portaaviones británico Illustrious, se lanzaron contra los acorazados italianos. El Littorio fue alcanzado por tres torpedos, el Conte di Cavour y el Caio Duilio recibieron un impacto cada uno, y el crucero pesado Trento fue alcanzado por una bomba de 30 kg que atravesó dos cubiertas sin explotar. La artillería antiaérea dijo que había abatido seis aviones, aunque en realidad en aquella incursión solo se perdieron dos Swordfish; después se dijo que el fuego artillero había estado «bastante bien» dirigido, pero que no había logrado detener a los atacantes a tiempo debido a su «gran determinación» y por la manera en que habían atacado, a escasa distancia. El éxito británico se debió en parte a un golpe de suerte, pero mucho más a la valentía de los atacantes —que los italianos reconocían— y a las lamentables carencias de las defensas italianas. Los reflectores, que dependían de un Mando Territorial Antiaéreo separado, no llegaron a encenderse, los torpedos aéreos se configuraron para avanzar a una cota de tan solo 60 centímetros por debajo de las redes antitorpedos de 10 metros de profundidad, y tan solo una tercera parte de los 12.800 metros de redes estaban en su posición, en parte debido a que la producción mensual de 3.600 metros que estaba prevista tan solo se había alcanzado hacía dos meses, y en parte a la necesidad de repartir las redes disponibles entre numerosas bases.43 El almirante Campioni señaló que sus buques solo habrían podido defenderse en plena noche si los reflectores hubieran iluminado previamente a los aviones atacantes, y enumeró las múltiples deficiencias de organización, coordinación, comunicaciones, y prácticas operativas que habían hecho posible aquella debacle. La respuesta de Cavagnari fue enumerar las ocho directrices y las cinco publicaciones oficiales que contemplaban todos los argumentos de Campioni. Ya existían suficientes ordenanzas, ampliadas por despachos complementarios, que no dejaban lugar a dudas de la enorme importancia que concedían las autoridades centrales a la defensa antiaérea de las bases y los buques.44
Aparentemente, a Cavagnari no le importaba el hecho de que no hubieran dado resultado. Lo ocurrido en Tarento convenció a la Armada alemana de que se había esfumado cualquier posibilidad de que los italianos dominaran el Mediterráneo, y con ella cualquier probabilidad de que la ofensiva italiana en Egipto tuviera éxito. Una cosa eran las pérdidas materiales, y otra la evidente falta de voluntad de victoria de los italianos. El ataque italiano contra Grecia había sido un grave error estratégico que podía tener un efecto perjudicial para los acontecimientos en el Mediterráneo oriental y en África, «y por consiguiente para el futuro de la guerra en su conjunto». La Armada alemana aspiraba al control de todo el bloque europeo-africano y las materias primas que podía suministrar, entre ellas algodón, cobre y petróleo. Para lograrlo era preciso expulsar a la Royal Navy del Mediterráneo. Las Fuerzas Armadas italianas no eran lo bastante eficientes ni contaban con unos mandos adecuados para poder llevar a término las operaciones necesarias en el Mediterráneo de una forma rápida y exitosa. En el futuro, no cabía esperar de los italianos ni una ayuda ni un apoyo sustanciales. Había que despejar de enemigos la totalidad de la península griega, preferiblemente mediante una ofensiva alemana; y era preciso ocupar Marsa Matruh y expulsar al enemigo del Mediterráneo. El siguiente paso que había que dar de inmediato era un ataque aéreo de los alemanes y los italianos contra Alejandría a fin de debilitar la flota británica, y para ello era preciso retirar el Corpo Aereo Italiano que en aquel momento colaboraba en el bombardeo contra Gran Bretaña y destinarlo al Norte de África.45 El 26 de noviembre, tras averiguar que los británicos intentaban enviar un convoy a través del Mediterráneo desde Gibraltar, y que los acorazados y portaaviones del almirante Cunningham se habían hecho a la mar, la Supermarina dio orden a Campioni de que zarpara con dos de los tres acorazados que le quedaban a Italia y sus cruceros y destructores de apoyo. Lo que quedaba de la flota de combate italiana había realizado una incursión aproximadamente diez días antes y había logrado frustrar un intento de llevar cazas Hurricane a Malta. Ahora dos acorazados, el Vittorio Veneto y el Giulio Cesare, seis cruceros pesados, y catorce destructores se hacían a la mar con órdenes de entablar batalla si la situación era favorable.46 El 27 de noviembre por la mañana los aviones de reconocimiento avistaron la flota que provenía de Gibraltar, y Campioni
viró hacia ella, esperando entablar combate con una fuerza que él calculaba que era inferior a la suya, y en aguas próximas a Sicilia, lo que le proporcionaba cobertura aérea. Sabía que también había un grupo no identificado de seis buques enemigos al este que se aproximaban a la flota procedente de Gibraltar, y a mediodía le informaron de que ese grupo se acercaba rápidamente a su flota, igual que las unidades británicas que llegaban desde el oeste. Lo cierto es que se trataba de un grupo de cuatro destructores y tres cruceros que escoltaban al Ramillies, un acorazado más lento que se encontraba al oeste de Alejandría y se dirigía a Malta. Campioni era consciente de que ya no podía impedir la reunión de las dos flotas, que el portaaviones Ark Royal formaba parte de la fuerza procedente de Gibraltar, y que podía formar, conjuntamente con los acorazados enemigos, «una situación sumamente grave», por lo que viró hacia puerto, dado que por sus experiencias anteriores no confiaba demasiado en una intervención eficaz de la Regia Aeronautica.47 Mientras los acorazados italianos se dirigían a sus bases en Cerdeña a una velocidad de 23 nudos, los cruceros italianos y británicos se enzarzaron en una serie de escaramuzas. Los buques de ambos bandos se ponían al alcance del enemigo o a salvo de él gracias a sus elevadas velocidades —el crucero italiano Pola tenía una velocidad punta de 34 nudos— y aproximadamente a la una de la tarde los cruceros británicos que perseguían a los italianos se ponían a tiro de los cañones del Vittorio Veneto. Al cabo de diez minutos bajo el fuego, los cruceros británicos dieron media vuelta. La flota de Campioni llegó a puerto al día siguiente, mientras que el almirante Somerville lograba que el convoy que escoltaba llegara sano y salvo a Malta, tras sobrevivir indemne a dos ataques de la Regia Aeronautica. A pesar de que el convoy enemigo había logrado llegar a Malta, Cavagnari afirmaba sentirse satisfecho del desarrollo de la batalla del Cabo Teulada, que los británicos denominan batalla del Cabo Spartivento (Cerdeña). Los italianos habían tocado dos cruceros británicos, la intervención de los acorazados italianos había provocado la retirada de las fuerzas enemigas, y la aviación enemiga había causado escasos daños gracias a las hábiles maniobras de los buques. Todo ello venía a demostrar «el alto grado de eficiencia de nuestros barcos».48 No obstante, a un nivel más general, su estrategia de controlar el canal de Sicilia, de impedir el tráfico naval enemigo a través de él, y de rebajar su centro de gravedad estaba fracasando, algo que el propio Cavagnari reconocía. La progresiva
entrada en servicio de los dos acorazados de la clase Littorio y del Caio Duilio se había visto contrarrestada por la llegada a Alejandría de un acorazado, un portaaviones, y numerosos buques de escolta británicos. La Regia Marina estaba perdiendo aviones de reconocimiento a manos de los cazas embarcados de la Royal Navy, dejándola sin ojos y reduciendo su capacidad ofensiva, y con ello dando plena libertad al enemigo para dar caza a sus submarinos. La necesidad de escoltar los convoyes con rumbo al norte de África había mermado aún más la capacidad de la Armada italiana de controlar el Mediterráneo central. Los británicos iban cumpliendo paulatinamente sus objetivos —conseguir más libertad para transitar por el canal de Sicilia y aislar a Italia del norte de África— lo que suponía la amenaza más grave para la conducción de la guerra en general. Cavagnari solo podía sugerir que los tres Ejércitos examinaran conjuntamente la situación, «tomando en consideración los métodos y los modos para reducir, cuando no eliminar, la presión concéntrica del enemigo desde el este y desde el oeste y para dar un respiro a nuestra actividad en el Mediterráneo central». Cabía la posibilidad de pedirle a Alemania que ayudara a Italia a aliviar la creciente presión naval y aérea en el Mediterráneo.49 Mussolini no estaba precisamente satisfecho. El contratiempo de Tarento, pues así lo consideraba él, podía remediarse en el plazo de un par de meses, y la batalla del Cabo Teulada había sido, en el mejor de los casos, un éxito relativo, no lo que cabía esperar. «La suerte no va a buscarte a tu casa. Hay que salir a buscarla», le dijo a Giuseppe Bottai.50 El 7 de diciembre el Duce destituyó a Cavagnari y nombró en su lugar al almirante Arturo Riccardi. Cinco días después, en una remodelación de la cúpula de la Armada, Campioni fue nombrado subjefe del Estado Mayor de la Regia Marina, y el almirante Angelo Iachino, su subordinado en la reciente batalla naval, le sucedió como comandante en jefe de la flota de combate. No cabe duda de que políticamente Iachino era una figura aceptable: en 1938 había apoyado públicamente y por escrito a Mussolini, secundando su idea de que la Armada no necesitaba portaaviones porque la propia Italia era un portaaviones natural.51 En vísperas del relevo de Cavagnari, el Estado Mayor de la Armada señalaba que sus buques estaban funcionando con unas reservas muy escasas, lo que limitaba las acciones de la flota. Las fuerzas navales del enemigo a ambos extremos del Mediterráneo eran superiores. Sin objetivos costeros, y sin líneas de comunicación que atacar, la flota de superficie
italiana se había hecho a la mar siempre que tuvo noticia de que la flota enemiga se encontraba en aguas cercanas, pero nunca tuvo la oportunidad de hacer un «contacto favorable». Ahora le correspondía a las «Autoridades supremas» decidir si el objetivo estratégico principal debía ser Inglaterra y su poderío naval, en cuyo caso era necesario desbloquear el Mediterráneo occidental mediante una acción combinada contra Gibraltar, a fin de que la Regia Marina pudiera hacer una importante contribución a la guerra naval en el Atlántico, o bien contra el imperio británico y su poderío mundial, lo que requeriría que el Eje llegara al mar Rojo y al océano Índico a través de los Balcanes y Asia Menor, por un lado, y de Egipto por otro. Mientras las autoridades se decidían, la Armada iba a seguir colaborando con el Ejército en el Mediterráneo, y con Alemania, contribuyendo a su guerra submarina en el Atlántico e inmovilizando una parte sustancial de la Royal Navy en el Mediterráneo. Para Riccardi, al igual que para Cavagnari, la tarea más esencial de la Armada seguía siendo proteger las líneas de comunicación con Albania y con Libia, aunque empezaba a contemplar la posibilidad de destacar a sus submarinos de largo alcance en la base de Kisimaio (Somalia), en el Índico, a mediados de 1941 y de emplear cruceros auxiliares en aquella zona y al otro lado del Estrecho de Gibraltar.52 El sueño de combatir en el Índico cobró vida brevemente tras la entrada de Japón en la guerra a finales de 1941. Riccardi y Campioni tenían poco o ningún margen para desarrollar una nueva estrategia. Dado que la Royal Navy ya era superior a la flota italiana tanto en el Mediterráneo occidental como en el oriental, uno de los presupuestos básicos de los planificadores —que la Armada italiana era capaz de enfrentarse a una u otra flota enemiga con fuerzas superiores— se había ido a pique. La menor duración del día en invierno dificultaba aún más vigilar el movimiento de la flota enemiga. Los destructores, que supuestamente debían ayudar a defender la flota de combate principal, se estaban desviando a las tareas de protección de los buques de transporte con rumbo a Libia, y los aviones que la Armada había pensado utilizar para cubrir a la flota se estaban asignando a los teatros terrestres. Ni los submarinos ni la aviación podían hacer mucha mella en el tráfico costero enemigo entre Alejandría y Sollum. El Estado Mayor argumentaba que si la Armada italiana tenía alguna esperanza de darle la vuelta a la situación, se requería más reconocimiento aéreo a lo largo y ancho de todo el Mediterráneo. En cuanto a hacerse con el control del canal de Sicilia y del
Mediterráneo central, eso era algo que dependía mucho de los aviones alemanes que ahora empezaban a llegar a Sicilia. En caso de que sus acciones, junto con las incursiones de la flota de combate principal italiana, lograran reducir poco a poco el tamaño de la flota enemiga, se podrían crear las condiciones para que la flota de guerra italiana pudiera entablar combate con buenas posibilidades de éxito. A su vez, eso dependía del desarrollo y la utilización de mejores aviones de reconocimiento, que no pudieran ser abatidos por los cazas embarcados de la Royal Navy —«un problema puramente aeronáutico, pero de vital interés para la Armada».53 La batalla del Cabo Teulada vino a demostrar lo mucho que sufría la Armada italiana a causa de un poder aéreo insuficiente. A medida que se avecinaba el final de 1940, estalló un nuevo conflicto entre la Armada y la Fuerza Aérea. El almirante Riccardi aceptó el desafío, y señaló que el mando aéreo de Cerdeña no había respondido a dos peticiones de apoyo aéreo del Vittorio Veneto porque había supuesto que las posiciones que les dieron eran las de los buques italianos, no de los barcos enemigos. Riccardi puntualizó que si dos flotas de guerra entablaban combate, tienen necesariamente que estar cerca una de otra. En cualquier caso, reconocer los buques enemigos en condiciones de perfecta visibilidad no debía resultar demasiado difícil. Guzzoni, con cierto tono de hartazgo, señaló que sencillamente no había suficiente poder aéreo para satisfacer por completo todas las necesidades. El reconocimiento aéreo debía basarse en la disponibilidad real y en la capacidad de producción de aviones, y asimismo tener en cuenta el desgaste natural de los aparatos y las pérdidas sufridas. Los dos Ejércitos debían consultarse entre ellos y hacer coincidir lo que podía hacer la Regia Aeronautica con lo que quería la Regia Marina. La Regia Aeronautica devolvió el golpe. Nadie había alertado al mando aéreo de Cerdeña de la posibilidad, y posteriormente de la existencia, de un combate entre acorazados, pero había enviado bombarderos antes de que la Armada los solicitara. Si la Armada enviaba sus peticiones de apoyo aéreo al principio de un combate naval, era improbable que los aviones llegaran a tiempo, a menos que la batalla se prolongara lo suficiente. Los aviadores de las bases de Cerdeña habían actuado correctamente, y lo que se requería para un futuro era más información, de mejor calidad y a tiempo por parte de la flota.54
Graziani pierde un ejército Graziani llevaba meses sin moverse, y no daba indicios inmediatos de que fuera a hacerlo. A mediados de noviembre, respaldado por los cálculos del SIM, que sobreestimaba sistemáticamente el tamaño de las tropas a las que se enfrentaba, Graziani comunicó a Roma que si tenía que superar las defensas de Marsa Matruh necesitaba más cañones para poder desatar «una imponente masa de fuego», una brigada acorazada y por lo menos una división motorizada. Para avanzar necesitaba camiones, tractores de orugas (que aparentemente estaban atascados en los muelles de Nápoles), piezas de repuesto, talleres de reparaciones, y mucha más tubería para los acueductos. Con una mezcla de súplicas un tanto histriónicas y de vagas amenazas, Graziani le dijo a Badoglio que si se veía en la «trágica posición» de haber construido carreteras y conducciones de agua haciendo un esfuerzo sobrehumano, pero después tenía que esperar a que llegara lo demás, indudablemente nadie podía responsabilizarle de las consecuencias.55 A los alemanes Graziani no les parecía nada del otro mundo. El jefe del Estado Mayor de la Luftflotte V informaba de que, si bien en las anteriores fases de la campaña el general había estado trabajando normalmente con sus tropas, ahora prácticamente no salía de su refugio de Cirene por miedo a la aviación británica. Era «un hombre de guerra colonial» que hasta entonces solo se había enfrentado a pueblos mal armados. Ahora que libraba una guerra con aviones, camiones, y todo tipo de medios técnicos, la misión le venía demasiado grande. Como tampoco el Ejército italiano era lo que había sido en la Primera Guerra Mundial. Su moral era mucho más baja, y exigía constante ayuda de la Fuerza Aérea «aunque podía apañárselas perfectamente con sus propios medios».56 A principios de octubre, el SIM pensaba que en el teatro norteafricano había 200.000 soldados aliados; en noviembre cifraba el contingente enemigo en 250.000; y a finales de diciembre la cifra había aumentado hasta 300.000 soldados, organizados en quince divisiones, más o menos el doble que la cifra real. Aquellas estimaciones alentaban a Graziani a seguir pidiendo más cosas a Roma. A partir de finales de octubre, el SIM empezó a alertarle de que probablemente el enemigo estaba preparando nuevos planes ofensivos, de que los británicos estaban llevando a la zona cada vez más hombres y armamento y los estaban ubicando en unas posiciones peligrosas para los italianos. Con la firme convicción de que el enemigo iba
a esperar indefinidamente a que los italianos tomaran la iniciativa, y operando de una forma más o menos independiente de Roma, el servicio de inteligencia del propio Graziani era reacio a creer lo que decía el SIM. «Tenemos la sensación» telegrafiaba su gabinete el 28 de octubre, «que el enemigo teme nuestra acción ofensiva y se siente presionado por nosotros».57 El 6 de diciembre, una última alerta pronosticaba que era inminente una ofensiva enemiga. El general Giuseppe Tellera, jefe de Estado Mayor de Graziani, opinaba que las estimaciones del SIM eran correctas y se temía lo peor. «Después ocurrió lo que tenía que ocurrir», escribía más tarde.58 El 9 de diciembre de 1940, el general sir Richard O’Connor lanzó su ataque contra Graziani (Operación Compass). Para hacerle frente, Graziani disponía de 234.182 hombres, 2.301 cañones, 417 carros de combate y 7.044 camiones en buenas condiciones.59 La batalla de Sidi Barrani, que duró tres días (9-11 de diciembre) aplastó rápidamente las defensas avanzadas de los italianos. Las tropas eran impotentes ante los carros de combate Matilda II y, sin un escudo de protección, los artilleros que manejaban los cañones anticarro de 47 mm caían en masa. Los bombardeos contra los carros de combate enemigos tuvieron muy poco efecto. La aviación italiana perdió 26 de sus 97 eficaces bombarderos durante los primeros tres días, y la inferioridad de sus 111 cazas fue irreversible cuando los primeros cazas Hurricane aparecieron en los cielos el 13 de diciembre. Los británicos hicieron 38.000 prisioneros de guerra y capturaron 237 cañones, 73 carros de combate ligeros y medios, y más de 1.000 vehículos.60 Al día siguiente del comienzo de la batalla, Hitler dio orden de enviar aviones al sur de Italia durante un tiempo limitado pero sin especificar, a fin de que se sumaran al ataque contra la Royal Navy en Alejandría y contra el tráfico enemigo en el Canal de Suez. Poco más parecía que pudiera hacer Alemania de manera inmediata. Las transmisiones que llegaban desde Berlín decían que Alemania no podía intervenir en masa durante el invierno, y que Italia iba a tener que combatir sola. El general Jodl, que evidentemente estaba recibiendo demasiada información sobre Albania a juicio de los italianos, arengó al general Marras, el agregado militar italiano en Berlín: los italianos disponían de gran cantidad de infantería y suficiente artillería pesada tanto en Albania como en el norte de África, y debían aprender a improvisar.61 Ese mismo día Hitler, promulgó la Directriz 19
para la invasión de Grecia (Operación Marita), que debía comenzar «probablemente en marzo». Mientras lo que quedaba del 10.º Ejército empezaba a retirarse hacia Solfaya y Sollum, Graziani anunció que iba a replegarse hasta Trípoli para que la bandera italiana siguiera ondeando hasta que la madrepatria le enviara recursos suficientes para proseguir con las operaciones. Todo el mundo había hecho lo posible ante la incapacidad sistemática de Roma para darle lo que él necesitaba, dejando que sus tropas libraran «la lucha de una pulga contra un elefante». Mussolini le espetó de inmediato esta respuesta: entre Bardia y Tobruk había suficientes tropas y artillería para aplastar el ataque enemigo. Había que defender ambas localidades, y si era necesario también Bengasi «hasta el final».62 La respuesta de Graziani fue típica de él. Reivindicando su derecho a hablar con Mussolini «de hombre a hombre», Graziani acusó al Duce de no escucharle. Los demás le habían engañado, y seguían haciéndolo. Únicamente él, Graziani, tenía el suficiente valor para no hacerlo. ¿Acaso Mussolini había olvidado que Graziani había servido fielmente al Duce desde hacía veinte años? ¿Había olvidado que la victoria en Etiopía fue exclusivamente gracias a que a Graziani se le permitió decir lo que pensaba? Él había hecho todo lo posible con lo que le habían dado. Ahora solo el Destino iba a decidir el desenlace. Mussolini recibió la diatriba con calma: «He aquí otro hombre con el que no puedo enfadarme porque le desprecio», le dijo a Ciano. Guzzoni ordenó que se destruyera cualquier rastro de aquel telegrama.63 Por el momento, Graziani conservaba su mando, tal vez porque, después de destituir a un mariscal, Mussolini pensó que era mejor no relevar a otro inmediatamente, o acaso porque en aquel momento no tenía a mano un sucesor claro para Graziani. La dimisión de Badoglio, y las crisis que se estaban intensificando en Albania y en Cirenaica, abrieron un resquicio para los militares que estaban convencidos de que Italia solo podía ganar su guerra aliándose más estrechamente con Alemania. Mario Roatta fue el primero en entrar en liza, y presentó un amplio estudio estratégico, justamente el tipo de informes que en el pasado habían brillado por su ausencia. Inglaterra era el «enemigo n.1», y la clave para ganar la guerra contra ella no era someter las islas territoriales de Gran Bretaña, algo que los alemanes podrían lograr o no, sino derrotarla en los «goznes» de su imperio en el Mediterráneo. Italia no podía hacer saltar esos goznes ella sola. Lo que se requería no era
simplemente ayuda de Alemania, sino una acción común y en bloque. Dentro de ese teatro, los sectores más importantes eran los Balcanes, donde resultaba esencial la ayuda alemana en caso de que los británicos reforzaran a los griegos, y el norte de África, donde Italia necesitaba carros de combate que pudieran rivalizar con los de los británicos, y mucha artillería anticarro «que —por ahora— no poseemos». La tercera prioridad geográfica de la lista de Roatta era una ocupación conjunta de la Francia de Vichy, una potencia que podría perfectamente «hacer un doble juego». Para que todo aquello diera resultado, lo más esencial era un entendimiento «íntimo, claro y constante desde el punto de vista político-militar», en una dirección «virtualmente única» a fin de coordinar las operaciones estratégicas de ambos bandos, y una puesta en común de material, «pues no es admisible que unos combatan con medios inadecuados mientras los otros suministran armas modernas a terceros, de los que no todos son de fiar».64 Una semana después de asumir el cargo, Cavallero planteó su propia evaluación de la situación estratégica. La removilización de las 73 divisiones del Ejército que Mussolini había ordenado hacía aproximadamente tres semanas no presentaba problemas en materia de personal, pero había graves dificultades en lo relativo al armamento, a los vehículos y a los caballos. Con la ayuda de Alemania, el programa debería estar ultimado para abril de 1941. Aun así, a Cavallero todavía le faltaban 13 divisiones para poder cumplir todas las necesidades estratégicas. No era posible reclutar nuevas divisiones, de modo que no había más remedio que reducir las guarniciones de las fronteras oriental y occidental, y era preciso abandonar la idea de ocupar tanto Córcega como Francia hasta el Ródano. También había que abandonar la idea de una guerra de rapido corso, y el país debía prepararse para una guerra que iba a ser dura, y muy probablemente larga. La Armada había perdido temporalmente tres de sus seis acorazados, uno de sus veintidós cruceros, nueve de sus cincuenta y nueve destructores, cinco de sus sesenta y nueve barcos torpederos, y diecisiete de sus ciento quince submarinos. Todo ello requería un gran esfuerzo, pero lo único que Cavallero era capaz de proponer era reclamar los submarinos italianos que se encontraban en el Atlántico. Las estadísticas globales apuntaban a que la Fuerza Aérea estaba en buenas condiciones: desde el 10 de junio había perdido 297 aviones, pero había producido 1.204. Sin embargo, si se tenían en cuenta los accidentes, el desgaste natural, y los aviones en reparación, el cuadro presentaba un aspecto bastante diferente.
Solo estaban en condiciones de combatir algo más de una cuarta parte de su fuerza total de bombarderos (478 aviones) y un tercio de su fuerza de cazas (573 aparatos), de sus aviones de reconocimiento terrestres (226), y de sus aviones de reconocimiento marítimo (125). Las existencias de munición disminuían rápidamente —en el norte de África, las reservas de proyectiles de calibre pequeño y medio habían pasado de 708.387 toneladas a principios de junio a 7.237 toneladas— y lo mismo ocurría con las reservas de combustible. Cavallero no tenía soluciones que ofrecer pero, implícitamente, estaba apuntando a la importancia de un rescate de Alemania. Las sugerencias de Cavallero para lidiar con una situación de «extrema gravedad» eran tanto políticas como operativas. Al igual que Roatta, Cavallero estaba convencido de que debía haber «un entendimiento total con Alemania» a fin de concertar una acción militar y política común que diera lugar a un solo mando unificado. En segundo lugar, había que actuar políticamente sobre España, Bulgaria, Yugoslavia y la Unión Soviética a fin de aliviar la presión en Grecia y abrir el camino para las operaciones en el Mediterráneo occidental. En tercer lugar, tenía que haber una «acción decisiva y desbordante» contra Gibraltar (lo que requería un acuerdo previo con España), contra Grecia y contra Egipto. Puede que Mussolini conociera otras soluciones mejores, pero lo que estaba más allá de toda duda era la necesidad de actuar «en un perfecto entendimiento con nuestros aliados», y de hacerlo sin pérdida de tiempo.65 Cavallero planteó sus argumentos a favor de «una unidad absoluta de mando y de esfuerzos» en el teatro mediterráneo ante Enno von Rintelen, el representante militar alemán, y le preguntó si Alemania podía proporcionar a Italia una división acorazada. A su vez, von Rintelen le dijo a Cavallero que Hitler quería llevar a las Fuerzas Armadas alemanas hasta su máximo potencial, que incluso los franceses estaban fabricando armamento alemán, y que el Führer prefería poner a la industria italiana en condiciones de producir su propio material de guerra en vez de suministrarle a Italia el producto terminado.66 La situación era exactamente tal y como la pintaba Cavallero, y los datos estadísticos se iban apilando sobre el escritorio de Mussolini para demostrarlo. Aunque daba la impresión de que las cifras nunca coincidían del todo, y a veces oscilaban de una forma bastante espectacular —las estimaciones sobre el suministro de combustible desde Rumanía aumentaron de 12.500 toneladas mensuales a mediados de diciembre a
30.000 toneladas mensuales dieciséis días más tarde— en conjunto la situación estaba bastante clara. Las reservas de carburante se iban agotando a un ritmo constante, y a finales de diciembre el Ejército solo disponía de existencias para dos meses. La Armada, a la que también se le iban agotando las reservas, no podía dedicar cantidad alguna de combustible para los transportes militares.67 La producción de munición era «notablemente inferior al consumo», debido sobre todo a la escasez de todos los metales, salvo de aluminio —el Ejército solo recibía un 20 por ciento de las 3.500 toneladas de cobre que necesitaba cada mes—. Algunos pronósticos eran optimistas. Uno de los documentos que llegaron a manos de Mussolini aquel mes apuntaba a que, estableciendo dos turnos de diez horas al día, las fábricas de armamento podían aumentar la producción de 70.000 a 110.000 fusiles, y de 200 a 500 piezas de artillería al mes a partir de abril de 1941. Otro pronóstico, menos halagüeño, preveía que la producción del nuevo carro de combate M-13 iba a aumentar de 60 unidades al mes en enero de 1941 hasta 100 unidades al mes en agosto.68 Las generalizaciones de Cavallero sobre el Ejército ocultaban el hecho de que tan solo 8 de las 42 divisiones estacionadas en la Italia metropolitana estaban plenamente equipadas.69 Guzzoni argumentó ante Mussolini la necesidad de una colaboración más estrecha con Alemania en unos términos más o menos idénticos a los que Roatta había empleado la víspera. Mussolini garabateó «esatto» (exacto) sobre el informe. No estaba dispuesto a pasar de ahí. Guzzoni intentó convencer al Duce de que se reuniera con Hitler y negociara un plan de operaciones acordado entre ambos, pero Mussolini no estaba en absoluto dispuesto a interpretar el papel de pariente pobre.70 Y entonces su estado de ánimo cambió abruptamente. Tres días después, en una reunión a la que asistieron Cavallero y Soddu, Mussolini llegó a la conclusión de que no quedaba más remedio que «ponerlo todo en manos del Führer, porque nosotros no podemos hacer nada más».71 Ahora, unos días después de rechazar cualquier idea de una plena asociación estratégica, el Duce iba a presentarse humildemente en Berlín y a pedir los medios necesarios para librar las guerras que había iniciado. El 20 de diciembre, Guzzoni se reunió con von Rintelen y le pidió, teniendo en cuenta la situación en Albania y en Libia, «una intervención inmediata de Alemania que nos alivie».72 Para contener la marea en Cirenaica e impedir que los británicos unieran sus fuerzas con el África Septentrional francesa, cuya supuesta neutralidad
siempre había inquietado a los italianos, Cavallero pidió un cuerpo acorazado alemán. Guzzoni le dijo a von Rintelen que ahora la división acorazada que les ofreció Alemania en septiembre sería recibida con gratitud, y que dos serían aún mejor que una. También quería suficientes baterías de artillería, munición, e instructores para equipar diez divisiones italianas. Su necesidad de «una intervención inmediata de Alemania para aliviar nuestras posiciones en Libia y en Albania» ascendía a 7.800 camiones (de los que 800 se necesitaban «de inmediato»), 140 baterías de artillería (560 cañones), y 20 baterías de cañones autopropulsados, 1.600 cañones antiaéreos de 37 mm, 900 cañones antiaéreos de 88 mm, 800 carros de combate medianos, y 300 automóviles blindados.73 En la lista de las principales necesidades industriales de Italia que presentó Ciano, figuraban 1.100.000 toneladas de carbón al mes, 100.000 toneladas de combustible y aceites minerales, y 70.000 toneladas de productos de acero.74 Sin embargo, el aliado de Mussolini no iba a ser tan dadivoso como esperaban los italianos. El general Keitel, que había recibido la Directriz n.º 21 de Hitler para la Operación Barbarroja, y sabía que los preparativos para el ataque contra la Unión Soviética tenían que estar listos para el 15 de mayo, solo tuvo palabras optimistas sobre la capacidad de resistencia de Italia en Cirenaica, y echó un jarro de agua fría sobre la idea de enviar un cuerpo acorazado alemán para ayudar a Graziani. La unidad prevista para aquella misión se había disuelto después de que Mussolini rechazara la oferta el 9 de noviembre; las unidades existentes eran o bien indispensables, o estaban en proceso de transformación a fin de crear otras nuevas; resultaba imposible organizar un cuerpo desde cero antes del mes de marzo, y para entonces empezaría a hacer demasiado calor para que las tropas alemanas operaran en el norte de África; y, en cualquier caso, las fuerzas acorazadas no eran adecuadas para tareas defensivas, ni idóneas para un terreno arenoso. Lo más que pudo ofrecer Keitel fue el compromiso de incrementar las fuerzas alemanas estacionadas en Rumanía, a fin de aliviar la presión de los griegos, y un acuerdo para volver a examinar todo el asunto.75 Guzzoni, con cierta desesperación, le ordenó a Marras que insistiera en un aumento de la presión de Alemania en Tracia, y en que, si los alemanes no podían enviar dos divisiones acorazadas a Libia, enviaran por lo menos una, «que se utilizará ofensivamente, de acuerdo con sus características».76
Convencido de que el OKW no se hacía una idea de los esfuerzos que estaba haciendo Italia para apoyar la guerra, Roatta intentó encuadrar los debates en el marco adecuado. La cuestión de la ayuda material debía situarse en un contexto estratégico más amplio, donde ambos bandos hablaran sobre cómo salir victoriosos de la contienda, sobre qué teatros eran importantes, y en qué orden, y cómo podían los alemanes contribuir mejor a las operaciones en el Mediterráneo.77 Con un jefe que era aliado de Hitler pero no su igual, ni en poder ni en estatus, aquella idea tan sensata estaba condenada al fracaso. En cambio, Roma envió a Berlín una delegación técnica encabezada por el general Favagrossa, pero Keitel le dijo a sus miembros que Alemania solo disponía de materias primas para reponer sus propias pérdidas y equipar nuevas unidades, y que los italianos iban a tener que conformarse con el armamento capturado al enemigo. Jodl habló de una «crisis de fe» entre Italia y Alemania en el pasado, y en un momento dado preguntó si los italianos estaban pensando en otras operaciones que querían mantener en secreto. «No», fue la indignada respuesta de los italianos. Lo más prometedor fue que Keitel confirmó que el comienzo de las operaciones de Alemania contra Grecia estaba previsto para la primera quincena de marzo, pero advertía de que era preciso defender Albania a toda costa. Mientras tanto, el OKW estaba dispuesto a ofrecerle a los italianos una división de montaña alemana. En cuanto a Libia, los alemanes ahora consideraban que un cuerpo acorazado de por lo menos 250 carros de combate resultaba esencial. Los primeros destacamentos podían estar en Nápoles tres semanas después de que se tomara una decisión —y que los italianos siguieran resistiendo en Bardia podía ser determinante a la hora de obtenerlos.78 Una cosa eran las palabras, y otra muy distinta el armamento. El general Georg Thomas, jefe del Departamento de Armamento de la Wehrmacht, estaba dispuesto a entregar a Italia 21 baterías de cañones de 88 mm, diez baterías de obuses de 149 mm con 120.000 proyectiles, 100 cañones anticarro de 37 mm con 100.000 proyectiles y 150 camiones. En lo relativo al armamento alemán, eso era todo. No iba a haber ni cañones autopropulsados, ni cañones de 149 mm (a los italianos les ofrecieron 48 cañones de 155 mm franceses fabricados en 1917), ni cañones anticarro de 47 mm (en cambio sí les ofrecieron piezas belgas), ni carros de combate alemanes (les ofrecieron 100 carros de combate medianos y pesados
franceses y 350 tanques ligeros Renault 35S), ni automóviles blindados, ni emisoras de radio.79 Al concluir 1940, los tres Ejércitos presentaron sus datos sobre la capacidad de combate de Italia. Oficialmente, la Armada tenía tres de sus seis acorazados y catorce de sus veinte cruceros en orden de combate, junto con treinta y cuatro de sus treinta y ocho destructores y veintiséis de sus cincuenta y tres submarinos. En realidad, solo estaban en servicio activo nueve cruceros y treinta destructores. Detrás de las estadísticas había una desalentadora realidad: debido a la falta de materias primas, la Armada era incapaz de reponer sus pérdidas. Los trabajos de equipamiento en el acorazado Impero, botado en noviembre de 1939, se habían suspendido, y nunca llegaron a terminarse. En diciembre de 1940 se desguazaron los cruceros ligeros de la clase Capitani Romani a fin de construir submarinos y barcos torpederos.80 En la Italia metropolitana, la Regia Aeronautica disponía de 268 cazas «eficientes» de los 372 que formaban su flota, y de 246 bombarderos de una flota de 412. En ultramar, 177 cazas de 319, y 214 bombarderos de 348, estaban en orden de combate. En el norte de África, Graziani tenía 65 cazas en servicio (poco más de un tercio de sus 165 aparatos) y 84 de sus 137 bombarderos.81 Otra serie de cifras —en la Italia fascista siempre había más de una versión de las estadísticas— apuntaba a que en la totalidad del teatro mediterráneo (Cerdeña, Sicilia y el Egeo) la Fuerza Aérea podía poner en el aire 101 bombarderos, 83 cazas y 44 aviones de reconocimiento naval.82 Mussolini estaba ansioso por recibir ayuda de Alemania. Además de aceptar la oferta de una división de montaña alemana para utilizarla en Albania, y de una división acorazada alemana para Libia, ahora el Duce quería que los alemanes aceleraran su ataque contra Grecia.83 Daba la sensación de que Hitler no iba a ser de gran ayuda a corto plazo. Se estaban enviando unidades a Rumanía por ferrocarril, pero en lo relativo a las futuras operaciones, por el momento el Führer no podía decirle nada a su socio —con lo que la confirmación por parte de Jodl de que Alemania iba a atacar a Grecia en marzo aún carecía del imprimátur de Hitler—. Lo que se requería de inmediato era estabilizar el frente de Albania a fin de que por lo menos el grueso del Ejército griego y de las fuerzas greco-británicas se destinaran allí. En cuanto al norte de África, Hitler avisaba de que no podía haber ningún contraataque importante en la región hasta tres o cuatro meses más tarde, pero para entonces la estación tórrida haría imposible cualquier acción de largo
alcance por parte de las unidades acorazadas alemanas. En el futuro inmediato, Mussolini tenía que despojar de cañones anticarro al resto de sus fuerzas, debilitar con su poder aéreo la posición naval de los británicos, y por consiguiente impedir al enemigo cualquier mejora en la situación del frente.84 Cuando las fuerzas de Gran Bretaña y de la Commonwealth cruzaron la frontera italiana y avanzaron sobre Bardia, el general Bergonzoli se retiró del paso de Halfaya y del Fuerte Capuzzo. En el mando italiano, las susceptibilidades degeneraban en roces. En julio, Graziani le había comunicado a Roma que tanto Bardia como Tobruk se encontraban en un estado de «plena eficiencia». El general Berti, al mando del 10.º Ejército, y que padecía problemas de estómago e hígado, volvió de disfrutar un permiso el 14 de diciembre, e inmediatamente le entregó a Graziani una lista de todas las carencias de Tobruk. Allí hacían falta más cañones, un regimiento de infantería motorizada, y por lo menos dos divisiones bien equipadas y sus correspondientes camiones como defensa móvil. Graziani le recordó que, en calidad de comandante de Cirenaica, Berti era en parte responsable de aquellas deficiencias. Berti reafirmó su lealtad, y después sugirió que las tropas se concentraran en Tobruk en vez de desplegar fuerzas en profundidad para intentar detener el avance enemigo en sucesivas líneas de defensa, que el enemigo podía flanquear con facilidad. A Berti, un subordinado incómodo que, según su sucesor, siempre discutía lo que decía Graziani, se le había acabado el tiempo allí.85 Graziani le destituyó y a continuación adoptó exactamente las medidas que había desaconsejado Berti. Dadas las circunstancias, y tal y como había pronosticado von Rintelen hacía un mes, la pérdida de Bardia era inevitable. Bergonzoli tenía que defender un perímetro de treinta kilómetros prácticamente sin cañones anticarro. Los trabajos de fortificación se habían interrumpido seis semanas después del comienzo de la guerra, y no se reanudaron hasta el último minuto. No había tiempo para construir obstáculos anticarro, de modo que lo único que podía hacer la guarnición era colocar las minas que hubiera, vaciar un foso anticarro que se había llenado de arena, y reparar las alambradas de espino. Cuando comenzó la batalla, el 3 de enero de 1941, los italianos se vieron desbordados en el aire, y fueron bombardeados desde el mar por tres acorazados y siete destructores británicos. Los defensores combatieron valerosamente con lo que tenían, y estaban convencidos, por
culpa del SIM, de que estaban siendo atacados por dos divisiones acorazadas, tres o cuatro divisiones de infantería, 700 aviones y toda la flota del Mediterráneo. Los bastiones cayeron rápidamente a manos de los australianos, y a la una de la tarde del 5 de enero todo había terminado. El 10.º Ejército había perdido 45.000 hombres, 430 cañones, 13 carros de combate medianos y 177 ligeros, y cientos de camiones.86 En el fragor de la batalla, Guzzoni le advirtió a Mussolini de que la desigualdad de fuerzas era tal que iba a perder el África Oriental italiana.87 La caída de Bardia llevó a los alemanes a preguntar a los italianos cómo veían ahora la situación estratégica en tierra, en el mar y en el aire. La Armada y la Fuerza Aérea eran pesimistas. Para ellos, abandonar Tobruk modificaría la situación estratégica en el Mediterráneo en detrimento de Italia.88 De hecho, lo que se había concebido como una ofensiva para expulsar de Egipto a los británicos ahora se había convertido en la defensa de una colonia vulnerable. Guzzoni presentó la situación con el sesgo más positivo posible. En línea con las estimaciones del SIM, Guzzoni sobreestimaba enormemente el tamaño de las fuerzas británicas a las que se enfrentaba Graziani, y le dijo a los alemanes que estaba convencido de que era posible frenar el avance británico sobre Cirenaica, pero que era difícil pararlo. Sin embargo, si el enemigo efectivamente llegaba hasta Bengasi, tendría ante sí 600 km de desierto, y otros 600 detrás entre Tobruk y Bengasi. Tendría que haber una larga pausa «debido a la naturaleza del terreno y a las enormes dificultades logísticas a superar». La división acorazada Ariete, que solo disponía de carros de combate ligeros, iba de camino al norte de África, y la División Motorizada Trento podía llegar allí al final de la tercera semana de febrero. En conjunto, la situación sobre el terreno era «grave», pero a pesar de todo había «voluntad de afrontarla y esperanza de superarla». Aunque Italia era claramente inferior en el mar, y tenía que someterse a la iniciativa naval de los británicos, el poder aéreo italiano y alemán podía ponerle las cosas difíciles al enemigo. El tráfico por el canal de Sicilia seguía siendo posible «con algunas precauciones y limitaciones». Las cosas cambiarían a mejor cuando volvieran a entrar en servicio los dos acorazados italianos dañados, y en caso de que el Eje lograra tomar Gibraltar, le daría un vuelco a la situación. En conjunto, le dijo Guzzoni a los alemanes, la situación era «grave pero no desesperada».89
Cuando cayó Bardia, Graziani advirtió a Mussolini de que había pocas esperanzas de resistir en Tobruk. Graziani pensaba establecer una línea defensiva entre Derna y El Mechili, pero tan solo con 20.000 hombres, 350 cañones y 60 carros de combate, para hacer frente a lo que Graziani calificaba de una «avalancha de acero». Y con 80 aviones para luchar contra los como mínimo 1.100 aparatos enemigos que estimaba el SIM, no cabían demasiadas esperanzas. Trípoli era «el último reducto» porque a partir de Bengasi ya no quedaban más defensas. La única cosa que podía cambiar la fatídica ecuación serían cuatro o cinco divisiones de refresco dotadas de artillería móvil y carros de combate, con las que, «en el momento oportuno» Graziani tal vez podría ponerse en marcha de nuevo y obligar al enemigo a retroceder al otro lado de la frontera.90 Mussolini le ordenó resistir en Tobruk el máximo tiempo posible, y su consejo de ministros votó una Orden del Día que rendía honores a las heroicas tropas de todas las armas. Lo que necesitaban las Fuerzas Armadas, que se encontraban «al borde de la ruina» no eran palabras de consuelo y elogio sino «una enérgica intervención quirúrgica», anotaba con pesimismo el general Armellini, antiguo segundo de Badoglio.91 Ahora Hitler sí estaba dispuesto a acudir al rescate de su aliado. No podía permitirse que cayera Albania, y el Führer estaba dispuesto a enviar una división de montaña, una división motorizada, y parte de una división panzer, para reforzar a los italianos. Temiendo el «efecto psicológico muy perjudicial que la pérdida del norte de África podía tener sobre el pueblo italiano», el Führer también estaba dispuesto a enviar carros de combate y unidades anticarro y antiaéreas para defender Tripolitania, pero lo limitado de las instalaciones portuarias significaba que no podrían llegar hasta mediados de febrero.92 El 11 de enero, Hitler autorizó la creación de una Sperrverband (unidad de barrera), y tres días después ya estaban listos los planes para embarcar una división motorizada ligera desde Nápoles el 15 de febrero. Hitler preguntó si Italia quería Stukas, bombarderos de ataque y cazas pesados del X Fliegerkorps, y en Berlín «aconsejaron diplomáticamente» al general Marras que Italia no rechazara las ofertas de ayuda de Alemania en Albania y en el norte de África para después volver a pedirlas en unas circunstancias aún más complicadas.93 Los 5.307 soldados y 307 aviones del X Fliegerkorps habían llegado a Sicilia y a Reggio Calabria a mediados de diciembre de 1940, originalmente para ayudar a la Armada italiana. Su comandante, el teniente general Hans
Geisler, especialista en la guerra contra el transporte marítimo, y que a los italianos les resultaba de trato fácil, se había instalado en el Hotel San Domenico, en la localidad siciliana de Taormina. Los italianos y los alemanes discrepaban acerca del mando del cuerpo expedicionario aéreo — Göring quería seguir siendo su comandante en jefe— pero lo resolvieron concediendo a los alemanes el derecho a intervenir. También tenían sus diferencias en materia de estrategia aérea: Geisler quería cortar el canal de Sicilia al tráfico enemigo y bombardear Alejandría, pero a Pricolo le parecía más importante minar el Canal de Suez y atacar a los buques enemigos y sus bases. Una solución de compromiso incorporó ambas estrategias. A principios de enero, los italianos rechazaron una oferta de Alemania para trasladar a Trípoli la totalidad del X Fliegerkorps. Un mes después, con Bengasi ya en manos británicas a partir del 6 febrero de 1941, y después de que Graziani suplicara que le enviaran aviones alemanes, Mussolini se retractó de su decisión y exigió por lo menos 500 aviones italianos y alemanes en el norte de África. Cuando llegaron a Bengasi los primeros Heinkel-111, el 15 de enero de 1941, el Canal de Suez quedaba fuera de su alcance. Los Stukas, algunos de ellos pilotados por italianos, tuvieron un efecto inmediato. El 9 de enero, la flota de Cunningham, formada por tres acorazados y siete destructores, se reunió con un convoy procedente de Gibraltar con destino a Malta y Grecia. La flota de combate principal de Italia no se hizo a la mar para cortarles el paso —una bomba que le pasó rozando había rajado el blindaje del Giulio Cesare, dejando al Vittorio Veneto como único acorazado indemne, por lo que ambos buques se trasladaron al puerto de La Spezia, al norte del país— pero los ataques de los Stukas alemanes e italianos lograron cinco impactos en el portaaviones Illustrious y alcanzaron a dos cruceros, de los que uno quedó destruido. A partir de entonces Cunningham abandonó las operaciones contra el transporte marítimo que abastecía a Italia.94 Gracias al poder aéreo, los convoyes italianos estuvieron llegando prácticamente indemnes a lo largo del mes de febrero y principios de marzo. La lección era obvia: la negativa de Italia a pedir o aceptar la ayuda de Alemania a lo largo de todo 1940 había tenido profundas consecuencias. Al tiempo que Cavallero y Guzzoni instaban a Mussolini a hacer causa común con su aliado y a organizar una ofensiva conjunta contra Grecia —y al tiempo que Mussolini volvía a ordenar a sus Fuerzas Armadas que estudiaran la ocupación de Francia hasta el Ródano y la invasión de
Córcega (una operación que el almirante Riccardi decía que no era posible, sobre todo teniendo en cuenta que todos los buques de transporte de tropas se estaban usando en Libia y en Albania)— Graziani unió su voz al coro. Se estaba perdiendo tiempo, y para cuando llegaran los alemanes «aquí todo estará liquidado».95 Con tan solo 27 cazas y 24 bombarderos, la fuerza aérea se limitaba a los bombardeos nocturnos contra los buques, las bases y los aeródromos, mientras que los cazas de Graziani solo eran capaces de defender las inmediaciones de Bengasi. Lo que Tellera denominaba «la notable desproporción de medios entre nosotros y el enemigo» era evidente para todo el mundo.96 El 10 de enero, le aseguraron a Graziani que la llegada de la División Acorazada Ariete era inminente, pero tardó otras tres semanas en llegar hasta allí. A medida que las fuerzas británicas y de la Commonwealth se acercaban a Tobruk, y mientras en Albania Cavallero preparaba un malhadado intento de retomar Klisura, Mussolini tomó el tren hacia Salzburgo para una reunión largamente aplazada con Hitler el 20 de enero de 1941. Ciano viajó con él, igual que Guzzoni —era la primera vez que se permitía que un alto mando militar le acompañara—. Para sorpresa de Ciano, la reunión entre los dos caudillos fue extraordinariamente cordial. En las conversaciones preliminares con Keitel y Jodl, Guzzoni esbozó la situación en los dos teatros activos de Italia. La situación en Albania aún no estaba «perfectamente consolidada», pero sin duda los griegos no iban a ser capaces de conquistar Berat y Valona. Se estaba preparando una ofensiva contra Florina y Kastoria para concertarla con la ofensiva alemana, pero hacían falta por lo menos dos meses de preparación. En el norte de África, el ataque de los Aliados contra Tobruk era inminente, y Graziani estaba planeando establecer una serie de líneas defensivas sucesivas en El Mechili, Bengasi y Agedabia (Ajdabiya). El África Oriental italiana prácticamente se daba por perdida: aunque los italianos tenían 100.000 hombres más, el enemigo tenía superioridad en carros de combate y en aviación (véase el Capítulo 5). Guzzoni reconocía que Roma solo podía tener una influencia mínima en las operaciones en la zona, donde a todos los efectos las fuerzas italianas se habían quedado sin la posibilidad de reabastecimiento por parte del Eje. Los alemanes ofrecieron dos divisiones de montaña (36.000 hombres) con 4.000 vehículos para Albania, y la 5.ª División Ligera, una fuerza de 9.300 hombres, 111 cañones anticarro y 200 camiones creados especialmente para combatir contra los carros de combate, para el norte de
África. Albania podía absorber a lo sumo una de las dos divisiones de montaña, le dijo Guzzoni a sus anfitriones. En cuanto al norte de África, lo que más necesitaban los italianos eran unidades aéreas estacionadas en territorio libio, algo que hasta entonces habían rechazado.97 Al día siguiente, cuando se reunieron los dos caudillos, Hitler, cuya atención se centraba sobre todo en España y Gibraltar, era reacio a enviar tropas alemanas a Albania —ya que esa medida «autorizaba» a los británicos a atacar los pozos petrolíferos de Rumanía— pero estaba dispuesto a enviar al norte de África unidades anticarro (Sperrverbände), que a él le parecían más útiles que las divisiones acorazadas propiamente dichas, siempre y cuando se emplearan de inmediato y ofensivamente — aunque los italianos también debían librar su parte de los combates—.98 El desdén de los alemanes por su aliado iba en aumento. En diciembre, von Rintelen había advertido de que «ustedes, allí [en Berlín], con su justificada sensación de fuerza, no quieren darse cuenta de la debilidad de nuestro socio aquí»99 Pero las cosas ya no iban a ser así: tan solo unas semanas después de las reuniones de Salzburgo, desde Berlín le comunicaron a von Rintelen que «los italianos tienen que hacerse poco a poco a la idea de que no iban a ser tratados como iguales en todas las relaciones [entre nosotros]».100 Al tiempo que los italianos y los alemanes parlamentaban en Salzburgo, las fuerzas británicas y de la Commonwealth llegaban a Tobruk, donde los 22.000 hombres y 340 cañones de Bergonzoli se habían desplegado para defender un perímetro de 54 km. El ataque comenzó a las 5.40 de la madrugada del 21 de enero. Favorecidas por un fuerte viento que levantaba nubes de arena y cegaba a los defensores, las tropas australianas, acompañadas por los carros de combate pesados Matilda, se abrieron paso rápidamente a través del débil anillo defensivo. Mal coordinada, cegada por la arena, y con solo 110 cañones anticarro, algunos de los cuales carecían de munición perforante, la artillería italiana fue incapaz de proteger los puntos fortificados, que fueron cayendo uno detrás de otro. A las cuatro de la tarde del día siguiente cayó el último, y así concluía una batalla desigual. «Era inevitable», afirmaba más tarde el general Tellera, «y nada se podía hacer, por falta de medios».101 Cayeron veinticuatro mil soldados italianos, entre muertos, heridos y prisioneros. Las fuerzas acorazadas británicas siguieron avanzando hacia el oeste. La siguiente línea de defensa italiana eran los 14.000 hombres y 254 cañones
del XX Cuerpo desplegados al oeste de Derna y al norte de El Mechili, y los 57 carros de combate M13 y los 25 carros de combate ligeros de la brigada acorazada del general Valentino Babbini. Las fuerzas de Babbini libraron un breve combate de contención en El Mechili, y después Graziani siguió el consejo del general Tellera, que ahora estaba al mando de lo que quedaba del 10.º Ejército, y se retiró. El 30 de enero, las tropas australianas entraron en la localidad de Derna, ya desierta. Bengasi estaba a 243 km por la carretera costera (Vía Balbia), y El Algheila a otros 280 km más allá, por una carretera asfaltada. Graziani era consciente de que el enemigo iba a intentar un amplio movimiento de largo alcance sobre Bengasi a fin de rodear lo que quedaba del 10.º Ejército —y entre otras cosas lo sabía porque había sido anunciado en un boletín de radio emitido desde Londres—. También era consciente de que las fuerzas gaullistas amenazaban la frontera meridional de Libia. Ahora el plan de Graziani era conservar todas las tropas que pudiera para defender Tripolitania, como le había ordenado Mussolini.102 A Tellera se le encomendó la misión de dirigir la retirada desde Cirenaica. Sus tropas iniciaron una retirada por etapas, con 15.000 hombres a pie y otros 5.000 afortunados en camión, hostigadas sin cesar por la aviación británica. En Roma, los planificadores de Guzzoni acordaron defender Sirte, y elaboraron su propio plan. La división acorazada Ariete y la 5.ª División Ligera alemana se incorporarían al frente nada más llegar a Libia, y aquella fuerza combinada debería poder iniciar su contraataque a partir del 1 de marzo. En tres meses podrían recorrer los 900 km que separaban Agedabia de Tobruk. «Dígame cómo pretende emplear la división ligera alemana, que empezará a llegar a principios de febrero», le pedía Mussolini a Graziani, al tiempo que Derna caía en manos del enemigo.103 No bastaba con esa unidad, le comunicaron a Hitler. El 1 de febrero, el general Hans von Funck, que había sido enviado a Libia antes de la llegada de la Sperrverband que iba a comandar, le dijo a Hitler que no tenía ninguna fe en la capacidad de resistir de los italianos, y que ahora existía el peligro de perder Tripolitania además de Cirenaica. Una defensa elástica requería por lo menos una división pánzer completa, pero no podría llegar hasta finales de abril, probablemente demasiado tarde, a menos que se lograra frenar el avance de los británicos.104 El Führer bramaba contra su aliado —los italianos querían armamento y equipos alemanes y hacían gala de una envidia infantil por las armas y los soldados alemanes—. Sin conseguir una
respuesta clara de Guzzoni sobre si los italianos podían contener el avance británico antes de que los alemanes llegaran a Libia, el 3 de febrero Hitler decidió enviar la Sperrverband y un regimiento pánzer para llevar a cabo ataques localizados, y posteriormente añadir la 2.ª División Pánzer, artillería antiaérea, y un comandante de cuerpo alemán que se haría cargo de todas las unidades acorazadas italianas. El elegido para comandar lo que iba a convertirse en el Deutsches Afrikakorps fue el general Erwin Rommel. Cuando llegó a Roma la decisión de Hitler, el 10.º Ejército de Graziani estaba en sus últimos estertores. Poco después del mediodía del 4 de febrero, las fuerzas británicas cortaron la Vía Balbia al norte de Agedabia, y al día siguiente volvieron a cortarla en Beda Fomm, creando una bolsa de diez kilómetros de largo. Unas pocas unidades italianas consiguieron abrirse paso y salir de allí — Tellera resultó mortalmente herido en aquella acción — pero para la mayor parte de las tropas el final fue rápido. Al amanecer del 7 de febrero, las tropas australianas entraban en Bengasi y así concluía la campaña. Más de 20.000 italianos cayeron prisioneros, y Graziani perdió 100 carros de combate, 200 cañones y 1.500 vehículos. Tan solo 8.300 hombres lograron escapar a Tripolitania. Cuando las fuerzas alemanas ya iban de camino al norte de África, Hitler le advirtió a su socio de que su oferta de un cuerpo acorazado alemán era a condición de que se creara una poderosa unidad acorazada, de que se utilizara ofensivamente, y de que la defensa no se replegara hasta las inmediaciones de Trípoli. Una defensa de ese tipo sería «imposible».105 Mussolini hizo suya la advertencia y se la trasladó a Graziani. Era preciso defender Tripolitania desde la mayor distancia posible para mantener a los británicos alejados del puerto de Trípoli. Había que emplear las unidades motorizadas y mecanizadas alemanas e italianas para llevar a cabo una defensa móvil de Sirte, retrasar cualquier avance del enemigo, y actuar siempre ofensivamente.106 Graziani no mostró la mínima intención de hacer lo que se le ordenaba. Sirte estaba demasiado lejos, y acabaría siendo «otro Sidi Barrani». Por el contrario, él proponía contener al enemigo lo mejor que pudiera y atraerle hacia un reducto defensivo en Homs. Con la División Ariete en aquellas condiciones, no había la mínima esperanza de llevar a cabo la maniobra de flanqueo ni el posterior contraataque que sería necesario. Hasta no disponer de un cuerpo acorazado completo, tan solo la Fuerza Aérea podía contener al enemigo, y en aquel momento la aviación estaba en un estado de «máxima ineficiencia».107
Estaba claro que aquella no era la defensa avanzada que quería Roma, y que obligaba a los británicos a combatir con el desierto a sus espaldas. Y Graziani tampoco era el tipo de comandante que quería Mussolini. El día de Año Nuevo de 1941, Mussolini le había ordenado a Graziani que se desplazara hasta el frente y permaneciera allí hasta que concluyeran los combates. «Las batallas de los ejércitos modernos son demasiado complejas como para poder dirigirlas desde lejos», le dijo el Duce a Ugo Cavallero.108 Graziani, tal vez acordándose de la suerte que corrió Soddu, se anticipó a la posibilidad de que Roma le destituyera, y el 8 de febrero pidió ser relevado del mando. Al día siguiente, el Duce le relevó por el general Italo Gariboldi. Dos días después Graziani volvió a dimitir, esta vez del cargo de jefe del Estado Mayor del Ejército, y fue sustituido por el general Mario Roatta. La guerra griega de Cavallero Las tareas más inmediatas de Cavallero eran impedir que se rompiera la línea del frente italiano, detener el avance enemigo, y después pasar a la ofensiva lo antes posible para perseguir al enemigo y obligarle a regresar a territorio griego. Por el momento, con un frente de 250 km defendido por 100.000 hombres que ya llevaban cincuenta días allí, Cavallero le dijo a Mussolini que solo estaba al mando de un «velo». Necesitaba urgentemente cuatro divisiones de refresco para consolidar su frente y relevar a las unidades más fogueadas: «Solo después de efectuar esa reorganización podremos pensar en una ofensiva».109 Para poder incorporar al combate las tropas, el armamento y los suministros que necesitaba, era preciso incrementar sustancialmente la eficiencia de los puertos. Cavallero se puso de inmediato manos a la obra para reorganizar al personal y el transporte marítimo a fin de que a partir de finales de diciembre los puertos de San Giovanni di Medua (Shëngjin), Durrës y Valona fueran capaces de desembarcar entre los tres 6.000 toneladas diarias de suministros, aunque se necesitaran 10.000 al día. Cavallero planeaba lanzar una operación durante la primera mitad de febrero para reocupar la zona de Korytsa, y después consolidar un frente seguro detrás del que poder acumular reservas para la siguiente fase de la guerra.110 Los griegos atacaron primero. La ofensiva griega, que comenzó el 4 de diciembre de 1940 y duró hasta el 3 de enero de 1941, avanzó a lo largo de tres ejes principales, en dirección a Elbasan, en el norte, a fin de
cortar el paso hacia Tirana y el norte de Albania, hacia Berat, en el centro, para cortar la posibilidad de que se unieran los Ejércitos 9.º y 11.º y se hicieran con los pozos de petróleo de Devoli, y hacia Valona, en el suroeste. Cavallero tapó los huecos de su frágil línea del frente a medida que iban llegando las tropas de refresco, desplegándolas batallón por batallón, y pidió más divisiones ante la decisión de Roma de dar prioridad al envío de víveres y munición.111 Posteriormente Roatta pintaba un cuadro de desorden total, donde los planes de transporte que elaboraba el Estado Mayor Conjunto eran constantemente trastocados por las órdenes procedentes del Palazzo Venezia. Mario Cervi apostillaba a Roatta como lo haría un soldado del frente: cualquier italiano que haya estado cierto tiempo en una unidad militar en guerra «sabe perfectamente que ese Estado Mayor racional y fiable es una creación de la fantasía retrospectiva de Roatta, y que los departamentos superiores de la maquinaria militar solo realizaban correctamente sus cálculos a la hora de determinar los tiempos y los modos de los ascensos, los nombramientos y las retribuciones».112 El Ejército italiano, que tenía órdenes de defender cada palmo de terreno a fin de ganar tiempo para que llegaran los refuerzos, tuvo que lidiar con el mal tiempo y con la topografía, así como con las deficiencias de su propio sistema y, por supuesto, con el enemigo. Las unidades se habían desplegado a lo largo de grandes distancias: el 3.er Regimiento de Granaderos tenía que defender un frente de seis kilómetros con tan solo 350 hombres. Las ametralladoras, que recibieron un cargamento de munición equivocada, y que carecían de aceite anticongelante, dejaron de funcionar. La artillería no tenía munición. Una capa de nieve de un metro de espesor, y a veces dos, cubría las montañas. Las unidades perdieron un 30 por ciento de sus efectivos a causa de los daños por congelación, y las mulas, exhaustas, se desplomaban y morían de frío y de hambre, lo que no hacía más que empeorar la situación de las tropas: un batallón de alpini tan solo disponía de 50 mulas para abastecerse, en vez de las 270 que supuestamente debía tener. Los soldados se forzaban hasta el límite para intentar mantener la línea del frente. Un grupo de treinta y cinco porteadores se puso en camino para llevar víveres y munición a la División Bolzano, pero solo llegaron doce, ya que el resto se desplomaron por el agotamiento durante el trayecto. Algunos ingenieros con iniciativa, replicando los métodos que habían mantenido con vida al Ejército en los Dolomitas durante la Gran Guerra,
construyeron teleféricos para subir suministros hasta las cumbres y bajar a los heridos. Al mismo tiempo que, en el norte de África, las fuerzas enemigas avanzaban hacia Bardia, Mussolini presionaba a Cavallero para que pasara a la ofensiva en Albania. La retirada de los italianos de Korytsa y de Argirokastro, y el hecho de que los griegos hubieran ordenado izar las banderas durante tres días cuando conquistaron Himara, una importante escala costera en la ruta hacia Valona, fue más de lo que Mussolini podía soportar. Se habían llevado a Albania siete divisiones, con un total de entre 120.000 y 140.000 hombres, pero no se atisbaban indicios del «muro» defensivo que había que levantar como primera consecuencia positiva de la retirada. El día de Nochebuena, el Duce pidió «un informe completo que incluya las medidas punitivas», y le dijo a Cavallero que había llegado el momento de dar un vuelco a la situación.113 Con el enemigo a tan solo 50 km, Mussolini quería una ofensiva para salvar Valona. Cavallero le tranquilizó diciéndole que el enemigo estaba haciendo «un esfuerzo a la desesperada», y ordenó que el 11.er Ejército de Geloso lanzara una operación ofensiva en el frente de Valona para aliviar la presión sobre la zona y sobre el flanco derecho del 9.º Ejército.114 Soddu le dijo a Mussolini que la contraofensiva de Cavallero al sur de Valona, que a él le resultaba demasiado parecida a las cargas sin orden ni concierto de Giuseppe Garibaldi en la década de 1860, no podía tener éxito ni iba a tenerlo porque era demasiado débil y carecía de apoyo.115 Sin embargo, a Soddu también se le acabó el tiempo. El 29 de diciembre fue reclamado a Roma, y al día siguiente Cavallero asumió el mando de las fuerzas armadas en Albania, sumando así la responsabilidad de ganar la guerra de Grecia a todas las demás tareas que ahora tenía que gestionar. El día de Año Nuevo, desde el Palazzo Venezia se dieron instrucciones para que se comunicara a los generales destinados en Albania que la siguiente ofensiva debía poner fin a «las especulaciones mundiales sobre el prestigio militar italiano». Alemania estaba dispuesta a enviar una división de montaña y estaba preparando un ejército para atacar a Grecia en marzo. Mussolini quería ganar la guerra antes de que fuera necesaria la ayuda directa de Alemania.116 Incluso llegó a encontrarle un lado positivo a la debacle del norte de África. Cuando los alemanes intervinieran en Grecia a principios de marzo, los británicos no tendrían más remedio que acudir en su ayuda con tropas que solo podían trasladarse desde Egipto. Si Graziani
mantenía la presión alrededor de Tobruk, los planes de los británicos para trasladar a Atenas no solo tropas sino el cuartel general del general Archibald Wavell se verían frustrados, o por lo menos eso era lo que creía el SIM.117 Cavallero estaba pasando graves apuros. Las unidades, desmoralizadas porque llevaban combatiendo ininterrumpidamente desde el 28 de octubre, iban retirándose. En las montañas había un metro y medio de nieve, y los caminos de mulas por los que había que llevar los suministros al frente eran ríos de barro. En cualquier caso, las unidades CC.NN. y dos divisiones del Ejército regular carecían de mulas. Con una vestimenta inadecuada, los soldados cavaban las trincheras a golpe de bayoneta, ya que no había herramientas. Los suministros se desembarcaban a un ritmo cinco veces menor que el requerido. Era cierto que estaban llegando divisiones de refresco, como le recordaba a menudo Mussolini a Cavallero, pero no estaban en buenas condiciones para combatir. El 12 de enero, cuando le comunicaron a la División Cagliari que iba a quedarse en Italia, sus mandos renunciaron a muchos de sus oficiales y a gran parte de su equipo, pero al día siguiente les comunicaron que la división había sido destinada a Albania. La Cagliari y otras dos divisiones tuvieron que reconstituirse apresuradamente, reclamando a sus oficiales y movilizando unas tropas que llevaban mucho tiempo alejadas del servicio de armas y prácticamente carecían de instrucción militar.118 Desde Roma llegó la orden de que las divisiones recién llegadas no se desmembraran bajo ningún concepto — pero la presión de los griegos significaba que no cabía la posibilidad de cumplirla. Con el inicio del nuevo año, Cavallero esbozó tres planes. El primero, para el caso de que todo saliera mal, era establecer dos reductos defensivos para defender Valona y Tirana. El segundo contemplaba un avance localizado para reconquistar Himara (Himarë) y Porto Palermo. El tercero consistía en crear una fuerza del tamaño de una división debidamente organizada con reservas para una ofensiva en la zona de Korytsa que debía comenzar el 20 de febrero. Guzzoni, que no tenía más remedio que encomendarse al optimismo, esperaba que la operación planeada por Cavallero pudiera provocar «una pequeña sorpresa», que a su vez podría provocar «considerables resultados», y que al mismo tiempo, en el norte de África, la resistencia de Bardia lograra desgastar tanto a los británicos que estos no tuvieran más remedio que hacer una pausa.119 La decepción llegó
de inmediato. En Albania, los griegos volvieron a atacar primero. A las 7.30 de la mañana del 8 de enero, tras un bombardeo preliminar de artillería, las tropas griegas lanzaron un ataque a lo largo del valle del Viosa (Vijosë) en dirección a Klisura. Al día siguiente, un contraataque de la División Lupi di Toscana, que llegó al frente tras una marcha forzada de más de treinta kilómetros, sin morteros, ni artillería, ni emisoras de radio, ni transporte de suministros, fracasó. El comandante recibió la orden de defender Klisura a toda costa, pero en vez de cumplirla se retiró, y la localidad cayó dos días después. Las cosas no habían ido según lo planeado, y Mussolini quería saber por qué. El Duce le comentó a Ciano que si el 15 de octubre alguien hubiera pronosticado lo que en realidad había ocurrido desde entonces, habría ordenado fusilarle. Utilizando un análisis elaborado por el servicio de inteligencia de Cavallero, el general Pricolo aportó una explicación. Tan solo cinco de las veintiuna divisiones que había en aquel momento en Albania estaban en condiciones de «plena eficiencia». Las tropas que llegaban de Italia ponían de manifiesto las consecuencias de una instrucción deficiente: muchos soldados nunca habían lanzado siquiera una granada de mano, y casi todos llegaban sin conocimiento alguno de las armas automáticas. En combate, las tropas eran rápidamente presa de lo que ahora se denominaba «la obsesión griega» —el peligro de que el enemigo abriera brecha, el miedo a los morteros enemigos, y la preocupación por caer prisionero—. Pricolo modificó ligeramente el tenor del informe original, que señalaba que los comandantes carecían de reservas y que la muerte de la mayoría de los comandantes regulares de las compañías y los batallones significaba que las unidades estaban en manos de oficiales de la reserva, algunos de edad bastante avanzada, y le dijo a Mussolini que aparentemente los comandantes locales eran presa de una «parálisis moral».120 A Mussolini no le faltaban motivos para azuzar a los centuriones que estaban al mando de unas legiones con un desempeño deficiente. Los informes que aterrizaban sobre el escritorio del Duce hablaban de que los soldados destinados a Albania escribían cartas «alarmantemente derrotistas» a sus familias, y algunos amenazaban con «echar a los responsables [de los reveses y de las condiciones] si no se iban ellos». El hecho de que aparentemente las manifestaciones de camaradería de los milicianos fascistas en Albania no fueran acogidas con el mismo espíritu en el Ejército se achacaba a la propaganda antifascista, y a finales de enero se
infiltraron agentes de la policía secreta entre las filas de los soldados destinados a Albania a fin de que investigaran e informaran de cualquier actividad por parte de «elementos subversivos» en la zona que parecieran encaminadas a provocar un amotinamiento. En el norte de África ocurría algo muy parecido. En los puertos de la Península, muchos soldados se negaban a embarcar con rumbo a Libia y los carabinieri tenían que subirlos a bordo a la fuerza. En Libia circulaban «murmuraciones sibilinas» sobre una posible dictadura militar encabezada por Badoglio, y las tropas que llegaban «llenas de entusiasmo» se estaban contagiando de ese ambiente. En los círculos civiles, las caídas de Bardia y después de Bengasi venían a consolidar una opinión generalizada entre la población sobre la falta de preparación militar de Italia. El bombardeo británico contra Génova a principios de febrero deprimió ulteriormente el estado de ánimo de la población.121 Mussolini, que tenía previsto reunirse con Hitler en Salzburgo en breve, necesitaba desesperadamente un éxito. «Tenemos que contraatacar, hay que romper este hechizo que desde hace noventa días nos está haciendo perder terreno de una posición a otra», le dijo al coronel Salvatore Bartiromo, jefe del Estado Mayor de Cavallero. «¡A este paso acabaremos en el mar y ya no quedarán más posiciones!».122 Lo cierto es que atacar resultaba imposible. En parte era culpa del mal tiempo —las riadas se habían llevado por delante los puentes de los principales ríos del sector del 9.º Ejército— pero también se debía a los efectos del desgaste que iba afectando poco a poco a las divisiones italianas. A mediados de enero, la División Alpina Julia, sobre cuyas curtidas tropas de montaña había recaído una enorme carga desde el mismo comienzo de la campaña, había perdido 3.997 efectivos entre oficiales y tropa, y había quedado reducida a 1.000 hombres con quince ametralladoras en servicio y cinco morteros. El Duce, cariacontecido y pesimista, partió para su reunión con Hitler. «Grecia», se quejaba Mussolini ante su yerno, «fue una obra maestra política; logramos aislar el país y obligarle a luchar solo contra nosotros. El que ha fracasado del todo es el Ejército»123 Al tiempo que las tropas italianas pasaban apuros en Grecia, en Roma aumentaba la presión para convertir aquel fracaso en un éxito. Los alemanes mostraban un interés cada vez mayor en el Mediterráneo, a medida que iban desarrollando sus ideas sobre un «Nuevo Orden» en Europa. Contemplaban el sometimiento de Rumanía como la primera fase
de una expansión sistemática por los Balcanes. Desde Berlín, el general Marras informaba de que el siguiente objetivo eran Salónica y una salida al Egeo —que en aquel momento era uno de los pilares del proyecto del imperio romano de Mussolini— un objetivo al que probablemente le seguiría una operación «a gran escala» a través de Anatolia y hacia el Canal de Suez. Empezaba a vislumbrarse el alarmante espectro de la posibilidad de que Berlín controlara a un tiempo Gibraltar y Suez. Además, parecía que se estaba preparando otra humillación más inmediata para Italia. Cuando los alemanes atacaran Grecia, probablemente avanzarían más deprisa que los italianos, dejando que estos se enfrentaran al grueso del Ejército griego, y facilitando el camino hacia una victoria de Alemania. En ese caso los italianos perderían «esa función principal que Italia debe tener en la derrota de Grecia, para el restablecimiento de su prestigio».124 Cavallero, Roatta y Favagrossa deseaban una colaboración más estrecha con el aliado de Italia, pero el Duce se negaba en redondo. Antes de partir hacia Salzburgo, Mussolini convocó a Cavallero y a sus generales más veteranos en Foggia, una importante base aérea al noreste de Nápoles, y próxima a la costa del Adriático. El interés de Alemania por la campaña de Grecia era cada vez más evidente. A raíz de una visita del general Jodl, que había ofrecido dos divisiones de montaña, Cavallero tenía la impresión de que Alemania pretendía asumir un papel hegemónico en el futuro. En Foggia, Cavallero le dijo a Mussolini que los alpini podían estar listos para combatir a finales de febrero, pero que las demás divisiones necesitaban más tiempo. En aquel momento Italia no tenía la «marcada superioridad en eficiencia y en preparación» necesaria para una rápida ofensiva del tipo que planteaba la doctrina de antes de la guerra. Si efectivamente los alemanes intervenían en Macedonia, sin duda iban a cosechar esos éxitos rápidos y amplios que estaban fuera del alcance de Italia. Italia necesitaba acuerdos políticos y militares para coordinar las futuras operaciones en Grecia. «Todos los inconvenientes de esa falta de coordinación serían para Italia».125 El 26 de enero de 1941, Cavallero intentó reconquistar Klisura. «Dígales [a sus tropas] que ha llegado el momento de poner fin a las tristes especulaciones del mundo acerca del valor de nuestros soldados», le dijo Mussolini al general Francesco Rossi. «Los griegos no son conejos, pero tampoco son leones».126 Las columnas italianas formaron con temperaturas bajo cero y una lluvia incesante. Los alpini atacaron las cumbres a ambos lados de la carretera de entrada a la
localidad, y lograron tomar una de ellas, pero no la otra. Los carros de combate italianos llegaron a las afueras de Klisura pero los defensores lograron contenerlos. Los griegos contraatacaron, y el 30 de enero la batalla se fue apagando, con lo que Klisura permaneció en manos de los griegos. En Roma, Guzzoni convocó a dos comandantes de ejército, a doce comandantes de cuerpo y a quince comandantes de la defensa territorial, y tras darles brevemente la oportunidad de informar sobre la moral del Ejército (buena en general) y de su instrucción (deficiente en general), les soltó una cáustica crítica a sus tropas. En el frente albanés, los oficiales se dejaban apresar sin disparar ni un solo tiro, y en Italia muchos alegaban baja por enfermedad cuando les destinaban al extranjero. De todas formas iban a enviarles al frente. El exceso de burocracia y de celo en el cumplimiento de las rutinas de los tiempos de paz iban de la mano con la dejadez disciplinaria. Se habían dado casos individuales de heroísmo, pero en general los oficiales hacían gala de un escaso entusiasmo por la guerra. Los oficiales de la reserva, que ahora predominaban en los escalafones inferiores del cuerpo de oficiales, habían sido un «fracaso total», y los oficiales superiores también estaban incumpliendo su deber. Había habido «pérdidas inexplicables»; y un enemigo que «no valía nada» había humillado a Italia, lo que le había costado perder todo su prestigio militar. El Ejército padecía «laxitud moral». Era necesario afrontar el problema. «Se fusila poco», concluyó Guzzoni, haciendo gala de una vena punitiva digna del general Luigi Cadorna.127 Ya había llegado el primer bloque de las divisiones prometidas, aunque, como señalaba el general Camillo Mercalli, del IV Cuerpo de Ejército, con muy poco espíritu ofensivo. Pietro Parini, el jefe local del Partido Fascista, sin duda queriendo decirle al Duce lo que esperaba oír, informaba de una mejora decisiva de la moral de las tropas en las últimas semanas. Gracias a las mejoras en la logística, a la llegada de «copiosa artillería», y a la «acción generosa y constante de la Fuerza Aérea», había una sensación tangible de superioridad en el aire.128 Desde Roma, Guzzoni ordenaba que se explicaran las causas inmediatas y remotas de la guerra a las tropas que eran llamadas a filas para incorporarse a las unidades destinadas a Grecia. Los temas que escogió Guzzoni —que se estaba librando aquella guerra debido a los «constantes y taimados» actos de hostilidad de Gran Bretaña contra Italia y a la necesidad de enfrentarse a ellos en Grecia a fin de alejarles de otros frentes— eran abstracciones estratégicas que tenían poco
o ningún gancho entre los hombres que habían sido reclutados para la guerra.129 El 13 de febrero, los griegos lanzaron otra ofensiva a fin de eliminar el «saliente» de Tepelenë y después avanzar sobre Valona. Al tiempo que Cavallero tranquilizaba a Mussolini diciéndole que había logrado parar el movimiento envolvente, y mientras Geloso ordenaba al XXV Cuerpo del general Rossi resistir hasta el último hombre, los infantes italianos lograban repeler a los atacantes. Con unas temperaturas que alcanzaron los 15 grados bajo cero, con una espesa capa de nieve que borraba los caminos, y con unos vientos que se llevaban volando las tiendas y los suelos impermeables, los combates eran un toma y daca entre una cumbre y otra en las montañas al este y al sur de Tepelenë, con posiciones que se perdían, volvían a tomarse y a perderse de nuevo. Tras una breve pausa a finales de febrero, cuando el tiempo era tan malo que nadie era capaz de combatir, los griegos volvieron a atacar el último día del mes. Ahora Cavallero disponía de divisiones enteras para enviar al combate. La reconstituida División Julia, con aproximadamente 10.500 efectivos entre oficiales y tropa, llegó al frente justo antes de la segunda ofensiva de los griegos, y la división de refresco Lupi di Toscana contribuyó a detener el último avance del enemigo, animada por la noticia de que los alemanes habían entrado en Bulgaria, que ahora era aliada del Eje, el 1 de marzo. El 22 de febrero Cavallero le dijo a Mussolini que a su juicio la ofensiva griega contra Tepelenë había fracasado. Al día siguiente, por la tarde, Mussolini hizo acto de presencia —aparentemente de forma inesperada— en el Teatro Adriano, donde se encontraban reunidos los jefes del Partido Fascista de Roma. Tras reconocer la pérdida de Bengasi y la derrota del 10.º Ejército tres semanas atrás, Mussolini le dijo a su entusiasmado público que Grecia era el último punto de apoyo de Gran Bretaña en el continente. Tuvo elogios para los soldados italianos que habían combatido magníficamente en Albania, y acusó indirectamente a los generales de ser los responsables de los contratiempos en dicho frente porque los autores del plan habían sido ellos, pero no dio ninguna explicación real de lo que había ocurrido ni de lo que iba a ocurrir. Por el contrario, el Duce tranquilizó a los asistentes diciéndoles que aunque las cosas habían sido «adversas» desde el ataque contra Tarento, Gran Bretaña no podía ganar la guerra. Italia marchaba codo con codo con su socio alemán, la moral del Eje era infinitamente mayor, y el potencial bélico de Italia iba mejorando día a día «en calidad y en
cantidad». Al concluir su perorata, Mussolini aseguró a los presentes que «el pueblo fascista se merece la victoria, y la tendrá».130 Las crónicas de los periódicos contaron que al terminar, estalló una inmensa ovación en el auditorio. Cavallero le había dicho a Mussolini que esperaba que las divisiones recién llegadas estuvieran en orden de combate a finales de febrero, pero al día siguiente de su discurso le comunicaron que no iban a estar adecuadamente equipadas y listas hasta mediados de marzo. Los suministros se estaban desembarcando a un ritmo de 3.000 toneladas diarias, pero el Ejército consumía 2.700 toneladas al día, de modo que incluso a mediados de marzo solo habría reservas suficientes para mantener a cinco divisiones durante cuatro días.131 Ahora Cavallero tenía bajo su mando a 400.000 soldados en Albania, para enfrentarse, según los cálculos del SIM, a 300.000 griegos. El siguiente paso que planeaba dar era un ataque a lo largo del valle de Desnizza para reconquistar Klisura. Guzzoni no estaba de acuerdo, e intentó convencer a Mussolini que tomar Konitsa era mejor opción: el ataque de Klisura no conducía a ningún lugar de importancia, mientras que el frente de Konitsa, donde el enemigo era menos denso, brindaba la oportunidad de combinarlo con la ofensiva alemana desde Bulgaria que ya todo el mundo sabía que llegaría en breve. Cavallero se salió con la suya, y el 2 de marzo Mussolini voló hasta Tirana para observar el progreso de lo que él claramente esperaba que fuera un éxito militar muy necesitado. Después de escuchar cómo los comandantes de cinco de las seis divisiones elegidas para la ofensiva enumeraban todas sus carencias, el Duce les dijo que se avecinaba «un gran éxito táctico, y probablemente algún éxito estratégico». Grecia no tenía la mínima esperanza, «solo puede sucumbir». Después telefoneó al comandante ausente, el general Giovanni Esposito: «He mantenido una reunión en la que no has participado, pero no te has perdido nada».132 El ataque, encomendado al general Gastone Gambara, que había llegado recientemente para asumir el mando del VIII Cuerpo, la unidad que debía llevar a cabo la ofensiva central en el avance hacia el sur, empezó con un fuego de barrera de artillería a las siete de la mañana del 9 de marzo. Muy pronto los italianos se vieron en apuros. Los bombardeos aéreos desde gran altura no tenían demasiado efecto, y los bombarderos en picado desde baja altura que debían participar no aparecieron. Al cabo de cinco horas, el avance se encontraba al límite de alcance de la artillería de campaña de 149
mm y calibre medio, y fuera del alcance de todas las demás piezas. Una simple maniobra de distracción, con un intenso fuego artillero en algunos sectores que no tenían nada que ver con la ofensiva, a fin de confundir al enemigo, fracasó, en parte porque los griegos habían observado los movimientos de preparación, y en parte porque habían capturado a un oficial italiano que llevaba encima todas las órdenes para la ofensiva. En el flanco suroeste, los cañones del XXV Cuerpo participaron en la ofensiva — gracias a que los soldados de la División Cagliari llevaron a cuestas 250 toneladas de munición a lo largo de ocho kilómetros de caminos de mulas anegados de barro— pero a su vez el cuerpo fue atacado por los griegos, y no pudo hacer gran cosa para ayudar. La artillería griega disparaba contra los atacantes desde las alturas, y sus morteros, bien posicionados, se cobraron muchas bajas. Al cabo de unas horas el ataque de Gambara se detuvo en seco. Aquella noche, Mussolini regresó a su cuartel general de muy mal humor. «¿No le parece que estos generales hacen gala de poco espíritu, de poca garra, y sobre todo que no tienen iniciativa?», le preguntó a Pricolo, que le acompañaba. «Fíjese en Rommel, que con una sola división y un grupo de exploradores, esta restableciendo la situación en Libia».133 Mussolini permaneció en Albania hasta el 21 de marzo, pasando revista a las tropas, visitando a los heridos, inaugurando puentes, y, después de que el ataque se parara tan en seco tan pronto, insistió en que debía proseguir. Sus visitas a los hospitales fueron acogidas con un entusiasmo frenético por los heridos. «Se parece un poco a esos pueblos, sobre todo del sur, que cuando hay un terremoto se encomiendan a la Virgen, a un santo, y esperan un milagro, en vista de que no cabe esperar nada de los hombres», recordaba posteriormente el general Giovanni Messe, que le acompañaba.134 Dos días después del comienzo de la ofensiva, Roatta alertó de que Italia se estaba quedando sin munición de artillería. Tras el fracaso de un segundo intento para abrir brecha a través de las posiciones de los griegos, Cavallero propuso suspender los combates durante un tiempo, para después reanudarlos y lanzar simultáneamente un segundo ataque desde Tepelenë. Sin tropas capaces de utilizar las tácticas de infiltración, y sin oficiales suficientes, explicaba Cavallero, no tenía más remedio que recurrir a presionar y desgastar al enemigo. «¿Estamos desgastando al enemigo?» preguntó Mussolini. Cavallero opinaba que la noticia de que el rey de Grecia quisiera negociar el fin de la guerra así lo demostraba.135 El
16 de marzo se cursó la orden de detener la ofensiva de Klisura, y cinco días después Mussolini voló de vuelta a Roma. Antes de partir, Mussolini convocó a Cavallero, a Geloso, y a los comandantes de cuerpo del 11.er Ejército. Después de analizar lo que había salido mal en la ofensiva —deficiencias en el fuego artillero, una instrucción insuficiente, «los detalles técnicos», y las dificultades del terreno— el Duce dio órdenes sobre lo que sus generales debían hacer a continuación. Los alemanes iban a iniciar su operación contra Grecia el 6 de abril, y se decía que Yugoslavia iba a unirse a las potencias del Eje el 23 de marzo. Las fuerzas italianas debían reanudar los combates primero, y era necesario obligar a retroceder a los griegos y derrotarlos. Era «inadmisible» que los italianos fueran incapaces de darles una paliza. Estaba en juego el honor militar de la nación. Si los generales se ponían en marcha a partir del 1 de abril, tendrían tiempo de dársela.136 Cavallero le aseguró que el avance sobre Klisura y la ofensiva desde Tepelenë podrían comenzar a finales de mes. Y con eso Mussolini subió a su avión, «asqueado» por el entorno en el que había estado, con un profundo desprecio por los generales a los que acababa de elogiar en persona, y convencido de que le habían «estado engañando hasta el día de hoy».137 El 25 de marzo Yugoslavia se adhirió al Pacto Tripartito, pero dos días después Pablo, príncipe regente proalemán del país, fue derrocado por un golpe de Estado. Hitler escribió inmediatamente a Mussolini, instándole a que no iniciara las operaciones en Albania durante los días siguientes, para que se pudiera reforzar la frontera entre Albania y Yugoslavia. Mussolini hizo lo que le pidió el Führer, y Cavallero trasladó debidamente cinco divisiones hacia el norte y el este para proteger Tirana, Scutari (Shkodër), y la frontera con Yugoslavia. A las 5.30 de la mañana del domingo 6 de abril, los alemanes atacaron Grecia y Yugoslavia, al tiempo que Roma declaraba la guerra a Belgrado. Los alemanes querían que las fuerzas que tenían en Bulgaria conectaran con los italianos en Albania, con el propósito de partir en dos las fuerzas yugoslavas, y posteriormente de aniquilar el Ejército yugoslavo por medio de ataques concéntricos. Después, podían iniciarse los preparativos normales para la guerra contra Grecia.138 Los yugoslavos atacaron Albania, en dirección a Scutari, el 13 de abril, pero fueron repelidos por la División Acorazada Centauro, que les causó cuantiosas bajas. Obedeciendo las órdenes de Mussolini, las tropas de Cavallero avanzaron contra un ejército obviamente desmoralizado y
frustrado, y ocuparon Cattaro (Kotor), Cetinje y Ragusa (Dubrovnik) el 17 de abril. El engaño tuvo su papel en su éxito: el SIM, que disponía de los códigos de cifrado militar yugoslavos, envió dos telegramas falsos el 13 de abril firmados por general Simovic´, que ordenaban la retirada de las divisiones yugoslavas. Hicieron falta cuarenta y ocho horas para que el Alto Mando del Ejército yugoslavo emitiera una corrección, y durante ese tiempo la división desplegada en Cetinje suspendió su ataque contra Scutari y empezó a replegarse hacia el norte.139 En la frontera septentrional con Italia, el 2.º Ejército del general Vittorio Ambrosio, por orden de Mussolini, adelantó la fecha de arranque, atacó el 11 de abril, y ocupó Liubliana.140 En el sur, el avance del 9.º Ejército hacia el oeste de Yugoslavia se vio entorpecido por la nieve y por una densa niebla, pero consiguió tomar Struga, y posteriormente se reunió con los alemanes en el lago Ohrid. Yugoslavia se rindió el 18 de abril. Al tiempo que los alemanes se abrían paso a través de Grecia oriental y llegaban a Salónica tres días después del comienzo de la guerra, y después hasta Florina, para desde ahí dirigirse hacia el sur, las fuerzas griegas de Epiro lanzaron su última ofensiva hacia Elbasan y Tirana, esperando poder contar con la ayuda de Yugoslavia. No les llegó ayuda alguna, y el 12 de abril empezaron a retirarse. Por fin los Ejércitos 9.º y 11.º podían avanzar en todos los frentes, pero únicamente a pie: aquel ejército, que para entonces estaba formado por 491.731 hombres entre oficiales y tropa, tan solo disponía de 13.000 vehículos. Los griegos ofrecían una enconada resistencia, volaban los puentes, colocaban campos de minas y cortaban las carreteras: en el tramo de veintiún kilómetros que partía de Klisura los italianos tuvieron que abrirse paso a través de dieciocho barreras distintas. Konitsa cayó a manos de la División Venezia el 14 de abril, y Argirokastro el día 18. El 22 de abril, las unidades italianas llegaron al puente de Perati, un paso fronterizo entre Grecia y Albania. Los alemanes ya estaban allí. Al día siguiente se terminó la guerra, menos de tres semanas después de que los alemanes cruzaran la frontera, pero solo después de que Mussolini, que montó en cólera cuando se enteró de que el mariscal de campo Wilhelm List había aceptado la rendición de Grecia el día anterior, insistiera en que los griegos también se rindieran oficialmente a los italianos. A las 14.45 del 23 de abril de 1941, las tres partes firmaban el acuerdo de armisticio definitivo. En total, la guerra de Grecia le había costado a los italianos 13.755 muertos, 25.067 desaparecidos, y 50.974 heridos, junto con 52.108 bajas por
enfermedad y 12.368 casos de daños por congelación. Las bajas griegas ascendían a 13.408 muertos, 42.485 heridos, y 4.253 desaparecidos. Para Yugoslavia y Grecia, comenzaba la pesadilla de los años de ocupación y de terror.
5. MAR, ARENA Y ESTEPAS SIN FIN
M
ussolini canceló la reunión anual de la Comisión Suprema de Defensa prevista para febrero de 1941 (nunca volvería a reunirse), de modo que no hubo ocasión de un debate general sobre la situación económica. Las cifras distaban mucho de ser alentadoras. Las necesidades de materias primas de Italia eran, como todo el mundo sabía, gigantescas. La producción de hierro colado solo aumentó ligeramente de 1.036.106 toneladas en 1939-1940 a 1.090.330 toneladas en 1940-1941, debido a la falta de combustible para los altos hornos de carbón, y a la escasez de energía eléctrica durante el invierno. La escasez de combustible se veía exacerbada por la compleja burocracia que rodeaba a la distribución.1 Hasta marzo de 1941 no hubo un sistema de racionamiento propiamente dicho para el carburante de uso civil. El Ministerio de la Guerra le comunicó a Mussolini que en Italia había cien veces más vehículos privados que militares, y que Roma y Milán consumían cada una más gasolina en un mes que todos los vehículos militares del país juntos. Entonces Mussolini accedió a restringir el tráfico de vehículos civiles a partir del 1 de abril de 1941.2 Sin embargo, había una cifra que importaba más que todas las demás: la producción de acero. A partir de 1941 los tres Ejércitos empezaron a acusar los efectos de la escasez. La asignación para la marina mercante, que se había reducido a la mitad a finales de 1939, se había interrumpido del todo en junio de 1940. En total, en todo el año, la marina mercante había recibido 37.000 toneladas en vez de 144.000. Se habían logrado reunir otras 38.000 toneladas de distintas fuentes (incluidas 8.000 toneladas de chatarra importada de Estados Unidos), pero el programa de antes de la guerra iba atrasado. En caso de que se lograra mantener la asignación normal, el Ministerio de Comunicaciones esperaba poder construir 32 buques
mercantes a lo largo de 1941.3 Eso no bastaba para reponer las pérdidas. Arturo Riccardi, jefe del Estado Mayor de la Armada, tan solo disponía de 40 destructores de escolta para proteger su flota de combate y acompañar a los convoyes hasta el norte de África. En mayo de 1941, el ejército estacionado en Libia necesitaba suministros equivalentes a 200 buques al mes a fin de acumular reservas para una ofensiva, pero debido a la escasez de barcos de escolta, la Armada no conseguía llevar hasta allí más de 30 cargueros al mes, el mínimo imprescindible para atender las necesidades del día a día. El programa «mínimo» de Riccardi para 1942 contemplaba la construcción de 8 destructores y 12 barcos torpederos. Para conseguirlos, Riccardi estaba dispuesto a abandonar del todo la construcción de mercantes.4 La escasez de materias primas no era óbice para que los tres Ejércitos presentaran ambiciosos programas de construcción y fabricación. A finales de junio de 1941, la Armada presentó un nuevo programa de construcción naval que requería, además de su habitual asignación anual de 265.000 toneladas de hierro y 5.600 toneladas de cobre, otras 43.250 toneladas de hierro y 3.870 toneladas de cobre, así como cantidades menores de otros metales.5 Esas cifras equivalían a casi una cuarta parte de la producción total de mineral de hierro de aquel año (1.340.000 toneladas) y a la mitad de la producción total de cobre (16.000 toneladas). Todavía estaban por llegar programas de construcción aún mayores e imprescindibles si se pretendía que la Armada tuviera alguna posibilidad de reponer las pérdidas que sufría. La Fuerza Aérea planeaba aumentar la producción mensual desde 300 aviones en junio de 1940 hasta 500 aparatos y 800 motores de aviación al mes en 1941, y hasta 660 aviones y 980 motores de aviación al mes en 1942. Esas cifras, que estaban supeditadas a un aumento del volumen de materias primas procedentes de Alemania, y que probablemente se calculaban para justificar su entrega, resultaron ser desaforadamente optimistas. Italia produjo 292 aviones al mes en 1941 y 235 al mes en 1942.6 También resultaba imposible cumplir los programas excesivamente ambiciosos para duplicar e incluso triplicar la producción de fusiles y de ametralladoras ligeras y medianas entre 1941 y 1942, que a su vez dependían de una redistribución de las limitadas existencias de máquinasherramienta. Estaba previsto que Breda fabricara cada mes 1.500 ametralladoras ligeras M30 —un arma excesivamente complicada que no
gustaba a las tropas— a partir de junio de 1942. Solo logró fabricar 1.100 al mes durante los primeros tres meses de 1943.7 A juicio de las Fuerzas Armadas se trataba de un problema de escasez relativa, que podía resolverse modificando las asignaciones de acero. En realidad era un problema absoluto. La dirección de Fabbriguerra******** estimaba que Estados Unidos, con una producción anual de 80 millones de toneladas de acero a principios de 1940, iba a incrementar esa cifra hasta 91 millones de toneladas a finales de 1941. Italia produjo 2.258.000 toneladas de acero en 1940 y 2.063.000 toneladas en 1941.8 Al igual que su aliado, Mussolini no tenía en cuenta a Estados Unidos. Al anunciar su invasión de la Unión Soviética, Hitler le dijo a Mussolini que a él le daba exactamente igual que Estados Unidos entrara en la guerra o no, pues el país ya había movilizado todas las fuerzas posibles para ayudar a Gran Bretaña. Mussolini se mostró inmediatamente de acuerdo: aunque el presidente Roosevelt les declarara oficialmente la guerra, «no podrá hacernos más daño del que nos ha hecho hasta ahora». Le parecía «dramático» que el destino del mundo anglosajón estuviera en manos de un hombre que había enfermado de poliomielitis con cuarenta años y que era un «conocido alcohólico».9 Cae el África Oriental italiana Cuando en abril de 1940, Mussolini le había dicho al general Claudio Trezzani, recién nombrado jefe del Estado Mayor del ejército del África Oriental italiana, que una vez que comenzara la guerra no iba a recibir ayuda desde Italia, el Duce esperaba que la guerra fuera corta. Cuando cayó Francia, el virrey, Amadeo III, duque de Aosta, pidió permiso para atacar Kassala, en el este de Sudán, uno de los dos objetivos de África oriental mencionados en la directiva de guerra de Mussolini del 31 de marzo. El general Badoglio pensaba que, en una guerra larga, sería casi imposible una intervención de la madrepatria en el África Oriental italiana, salvo por aire o mediante un reabastecimiento desde el mar Rojo a través de países neutrales. Badoglio le advirtió a Mussolini que lo único que podía hacer Italia era organizar las cosas en la región aplicando la máxima economía de medios, aprovechando lo mejor posible los recursos locales, dando prioridad a la seguridad interna, y emprendiendo operaciones más allá de las fronteras del imperio exclusivamente en caso de que sirvieran para
aumentar su «autonomía» o de que produjeran «una mejora real y cierta de la situación interna».10 En vísperas de la guerra, desde Roma se recibió la orden de mantenerse estrictamente a la defensiva hasta nueva orden. Las fuerzas que defendían el África Oriental italiana, que incluían dos divisiones (Granatieri di Savoia y África), parecían sólidas sobre el papel: 75.000 soldados italianos apoyados por 182.000 soldados autóctonos. En realidad, existían graves puntos débiles. Tan solo había 48 carros de combate (cuando, en 1938, el general Gariboldi, a la sazón jefe de Estado Mayor en Addis Abeba, pidió un contingente acorazado y mecanizado, en Roma simplemente «se carcajearon» de él); casi todas las piezas de artillería eran cañones desmontables de pequeño calibre; los escasos vehículos enseguida se deterioraban por culpa de la mala calidad de las carreteras y por la escasez de neumáticos y de combustible; y los «voluntarios» autóctonos, de los que muchos fueron movilizados apresuradamente en 1940, eran en su mayoría hombres mayores de treinta años. Los 183 aviones de ataque en condiciones de volar para defender la colonia eran obsoletos.11 La guerra que estaban a punto de librar estaba totalmente aislada de todo lo que estaba ocurriendo en otras partes del mundo, y no iba a tener ningún efecto en la campaña del norte de África. Casi todos los factores que recientemente habían posibilitado el éxito de la invasión de Abisinia ya carecían de validez. La neutralidad de Gran Bretaña había facilitado aquella campaña. Ahora, la hostilidad británica dejaba al África Oriental italiana a merced de los acontecimientos en el resto del mundo. Los combates comenzaron con algunas escaramuzas a pequeña escala en la frontera con Kenia. La primera ofensiva italiana tuvo lugar el 4 de julio de 1940, cuando sus tropas se apoderaron de Kassala, situada a 30 km al otro lado de la frontera con Sudán, y cortaron la carretera principal de acceso a Eritrea. Después, para impedir la posibilidad de un desembarco británico, y para garantizar que Yibuti (Somalia Francesa) siguiera siendo neutral, el general Guglielmo Nasi se adentró con 35.000 soldados en la Somalia Británica el 3 de agosto. Gracias a su sustancial superioridad en tropas y a su dominio local del aire —el territorio británico estaba defendido por una única batería de artillería ligera y por 4.500 soldados— a Nasi solo le hicieron falta dieciséis días para conquistar la colonia. Mussolini elogió al virrey y al general Nasi, pero entre las apariencias y la realidad había un mundo. Las estimaciones de los italianos cifraban en
11.000 los defensores, de los que 10.000, según ellos, habían sido evacuados desde el puerto de Berbera bajo el fuego artillero italiano, y afirmaban que los británicos habían llevado a cabo lo que posteriormente Nasi calificaba de «un pequeño Dunkerque». Nasi, cuyas tropas habían sido lentas a la hora de perseguir a su enemigo, se consolaba pensando que los británicos habían hecho lo mismo ante las narices de la poderosa Wehrmacht alemana.12 Los ascari autóctonos, que representaban seis séptimas partes de la fuerza de Nasi, luchaban valerosamente, pero carecían de formación y eran temperamentalmente incompatibles con los problemas tácticos complejos. Trezzani culpaba a los oficiales ascari, que tenían graves carencias en materia de cualificación profesional. Cuando se trataba de jugarse la vida, eran admirables, pero en las tareas de reconocimiento, a la hora de contactar con el enemigo, de los preparativos para el fuego, en la coordinación de los movimientos, y en cuestiones parecidas «son casi analfabetos».13 Entonces Badoglio emprendió lo que ha sido calificado como su primer y último intento de una estrategia coordinada en Oriente Medio. Vinculando el inminente avance del mariscal Graziani hacia Egipto, que supondría un trampolín para ataques más profundos, con la ofensiva aérea de los alemanes contra las islas territoriales de Gran Bretaña, que él esperaba que cayera a finales de septiembre o principios de octubre, Badoglio ordenó al príncipe de Aosta que estuviera listo para apoderarse de una zona parachoques en Sudán, y que preparara una ofensiva contra Egipto. A finales de agosto, al retrasarse la victoria de Alemania sobre Inglaterra, ya fuera en el aire o en tierra, la ventana estratégica de Badoglio se había cerrado. Ahora le aconsejaban a Aosta que se hiciera a la idea de que la guerra iba a durar más allá del comienzo del otoño, y que supeditara la planificación a los recursos disponibles, que en su caso eran exiguos. La ofensiva concertada contra Egipto fue a parar a la papelera del Comando Supremo.14 Mientras los italianos debatían sobre lo que había que hacer a continuación, los británicos fueron reforzando sus tropas en Kenia y en Sudán, gracias a que podían contar con los amplios recursos de que disponían en la zona del océano Índico. Las guarniciones italianas de Kassala y Gallabat resistieron a los ataques británicos durante la primera semana de noviembre, en gran parte gracias a la intervención masiva de la aviación. Sin embargo, las perspectivas eran sombrías. La delicada
situación interna, sobre todo en la provincia etíope de Amhara, era «una mecha lenta que podía hacer estallar la mina de una revolución» y facilitar la entrada de fuerzas enemigas en la colonia. Y el asunto era especialmente preocupante porque a todos los efectos no existían defensas antiaéreas contra los bombardeos enemigos. En la colonia escaseaban el armamento y la munición, el caucho y el combustible. En septiembre, Aosta advertía a Roma que si no llegaban esos suministros, lo único que se podía hacer era prolongar la resistencia lo más posible.15 Un mes después, la delegación en El Cairo del Cuartel General de Comunicaciones del Gobierno británico, (GCHQ, más conocido como «Bletchley Park»), logró descifrar los códigos del Comando Supremo, y a partir de ese momento los británicos estuvieron al corriente de todo el tráfico de mensajes entre el virrey y Roma. Y cuando las tropas sudafricanas arrasaron un puesto avanzado italiano en El Wak a mediados de diciembre, los Aliados consiguieron hacerse con más códigos de su enemigo. A finales de 1940, el general Wavell y su Estado Mayor ya tenían en sus manos, casi en tiempo real, las desencriptaciones de los mensajes de los italianos.16 Al finalizar el año, por lo menos un alto mando italiano parecía haberse dado cuenta de que la partida había llegado a su fin. En diciembre de 1940, el general Gustavo Pesenti, comandante del sector de Giuba, limítrofe con Kenia (y que incluía el vital puerto de Kisimaio), sugirió que se iniciaran las conversaciones para un armisticio. Aosta destituyó de inmediato al «loco» y nombró en su lugar al general Carlo De Simone.17 Cuando los británicos dieron por terminada la Operación Compass en el norte de África, en Addis Abeba resultaba evidente que lo más probable era que el enemigo concentrara su poder aéreo y gran parte de sus fuerzas acorazadas contra el África Oriental italiana. Trezzani no tuvo en cuenta la amenaza contra la colonia que podía llegar desde Somalia, debido a las dificultades logísticas, y pensaba que el peligro más grave estaba en el norte.18 Un plan de engaño ideado para hacer creer a los italianos que el ataque principal de los británicos llegaría en forma de desembarcos costeros no logró su cometido. Por el contrario, los italianos concentraron la mayoría de sus fuerzas a lo largo de la frontera con Sudán, suponiendo que el ataque principal sería contra Agordat o contra Gondar. En caso de que se lograra detener ese ataque, también sería posible repeler el temido ataque contra Kisimaio, y, con suerte, la temporada de lluvias acudiría al rescate de los italianos. Si ocurría lo peor, en vez de intentar una retirada gradual hasta un
único reducto central (durante el que con total seguridad las unidades autóctonas de ascari se disolverían), y que tendría que alojar a una población blanca que resultaría imposible alimentar, cada región debía crear su propio reducto, donde debía resistir hasta el final lo mejor que pudiera. El cuartel general de mando se refugiaría en su propio fortín central en Addis Abeba. No todo el mundo parecía convencido. El general Pietro Gazzera, comandante del sector sur, que a juicio de Trezzani estaba exagerando la amenaza en la zona a fin de conseguir más material, propuso crear dos grandes contingentes de tropas, uno en el norte y otro en el sur, y presentar batalla en campo abierto. Gazzera señalaba que ninguna región, ni siquiera la suya, que era la más rica en recursos, podía combatir sola. En el norte, el general Luigi Frusci hizo lo que le parecía mejor. Abandonando la idea de una batalla en la frontera, retiró las guarniciones de Kassala y de Gallabat y se preparó para resistir en el altopiano. Aosta reconfirmó su directiva original e informó a Mussolini del movimiento de Frusci. El Duce autorizó el plan de Frusci. «No olvide», le dijo a Aosta, «que el destino de África lo decidirá lo que ocurra en Europa».19 Mientras la posición de los italianos en el norte de África se tambaleaba al borde del colapso, el SIM alertaba de que probablemente los británicos iban a iniciar su ataque contra el África Oriental italiana a finales de enero o principios de febrero. La ofensiva principal llegaría desde Sudán y Kenia. Al mismo tiempo, los británicos llevarían a cabo una serie de desembarcos como maniobra de diversión en la costa del mar Rojo, en las inmediaciones de Assab (Eritrea) o en Yibuti, desde Adén, a fin de alentar los disturbios internos.20 Dos días después del pronóstico de los servicios de inteligencia, la infantería de Frusci, a pie, emprendió la retirada. El general de división William Platt, al que la maniobra italiana le pilló momentáneamente por sorpresa, envió sus carros de combate, sus automóviles blindados y a su infantería en persecución del enemigo, y en algunos casos los británicos llegaron a adelantar a los italianos en retirada. Kassala, para entonces casi desierta, cayó el 19 de enero de 1941, y Agordat, cuyos defensores se veían casi impotentes ante los blindados británicos, cayó doce días después. Frusci, que organizó combates dilatorios, se retiró a Keren, «una de las mejores posiciones defensivas naturales de las que pudo disponer un comandante durante toda la Segunda Guerra Mundial», y que custodiaba el puerto de Massawa (Eritrea).21 Unas tropas curtidas, relativamente bien
armadas, y bien comandadas por el general Nicolangelo Carnimeo, ofrecieron una enconada resistencia y lograron repeler un primer ataque (213 de febrero), pero tras una pausa en que el cerco se estrechó, el 15 de marzo se libró la última batalla. Con una superioridad aérea incontestable, los bombarderos británicos lanzaron más de 120 toneladas de bombas antes y durante el transcurso de la ofensiva. Keren cayó al cabo de once días de combates. Las bajas entre las tropas italianas ascendieron a aproximadamente 3.000 muertos y 4.500 heridos, y entre los ascari se registraron 9.000 muertos y probablemente el doble de heridos. Las bajas británicas fueron de 536 muertos y 3.229 heridos. A partir de ahí, Asmara y Massawa cayeron rápidamente. En el sur, el ataque del general sir Alan Cunningham contra la Somalia Italiana comenzó el 11 de febrero. Kisimaio fue abandonada ese mismo día, y las fuerzas nigerianas tomaron la localidad tres días después, capturando de paso una valiosa artillería, su correspondiente munición y 900.000 litros de gasolina.22 Las unidades de tropas autóctonas empezaron a desintegrarse. Mogadiscio se tomó sin disparar ni un solo tiro el 25 de febrero, y lo que quedaba de las fuerzas italianas se retiró a Harrar (Etiopía). Entusiasmado por la perspectiva de la llegada de ayuda alemana a Grecia y a Libia, Mussolini estaba convencido de que a los británicos solo les interesaba apoderarse de Massawa y de Mogadiscio a fin de evitar que llegara ayuda a las atribuladas fuerzas de Abisinia. Pensaba que los británicos le cederían el resto de Somalia al emperador Haile Selassie, que había llegado a Jartum a principios de julio y había estado reclutando tropas entre los exiliados etíopes, al tiempo que los británicos le proporcionaban dinero, armas y oficiales. El príncipe de Aosta, que había afirmado que lo único que podían hacer sus fuerzas era parar los ataques del enemigo, y que se enfrentaba a una situación interna cada vez más grave, le dijo a Mussolini que iba a defender Addis Abeba hasta que el enemigo estuviera al alcance táctico de la ciudad, y que entonces se llevaría lo que quedaba de sus fuerzas y lucharía hasta el final en las montañas.23 El 16 de marzo desembarcaron varias unidades del Punjab y tomaron el puerto de Berbera, en el golfo de Adén, ocupado por los italianos, que opusieron escasa resistencia. A continuación, los italianos abandonaron Harrar y Dire Dawa y se adentraron aún más en el interior de Etiopía. A finales de marzo, Italia ya había perdido la totalidad de Eritrea y de Somalia, y con ellas todas sus principales bases logísticas y sus depósitos de
suministros. Los italianos abandonaron Addis Abeba el 6 de abril y se refugiaron en un reducto defensivo de los alrededores de Amba Alagi, en el corazón del país. El reducto también cayó en manos de las tropas indias y sudafricanas el 19 de mayo. Unas pocas unidades irreductibles resistieron en algunos focos de resistencia. El general Gazzera se rindió el 3 de julio. Gondar, en la meseta etíope, donde el general Nasi resistió otros cuatro meses, fue la última en caer. Italia y el mundo les estaban mirando, dijo Nasi a sus oficiales, y su resistencia tendría un gran valor moral en un mundo hostil que siempre había menospreciado al soldado italiano.24 El 27 de noviembre, tras un combate breve pero encarnizado, Nasi se rindió, y así se apagaban los últimos rescoldos de la resistencia de los italianos en África Oriental. La campaña de África Oriental le costó a los italianos 3.896 muertos, 6.432 heridos y 45.857 desaparecidos o prisioneros de guerra.25 Posteriormente los italianos achacaron la derrota a la defección de los ascari, a la enorme superioridad material del enemigo, y a que los británicos inundaron el mercado abisinio con divisa local, lo que había reducido el valor de la lira. Sobre el terreno, una infantería mal equipada se había visto desbordada por la acción combinada del poder aéreo, de la artillería y de los blindados. Con 336.000 hombres y muy poco más, los generales de la colonia tuvieron que enfrentarse a una fuerza enemiga de 254.000 soldados mejor armados y equipados, y bien comandados, aunque tal vez habrían podido ponerle las cosas más difíciles a su enemigo.26 Ya desde antes de que la campaña concluyera del todo, comenzó la planificación de los italianos para reconquistar la colonia perdida, lo que, según el general Guzzoni, requería quince divisiones, cinco de ellas procedentes del «Ejército de Egipto» que supuestamente llegaría hasta el Nilo, y otras diez divisiones nuevas llegadas desde Italia. Dado que en 1941 toda la producción de camiones se destinaba al ejército del norte de África, el «Ejército de África» no habría podido estar listo hasta finales del otoño de 1942, pero, como le advirtió a Guzzoni su Estado Mayor, podría retrasarse aún más debido a las nuevas obligaciones de las Fuerzas Armadas en la Unión Soviética.27 Malta y la estrategia naval
Antes de que comenzara la guerra en Europa, la Armada quiso que la Fuerza Aérea la ayudara a asegurar el control del Mediterráneo central por el procedimiento de dejar inservible la isla de Malta y el puerto francés de Bizerta, en Túnez, para cualquier fuerza naval de consideración. El general Pricolo, jefe del Estado Mayor del Aire, confiaba en disponer de suficientes bombarderos, cazas y aviones de ataque terrestre en Libia, Sicilia y Cerdeña para lograrlo.28 En junio de 1940, la Armada estudió la misión de conquistar Malta y llegó a la conclusión de que primero habría que debilitarla mediante una prolongada campaña de ataques aéreos y un bloqueo submarino, para después llevar a cabo un desembarco de por lo menos 20.000 hombres, ayudados por fuerzas paracaidistas. La Armada bombardearía las defensas —pero sin poner en riesgo sus dos acorazados de la clase Littorio— aunque tenía dudas de si podría neutralizar las más de ochenta baterías de cañones, en su mayoría ubicadas en cuevas. Los jefes de la Armada concluyeron que sería una empresa muy ardua. Afortunadamente, sin embargo, hacía algún tiempo que los británicos habían renunciado a utilizar la isla como una base operativa principal, ya que preferían Gibraltar y Alejandría. Por consiguiente, la amenaza que suponía Malta para las comunicaciones marítimas y las bases italianas se consideraba «de una importancia secundaria».29 Y así era, por el momento. Entre junio y diciembre de 1940, Italia envió 304.467 toneladas de suministros al norte de África y tan solo perdió el 2,3 por ciento de la carga.30 El 7 de febrero de 1941, cuando en Roma se supo que la Fuerza H, con los acorazados Malaya y Renown, y el portaaviones Ark Royal, se habían hecho a la mar —supuestamente para escoltar otro convoy con destino a Malta— el Vittorio Veneto, el Andrea Doria y el Giulio Cesare zarparon de La Spezia, y navegaron a lo largo de la costa occidental de Córcega para ir en su busca. En realidad, el almirante Somerville se encontraba frente a Génova. Al día siguiente, los buques británicos bombardearon la ciudad, hundiendo cuatro cargueros, causando daños en otros dieciocho, y matando a 144 personas. El almirante Iachino, comandante en jefe de la flota de combate, ordenó virar al norte para intentar cortarle la retirada al enemigo, pero la combinación del mal tiempo y de un deficiente reconocimiento aéreo le privaron de la posibilidad de medir sus fuerzas con las del enemigo. Después, la Armada se quejaba de que si la aviación hubiera hecho bien su trabajo, con toda seguridad la flota de combate se habría
enfrentado con el enemigo en unas condiciones de clara superioridad. Poco después quedó bien claro cómo le habría ido a la Armada de haber sido así. Mientras tanto, Pricolo averiguó que los grupos de bombarderos y cazas, que tendrían que haber estado perfectamente preparados para actuar rápidamente, en realidad no lo estaban, a pesar de que recibieron una alerta temprana. Si volvía a ocurrir algo así, le dijo Pricolo a sus mandos superiores, «no dudaré en considerarles directamente responsables y en relevarles de sus funciones».31 Daba la impresión de que la Armada tenía por lo menos su parte de razón. Malta estaba en la agenda cuando el almirante Riccardi se reunió con el Grossadmiral Erich Raeder, capitán general de la Kriegsmarine (Marina de Guerra alemana), en Merano (Trentino-Alto Adigio) los días 13 y 14 de febrero de 1941, para concertar la estrategia naval del Eje en el Mediterráneo. La Armada italiana pensaba que lo tenía todo en contra. El equilibrio estratégico había cambiado ahora que los británicos se encontraban en Creta, que habían guarnecido en octubre de 1940, y en Grecia, donde las tropas británicas empezaron a llegar el 2 de marzo de 1941. Ahora el enemigo controlaba todos los accesos al Mediterráneo, tenía en sus manos las cuencas oriental y occidental, y también podían controlar el crucial Mediterráneo central. Se había perdido la base naval de Tobruk, y muy pronto también se perdería el puerto de Bengasi. Entonces el enemigo podría ocupar Tripolitania. El Estado Mayor de la Armada, al que se le acumulaban los fantasmas, contemplaba la posibilidad de que el enemigo conquistara toda Libia, de que la Armada francesa fuera en su ayuda, y vislumbraba las nuevas y graves amenazas que se estaban desarrollando en el golfo de Génova y en el mar Tirreno, lo que obligaría a retirar del canal de Sicilia sus ya mermadas fuerzas de escolta. Superada en número —según sus cálculos, entre sus distintas flotas del Mediterráneo los británicos contaban con seis acorazados, cuatro portaaviones, diecisiete cruceros y cuarenta y siete destructores— la flota de guerra italiana no tenía objetivos claros en lo relativo a las principales rutas del tráfico marítimo, a diferencia de su enemigo, y tan solo podía actuar cuando conociera con seguridad la posición, la fuerza y los movimientos del enemigo, «que en el estado actual de las cosas es imposible de obtener».32 Los buques británicos que navegaban rodeando el cabo de Buena Esperanza, o desde las numerosas bases africanas, estaban totalmente fuera de su alcance.
Riccardi llegó a Merano con una lista de la compra. Quería cañones antiaéreos, cincuenta hidroaviones de largo alcance, y sobre todo combustible. Riccardi le dijo a Raeder que si Italia no recibía más fuel oil de Rumanía, su flota no tendría más remedio que suspender toda su actividad de superficie a partir de junio, momento en que sus reservas se reducirían a 52.000 toneladas. Los alemanes querían más acción, y Riccardi tuvo que escuchar lo que posteriormente describía como una lección en educación naval, cuando el contraalmirante Kurt Fricke le explicó detalladamente los éxitos que estaba cosechando la Reichsmarine por el procedimiento de actuar ofensivamente donde y cuando fuera posible. De aquellas conversaciones no surgió nada sustancial. Ambas partes refirmaron la absoluta necesidad de mantener a Malta bajo un ataque constante, y los alemanes disuadieron a los italianos de lanzar por sorpresa una ofensiva contra Córcega, que, como señaló el contraalmirante Fricke, formaba parte de la Francia no ocupada, y por consiguiente estaba fuera de juego. Sin embargo, los alemanes sí lograron incorporar a su jefe del mando de enlace naval en el Estado Mayor de la Supermarina, con la esperanza de que los italianos adoptaran los conceptos operativos de Alemania. El vicealmirante Eberhard Weichold se mostraba escéptico. Todas las acciones de la flota italiana estaban enteramente concebidas desde un punto de vista defensivo, informaba a Berlín un mes más tarde.33 El almirante Iachino buscaba algún tipo de acción, y sugirió atacar desde Bengasi a los convoyes que abastecían a las fuerzas británicas que ahora combatían en Grecia (Operación Lustre). Riccardi, que al principio se negaba, finalmente accedió a regañadientes, siempre y cuando la Luftwaffe y la Regia Aeronautica prestaran «apoyo exploratorio, defensivo y ofensivo sobre el terreno». Ese apoyo no llegó: las unidades aéreas italianas con base en Rodas, que supuestamente debían ofrecer la mayor parte de la cobertura aérea, nunca llegaron a despegar, supuestamente por culpa de las adversas condiciones meteorológicas. Después, en el primero de una serie de fallos de los servicios de inteligencia, Weichold informó erróneamente a los italianos de que el portaaviones Formidable había abandonado el Mediterráneo oriental, aunque no era cierto, y que los alemanes habían causado daños en dos acorazados británicos fondeados en Alejandría, cosa que no habían hecho, de modo que el único buque en condiciones de combatir que quedaba era el Valiant. Bajo la presión de Alemania, y con intención de darle a la flota de combate de Iachino la acción que deseaba, la
Supermarina también ansiaba «darle al mundo la impresión de que Inglaterra no nos había arrebatado la iniciativa en las zonas alejadas de nuestras bases».34 Iachino se hizo a la mar con el Vittorio Veneto, ocho cruceros y catorce destructores la noche del 27 de marzo de 1941 sin sospechar que las desencriptaciones de los mensajes codificados con el sistema de cifrado Enigma alemán habían informado por anticipado al almirante Cunningham de muchos detalles cruciales, incluida la fecha exacta de la operación.35 Cunningham dio orden de que el convoy se detuviera, y envió una división de destructores por delante de su flota de combate. La batalla del Cabo Matapán (Grecia), que duró, con interrupciones, todo el día, empezó a las 8.12 de la mañana del 28 de marzo de 1941, cuando la 3.ª División de cruceros del vicealmirante Luigi Sansonetti atacó a un grupo de ocho cruceros y destructores enemigos que habían sido avistados por un avión italiano a las 6.35. Tras un breve enfrentamiento, Sansonetti se retiró, a fin de atraer a los buques británicos hacia la principal flota de combate italiana. A las 10.56, el Vittorio Veneto abrió fuego contra la formación enemiga. A lo largo de los veinte minutos siguientes, los cruceros italianos dispararon 542 proyectiles desde sus baterías de 203 mm, y el Vittorio Veneto disparó 94 proyectiles con sus cañones de 381 mm. Ninguno de ellos dio en el blanco. Ante la amenaza de un ataque con aviones torpederos, Iachino suspendió el combate —y veinte minutos después le informaron de que no iba a poder contar con el prometido apoyo aéreo desde Rodas—. Al final aparecieron veinte cazas alemanes. Después hubo una serie de ataques aéreos de los británicos a lo largo de la tarde. Uno de esos ataques causó daños en el Vittorio Veneto, lo que obligó a Iachino a reunir a su alrededor sus cruceros y destructores. Al anochecer, otro ataque inmovilizó el crucero Pola. Iachino, inducido al error por los informes que afirmaban que la flota de guerra británica se encontraba por lo menos veinte millas más lejos de lo que estaba en realidad, ordenó al vicealmirante Carlo Cattaneo que reuniera al resto de su 1.ª División de cruceros y acudiera al rescate del Pola. Aquella flota se topó frontalmente con los tres acorazados de Cunningham, y quedó destrozada al cabo de cuatro minutos y medio. Cuando terminó aquella larga noche, la flota de combate italiana había perdido tres cruceros (el Fiume, el Zara y el Pola), dos destructores (el Vittorio Alfieri y el Carducci), y 2.200 hombres, incluido el vicealmirante Cattaneo, al que durante mucho tiempo se culpó de la derrota y se le acusó injustamente de
desobedecer sus órdenes al acudir a socorrer al Pola.36 La batalla dejó al Vittorio Veneto fuera de combate hasta agosto de 1941. Cuatro meses más tarde, el acorazado volvió a quedar fuera de servicio tras ser torpedeado por un submarino británico el 14 de diciembre de 1941, y no volvería a estar en condiciones de hacerse a la mar hasta junio de 1942. La batalla también le dejó claro por primera vez a los italianos que los buques de guerra británicos estaban utilizando el radar, y que gracias a él habían podido seguir atacando durante las horas de oscuridad. Una semana después de su regreso a Roma, Cavallero convocó al jefe de la Fuerza Aérea para debatir cómo destruir la flota británica en el Mediterráneo. Al día siguiente se enviaron nuevas directrices a los jefes de la Regia Marina y de la Regia Aeronautica para que estudiaran la posibilidad de una «acción aeronaval masiva» contra la flota británica. Los mandos de la Armada, que estaban realizando un gran esfuerzo para proteger los convoyes con destino a Libia, que eran plenamente conscientes de las dificultades que entrañaba improvisar una ofensiva, y que sin duda estaban conmocionados por el desastre de Matapán, no se mostraron precisamente entusiastas. Aparte de Malta, no había ningún otro objetivo evidente al que atacar; la inferioridad numérica de la Armada significaba que tan solo podía provocar al enemigo para que presentara batalla en condiciones de superioridad local; y la experiencia de un año de guerra venía a demostrar que las fuerzas navales no podían combatir más allá de los 180 kilómetros, el máximo radio de alcance del poder aéreo con base en tierra. Mussolini quería acción, de modo que el 14 de junio Cavallero ordenó a los jefes de los Estados Mayores de la Armada y del Aire, como asunto de la máxima urgencia, que prepararan las bases pertinentes, que desplegaran sus fuerzas para que pudieran utilizarse contra los pequeños grupos de buques británicos con la debida cobertura aérea, y que llevaran a cabo lo más rápidamente posible los ejercicios necesarios para garantizar una eficaz coordinación aire-mar.37 A partir de ahí arrancó la planificación operativa, pero a un ritmo tan pausado que al cabo de dos meses Cavallero tuvo que enviarle a Riccardi una orden para que se pusiera de acuerdo con Pricolo y elaboraran un plan definitivo. A los almirantes de los acorazados les atormentaban las oportunidades perdidas. No habían podido interceptar tres convoyes con rumbo a Malta (Operación Tiger) a principios de mayo, a raíz de lo cual Iachino se quejó ante Riccardi de que si la Armada brillaba por su ausencia
cada vez que el enemigo intentaba pasar por el canal de Sicilia, la gente diría que la Regia Marina ya ni siquiera era capaz de cumplir con su tarea en el Mediterráneo central, y que debía reservarse exclusivamente para misiones de protección a los convoyes.38 Iachino, que era plenamente consciente del coste que suponía no disponer de portaaviones como su adversario, quería formar «auténticos» destacamentos de aviación para que empezaran a practicar la acción simultánea y combinada de buques y aviones. Un mes después, Iachino seguía quejándose de que no se estaba haciendo nada al respecto.39 El 15 de junio, los almirantes sorprendieron a un convoy enemigo (Operación Harpoon), hundieron tres cargueros y un petrolero gracias a la acción combinada desde el aire y en superficie, y cosecharon la que ha sido calificada como «la única victoria naval italiana con una flota de superficie del tamaño de un escuadrón en toda la guerra», pero después se les escapó otro convoy (Operación Substance) a finales de julio.40 Posteriormente los servicios de inteligencia informaron de que un convoy británico había zarpado de Gibraltar y de que por lo menos parte de la flota mediterránea de Alejandría también se había hecho a la mar. Los jefes de la Armada y de la Fuerza Aérea se reunieron el 22 de agosto para orquestar la ofensiva. Debía tener lugar dentro del radio de acción de la cobertura aérea de los cazas italianos: la Regia Aeronautica tenía 25 aviones preparados en Cerdeña y en Sicilia, y 39 torpedos. El Littorio, que había vuelto a entrar en servicio en marzo tras el ataque contra Tarento, y el Vittorio Veneto debían acudir al mar Tirreno central apoyados por cuatro cruceros pesados y veintitrés destructores. Cavallero, que estaba empeñado en hacer que el Mediterráneo fuera inaccesible para el enemigo «con todos los medios a nuestra disposición», le comunicó a Mussolini el plan el 23 de agosto en la localidad de Riccione (Romaña), justo antes de viajar con el Duce hasta Rastenburg para reunirse con Hitler.41 Iachino se hizo a la mar ese mismo día, desplegó su flota entre Sicilia y Cerdeña, y por primera vez pudo comunicarse directamente por radio con la Regia Aeronautica. Pero en aquella ocasión no apareció ningún convoy. La fuerza H, que había zarpado de Gibraltar, había estado protegiendo las tareas un buque minador frente a la costa de Livorno, y tres días después regresaba a su base. Después Iachino dijo que el ejercicio frustrado había sido de un incalculable valor para la moral y para poner a prueba las comunicaciones con la Fuerza Aérea. De lo que no cabe duda es de que la misión contribuyó a mermar
aún más las reservas de fuel oil de la Armada, que iban agotándose rápidamente. Los días 26 y 27 de septiembre Iachino volvió a intentarlo, esta vez sin saber que su objetivo, un convoy rápido, iba escoltado por tres acorazados británicos, pero las dos flotas no llegaron a avistarse mutuamente. A pesar de su falta de éxito en combate, con su mera existencia la flota de guerra italiana estaba cumpliendo una tarea estratégica. En abril de 1941, los planificadores de la Royal Navy calcularon que necesitaban mantener cinco acorazados, dos portaaviones y doce cruceros en Alejandría y en Gibraltar para neutralizar la flota de guerra italiana, y en otoño renunciaron a un plan para invadir Sicilia debido a su presencia.42 Sin embargo, Iachino solo podía tener alguna esperanza de modificar el rumbo de la guerra naval en el Mediterráneo en caso de que los británicos se vieran obligados, por motivos que estaban fuera del control de los italianos, a retirar numerosas unidades y reducir así ese desequilibrio de fuerzas. Rommel llega al norte de África Erwin Rommel llegó a Trípoli el 12 de febrero de 1941, decidido a poner a prueba lo que muy pronto descubrió que eran unas defensas británicas débiles en Cirenaica, primero apoderándose de El Algheila y después organizando una gran ofensiva a principios del verano con la que pretendía reconquistar Cirenaica, para después proseguir hacia Egipto y llegar al Canal de Suez. La tarea más inmediata del general Gariboldi consistía en ganar tres o cuatro semanas para permitir la llegada por mar de los blindados italianos y alemanes. A Gariboldi, que era consciente de que su infantería, «estática y sin el armamento necesario», estaba a merced de un enemigo mecanizado —que supuestamente contaba con dos divisiones acorazadas y siete u ocho divisiones motorizadas— le aseguraron que se iban a reconstruir sus cinco divisiones de infantería, que se iba a reequipar la División Acorazada Ariete, y que le iban a enviar la División Motorizada Trento y otras dos divisiones más. A juicio de los italianos, en septiembre resultaría posible lanzar una ofensiva.43 En Roma, el temperamento «dinámico y audaz» de Rommel causaba gran alarma. Hasta que no se completara la 5.ª División Ligera, y hasta que la 15.ª División Pánzer y la División Acorazada Ariete no alcanzaran su dotación completa, cualquier ofensiva podía hacerle el juego al enemigo. La
presencia de tropas alemanas en el norte de África, y su inminente llegada a Grecia, intranquilizaba claramente a los italianos. Daba la impresión de que el siguiente movimiento de su aliado iba a ser invadir Palestina y Siria, lo que concedería a Alemania, en vez de a Italia, el control de los «goznes» de tres continentes. Esa posibilidad hacía aún más necesario que las fuerzas italianas en el norte de África primero reconquistaran Cirenaica y después avanzaran hacia el este.44 Por el momento, Roma decidió «echar un poco de agua al fuego». El SIM debía calcular los recursos que iban a estar disponibles a principios de mayo, lo que le concedía un mes de plazo a los atacantes antes del inicio de la temporada tórrida, ya que a partir de ese momento habría que suspenderlo todo hasta septiembre. La operación favorita era reconquistar Bengasi. Era preciso evitar un fracaso a toda costa.45 Rommel voló a Berlín. Allí, debido a la inminencia de la Operación Barbarroja, le dijeron que por el momento no le podían enviar más refuerzos. Cuando llegara la 15.ª División Pánzer a finales de mayo, podría atacar los puestos avanzados británicos en Agedabia, e incluso reconquistar Bengasi, pero nada más. A su regreso a Trípoli, Rommel le dijo a Gariboldi que Berlín había aceptado sus planes para una ofensiva mucho más ambiciosa. Su reconquista relámpago de Cirenaica, utilizando la 5.ª División Ligera, la División Ariete, y otras tres divisiones italianas de infantería, comenzó con la toma de El Algheila el 24 de marzo de 1941. En Roma, la consigna era «cautela», y desde allí le recordaron a Gariboldi que su primera obligación era asegurarse de que el despliegue de sus fuerzas era «seguramente sólido».46 La invasión de Yugoslavia y Grecia por Alemania el 6 de abril, y un golpe de Estado proalemán frustrado en Irak, le brindaron una baza inesperada a Rommel, al tiempo que el general Wavell sacaba tropas del teatro. Una tras otra, Agedabia, Bengasi, Bardia y Sollum cayeron en manos del Eje, y el 11 de abril las tropas de Rommel sitiaron Tobruk. Cuatro días, después Rommel llegaba a la frontera con Egipto. Guzzoni, convencido de que las fuerzas del Eje prácticamente habían llegado lo más lejos que podían, intentó persuadir a Mussolini de que firmara una directiva para decirle a Gariboldi que sería «muy peligroso» avanzar más allá de Sollum hasta que no hubiera una «preparación suficiente».47 Con Cirenaica de nuevo en manos del Eje, Rommel optó por una defensa ofensiva de la frontera con Egipto, y empezó a aporrear las defensas de
Tobruk, que mientras tanto se habían reforzado. Cuando fracasó su primer intento de tomar la fortaleza (14-17 de abril de 1941), Rommel achacó su falta de éxito «sobre todo a la mala calidad de la instrucción y del armamento de los italianos». Cuando, dos días después, una incursión ofensiva de la guarnición de Tobruk tuvo un inesperado éxito localizado, Rommel estalló. Una vez más, había sido culpa de los italianos. Se habían dado «desagradables casos de indisciplina en combate y [falta de] una fuerte resistencia». Si aquello volvía a ocurrir, Rommel no vacilaría en llevar a los soldados, a los oficiales y a sus comandantes ante un tribunal militar. Gariboldi indagó lo ocurrido aquella noche y no tuvo más remedio que decirle a sus comandantes de división que efectivamente las acusaciones de Rommel eran fundadas. Gariboldi le dijo a sus generales que su misión era restablecer la moral y poner a sus unidades en las mejores condiciones para cumplir con su obligación.48 Más o menos al mismo tiempo, a Mussolini le informaron de que la moral del ejército era buena en general, aunque en el caso de la tropa era «más por disciplina que por entusiasmo guerrero».49 Con Rommel en marcha, en Roma los planificadores oteaban el futuro. Las operaciones en Egipto requerían diez divisiones, tres o cuatro de ellas acorazadas, y el resto motorizadas. Una vez que llegaran al Delta, el Ejército tenía que afrontar la reconquista del África Oriental italiana. Ello requeriría otras diez divisiones de refresco, todas ellas «debidamente equipadas».50 La idea de utilizar Egipto como trampolín para reconquistar el África Oriental italiana carecía de sentido, sobre todo debido a la escasez de vehículos para satisfacer siquiera las necesidades existentes. Incluso Mussolini, que hablaba de Etiopía como «la Perla del Régimen», tuvo que reconocer los riesgos y las dificultades que entrañaba intentar reconquistarla.51 Como objetivo militar tenía un escaso o nulo valor estratégico mientras no se lograra derrotar a Gran Bretaña en el norte de África —pero sin duda Mussolini querría recuperarla algún día—. De modo que el Estado Mayor de Roma elaboró planes para una ambiciosa operación en tres fases que debía comenzar a finales de septiembre de 1941 y que duraría hasta finales de diciembre. Primero habría que avanzar hasta Marsa Matruh, el esquivo objetivo del año anterior, siempre y cuando Tobruk ya hubiera sido destruida o conquistada, y después hasta El Alamein, para finalmente llegar hasta el Nilo. Eso requería enviar desde Italia otras cinco divisiones, entre ellas las Divisiones Mecanizadas Littorio, Trieste y Frecce,
en sucesivas fases.52 Aunque seguía habiendo problemas para encontrar los medios de transporte requeridos, reunir todo lo necesario ahora resultaba más fácil porque a raíz de la derrota de Grecia podían enviarse todos los medios disponibles al norte de África.53 Pero pocos días después, Mussolini decidió que el Ejército también iba a ir a la Unión Soviética. A finales de mayo el general Gastone Gambara llegó al norte de África para asumir el puesto de jefe de Estado Mayor de Gariboldi, y encontró abundantes motivos de queja. Se había delegado demasiada autoridad en Rommel, cuyo último ataque contra Tobruk, efectuado «un tanto a la ligera», había ocasionado muchas bajas, pero no había tenido un efecto significativo en las defensas. «Volcánico, agitado, siempre en movimiento», el general alemán era propenso a dar órdenes sobre el terreno desde su vehículo de mando que contradecían las que había dado anteriormente. La moral entre los soldados italianos era «muy alta». No obstante, orgánicamente las cosas estaban muy mal. Las tres divisiones italianas de la línea del frente (Ariete, Trento y Brescia) habían quedado reducidas al mínimo, los carros de combate M13 no superaban los 8 km/h porque sus motores diésel no tenían potencia suficiente, y había una gran escasez de piezas de repuesto. Ahora que los alemanes habían conquistado Creta, y que aparentemente las cosas iban bien para el Eje en Irak y en Siria, el consejo de Gambara era renunciar a conquistar Tobruk, reconstruir las divisiones Ariete y Trento, enviar desde Italia la División Trieste y los miles de camiones que se habían pedido, y, en el plazo de entre cuatro y seis semanas, estar preparados para lanzar un poderosos cuerpo de ejército italiano contra el Nilo junto con los alemanes.54 Después, tras un intento fallido de los británicos de tomar el paso de Halfaya y atacar Sollum el 15 de junio (Operación Battleaxe), las actividades se detuvieron. El 17 de mayo de 1941 Cavallero regresó a Roma y solicitó de inmediato más poderes. El simple hecho de poder «coordinar» a los jefes de los tres Ejércitos equivalía prácticamente a nada, le dijo a Mussolini. Aunque fueran subordinados suyos, los tres eran también subsecretarios de Estado, es decir no solo independientes de él, sino de mayor rango. Además, tenían acceso directo a Mussolini. Cavallero quería tener plena autoridad sobre ellos. Mussolini accedió de inmediato, pero los nuevos poderes que le otorgó a Cavallero eran más apariencia que realidad. Cavallero no podía dar órdenes a los jefes de Estado Mayor, solo podía trasladarles las directivas del Duce. Aunque oficialmente ahora estaban por debajo de él en el
organigrama, los jefes de la Armada y de la Fuerza Aérea seguían teniendo acceso directo a Mussolini, y en cualquier caso el Duce podía convocarles cuando quisiera.55 La enérgica reorganización de Cavallero alarmó al Ministerio del Aire, que temía que el jefe del Estado Mayor Conjunto pretendiera reorganizar también su departamento, pero Cavallero les dejó más o menos que se las arreglaran solos. Sí metió en vereda al Ministerio de la Guerra, que a su juicio había sido un «Estado Mayor clandestino», relevó a su subsecretario, el general Antonio Sorice, por un hombre de su confianza, el general Antonio Scuero. Para asegurarse de que él ocupaba el vértice de la nueva pirámide, Cavallero prescindió del cargo de subjefe del Estado Mayor, y con él de Guzzoni. Como jefe del Comando Supremo, un título que decidió sustituir por el que había heredado de Badoglio, menos rimbombante, Cavallero también asumió el control del Servicio de Inteligencia Militar (SIM), que hasta entonces dependía del Ministerio de la Guerra. «Tengo que estar informado de todo», le dijo al jefe del SIM.56 Dos semanas después de asumir su nuevo cargo, Cavallero viajó con Ciano, ministro de Asuntos Exteriores, hasta el paso del Brennero, y el 2 de junio se reunió con su homólogo alemán, el mariscal de campo Keitel. Tras un breve repaso de la situación estratégica, que tuvo en cuenta a Irak, Siria y Chipre, los dos jefes se centraron en Libia. Cavallero planteó la cuestión de abastecer Libia a través del puerto francés de Bizerta (Túnez). Keitel estaba de acuerdo en que el puerto era una «necesidad esencial», pero dejó claro que Alemania no iba a ponerle una pistola en la cabeza a Francia para tener acceso a Bizerta. Por otro lado, Keitel le prometió a Cavallero artillería pesada y obuses para bombardear Tobruk, y sugirió que dos divisiones pánzer, más las Divisiones Ariete y Trento cuando alcanzaran su dotación completa, y dos o tres divisiones motorizadas, eran «el mínimo indispensable» para lanzar la ofensiva contra el Canal de Suez. Cavallero se comprometió a enviar la División Acorazada Littorio (que en realidad no llegó hasta 1942) junto con la División Motorizada Trieste y la División Autotransportada Pavía, junto con 14.000 vehículos. Lo que necesitaba con mayor urgencia era un plan de transporte, que podía llevarse a cabo utilizando las instalaciones de Bizerta. La cuestión se dejó flotando en el aire. Al final de la reunión, Cavallero mostró su ya habitual lista de deseos: carburante —«A finales de junio ya no podremos navegar»—; carbón —las industrias italianas estaban «paralizadas» por su falta—, y caucho —«un
problema absolutamente vital»—. Efectivamente, las reservas de carbón habían disminuido ligeramente durante la primera mitad de 1941, y en junio los ferrocarriles italianos disponían de 1.100.533 toneladas, que según las estimaciones podían durar tres meses. Las reservas de combustible de la Armada iban disminuyendo rápidamente —de 754.700 toneladas en enero a 280.200 en junio—. En diciembre de 1941, la Armada tan solo disponía de 53.300 toneladas de carburante en sus depósitos —menos de lo que se consumía como media durante un mes—.57 Los alemanes le aseguraron a Cavallero que se estaban haciendo grandes esfuerzos por restablecer los envíos de carbón —interrumpidos a consecuencia de la guerra en los Balcanes— a su anterior nivel de un millón de toneladas al mes, y que Italia iba a recibir todo el carburante que necesitara desde Rumanía. El caucho resultaba más problemático: «Todo depende de lo que podamos conseguir de Japón», fue la respuesta de Keitel.58 Hitler tenía nuevas ideas sobre la conducción de la guerra en el norte de África, y tras la reunión del paso del Brennero se las trasladó al Comando Supremo en Roma. La caída de Tobruk era la condición previa esencial para la ofensiva contra Alejandría. Los suministros eran de suma importancia: la munición, los víveres, el combustible y las piezas de repuesto, debían enviarse vía Bengasi y Derna, mientras que los refuerzos, la artillería y los vehículos debían ir vía Trípoli y Bizerta.59 La limitada capacidad de los puertos, la escasez de cañones antiaéreos, y la vulnerabilidad de los buques en puerto a los ataques desde el aire provocaban que la Armada italiana solo fuera capaz de transportar lo suficiente para las necesidades cotidianas de los dos ejércitos y de la población civil. Para preparar la ofensiva que estaban ideando los planificadores, el Ejército necesitaba 97.000 hombres y 9.800 vehículos más, que había que enviar al norte de África antes del 1 de septiembre. La Armada calculaba que alternando convoyes de cuatro y de seis barcos cada cuatro días, en cuatro meses lograría transportar todas las tropas y los vehículos que necesitaba el Ejército.60 El Comando Supremo estimaba que con ocho convoyes al mes, y no cinco como hasta entonces, la tarea podía realizarse en trece meses, y en caso de que fueran doce convoyes al mes, podría hacerse en seis.61 El plan de la Armada estiraba los recursos de transporte marítimo casi hasta el límite. Utilizaba más o menos constantemente los 31 cargueros requisados para el norte de África, y los cinco buques rápidos de transporte de tropas tenían que ir y venir de una costa a la otra casi sin parar. Para
colmo, cuando se examinó detalladamente el plan, la Armada afirmó que a menos que se mejoraran las instalaciones de descarga, solo podía enviar cuatro convoyes al mes, no cinco.62 Había una forma de sortear el problema: utilizar los puertos de Bizerta y de Túnez capital, con lo que se reducía a la mitad la distancia que tenían que recorrer los convoyes y se duplicaba la carga que se podía enviar, posibilitando así el traslado de seis divisiones para el mes de septiembre.63 Bizerta siguió siendo una quimera de los italianos casi hasta el final, pero Hitler nunca estuvo dispuesto a violentar a la Francia de Vichy ni a hacer concesiones para que Italia tuviera pleno acceso al puerto. Con la partida del X Fliegerkorps alemán con destino a la inminente campaña de la Unión Soviética a finales de mayo, también aumentaron los problemas de la Regia Aeronautica, que se quedó sola en la tarea de proteger los convoyes. Tan solo podía llevarlo a cabo durante el día, y solo era capaz de prestar cobertura de sus cazas hasta una distancia máxima de 100 millas de tierra firme. Se utilizaban hasta 100 aviones cada día, y eso, alertaba Pricolo, podía provocar un rápido desgaste del material, lo que en el futuro le imposibilitaría prestar el mismo nivel de protección a los convoyes. Su solución fue reprogramar los horarios y los itinerarios de los convoyes.64 En el norte de África, el general Ajmone Cat, al mando de la 5ª Squadra Aerea, se quejaba de la escasa colaboración de los alemanes. Cuando estos pedían ayuda de los italianos, la recibían, pero cuando a su vez los italianos se la pedían a ellos, casi siempre les respondían con evasivas o directamente se la negaban. Ajmone Cat quería un sistema de mando eficaz, que repartiera las tareas de acuerdo con las capacidades. Los Messerschmitt Bf-110, con su gran radio de acción y su velocidad, podían realizar tareas de reconocimiento diurno, de escolta a grandes distancias, y de ataque contra los carros de combate, mientras que los Ju-87 podían atacar a los tanques, y los Ju-88 podían llevar a cabo bombardeos diurnos de larga distancia. Los Savoia Marchetti-79 italianos podían encargarse del reconocimiento aéreo tierra adentro y mar adentro.65 Era una idea lógica, pero que obedecía más que nada a los puntos débiles de Italia. Gariboldi quería los refuerzos prometidos, sobre todo los vehículos, lo antes posible. Si el enemigo recibía refuerzos más deprisa que él, las fuerzas del Eje tendrían que abandonar el asedio de Tobruk y replegarse a una línea defensiva que Gariboldi estaba preparando en Ain-el-Gazala.66 Roma necesitaba hacerse una clara idea de la situación sobre el terreno, de
modo que envió a Libia a Mario Roatta, jefe del Estado Mayor del Ejército, para que observara e informara. Lo que se encontró distaba mucho de ser alentador. Gariboldi no se fiaba de Rommel, y a su juicio, si se le liberaba de sus responsabilidades con Tobruk, el general alemán utilizaría sus tropas de la forma que estimara conveniente, y exclusivamente a lo largo de la frontera con Egipto. Se intuían grandiosos planes para avanzar sobre El Cairo y el Canal de Suez, pero eso requería entre trece y quince divisiones acorazadas y motorizadas, cuatro divisiones de infantería, y todo el poder aéreo que había en ese momento en Sicilia, Grecia, Creta y Libia. Al ritmo actual del transporte marítimo, concentrar una fuerza tan enorme no sería posible hasta el otoño de 1942. Por el momento era imposible conquistar Tobruk, y cualquier ofensiva contra Alejandría era una posibilidad remota. Además existía la amenaza inmediata de una ofensiva enemiga. Por consiguiente, ahora lo más importante era la defensa. Gariboldi, que parecía sufrir un complejo de inferioridad respecto a los alemanes, debía ser relevado. Si Gambara no era lo bastante veterano como para ocupar su puesto, había que dárselo a alguien que le diera libertad de acción. Ese hombre era el general Ettore Bastico.67 El 12 de julio Cavallero relevaba a Gariboldi y designaba a Bastico como su sustituto. Las órdenes de Bastico consistían en asegurarse de que las defensas de Cirenaica estuvieran en una posición lo más fuerte posible, en crear una fuerza móvil poderosa, en prepararse para «suprimir» Tobruk, en tomar medidas para defender Tripolitania contra los desembarcos enemigos, en intentar mejorar las instalaciones portuarias, y en seguir organizando las posiciones de retaguardia por si fueran necesarias. Rommel dejó bien clara su opinión sobre las capacidades de combate de su aliado. Las tropas italianas eran buenas en defensa, pero carecían del ímpetu necesario para atacar. Muchas acciones fracasaban debido a la mala coordinación entre la artillería y la infantería. La instrucción militar era deficiente, y las reservas no eran capaces de actuar a tiempo por culpa de la escasez de medios de transporte. Bastico señalaba que lo que le faltaba a sus tropas no era agresividad sino el poder de fuego y los medios de transporte adecuados — tan solo funcionaba el 20 por ciento de los vehículos de la División Trento —. No había forma de ocultar que las tropas, además de estar cansadas, daban claros indicios de malestar, debido al contraste entre «la abundancia de medios de todo tipo de que disponen las unidades alemanas —incluidos los víveres— y la austeridad a la que se veían obligados los italianos».
Básicamente todo dependía del transporte, tanto hacia el norte de África como en la propia región. La Armada y la Fuerza Aérea tenían que hacer más, costara lo que costara.68 En Roma empezaba a cundir una mentalidad defensiva. El entorno estratégico había cambiado, como le señaló Cavallero a Mussolini. Lo que a él le parecía un lento avance en la Unión Soviética, donde la campaña de Alemania estaba en su segunda semana, provocaba que la posibilidad de un ataque conjunto contra Egipto ahora pareciera alejarse en el tiempo. No había indicios de que los franceses fueran a autorizar el uso de Bizerta, y después de perder Siria a manos de los británicos, y ante la intensificación de la propaganda gaullista, la amenaza que suponía la Francia de Vichy para Tripolitania había aumentado.69 Todo ello, sumado a que la artillería pesada prevista para el ataque contra Tobruk ahora estaba en el fondo del mar porque los Aliados habían hundido el convoy que la transportaba, significaba que por el momento no había la mínima posibilidad de dejar fuera de combate a Tobruk ni de atacar a los británicos en Egipto. Los servicios de inteligencia indicaban que era probable un ataque enemigo en septiembre. Ahora la prioridad era decidir y preparar el repliegue a una línea defensiva de retaguardia.70 Cavallero quería que la maniobra se planificara con el pleno consentimiento de Rommel, pero Rommel confiaba en que muy pronto podría disponer de los medios para tomar Tobruk, y confiaba igualmente en ser capaz de contener un ataque enemigo desde el este, o una incursión desde Tobruk por medio de una contramaniobra. Mentalità carrista! («¡Mentalidad tanquista!»), fue la reacción de Cavallero.71 En un primer momento, Cavallero le aseguró a Keitel que la toma de Tobruk era «el objetivo fundamental de nuestra acción en Cirenaica».72 Después se reunió con Bastico y Gambara en Cirenaica para intentar cuadrar algunos círculos en las cuestiones operativas. Había que considerar tanto las posiciones defensivas de Ain-el-Gazala (la opción preferida por Rommel) como la de Derna-El Mechili (la opción de Cavallero). Para evitar el fantasma de que Rommel controlara todas las fuerzas móviles de Cirenaica era preciso formar un cuerpo móvil a partir de las divisiones Trento y Ariete, junto con la División Trieste, cuya llegada estaba prevista para principios de septiembre. Ese cuerpo debía funcionar como una «posición de retaguardia» móvil, que fuera capaz de actuar en todas direcciones y apoyar a la infantería de la línea del frente. Gambara estaría al
mando de la unidad. En cuanto a Tobruk, Cavallero estaba seguro de que los británicos iban a atacar antes de que fuera posible conquistarla. Teniendo en cuenta la situación del transporte, hacían falta por lo menos tres meses para enviar desde Italia las tres divisiones que Rommel y Bastico estaban de acuerdo en que iban a ser necesarias, de modo que las operaciones contra Tobruk no podían empezar hasta enero o febrero de 1942.73 Al día siguiente, el general von Rintelen y el teniente coronel Heggenreiner, oficial alemán de enlace con el Superasi (Alto Mando de África Septentrional) italiano, asumieron las ideas de los italianos. Con todo el mundo de acuerdo, Cavallero opinaba que ahora tenían buenas posibilidades de afrontar lo que pudiera ocurrir en Cirenacia, «aunque las cosas no fueran bien en el frente de Sollum».74 El 25 de agosto, cuando se reunió con Keitel, Cavallero se mostró cauto acerca de lo que Italia podía esperar hacer o no. Keitel, que estaba convencido de que no existía peligro inminente de un ataque británico, quería que se conquistara Tobruk antes de finales de septiembre. Cavallero le dijo que eso no era posible, pero se calló el calendario que él mismo había establecido anteriormente. Cavallero tranquilizó a Keitel diciéndole que se había dado orden de preparar una línea defensiva en Ain-el-Gazala, tal y como él quería, que estaría integrada con la fuerza móvil. ¿Qué debía ser lo siguiente? Keitel pensaba que por el momento resultaba imposible seguir avanzando hacia Suez después de la caída de Tobruk: «Con cada paso adelante, las líneas [de abastecimiento] se alargan y la situación empeora». Ahora todo dependía de la capacidad de los puertos y de la protección de los convoyes. Por el momento no había posibilidad de utilizar el puerto de Bizerta. A Cavallero le habían advertido de que, debido a la distancia entre Trípoli y Bengasi, había que dirigir la mayor cantidad posible de carga hacia Bengasi, Bardia y Derna, y el general italiano le aseguró a Keitel que Italia ya estaba haciendo todo lo posible a ese respecto, y que intentaría hacer todavía más. Cavallero le pidió a Keitel que le prestara algunos cazas durante cuatro o cinco semanas para contribuir a la protección de los convoyes, pero la respuesta fue una negativa rotunda. Sin embargo, los alemanes estaban dispuestos a enviar algunos submarinos al Mediterráneo.75 El almirante Raeder ya lo había propuesto, y el 17 de septiembre Hitler ordenó el envío de seis U-Booten al Mediterráneo (donde al final llegó a haber veintisiete).
En el Mediterráneo hacían falta submarinos alemanes porque los submarinos italianos no tenían un buen desempeño. Entonces y después, se achacaba a la transparencia de las aguas, pero en realidad la causa de los problemas eran, por lo menos en la misma medida, los propios submarinos. Los submarinos italianos se habían construido sobre la base de las lecciones aprendidas en la Primera Guerra Mundial y en la Guerra Civil española: tenían que actuar durante las horas de luz, y disparar sus torpedos estando sumergidos para que evitar que los persiguiera un enemigo capaz de localizarlos por sonar. Sus defectos —entre los que figuraban sus falsas torres, que eran demasiado altas, sus largos periscopios y sus ruidosos motores— contrastaban drásticamente con los barcos alemanes, que eran más veloces en superficie, se sumergían más deprisa, navegaban más silenciosamente, eran más maniobrables, y disparaban torpedos con motores eléctricos, que avanzaban sin producir estela ni burbujas que pudieran delatar su presencia, algo que los italianos reconocieron demasiado tarde.76. En junio de 1942, los británicos apresaron el submarino italiano Perla. Cuando sus captores lo vieron por dentro, se quedaron boquiabiertos: las condiciones mecánicas eran «deplorables» y «era un misterio que los italianos consiguieran manejar el barco».77 Malta empezaba a parecer un problema irresoluble. A mediados de abril, Guzzoni pidió que se sometiera a la isla a un bombardeo aéreo diario, intenso y constante, y Pricolo respondió que se estaba haciendo todo lo posible, pero que no podía evitar que el enemigo bloqueara el tráfico de Italia. Raeder le dijo a Riccardi que neutralizar, o por lo menos causar un grave daño a la isla, era tarea de la Regia Marina y de la Regia Aeronautica. Mientras los alemanes estuvieran combatiendo en la Unión Soviética, Riccardi no debía esperar demasiada ayuda en lo relativo al material o al personal.78 Los planificadores de la Armada examinaron el problema y concluyeron que con los recursos que Italia tenía a su disposición, la operación no era viable por el momento, que prepararla llevaría por lo menos un año, y que únicamente era posible acelerar el calendario con un poco de ayuda de la Armada alemana y con más ayuda de la Fuerza Aérea alemana, «teniendo en cuenta la crisis de insuficiencia que atraviesa la Fuerza Aérea italiana».79 Riccardi le endosó a la Fuerza Aérea el problema de neutralizar lo que él denominaba «ese terrible avispero». La Armada contribuiría «indirectamente», participando en los ataques contra el transporte marítimo que reabastecía a la isla.80
La flota de superficie italiana desperdició otra oportunidad de entablar combate con el enemigo a finales de septiembre, cuando los británicos enviaron un convoy de nueve cargueros a Malta escoltado por una fuerza que incluía tres acorazados y un portaaviones (Operación Halberd). El almirante Iachino, que tenía órdenes de no entablar combate a menos que gozara de «una superioridad de fuerzas decisiva» que pudiera verificarse desde el aire, pensó en un primer momento que el objetivo de su adversario era atacar Cerdeña o la costa de Genova. Al recibir la confirmación de que el enemigo iba acompañando un convoy, Iachino viró al suroeste para ir a su encuentro, pensando que se enfrentaba a un solo acorazado y a un portaaviones. A las 2.35 de la tarde del 27 de septiembre, al tiempo que los bombarderos torpederos de la aviación italiana atacaban la flota principal británica (alcanzando al acorazado Nelson), a Iachino le comunicaron que se habían hecho a la mar dos acorazados, no uno. Convencido de que ya no contaba con la superioridad decisiva que Riccardi consideraba esencial, y sin la cobertura aérea que esperaba y necesitaba (apareció casi una hora después), Iachino dio media vuelta. La noticia de los daños que había ocasionado la aviación al enemigo le llevó a dar media vuelta de nuevo, pero para entonces ya estaba demasiado lejos para alcanzar a su presa, y a la hora del crepúsculo, con el empeoramiento de la visibilidad, Iachino recibió la orden de quedarse donde estaba. Durante la noche el convoy siguió navegando hasta quedar fuera del alcance de los italianos, logró entregar 50.000 toneladas de unos suministros muy necesitados en Malta, y la flota de combate del almirante Somerville emprendió el camino de regreso.81 El abastecimiento era crucial para el destino de los italianos y los alemanes por igual, y los problemas que conllevaba darle a Bastico y a Rommel lo que pedían eran numerosos. La producción italiana era limitada —cuando le pidieron 130 reflectores para defender los puertos del norte de África, Cavallero solo pudo reunir 17— y cada vez más anticuada respecto al material de que disponía el enemigo. La colaboración entre los Ejércitos era escasa, lo que potencialmente multiplicaba unas pérdidas que había que reponer de alguna manera. Pero la cuestión más apremiante era conseguir que llegara sano y salvo a Trípoli y Bengasi todo el material disponible. La gestión del tráfico era deficiente. Los barcos zarpaban con una carga promedio de entre el 25 y el 50 por ciento de su capacidad total, lo que se justificaba por la necesidad de satisfacer peticiones urgentes desde el frente y de dividir los cargamentos a fin de reducir el impacto de las pérdidas.
Enviar convoyes pequeños de cinco o seis buques cada vez incrementaba el desgaste natural de los barcos de escolta, y consumía unas reservas de combustible cada más escasas, pero la capacidad de los puertos era limitada: entre los puertos de Trípoli y Bengasi se podían descargar 3.000 toneladas de carga al día, y en 1941 ambos funcionaban más o menos a su máxima capacidad.82 El plan de transporte de la Armada para agosto contemplaba el envío de cinco convoyes normales, así como un convoy rápido de tropas italianas y alemanas. Lo único que se conseguía por esa vía era reponer las pérdidas normales y tapar los huecos existentes. No llegaba nada para ampliar los recursos, aunque la Armada esperaba poder empezar a trasladar desde Italia la División Trieste a finales de mes.83 A mediados de octubre el sistema de convoyes sufría graves dificultades. Las escoltas diurnas de los cazas italianos parecían dar resultado, pero los convoyes más lentos eran sorprendidos durante las noches de luna por los bombarderos torpederos enemigos. Cavallero le pidió a Pricolo que solucionara el problema, y al mismo tiempo que siguiera bombardeando las bases aéreas de Malta.84 Pricolo no pudo ser de ninguna ayuda cuando, la noche del 8 al 9 de noviembre, una fuerza de dos cruceros ligeros y dos destructores procedentes de Malta tendieron una emboscada al convoy Duisburg, formado por siete barcos que transportaban 389 vehículos, 34.473 toneladas de munición, 17.821 toneladas de combustible, 223 soldados italianos y alemanes, y 21 civiles. Los buques británicos aparecieron de repente, en rumbo de colisión directa con el convoy. «Era como si conocieran exactamente la posición, el rumbo y la velocidad», señalaba posteriormente el almirante Riccardi.85 Y así era, gracias a la información «Ultra», es decir la descodificación de los mensajes del Eje cifrados mediante el sistema Enigma. La breve defensa del convoy se organizó clamorosamente mal. Al principio, algunos de los seis destructores se alejaron para después regresar, pero fueron repelidos. La escolta lejana del contraalmirante Bruno Brivonesi, que estaba demasiado lejos y navegaba demasiado despacio, viró en la dirección equivocada, de modo que cuando divisó la fuerza atacante, la distancia entre ellas iba aumentando, no disminuyendo. Los buques de Brivonesi dispararon 289 proyectiles de 203 y 100 mm, y pensaron que habían logrado dos impactos. Después, Brivonesi abandonó la escena. Todo el convoy se fue a pique.86 Brivonesi fue acusado de «errores de apreciación táctica» y juzgado en un
consejo de guerra. Todos los convoyes con destino a Trípoli quedaron temporalmente suspendidos. A principios de noviembre, los indicios de que los británicos estaban planeando una importante ofensiva terrestre eran elocuentes: se estaban creando depósitos avanzados de suministros, y se estaba intensificando la actividad aérea, había columnas de vehículos trasladándose a las bases avanzadas, y había aparecido una brigada acorazada de refresco.87 El 18 de noviembre de 1941, cuando comenzó la Operación Crusader, había 100.000 italianos y 70.000 alemanes desplegados frente a Tobruk y sus inmediaciones, y custodiando el terreno al norte de Sollum y el paso de Halfaya, con el apoyo de 395 carros de combate, 10.000 camiones y 220 aviones. Mientras que un brazo del ataque rodeaba Tobruk para aislar las guarniciones de Sollum y Bardia, otro avanzaba hacia Sidi Rezegh para establecer contacto con la guarnición de Tobruk. Los planes del general Claude Auchinleck sufrieron un contratiempo inmediato. Los carros de combate de la División Ariete, que ya estaban al corriente de dichos planes gracias a la interceptación de algunos mensajes de radio, con el apoyo de los bersaglieri y de los cañones navales de 102 mm montados en camiones, derrotaron a la 22.ª Brigada Acorazada británica en Bir-el-Gobi. El armamento italiano seguía siendo comparativamente deficiente, pero el liderazgo era más enérgico y las tácticas habían mejorado. Las fuerzas de la Commonwealth avanzaron hacia Sidi Rezegh y Tobruk. La guarnición intentó realizar dos incursiones, pero las dos fueron repelidas por las divisiones Pavía y Bologna. Al sur de Tobruk, los pánzers del general Ludwig Crüwell y los carros de combate de la División Ariete libraron una batalla de dos días por Sidi Rezegh, y el 23 de noviembre lograron detener la ofensiva principal de las tropas de la Commonwealth desde el sureste contra Tobruk. Tras una breve disputa con Bastico sobre a quién le correspondía el mando operativo de la batalla, Rommel lanzó sus divisiones acorazadas en una «carrera hasta el final» para cortarle la retirada a los blindados británicos. Pero las fuerzas de la Commonwealth se estaban reagrupando al sur de Bir-el-Gobi, mientras que un contingente neozelandés avanzaba desde el este en un intento de establecer contacto con la guarnición de Tobruk. Entre el 26 y el 27 de noviembre, los Aliados volvieron a ocupar Sidi Rezegh, tras una encarnizada batalla donde las tropas del 9º Regimiento de Bersaglieri lucharon hasta el final. Rommel dio media vuelta
y se replegó con sus pánzers y con la División Ariete hacia el oeste. El 1 de diciembre, Sidi Rezegh volvía a estar en manos del Eje. Para poder continuar con la batalla, Rommel necesitaba carburante y munición. Frente a lo que él pensaba que iba a ser una campaña de desgaste, donde el enemigo intentaría agotar a las fuerzas del Eje, Bastico necesitaba carros de combate, cañones, automóviles blindados y vehículos. Cavallero le dijo a ambos comandantes que les iban a enviar la artillería y el combustible a bordo de buques de guerra, y que los carros de combate italianos y alemanes iban a zarpar con destino a Trípoli en cuanto fuera posible. Por el momento, tenían que arreglárselas con lo que tenían. La batalla, que había durado veinte días, concluyó con Sidi Omar en manos del enemigo, con Sollum y Bardia sitiadas, y con Bir el Gobi de nuevo amenazada por los ataques de los Aliados.88 Rommel, que se enfrentaba a las fuerzas de refresco de la Commonwealth, siendo consciente de que no iban a llegarle más refuerzos, e incapaz de cortar el ataque enemigo, decidió retirarse a Tripolitania. No había más remedio que dejar que las guarniciones de Sollum y Bardia se las arreglaran solas: no se podía hacer nada por salvarlas. Rommel tampoco era capaz de defender Agedabia, porque, tras cinco semanas de incesantes combates, las tropas italianas ya no eran lo bastante fuertes para esa misión, y Rommel corría el riesgo de que sus fuerzas fueran totalmente destruidas. Si eso ocurría, no podría cumplir la orden de Mussolini de defender Tripolitania hasta el final.89 Cavallero fue a ver a Mussolini, y el Duce le marcó unos límites. Había que defender Cirenaica, y con ella el puerto de Bengasi, porque de lo contrario Trípoli sería el único punto por el que Italia podría enviar suministros. Así pues, para impedir que el enemigo «rodeara» Cirenaica con un movimiento de largo alcance, Rommel debía defender Agedabia. Roma se mostraba optimista. Tanto Mussolini como Cavallero pensaban que la entrada en la guerra de Japón en diciembre de 1941 significaba que Gran Bretaña no tendría más remedio que reducir el potencial bélico que podía mantener en el Mediterráneo, al tiempo que el de Italia iba aumentando.90 Ahora resultaba urgente reforzar Cirenaica. Se transportaron en avión fuerzas anticarro alemanas, y estaban en camino más cazas para dar cobertura a las tropas. Mussolini le dijo a Cavallero que quería un «acto de energía» que rompiera el «estado hipnótico» en el que, de lo contrario, caerían los tres Ejércitos, y Cavallero recurrió a un convoy de cuatro
cargueros escoltado por cinco cruceros y once destructores. El convoy zarpó desde Nápoles como estaba previsto, el 20 de noviembre, pero tuvo que refugiarse en Tarento la madrugada del 22 de noviembre después de que dos cruceros fueran torpedeados por la noche. El 10 de noviembre, Hitler, que le había ofrecido a Mussolini una fuerza adicional de la Luftwaffe a finales de octubre para proteger los convoyes italianos, ordenó el traslado desde la Unión Soviética de los escuadrones que iban a formar la base de la Luftflotte II del mariscal de campo Albert Kesselring. Kesselring llegó a Roma el 28 de noviembre, y seis días más tarde se reunió con los jefes de los tres Ejércitos para estudiar el problema. Los mandamases tuvieron la oportunidad de enumerar sus necesidades —más combustible para sus cargueros, un aumento del transporte aéreo, y que se acelerara la llegada de las unidades aéreas alemanas— pero no tenían ninguna solución que ofrecer a corto plazo.91 Teniendo en cuenta lo apremiante de la situación en Libia, la Armada realizó un nuevo intento, esta vez con un plan para enviar cinco barcos a Trípoli y tres a Bengasi, escoltados por cuatro acorazados, una docena de cruceros, y veintiséis destructores. Mientras se preparaba aquel convoy, un intento de enviar carburante de aviación a Trípoli acabó en desastre cuando un grupo de destructores británicos tendió una emboscada a los dos cruceros implicados, el Alberico da Barbiano y el Alberto da Giussano, y los hundió. Fue, una vez más, gracias a la información «Ultra» (la desencriptación de mensajes codificados por la máquina Enigma) y del radar. Y una vez más, los italianos achacaron las pérdidas al reconocimiento aéreo y a la radiogoniometría del enemigo. Al día siguiente, el Vittorio Veneto fue torpedeado y quedó fuera de combate durante seis meses. El 16 de diciembre, Iachino se hizo a la mar con tres acorazados y dos cruceros para escoltar el convoy M42 hasta Libia. Frente a un único acorazado enemigo y, por una vez, sin la presencia de un portaaviones que amenazara su reconocimiento aéreo, Iachino logró cumplir su misión. Lo único que consiguió fue un breve enfrentamiento con la flota enemiga a gran distancia —sus dos acorazados, más antiguos, no tenían el alcance necesario—, pero sus destructores sí llevaron a cabo un contraataque al anochecer. «Fue un espectáculo inolvidable, lleno de fuerza y de belleza guerrera», anotaba posteriormente en su informe a Mussolini.92 La primera batalla del Golfo de Sirte había terminado. El 20 de noviembre llegó a
Roma la noticia de que el convoy de cuatro cargueros había llegado a Trípoli. En el frente, Rommel y Bastico estaban desconcertados. Rommel pensaba que podía resistir frente al enemigo, pero Bastico creía que en realidad el alemán quería replegarse rápidamente, y temía por las tropas de infantería italianas, que solo podían retirarse lentamente y a pie. El 16 de diciembre, Cavallero voló hasta el norte de África para convencer a sus generales de que aceptaran la estrategia de Rommel. Bastico y Gambara querían presentar batalla en Ain-el-Gazala. Gambara estaba convencido de que debían jugar su última baza allí en defensa de toda Libia. A lo largo de los tres días siguientes, Cavallero argumentó en contra de ambos. Gambara estaba dispuesto a morir como un soldado en su puesto, lo que era admirable, y así lo reconocía Cavallero, pero eso no era suficiente para defender Tripolitania. Para eso hacían falta unidades móviles, y dado que no había ninguna, era preciso retirar las que estaban en Cirenaica. Rommel tranquilizó a los italianos: estaba dispuesto a defender primero Derna y después Bengasi, a retirarse despacio, y a proteger los dos cuerpos italianos. Era imposible defender Bengasi indefinidamente, pero sí estaba dispuesto a defender Agedabia. Cavallero regresó a Roma contento de que se hubiera resuelto la disputa y de que ahora la orden del día era la estrategia de Rommel.93 Utilizar los puertos de Túnez capital y de Bizerta, lo que permitiría enviar los convoyes por una ruta al oeste de Malta, y fuera del alcance de los ataques aéreos enemigos, era la única manera que veía Cavallero para resolver el dilema del abastecimiento. Así, la victoria estaría asegurada. En ese caso no habría necesidad de mantener fuerzas italianas en la frontera occidental de Tripolitania, y con cuatro divisiones bien abastecidas de refuerzos «podremos ir donde queramos». Incluso sería posible recuperar el África Oriental italiana, aunque la colonia también podía reclamarse, junto con muchas otras cosas, en el tratado de paz que pondría fin a la guerra. Si el Eje fuera capaz de poner el pie en Túnez, «Egipto es nuestro», y si se apoderara de Túnez capital «la guerra en el Mediterráneo está ganada».94 Mussolini le planteó a Hitler los argumentos a favor de apoderarse de los puertos de Túnez, y añadió que si la Francia de Vichy rechazaba un acuerdo, «yo preferiría llevar mis divisiones acorazadas a Túnez antes que ver cómo desaparecen en el fondo del mar en la travesía hacia Trípoli».95 Hitler le dio consejos detallados de cómo repartir la carga marítima con
destino al norte de África, y sugirió que la «meta final» debía ser la eliminación de Malta. En lo relativo a Túnez, había escasas o nulas esperanzas. El Führer no creía que se pudiera inducir a Francia a prestar ayuda efectiva al Eje».96 Según un informe remitido a Mussolini, doce meses de combates en el norte de África le habían costado al Ejército italiano 2.594 muertos, 2.983 heridos y 123.676 desaparecidos o prisioneros de guerra. Las cifras de bajas se ocultaban al público.97 Sin embargo, en el norte de África, para los italianos el año concluyó con un importante golpe maestro de los servicios de inteligencia. El 23 de diciembre, los servicios de inteligencia del Ejército informaron de que se había interceptado un mensaje que había enviado un «observador oficial estadounidense» al Ministerio de la Guerra en Washington. La fuente era casi con seguridad el coronel estadounidense Bonner Fellers, cuyos informes fueron de gran ayuda para Rommel durante todo el año siguiente. El mensaje interceptado contenía la noticia bomba de que los ingleses estaban interceptando los mensajes de Rommel, y que por consiguiente estaban al corriente de sus órdenes.98 Cavallero, al que se lo habían comunicado la víspera, dio orden al general Cesare Amé, jefe del SIM, de que le dijera urgentemente a Rommel que todas sus comunicaciones estaban siendo interceptadas.99 Los servicios de inteligencia de la Armada (SIS), que habían estado utilizando diez máquinas Enigma para uso comercial que originalmente les habían suministrado los alemanes en 1936, dejaron de utilizarlas del todo el 30 de diciembre de 1941.100 La guerra en el Este La decisión de Mussolini de enviar sus tropas a una tercera campaña, menos de dos meses después de la guerra de Grecia, resultó ser uno de sus mayores errores, pero en términos ideológicos y políticos encajaba de lleno en el marco de las relaciones italo-soviéticas. Durante las décadas de 1920 y 1930, las relaciones entre las dos potencias habían sido relativamente cordiales. Entonces parecía que tenían más cosas en común que diferencias, sobre todo su hostilidad hacia las potencias capitalistas-imperialistas. Los fascistas, que eran «corporativistas», afirmaban que el fascismo y el bolchevismo estaban hombro con hombro en contra de las plutocracias burguesas, y los ideólogos fascistas argumentaban que ambos movimientos
coincidían en la necesidad de un Estado centralizado y unitario, basado en una estricta disciplina, y que únicamente diferían en los medios para lograrlo.101 El apoyo de Moscú a las sanciones de la Sociedad de Naciones contra Italia durante la guerra de Abisinia, y el hecho de que la Unión Soviética hubiera apoyado a la República española durante la Guerra Civil, lo cambió todo. A partir de ese momento, en lo que atañía a la Italia fascista, las dos formas de gobierno revolucionarias «populares» estuvieron radicalmente en conflicto. Eso fue lo que vino a decir Mussolini cuando, en agosto de 1938, elogió a los «camisas negras» fascistas que estaban combatiendo contra el bolchevismo en España, en «el primer enfrentamiento entre las dos revoluciones, la del siglo pasado […] y la nuestra».102 En enero de 1940, Mussolini le dijo a Hitler que juntos debían demoler el bolchevismo. Una vez logrado, «habremos sido leales a nuestras dos revoluciones».103 La amenaza que suponía la Unión Soviética para las ambiciones expansionistas del Duce quedó clara seis meses más tarde. En octubre de 1939, los soviéticos le comunicaron a la Armada italiana que ya no podían seguir exportando petróleo en los términos previamente acordados. Después, en julio de 1940, el comisario del Pueblo (ministro) de Comercio Exterior, Anastas Mikoyan, anunció que cualquier desarrollo ulterior de los intercambios comerciales estaba supeditado a «una completa clarificación de las relaciones entre las dos potencias». Traducido a lenguaje corriente, eso significaba que Italia debía ponerse de acuerdo con la Unión Soviética sobre la región del Danubio, los Balcanes y el Bósforo.104 Los objetivos expansionistas de Mussolini en los Balcanes y en el Mediterráneo oriental entrañaban que Roma jamás podría llegar a un entendimiento con Moscú en ninguno de los dos frentes. La vena antisoviética en el pensamiento político y estratégico de los nazis fue quedando poco a poco en evidencia durante el otoño de 1940, y Hitler lo ratificó cuando, en enero de 1941, dijo en un acto público celebrado en Salzburgo que «sin el factor ruso, todos los problemas de Europa serían fácilmente resolubles».105 Por el momento, parecía improbable un ataque alemán contra la URSS, ya que los conceptos militares de los alemanes aparentemente se centraban en derrotar a Inglaterra, en Grecia, en ayudar a Italia, y tal vez en una guerra contra Turquía.106 Pero a medida que la campaña de Grecia tocaba a su fin, el cuadro que pintaban los servicios de inteligencia empezó a cambiar. En marzo, el SIM informaba de que
Alemania estaba trasladando un sustancial contingente de tropas desde Polonia hasta Besarabia, una región donde a su vez los soviéticos habían estando concentrando tropas desde finales de enero.107 A mediados de abril, ya con la presencia de tropas alemanas en Finlandia, y con aproximadamente setenta divisiones del Reich en Prusia Oriental y en Polonia, había indicios inequívocos de que algo se estaba cociendo. El Estado Mayor alemán contemplaba una campaña de dos meses y medio de duración, que debía comenzar entre julio y septiembre, a fin de apoderarse de las cosechas de Ucrania antes de que se distribuyeran por toda la Unión Soviética.108 También la URSS estaba tomando medidas excepcionales. Se estaban reforzando al máximo las unidades a lo largo de los frentes occidental y suroccidental, se estaban trasladando tropas y equipos desde Rusia central hacia el oeste, y también fuerzas desde el Extremo Oriente ruso.109 El 13 de mayo de 1941, el general Amé, jefe del SIM, regresó de una reunión con el jefe de los servicios de inteligencia húngaros. Al día siguiente Amé le comunicó a Ciano que la guerra de Alemania contra la URSS comenzaría el 15 de junio.110 Dos semanas después, Mussolini le dijo a Cavallero que en caso de un conflicto entre la Unión Soviética y Alemania, Italia no podía quedarse al margen, porque «se trataría de una lucha contra el comunismo». Cavallero recibió la orden de estacionar una división acorazada, una división motorizada, y la División de Infantería Granatieri di Sardegna, entre Liubliana y Zagreb (Yugoslavia), preparadas para participar en la inminente cruzada.111 Cuando Cavallero se reunió con Keitel en el paso del Brennero el 2 de junio, el jefe del OKW no dijo nada sobre la Operación Barbarroja. Los alemanes notificaron sus intenciones de forma genérica a Mussolini, pero Ciano salió de la reunión con la impresión de que los alemanes no tenían intención de atacar, pese a que tanto ellos como los soviéticos estaban concentrando fuerzas a lo largo de su frontera común.112 El 5 de junio, poco después del regreso de Cavallero y Ciano a Roma, llegó la noticia de que tres cuartas partes de las Fuerzas Armadas alemanas estaban más o menos preparadas para emprender operaciones ofensivas contra la Unión Soviética. Cuatro días después, Cavallero mantuvo el primer debate con su Estado Mayor acerca de la posibilidad de una acción italiana contra la Unión Soviética, sobre las rutas más convenientes para el envío de tropas italianas al frente, y sobre la composición del cuerpo de ejército especial
que se podía enviar allí.113 El 13 de junio llegó la noticia de que las autoridades militares alemanas ya admitían que la ofensiva contra la URSS estaba «muy próxima», y que comenzaría entre el 20 de junio y los primeros días de julio. Al día siguiente, Mussolini y Cavallero hablaron de lo inevitable de una guerra entre Alemania y la URSS.114 Durante la última semana de paz, el general Marras, agregado militar italiano en Berlín, informaba de que ahora la única solución era la fuerza.115 La oferta de un cuerpo de ejército italiano para combatir en Rusia llegó a manos de Hitler en vísperas del ataque. Cavallero le comunicó a Mussolini que estaba preparando el envío de un cuerpo de ejército formado por dos divisiones de infantería «autotransportables» (un término que significaba que habían recibido instrucción como tropas transportadas en camión, pero no que las unidades tuvieran realmente los camiones que necesitaban) y una división celere que añadía a la refriega unidades de caballería y de infantería ligera de bersaglieri, un contingente total de entre 40.000 y 50.000 hombres. A Mussolini le pareció bien.116 Puede que el Duce se esperara otra guerra rápida como las que ya habían arrollado a Polonia y a Francia, pero los escépticos no estaban tan seguros. Empezó a circular por Roma el rumor de que Hitler estaba escribiendo un libro que iba a titularse Diez años de Blitzkrieg. El 21 de junio Mussolini se marchó de Roma. Algunos han sugerido que lo hizo para evitar «la afrenta de recibir por enésima vez la noticia de un fatto compiuto (un hecho consumado) a través de un mensajero alemán.117 Al día siguiente, mientras la Wehrmacht se adentraba en la Unión Soviética, Mussolini se mostraba pesimista. «Empieza la parábola descendente», le dijo a su amante, Claretta Petacci. Los alemanes iban a cometer los mismos errores que cometieron entre 1914 y 1918, cuando ganaron muchísimas batallas pero perdieron la guerra. El Duce iba a enviar una pequeña fuerza expedicionaria como una especie de seguro contra un futuro incierto para Italia, pero «creo que es el principio del fin».118 Mussolini tenía muchos motivos para ir a la URSS siguiendo los pasos de la Wehrmacht. En aquel momento, uno de sus móviles más poderosos era la cuestión del prestigio militar y de la credibilidad de la Italia fascista, muy mermadas tras su derrota en Libia y su poco gloriosa campaña en Grecia, que le habían costado al país por lo menos 270.000 hombres, el equivalente a veinte divisiones, es decir una cuarta parte de su Ejército. En un consejo
de ministros, Mussolini habló de un problema de «proporciones» entre los logros de los alemanes y lo que habían hecho e iban a hacer sus tropas en la guerra. Inevitablemente aquello iba a tener repercusiones políticas. Por consiguiente, a la Italia fascista no le bastaba simplemente con contener al enemigo. Era preciso atacarle y derrotarle —y las tropas italianas no debían salir derrotadas—.119 En realidad, Mussolini nadaba en unas aguas mucho más peligrosas de lo que imaginaba. Hitler tenía intención de hacer de Alemania la única potencia de Europa. Después de lo que a su juicio iba a ser un rápido éxito contra la Unión Soviética, el Führer esperaba no volver a tener en cuenta a Italia nunca más.120 Aunque el Comando Supremo rebosaba confianza, no todo el mundo creía que dejar a la URSS fuera de combate iba a ser un paseo militar. El coronel Valfré di Bonzo, antiguo agregado militar en Moscú, advertía de que el Ejército Rojo era un enemigo más duro de lo que suponían algunos. Tenía puntos débiles —su artillería no era tan efectiva como podría serlo, dado que los cañones se utilizaban individualmente o en baterías, y su poder aéreo estaba mal organizado y se empleaba de forma deficiente, aparentemente porque la Fuerza Aérea Roja carecía de doctrina bélica— pero había hecho un uso inteligente de su experiencia en la guerra con Finlandia. La tropa era consistente, y los mandos superiores estaban reaccionando frente a la Blitzkrieg alemana «de una forma más ágil y racional de lo que cabía anticipar». Podía darse el caso de que la maquinaria militar soviética pudiera venirse abajo, como pronosticaban algunos, pero al cabo de un mes de combates Valfré no creía que eso fuera a ocurrir de forma inminente.121 Mientras los primeros trenes de tropas italianas empezaban a salir hacia Hungría, Mussolini expuso sus ideas sobre las prioridades estratégicas de Italia. Actualmente el país estaba combatiendo en dos frentes: Cirenaica y la Unión Soviética. Por el momento resultaba imposible una acción ofensiva en Cirenaica: Italia estaba demasiado débil, y el enemigo era demasiado fuerte. Tan solo un cambio en la actitud de Turquía «u otros acontecimientos imprevisibles» podían permitirle pasar a la ofensiva. Para ello necesitaba doce divisiones, dos de ellas acorazadas, otras dos motorizadas, y dos divisiones alemanas. Las consideraciones sobre el prestigio exigían que se enviara a la Unión Soviética un segundo cuerpo de ejército, «más o menos motorizado, en función de las posibilidades»: «No podemos estar menos presentes que Eslovaquia, y debemos saldar nuestras
deudas con nuestro aliado». Y además estaba la Francia de Vichy, cuya actitud hostil y ambigua le planteaba a Italia un tercer frente formado por los Alpes, Córcega y Túnez. Ese frente requería otras diecisiete divisiones, una acorazada y dos motorizadas. En Croacia —el cuarto frente— Italia debía estar preparada para cualquier cosa. Eso añadía a la lista otras diez divisiones, una acorazada y dos motorizadas. Y después Mussolini añadió un quinto frente, Sicilia y Cerdeña, lo que requería otras siete divisiones. Por último, no había reservas disponibles en el valle del Po. Cubrir ese hueco exigía por lo menos veinte divisiones. Al sumarlo todo, Mussolini le dijo a sus generales que el Ejército debía tener por lo menos ochenta divisiones, cinco de ellas acorazadas y seis motorizadas, a partir de la primavera siguiente.122 Con el actual ritmo de producción, la munición podía estar lista en aproximadamente entre seis y dieciocho meses. Producir 55.000 ametralladoras llevaría veintiún meses, y para poner en manos del Ejército 1.620 caros de combate M13 y 47.000 vehículos harían falta, respectivamente, veinte y veintiún meses. El borrador del programa de producción llegaba hasta diciembre de 1943.123 Al tiempo que se preparaba el primer cuerpo de ejército para la guerra en Rusia, Roatta y su Estado Mayor trabajaban para preparar un segundo cuerpo. Cuando Roatta se enteró del plan para añadir a su mando otras tres divisiones de infantería, el hombre elegido para comandar la contribución italiana a la guerra en el Este, el general Giovanni Messe, protestó. Enviar más divisiones de a pie era «absurdo»: todas las fuerzas que se enviaran al frente soviético debían ser transportadas en camiones.124 Resultaba imposible encontrar los camiones necesarios. A mediados de julio, el Ejército calculaba que el nuevo cuerpo de ejército destinado a la URSS necesitaba 4.000 camiones, pero la totalidad de la producción prevista para los tres meses siguientes debía ir a Libia. Los militares rebuscaron por doquier, pero seguían faltándoles 3.000 vehículos. Pensaban poder conseguirlos a partir de agosto, utilizando vehículos reparados, pero solo a condición de abolir las vacaciones de verano de los obreros. Mussolini accedió a ello, pero a principios de agosto ya era evidente que se trataba de una quimera. Solo se podían motorizar la artillería y los servicios de apoyo, y dos de las tres nuevas divisiones iban a tener que recorrer Rusia a pie.125 Mussolini tenía motivos para pensar que la opinión pública estaba de su parte en su aventura rusa. A finales de junio de 1941, las cifras de delitos experimentaron un aumento en los casos mensuales de «subversión» (de 58
a 86), en su mayoría en Roma, que los Carabinieri (la Policía italiana) achacaban al ataque contra la Unión Soviética. Sin embargo, la declaración de guerra tuvo una buena acogida en los círculos fascistas de Roma; y la opinión pública en general, después de un primer momento de sorpresa, aceptó «la inevitabilidad de la nueva campaña». Resulta cuando menos dudoso que, como afirmaban los Carabinieri, el público, o por lo menos una parte, se hubiera movilizado, debido a «la adhesión de la población europea a la lucha antibolchevique» y a la rapidez con la que Gran Bretaña y Estados Unidos se habían aliado con «su implacable enemigo» —pero sin duda ese era el tipo de cosas que Mussolini quería oír.126 El 10 de julio comenzó el transporte de los primeros soldados italianos. A lo largo de 26 días, 216 trenes llevaron a los 62.000 soldados del Corpo di Spedizione Italiano in Russia (CSIR) hasta Hungría, desde donde marcharon 300 km a lo largo de una única y estrecha carretera a través de los Cárpatos hasta su punto de concentración en Rumanía. Una vez pasado el cuello de botella, tenían que dar alcance a las tropas alemanas del extremo meridional del avance. Solo había camiones suficientes para una de las dos divisiones de infantería, que fueron para la Pasubio, dejando que la División Torino recorriera 1.300 km a pie hasta llegar a la cuenca del Donéts, donde se sumó a los combates. La otra división, la 3.ª Celere Principe Amedeo Duca d’Aosta, de la que una parte eran unidades de caballería, contaba con sus propios medios transporte y avanzó por sus propios medios. Las tres divisiones estaban completas —muchas divisiones del Ejército italiano no lo estaban— y todas habían participado en la última parte de la campaña de los Balcanes, pero tan solo un regimiento de bersaglieri podía decir que estaba curtido en combate. Ninguna de ellas había combatido contra un ejército europeo moderno, a diferencia de muchas de las divisiones alemanas que las acompañaban.127 Para los estándares del Regio Esercito, el CSIR estaba relativamente bien equipado. Además de 5.500 camiones y 4.600 animales, disponía de 220 cañones (entre los que figuraban 64 cañones antiaéreos de 20 mm y 88 cañones de campaña de 75 mm, de los que 72 eran modelos anteriores a 1915), 153 morteros de 81 mm, 92 cañones anticarro de 47 mm (tres veces más que tres divisiones de infantería italianas normales), 60 carros de combate ligeros L3 de tres toneladas, y 83 aviones.128 El nivel de su equipamiento impresionó por lo menos a uno de sus miembros. «Este cuerpo expedicionario es maravilloso», escribió uno de los conductores.
«Enormemente abundante en vehículos y en armamento de primera, que provocan el asombro entre estas poblaciones y entre las tropas de nuestros aliados. Todo ello, organizado y dirigido a la perfección, no podrá sino desbaratar definitivamente la ola bolchevique».129 Sin embargo, detrás de la fachada había puntos débiles. Llevar a su máxima dotación las divisiones destinadas a Rusia había requerido despojar de medios de transporte y de artillería otras divisiones en Italia —una de sus tres compañías anticarro se la habían quitado a la División Acorazada Centauro, destinada al norte de África—. Los cañones de 105 mm tenían un alcance máximo de 14.000 metros, lo que significaba que cuando la campaña avanzaba deprisa, su poder de fuego se quedaba rezagado, y los cañones anticarro de 47 mm no eran capaces de perforar el blindaje de 45 mm de grosor del carro de combate T-34 soviético. La organización logística empezó a pasar apuros muy pronto. La zona del despliegue de los italianos estaba aproximadamente entre 250 y 300 kilómetros por delante de los centros de abastecimiento, el doble de la distancia habitual, y por consiguiente se requería el doble de vehículos. Los soldados que marcharon a pie —o que tuvieron la suerte de ir a caballo— hasta Rusia lo hicieron arrastrados por una ola de propaganda. Antes de la guerra, los medios de comunicación fascistas habían empapado al público con material antisemita ideado para convencer a la gente de que la Unión Soviética era una conspiración judeo-bolchevique. Cuando comenzó la guerra contra la URSS, se describía como una cruzada ideológica contra la alianza judeo-masónica-bolchevique. Mientras las tropas se adentraban a pie en la Unión Soviética, los periódicos de Turín contaban a sus lectores el caos del bolchevismo bajo «el Oso del Kremlin». Desarrollando una retórica consolidada en tiempos de la Guerra Civil española, la propaganda del Partido Fascista le decía a la gente que la Rusia comunista ahora era tan enemiga de Italia como la «plutocrática» Gran Bretaña. Sin embargo, para la inmensa mayoría de los soldados italianos que se desplegaron en Rusia, aparentemente la ideología fascista desempeñaba a lo sumo un papel secundario.130 La Iglesia católica le decía a los soldados y a sus familias que, al luchar contra el bolchevismo ateo, estaban participando en una cruzada. El nuevo príncipe-arzobispo de Trento, Carlo Da Ferrari, hablaba abiertamente en favor de la guerra del Eje, suscitando «un caluroso consenso» entre la gente, según un informe de los Carabinieri a Mussolini.131 «Los católicos
no deben olvidar», bramaba en septiembre de 1941 el periódico del Vaticano, «que entre las intenciones urgentes de sus plegarias también está la siguiente: la salvación de 180 millones de almas tiranizadas por unos pocos ateos militantes». Los capellanes de las divisiones reafirmaban el mensaje. Al tiempo que empezaba a hacerse sentir el primer invierno del Frente Oriental, los sacerdotes de la División Pasubio le decían a las tropas que iban a devolverle la religión a una población sedienta de ella, en un país donde la gente había escondido sus iconos, y las iglesias se utilizaban como cines y burdeles.132 Al adentrarse en la Unión Soviética, a muchos italianos les llamó la atención tanto la fértil tierra negra de Ucrania como la generosidad y la pobreza de los campesinos que la trabajaban. Los aldeanos parecían alegrarse de alojar a las fuerzas de ocupación en sus hogares, y de compartir con ellos la poca comida que tenían. Posteriormente, el general Giovanni Zanghieri, comandante del II Cuerpo, lo achacaba al parecido físico («las caras, sobre todo las de las mujeres y los niños, habrían podido ser nuestras»), a los sentimientos comunes, entre los que figuraban el amor por la música y las sensibilidades religiosas, y a que los ucranianos consideraban que bolcheviques y alemanes eran mucho peores que los italianos.133 Aparentemente, aquellos huéspedes que no habían sido invitados eran ajenos al hecho de que sus anfitriones, algunos de cuyos hijos probablemente ya habían muerto a manos de los invasores del Eje, no tenían más remedio que llevarse lo mejor posible con las fuerzas de ocupación. Detrás de aquella relación aparentemente cordial entre conquistados y conquistadores siempre estaba la amenaza implícita de la violencia. En una carta que escribió a su familia en diciembre de 1942, un artillero de la División Sforzesca no se andaba con rodeos: «Les llevamos nuestra ropa sucia para que la laven y la planchen; si se resisten, se lo exigimos por la fuerza. Tienen que hacer todo lo que queremos, de lo contrario los mataremos uno por uno».134 El 20 de julio Hitler le escribía a Mussolini para decirle que el derrumbe del Ejército Rojo era inminente y que la guerra ya estaba ganada. Mussolini le contestó que estaba preparando un segundo cuerpo de ejército para la Unión Soviética, que podía preparar un tercero, y añadía: «No son hombres lo que falta».135 En realidad, Italia ya se encaminaba hacia una crisis generalizada, incluso de personal. En abril de 1941, Italia ya había perdido por lo menos veinte de las setenta y dos divisiones con las que había
empezado la guerra, y 270.000 de los 1.400.000 hombres que las formaban. Dado que las veintiséis divisiones estacionadas en la Italia metropolitana ya estaban destinadas a defender las fronteras, o asignadas a posibles operaciones, el Ejército carecía de reservas. En agosto, cuando el Regio Esercito empezó a formar dieciséis nuevas divisiones, tuvo que encontrar 9.000 oficiales y 11.000 suboficiales, de los que ya había una terrible escasez, y 200.000 soldados, lo que significaba movilizar a los reservistas de entre treinta y uno y cuarenta y tres años. No había suficientes vehículos ni caballos para equipar aquellas divisiones, y el Estado Mayor calculaba que harían falta entre seis y diez meses para fabricar el armamento que necesitaban. Incluso dejando incompletas la mitad de las divisiones del Ejército, el programa no podría ultimarse hasta finales de 1942. En diciembre de 1941 ya se habían formado 77 divisiones insuficientemente equipadas, con un total de 2.500.000 hombres.136 La capacidad operativa de las unidades italianas iba en una trayectoria descendente, mientras que la de sus enemigos aumentaba inexorablemente. Al cabo del primer mes de la campaña de Rusia, la guerra aérea parecía ir a favor del Eje. La Luftwaffe estimaba que al principio de la campaña se enfrentaban a 8.000 aviones de guerra soviéticos de todos los tipos, y que a mediados de julio ya habían destruido 7.450 de ellos. Ahora se enfrentaban a una fuerza efectiva de tan solo 270 cazas y 255 bombarderos.137 Los alemanes informaban de que los aviadores soviéticos no eran motivo de preocupación. Eran incultos y con «un nivel espiritual muy limitado», y ni tan siquiera comprendían la necesidad de utilizar mapas y fotografías para preparar las rutas y los blancos.138 Sin embargo, los aviadores italianos ya tenían dificultades para mantenerse a la altura del rápido avance de las tropas, lo que afectaba a su capacidad de intervenir en el campo de batalla. El general Messe pedía aeródromos avanzados temporales, aviones civiles para trasladar al frente a los oficiales de sustitución, y aviones de transporte para llevar suministros. El general Giuseppe Santoro, subjefe del Estado Mayor del Aire, no estaba demasiado dispuesto a colaborar, y tan solo ofrecía algunos aviones SM-81 modificados, con una capacidad de carga limitada.139 Una inspección del Superaereo sobre el terreno dio la razón a Messe. Las vías férreas de una sola dirección llegaban hasta Rumanía, pero a partir de ahí había que llevarlo todo por carretera hasta el frente, lo que requería un esfuerzo de voluntad sobrehumano, o por avión. Teniendo en cuenta las distancias entre los centros de abastecimiento y las bases
operativas avanzadas, el transporte aéreo era el medio más conveniente para llevar material y repuestos urgentes al frente, y también la única forma que tenían los aviadores de mantenerse a la altura de los rápidos avances y de entrar en combate inmediatamente. Los medios logísticos disponibles no eran suficientes para garantizar el transporte en aquellas circunstancias. Cuando llegara el invierno, «cabe prever que los aviones no siempre podrán efectuar las conexiones y los suministros necesarios».140 Los primeros combates de los italianos se encuadraron en el gran movimiento de rodeo que llevaron a cabo los generales Heinz Guderian y Ewald von Kleist, que concluyó con la toma de Kiev en septiembre. Entre el 11 y el 12 de agosto, avanzando a pie en medio de una violenta tormenta, la División Pasubio entró en acción con la misión de bloquear una línea de repliegue de las unidades soviéticas que estaban siendo rodeadas entre los ríos Dniéster y Bug Meridional. Al mando de su 3.er Regimiento de Bersaglieri, el coronel Aminto Caretto avanzó hacia el Bug, donde vio «fértiles llanuras cuajadas de trigo y de maíz, tierras onduladas, todas de pradera, grupos de árboles y bosques, casitas lindas y adornadas con flores». Pensó que todo aquello era muy bonito, mientras avanzaba a toda marcha con sus hombres, pero nada podía compararse con Italia.141 Después de algunos breves combates, la división siguió avanzando hacia el este hasta el Dniéper. Las unidades motorizadas de la 3ª División Celere se unieron a ella, y el 3 de septiembre ambas divisiones se encontraban a orillas del Dniéper. El coronel Caretto estableció el cuartel general de su regimiento en lo alto de un barranco que dominaba la ciudad de Dniepropetrovsk. Desde allí podía divisar «una extensión inmensa de naves industriales, fábricas, casas y bloques de viviendas». Los ajetreados habitantes iban de acá para allá, y aparentemente el tráfico circulaba con normalidad.142 Por detrás del avance de las tropas, desperdigados a lo largo de 350 kilómetros, estaban sus hospitales de campaña, sus hornos, sus depósitos de munición, sus almacenes y sus talleres. También tenían detrás a los infantes de la División Torino, que avanzaban lentamente a pie. Llegaron al Dniéper el 15 de septiembre. Las divisiones italianas estuvieron dos semanas defendiendo las cabezas de puente a orillas del río, y cortando los intentos de las tropas soviéticas de llegar hasta él. Entonces, en su primera gran operación solas, las dos divisiones de infantería libraron la batalla de Petrikovka (28-30 de septiembre de 1941), donde cortaron la ruta de escape
de los soviéticos al oeste de la ciudad e hicieron 10.000 prisioneros, con unas bajas de 87 muertos, 190 heridos y 14 desaparecidos. Después de que las tropas del CSIR cataran por primera vez el combate en la URSS, la cuestión que flotaba en el aire era cómo de grande iba a ser la contribución de los italianos. A principios de agosto, Hitler le agradeció a Mussolini su oferta de un segundo cuerpo, pero eso fue todo. A mediados de mes llegó la inquietante noticia de que tal vez Alemania iba a pedir otras veintiséis divisiones italianas para la Unión Soviética, pero la petición nunca llegó a concretarse.143 El 24 de agosto, Mussolini y Cavallero viajaron a Múnich. A la mañana siguiente, cuando Cavallero se reunió con Keitel, Rusia fue el primer tema de la agenda. Después de agradecerle a su homólogo italiano la oferta de un segundo cuerpo de ejército, Keitel le comunicó que debido al grave problema con el transporte en la URSS, no podía ofrecerle camiones alemanes. Y le advirtió a Cavallero de que sería «imprudente» equipar un segundo cuerpo italiano con los camiones destinados a Libia. Cavallero no tuvo más remedio que asumir que un segundo cuerpo no iba a disponer de tantos vehículos como el primero, y decidió comentarle la cuestión al Duce.144 Al día siguiente, en la segunda reunión, Mussolini ofreció «otras seis, nueve o incluso más divisiones» para Rusia. Cuando Hitler señaló que los problemas logísticos provocaban que el transporte y mantenimiento de un gran contingente militar fuera un asunto «de no poca dificultad», Mussolini simplemente volvió a insistir en que le permitieran hacer una contribución mayor. Por la tarde, Cavallero expuso las necesidades económicas de las Fuerzas Armadas. La Armada italiana necesitaba 100.000 toneladas de combustible al mes, pero a esas alturas del año solo había recibido 50.000 toneladas, y no tenía más remedio que echar mano de sus reservas. Si no se incrementaba el flujo de suministros, la Regia Marina llegaría a la paralización total. El programa de construcción de la Armada estaba a punto de estancarse, y necesitaba las 21.000 toneladas de materias primas que le habían prometido, pero que aún no le habían entregado. También la Fuerza Aérea sufría problemas de carburante. La fabricación de carros de combate y de camiones requería materias primas, y la producción de munición se había reducido a entre el 12 y el 60 por ciento del consumo mensual. Los alemanes habían prometido gran cantidad de material, pero aún no lo habían enviado. ¿Podía Keitel hacerle el gran favor de interesarse personalmente para que se hiciera? Keitel le ofreció a los italianos 500
camiones de producción francesa nuevos, y 600 camiones alemanes de los que 400 carecían de neumáticos. Keitel le dijo a su homólogo italiano que el uso de orugas en los ejes traseros suponía un ahorro de neumáticos. Y ahí terminaron las conversaciones.145 Desde Múnich, Mussolini y Hitler se fueron a visitar el Frente Oriental. Mussolini, como posteriormente comentaron tanto los generales italianos como los alemanes, realmente no tenía ni idea de cómo evaluar la eficiencia de las tropas a las que pasaba revista. Se improvisó una unidad especial, que incluía un batallón motorizado, a partir de la División Torino, para que Mussolini le pasara revista. Cuando llegó, el Duce parecía cansado y desanimado. El general Messe aprovechó la oportunidad para exponerle las dificultades logísticas que sufría debido a la falta de vehículos y a la escasez de carburante. Mussolini no dijo nada. «Estaba como ausente», dijo posteriormente Messe, aunque en aquel momento el Duce dejó una impresión mucho más positiva.146 Al contemplar el paso de los camiones requisados en Italia, que todavía llevaban los nombres de las empresas comerciales de las que procedían, a un miembro del séquito diplomático del Duce aquello le pareció «una improvisación gitanesca» comparado con la maquinaria de guerra alemana, sumamente organizada.147 Al tiempo que los italianos se preparaban para el siguiente gran avance hacia la cuenca del Donéts, iba quedando cada vez más clara la forma de la campaña en la Unión Soviética. Las puntas de lanza de los blindados avanzaban muy por delante de la infantería de a pie, a fin de crear «bolsas» de unidades soviéticas; los grupos tácticos avanzaban incluso 120 km por delante del grueso de los ejércitos para establecer contacto con el enemigo e identificar sus puntos flacos; y los avances ofensivos provocaban un enorme desgaste de los vehículos. Los italianos y los alemanes utilizaban su infantería en frecuentes ataques contra las fortificaciones defensivas, utilizando unos métodos al estilo de la Primera Guerra Mundial, que incluían bombardeos preliminares de veinte o treinta minutos. Para ello, los alemanes contaban con morteros de 210 mm; los italianos no tenían artillería pesada propia. Gracias a su mejor formación, evidentemente los alemanes se estaban adaptando más deprisa a ese estilo de combate que los italianos.148 También iba quedando claro que los alemanes habían subestimado gravemente la fuerza del enemigo al que se enfrentaban. Al principio de la campaña, estimaban que la fuerza de carros de combate soviética constaba
de 12.000 unidades, pero a principios de septiembre esa cifra se había duplicado. En agosto se pensaba que los soviéticos eran capaces de producir 400 carros de combate al mes; ahora se decía que la maquinaria de guerra soviética podía fabricar 1.000 tanques al mes. Había indicios de que los objetivos de la campaña —Moscú, la neutralización de Leningrado, y la conquista de la cuenca del Don— no iban a lograrse en una sola ofensiva. Ahora daba la impresión de que los alemanes, y por consiguiente los italianos, luchaban por conseguir el control de la mayor parte de las zonas mineras e industriales del enemigo, así como reducir su capacidad industrial a una cuarta parte de lo que era, a fin de que su potencial bélico restante no le permitiera emprender operaciones importantes en 1942. El general Marras advirtió a Roma de que, si el Eje pretendía lograr sus objetivos antes de la llegada del invierno, tendría que acelerar el ritmo de las operaciones.149 En Roma, los Carabinieri informaban de «cierta perplejidad» en la opinión pública ante la guerra en Rusia, y de sus dudas de que pudiera concluirse rápidamente.150 El CSIR, que ya había recorrido 1.000 kilómetros a pie o en camiones hasta el Dniéper, ahora se preparaba para otro avance de 300 kilómetros, hasta la cuenca del Don. La zona por la que habían avanzado las tropas italianas eran fértiles tierras agrícolas, capaces de proveer a la mayoría de sus necesidades de productos alimenticios.151 Aún no se había recogido la cosecha de invierno, y en los campos había trigo, patatas, semillas de girasol, y mucho ganado —«muy útil para las tropas», como recordaba posteriormente Messe—.152 En la cuenca del Donéts, donde los comunistas tenían que importar grano, las cosas iban a ponerse más difíciles. A medida que se avecinaba el invierno, los problemas de abastecimiento empezaron a aumentar. Dado que el sistema ferroviario, que había sido saboteado por los defensores durante su retirada, a duras penas volvía a funcionar, los depósitos de suministros más cercanos a las tropas de la línea del frente estaban a casi 400 km de la cabeza de línea. Las existencias empezaron a mermar justo cuando los alemanes lograron un mayor control de la situación, y en un momento en que los camiones quedaban inutilizados debido a la falta de talleres de reparación y a la escasez de piezas de repuesto. Cuando las tres divisiones italianas iniciaron su avance, la lluvia convirtió las carreteras en un mar de barro. Las primeras nieves del invierno llegaron el 7 de octubre, y poco después las temperaturas cayeron por debajo de cero.
A diferencia de los alemanes, a los italianos el invierno no les pilló por sorpresa. La Regia Aeronautica había empezado a encargar ropa de invierno para sus aviadores el 2 de agosto, y poco después el Estado Mayor de Cavallero, basándose en su experiencia en Grecia, comenzó a organizar el programa de ropa de invierno para las tropas.153 Pero una cosa era elaborar los pedidos de vestimenta y equipamiento, y otra hacérselos llegar a las tropas del frente. En octubre de 1941, tras haber sufrido en sus propias carnes la falta de ropa de invierno en Grecia, y exasperado por la excesiva tardanza de Roma, Messe había enviado a su intérprete a Bucarest y a Budapest, donde compró ropa y botas de invierno.154 A pesar de que Messe pidió botas de fieltro al estilo de las valenki rusas, Roma no pasó de autorizarle a comprar unos pocos miles de pares fabricados en la zona, hechos de tela acolchada. Los principales objetivos de von Kleist eran Taganrog, a orillas del mar de Azov, y Rostov del Don. El 5 de octubre, las Divisiones 3.ª Celere y Pasubio, encargadas de cubrir el flanco septentrional del avance alemán, y repartidas a lo largo de un frente de 150 kilómetros, emprendieron la marcha hacia su primer objetivo, la cabeza de línea ferroviaria de Stalino (hoy Donetsk). La infantería avanzaba penosamente en medio de la lluvia, el viento y la nieve, a un ritmo de 2 km/hora desde el amanecer hasta la puesta de sol, y a veces hasta más tarde. Los bersaglieri y el Regimiento de Caballería Novara tomaron la estación de ferrocarril el 20 de octubre, bajo lo que Messe calificaba de una lluvia «implacable». Su siguiente objetivo era la ciudad industrial de Gorlovka. La División Torino dio alcance a Messe el 30 de octubre, después de recorrer a pie 1.400 kilómetros desde su punto de partida en Rumanía, y el 2 de noviembre las tropas italianas tomaron la ciudad después de una serie de combates casa por casa. Entonces Messe se enteró de que los objetivos de los alemanes eran Stalingrado y los pozos petrolíferos de Maikop. Messe le comunicó a Roma que ir más allá requería un gigantesco apoyo logístico: más trenes, más combustible, un reabastecimiento temporal desde los almacenes de los alemanes, y una pausa para poder poner mínimamente orden a sus fuerzas y suministrarles víveres, ropa y botas de abrigo.155 Messe no obtuvo respuesta. Muy pronto sus problemas iban a quedar resueltos… por los soviéticos. En breve todo el frente iba a quedar paralizado. Los italianos casi habían llegado al extremo de su avance. Las unidades de vanguardia tomaron la ciudad de Nikitovka, pero tres divisiones
soviéticas contraatacaron de inmediato. Tras contener al enemigo durante cinco días, con escaso o nulo apoyo de la artillería, porque los cañones se habían quedado atascados en la retaguardia, y tras el fracaso de tres intentos de ayuda a las tropas de Messe, las unidades italianas lograron por fin replegarse y llegar hasta Gorlovka, con un saldo de 130 muertos y 569 heridos. Combatir en las aldeas y los pueblos, o en sus inmediaciones, como estaban haciendo los italianos en la cuenca del Don, más densamente poblada, tenía una ventaja: las tropas siempre tenían un techo bajo el que cobijarse. «Nosotros ocupamos un pueblo; a lo mejor los rusos ocupan otro justo enfrente, y más o menos cercano», le contaba el coronel Caretto a su esposa en una carta, «pero, en resumidas cuentas, esto ya no es el tormento constante de la otra guerra, donde a menudo entre una trinchera y otra había pocos metros de distancia, y donde teníamos que estar noche y día en vigilancia permanente».156 El general Messe se atrincheró para pasar el invierno, pero antes lanzó una ofensiva final el 5 de diciembre para mejorar y consolidar su frente, y para ello ocupó una zona vacía de veinte kilómetros que tenía a su izquierda, y proporcionó refugio a sus tropas durante el invierno en las isbas (viviendas campesinas) rusas. La batalla, que libraron las tropas relativamente inexpertas de la División Torino, en medio de una capa de nieve que les llegaba hasta el pecho, y con unas temperaturas de 30 grados bajo cero, duró diez días. Las bebidas calientes se congelaban instantáneamente, la comida se convertía en un bloque de hielo nada más sacarla de los contenedores, las piezas móviles de los morteros de 45 mm y de casi todas las armas automáticas se agarrotaban por culpa del frío, y las manos de los soldados se congelaban al contacto con los cerrojos y los cañones. Los soviéticos lanzaron un violento contraataque, y la batalla se interrumpió el 14 de diciembre. A los italianos les costó 135 muertos, 523 heridos, y 10 desaparecidos. Al tiempo que las temperaturas en el exterior caían hasta los 47 grados bajo cero, las tropas se instalaron en sus posiciones de invierno, mientras Messe bombardeaba a sus superiores con peticiones de material para construir trincheras, refugios y barracones. Su Estado Mayor de Intendencia y sus homólogos de Roma obraron una serie de pequeños milagros, y a mediados de diciembre todos los soldados italianos del frente y de los escalones de retaguardia disponían del equipamiento de invierno completo —que era más de lo que tenían los
alemanes.157 Parecía que todo iba a apaciguarse en aras de una pausa— pero los soviéticos tenían otras ideas. Los servicios de inteligencia italianos en la URSS habían tenido una actuación deficiente durante los primeros meses de la campaña. La oficina central de inteligencia no elaboraba informes de situación, ni intercambiaba información con los departamentos de inteligencia de las divisiones, ni contactaba con los distintos departamentos de inteligencia alemanes sobre el terreno.158 El general Amé se vio obligado a intervenir a principios de septiembre para decirle al teniente coronel Clemente Giorelli, jefe de inteligencia del CSIR, lo que tenía que hacer. Brillaban por su ausencia las estimaciones claras de la fuerza, el despliegue, los puestos de mando, las fortificaciones, el armamento, las líneas de comunicaciones, los servicios de apoyo, la moral y las condiciones físicas de las tropas enemigas —en pocas palabras, sobre todo lo relativo a las divisiones soviéticas a las que se enfrentaban los italianos—.159 Giorelli tenía que hacer frente a todo tipo de dificultades —carecía de su propia unidad de interceptación de radio, tenía que depender de las interceptaciones de la división, y para colmo los alemanes nunca llegaron a fiarse de verdad de los italianos—, pero claramente no estaba a la altura de las circunstancias. Amé ordenó su relevo, y poco a poco las cosas mejoraron, de modo que, dos días antes de la ofensiva de Navidad de los soviéticos, la inteligencia militar pudo indicar exactamente cuándo y dónde iba a tener lugar.160 El 25 de diciembre, a las 6.40 de la mañana, tras un bombardeo preliminar de diez minutos, dos divisiones de caballería soviéticas y una división de fusileros atacaron a la 3.ª División Celere, cuyos cinco batallones defendían un frente de veinte kilómetros en el punto de encuentro con el XLIX Cuerpo de Montaña alemán. El reconocimiento aéreo había detectado la concentración de tropas soviéticas a lo largo de los cinco días anteriores, de modo que el ataque no fue una sorpresa. «Les estábamos esperando», escribía posteriormente el teniente Amedeo Rinaldi, del 3.er Regimiento de Bersaglieri. «Y llegaron. Eran miles y miles […] un ataque frontal de aquella gente sin fe».161 Las defensas italianas estaban repartidas a lo largo de una amplia línea de fortines. Los soviéticos hicieron mella en las posiciones de los italianos y tomaron las más alejadas: una compañía de la Legione Tagliamento logró repeler a dos batallones de infantería soviéticos, perdiendo en combate a todos sus oficiales, y otra
compañía del 3.er Regimiento de Bersaglieri obligó a retroceder a dos regimientos de infantería soviéticos. Detrás de la 3.ª División Celere había dos regimientos y 75 carros de combate alemanes. Los alemanes lanzaron un contraataque a mediodía —una hora y media después de que Messe lo solicitara—, lo que contribuyó a contener la ofensiva soviética. Una serie de nuevos contraataques, y más tarde una contraofensiva a lo largo de los días siguientes estabilizaron el frente, y la batalla concluyó el 31 de diciembre de 1941, con un saldo de 168 muertos, 715 heridos y 207 desaparecidos para los italianos. Dos días antes de que acabara el año, Hitler le escribió a su aliado. Si la guerra en la Unión Soviética no había tenido una conclusión definitiva era por culpa del mal tiempo. El Führer había dado descanso a los generales que estaban agotados y los había relevado por otros de gran talento. Los nuevos mandos, y las nuevas divisiones que se estaban creando, iban a estar preparadas al comienzo de la primavera para iniciar la «aniquilación definitiva» del enemigo. Ahora Hitler necesitaba hombres. La oferta de dos cuerpos de ejército italianos que hizo Ciano el 29 de noviembre fue aceptada con gratitud. Era preciso trasladarlos al frente antes de que la nieve empezara a derretirse, porque para entonces los desplazamientos resultarían imposibles durante entre cuatro y seis semanas. En cuanto al principal enemigo de Italia, la entrada en la guerra de Japón significaba que Gran Bretaña iba a poder combatir con éxito en dos o tres de sus frentes. Se avecinaba el momento de darle su merecido a Churchill.162 Desde su punto de vista privilegiado en Berlín, el general Marras señalaba en su resumen de las operaciones militares de Alemania que desde el principio se había subestimado, y se seguía infravalorando, a los soviéticos, igual que ocurrió con Inglaterra en septiembre de 1940. Los ejércitos de Hitler habían conseguido grandes victorias, pero no habían logrado el éxito decisivo que esperaba su alto mando. Por el contrario, los soviéticos habían hecho añicos el mito de que Alemania era invencible. Al centrarse en la Unión Soviética y en Inglaterra, los alemanes habían perdido de vista la importancia del Mediterráneo… e iban a seguir haciéndolo. Los métodos estratégicos y tácticos de los alemanes, que habían cosechado unos éxitos tan rápidos e impresionantes en Polonia, Bélgica y Francia, estaban perdiendo poco a poco su eficacia. Los alemanes y los soviéticos estaban combatiendo por su supervivencia, en lo que se había convertido en una guerra de aniquilación y en la que, sobraba decirlo, ahora estaban inmersos
los italianos. Los combates habían llegado a «un grado de destrucción y ferocidad que no se verificaba desde hacía siglos en las guerras europeas».163 La guerra de Italia en la Unión Soviética nunca llegaría a los niveles de la barbarie perpetrada por los alemanes, pero la propaganda fascista hacía todo lo que podía, y retrataba al Ejército Rojo como una horda bien equipada pero salvaje, propensa a la violencia bárbara y alimentada por el alcohol. A finales de 1941, los censores informaban de que los soldados contaban que los soviéticos se comían el corazón y los riñones de sus propios caídos, y de que los soldados mongoles mutilaban espantosamente a sus prisioneros. Entre las tropas invasoras había quienes reconocían que el soldado soviético, a pesar de que solía estar mal alimentado y deficientemente equipado, era un adversario valiente, que a menudo luchaba hasta el final. Otros se habían enfrentado a un enemigo distinto. «Hemos visto pruebas rotundas de su maldad», contaba un soldado en una carta a su familia. «Hemos experimentado el horror de ver a nuestros hermanos caídos como héroes, a los que encontramos desnudos. En sus cuerpos llevaban las marcas de las torturas que habían sufrido a manos de estos bandidos».164
******** Abreviatura adoptada para designar el anterior Comisariado General para la Producción de Guerra (COGEFAG) tras el nombramiento de su director, el general Favagrossa, como subsecretario de Estado el 23 de mayo de 1940.
6. TERROR EN LOS BALCANES
E
l 18 de junio de 1940, cuando Mussolini y su séquito ser reunieron con Hitler en Múnich para debatir los términos de la capitulación de Francia, Ciano, ministro de Asuntos Exteriores planteó una pregunta sobre lo que iba a conseguir Italia en los Balcanes. «Hay que ser moderados», le contestó Hitler a los italianos, «uno no puede tener los ojos más grandes que el estómago —y espero que no quieran Croacia».1 En realidad, Mussolini tenía puestos los ojos en la región desde hacía bastante tiempo. En su «Nuevo Orden» en el Mediterráneo, Croacia y Albania debían ser los dos puestos avanzados de Roma para el dominio de los Balcanes. La ocupación de Albania en abril de 1939 había sentado los cimientos de la nueva construcción, y la Ustacha croata de Ante Pavelic´ debía contribuir a completarla. Pavelic´ llegó a Italia por primera vez en mayo de 1929, y tres años después fue autorizado a formar una pequeña fuerza militarizada de expatriados. Después de su intento de asesinato contra el rey Zog de Albania, y de su atentado mortal contra el rey Alejandro de Yugoslavia en octubre de 1934 —muy probablemente a instancias de los servicios de inteligencia militar italianos— la Ustacha fue desarmada y Pavelic´ fue encarcelado en Turín, donde cumplió una cómoda condena de dos años. Los miembros de la Ustacha estuvieron varios años inactivos, pero a principios de 1940 Ciano reanudó el contacto con ellos porque estaba convencido de que eran capaces de iniciar una insurrección interna que podría legitimar una intervención italiana. En aquel momento Mussolini estaba interesado en una posible alianza con Yugoslavia que pusiera límites al expansionismo alemán en los Balcanes y acelerara el hundimiento de Grecia, de modo que por el momento Pavelic´ no formaba parte de los planes de los fascistas para la región. Su momento llegó con el golpe de Estado en Yugoslavia los días 26 y 27 de marzo de 1941, que desalojó a un régimen partidario del Eje. Pavelic´ afirmaba que la población croata esperaba con ansia el hundimiento del último bastión del sistema de Versalles y el fin de un Estado mestizo «creado para oprimir a la nación croata y molestar
permanentemente a la nación italiana». Eso era exactamente lo que Mussolini quería oír.2 En el torbellino Hitler optó inmediatamente por la venganza y ordenó revisar la planificación militar con vistas a atacar Belgrado. Ahora Mussolini tenía los ojos puestos en Dalmacia y en Croacia, y Pavelic´ era el instrumento adecuado para conseguirlas. Al tiempo que Roatta aconsejaba al general Ambrosio, cuyo 2.º Ejército tenía la misión de atacar el objetivo, que fusilara en el acto a los chetniks serbios o a cualquier otro civil «procedente del otro lado de la frontera que cometa actos de hostilidad, sabotaje o rebelión», Mussolini convocó a Pavelic´. A cambio de que el Duce le instaurara en Zagreb como jefe absoluto, Pavelic´ prometió preparar a la población local para las reivindicaciones italianas de soberanía sobre Dalmacia. A partir de ahí, Mussolini puso en libertad a 250 ustachis, les entregó uniformes, armas y equipos, y los envió a Croacia vía Fiume cuando comenzó la invasión de Yugoslavia.3 El 6 de abril, mientras los bombarderos alemanes atacaban Belgrado y las fuerzas terrestres alemanas iniciaban su rápida campaña, los bombarderos italianos atacaron Dalmacia. Cinco días después, las unidades del 2.º Ejército de Ambrosio empezaron a adentrarse en Eslovenia y a avanzar a lo largo de la costa dálmata. Encontraron poca resistencia, y seis días después el Gobierno yugoslavo se rendía incondicionalmente. La rápida campaña le costó a Italia 49 bajas entre muertos, heridos y desaparecidos. En las conversaciones que mantuvieron en Viena el 21 y el 22 de abril, Ciano y Ribbentrop desmembraron el antiguo Reino de Yugoslavia. Italia se anexionó el sur de Eslovenia, Dalmacia (donde vivían casi medio millón de croatas, y donde nombró a un gobernador civil, Giuseppe Bastianini, que enseguida empezó a pelearse por el control de la región con las autoridades militares italianas), y la ciudad costera de Kotor; estableció un protectorado en Montenegro; e incorporó Kosovo, Ciamuria (en la costa occidental de Grecia) y algunas zonas de Macedonia, en lo que venía a ser una ampliación de Albania. Los alemanes se hicieron con el control de Eslovenia septentrional y de Serbia. Croacia-Eslovenia, BosniaHerzegovina y una parte de Dalmacia, incluido el litoral entre Spalato (Split) y Kotor, se convirtieron en el Estado Independiente de Croacia. Los
alemanes y los italianos se repartieron la responsabilidad del nuevo Estado: los alemanes controlaban la mitad norte y los italianos la mitad sur. El reparto distaba mucho de ser equitativo: los alemanes controlaban los grandes centros urbanos, incluida la capital, Zagreb, y presionaron para conseguir concesiones económicas en la zona italiana, como por ejemplo sus ricas minas de bauxita. Para hacer aún más compleja lo que ya de por sí era una situación frágil, la parte italiana del sur de Croacia se dividió en tres: una zona costera, en manos de Italia; una zona desmilitarizada en el interior, contigua a la primera, donde los italianos podían llevar a cabo operaciones militares, pero donde el poder civil estaba en manos croatas; y una tercera zona bajo control civil y militar de los croatas, pero a la que las tropas alemanas e italianas podían acceder en caso necesario. Ahora el Ejército italiano se lanzaba de cabeza a la política balcánica en tiempos de guerra. El político monárquico y nacionalista serbio Draža Mihailovic´ y sus milicianos chetniks se retiraron a las montañas de Serbia occidental, donde iniciaron su lucha por restaurar la monarquía cuando los Aliados ganaran la guerra. Cuando Pavelic´ llegó a Zagreb, se encontró con que los alemanes ya se habían establecido allí. Los problemas empezaron a gestarse de inmediato. Los croatas se abalanzaron sobre los depósitos de armamento del Ejército yugoslavo y empezaron a reclutar tropas de forma no oficial en las zonas ocupadas por Italia. Las fuerzas de ocupación de Ambrosio fueron acogidas con «tibia simpatía» en las zonas rurales. En las ciudades, donde la propaganda de la Ustacha era más activa, se veía a los italianos como «un mal necesario pero pasajero».4 En el norte de Croacia, los servicios de inteligencia italianos estaban convencidos de que la Gestapo (la policía secreta alemana) estaba poniendo en marcha un plan preconcebido para adueñarse de los recursos mineros e industriales de la región, en connivencia con los financieros y los industriales croatas.5 Mientras tanto, los croatas no ocultaban sus ambiciones territoriales: la anexión de Dalmacia, de Bosnia, y de la totalidad de Herzegovina, para lo cual, como informaba el SIM, se habían enviado destacamentos de la Ustacha, «supuestamente para salvaguardar a sus compatriotas croatas, pero en realidad para apoyar al movimiento musulmán [en la región]».6 A finales de mayo, Mussolini decretó que los asuntos de Montenegro eran responsabilidad del Ministerio de Asuntos Exteriores.7 Los montenegrinos, que habían tenido que ceder algunas franjas de su territorio a Albania, ahora constataban que eran el objetivo de las reivindicaciones de
Croacia sobre la región de Sandžak (el antiguo Sanjacado de Novi Pazar del imperio otomano). A finales de junio se produjeron enfrentamientos armados entre ambos bandos, y la División Marche se encontró en medio de la disputa y sufrió algunas bajas mortales y heridos a manos de los combatientes de la Ustacha. En Albania, el 9.º Ejército se enfrentaba a lo que las autoridades militares consideraban el bandolerismo local tradicional, carente de relevancia política, pero fomentado por una turbia situación política que les llevaba a pensar que iban a poder «[operar allí] durante algún tiempo con relativa impunidad».8 Estaban infravalorando los problemas. La población predominantemente musulmana de Kosovo, una región que había sido anexionada a Albania, tenía sed de venganza contra los serbios, que la habían perseguido durante décadas. Los aterrados serbios huyeron a Montenegro. Y lo mismo hicieron los serbios de las zonas fronterizas de Croacia, que huían de la Ustacha. Las corrientes de tensión étnica, nacionalista y religiosa circulaban en todas direcciones, mientras los croatas, de religión católica, los serbios, de religión ortodoxa, y los musulmanes, iniciaban entre sí un sangriento proceso de ajuste de cuentas pendientes desde tiempos inmemoriales. En un estudio de la situación a principios de junio de 1941, el SIM afirmaba que los italianos habían sido bien recibidos en Eslovenia, sobre todo debido a los expolios que estaban llevando a cabo los alemanes en su parte de la región. Aparentemente, los peligros para Italia procedían de dos fuentes: las presiones alemanas sobre la población local para que se incorporara al Reich, y la situación económica cada vez más desesperada de los antiguos oficiales y suboficiales eslovenos del Ejército yugoslavo, que no recibían ninguna ayuda económica. Daba la impresión de que Dalmacia había asumido el dominio de los italianos, a lo que contribuía la existencia de un número sustancial de italohablantes, aunque no todos simpatizaban con el fascismo. En Croacia, Pavelic´ estaba sometido a las presiones del Partido Nacionalsocialista Croata. Eso, y las tendencias proalemanas de algunos miembros de la administración de Pavelic´, llevaban a muchos a esperar el auxilio y la ayuda de los italianos. En las zonas de Dalmacia ocupadas por los croatas, las represalias y las venganzas de la Ustacha llevaban a los serbios ortodoxos a pensar en Italia como posible protectora. A juicio del SIM, el contraste entre la ocupación italiana y las ocupaciones militares de los serbios, los alemanes y los croatas iba «en claro beneficio nuestro».9
La invasión de la URSS por Alemania el 22 de junio de 1941 trajo consigo a un nuevo combatiente al campo de batalla de los Balcanes: Josip Broz, Tito, y el Partido Comunista Yugoslavo (KPJ). El SIM estaba convencido de que el comunismo estaba ampliamente difundido entre la clase intelectual serbia, pero sobre todo contaba con los obreros y los marineros. Consideraba que Dalmacia era un terreno particularmente abonado para el comunismo, dado que allí vivía la mayoría de los antiguos marineros de la Armada yugoslava.10 Ahora el comunismo representaba una amenaza mayor en todas partes, pero sobre todo en los Balcanes. Los comunistas y los nacionalistas estaban uniendo sus fuerzas por el hecho de tener que enfrentarse a unas fuerzas de ocupación que eran la expresión de una ideología fascista, y por el hecho en sí de que hubiera extranjeros armados en su país. A juicio del SIM, eso era especialmente válido en la antigua Yugoslavia, donde ambas facciones estaban uniendo sus fuerzas bajo el estandarte del paneslavismo.11 En realidad, cualquier unidad entre los dos grupos era solo superficial, ya que Mihailovic´ y el gobierno yugoslavo en el exilio veían en los partisanos comunistas su principal enemigo. «Estamos en guerra con los ocupantes, pero no queremos al Partido Comunista como guía» se convirtió en la postura de muchos resistentes, y en las regiones independientes de Croacia, Dalmacia, Bosnia y Herzegovina los comandantes rebeldes hacían causa común con los italianos. Los primeros combates entre los comunistas y los chetniks se produjeron a finales de octubre. Ahí comenzó un proceso de colaboración entre los comandantes italianos y las bandas de chetniks, y a su vez estos cooperaban con los alemanes y los italianos contra los partisanos de Tito.12 El fascismo, que no tenía un plan unificado para sus conquistas en los Balcanes, ni derecho a ninguna de ellas, y frente a una serie de problemas que muy pronto desbordaron sus capacidades administrativas, iba a tener que depender de la fuerza militar para aferrarse a sus nuevas adquisiciones y, también, para mantenerlas sometidas. Al tiempo que los civiles negociaban y maniobraban, los militares hacían juegos malabares con las cifras. El 2.º Ejército de Ambrosio, destinado a defender Dalmacia, Eslovenia y la zona italiana de Croacia, perdió sus divisiones móviles, y a mediados de julio sus fuerzas se habían reducido de catorce a nueve divisiones. Los planificadores de Roma tenían intención de enviar la mayoría de ellas a Dalmacia y sus inmediaciones: el 6 de julio, Cavallero le dijo a Ambrosio que quería que Croacia estuviera «rodeada de tropas». El
9.º Ejército, responsable de Albania, Montenegro y Kosovo, solicitó siete divisiones; el 11.er Ejército, destinado a Grecia (a juicio de Guzzoni, cabía la posibilidad de que los alemanes abandonaran todo el país, lo que extendería aún más las obligaciones militares de Italia), pidió otras dieciséis divisiones. Ya solo por cuestiones de logística resultaba imposible mantener treinta y dos divisiones en los Balcanes, y el Estado Mayor del Ejército redujo el total a entre veintitrés y veintiocho divisiones. Tras las pérdidas sufridas en Grecia, el Ejército disponía de un total de sesenta y cuatro divisiones. Mantener más de un tercio de ellas en Grecia y los Balcanes suponía una enorme presión sobre un Regio Esercito que estaba combatiendo en el norte de África y en la Unión Soviética, y que al mismo tiempo tenía ante sí la posibilidad de tener que ocupar Córcega, Túnez y algunas zonas de Francia continental. En julio, Roma ya había conseguido sacar de Grecia dos de sus trece divisiones, pero debido a los problemas que se estaban gestando en Montenegro, tan solo pudo sacar una de las doce divisiones estacionadas allí.13 En cuanto los croatas ocuparon Bosnia y Herzegovina, la Ustacha empezó a masacrar a la población serbia, judía y romaní. En total, entre 1941 y 1945, los ustachis mataron nada menos que a 530.000 serbios ortodoxos, a 30.000 judíos, y a aproximadamente 27.000 gitanos.14 Cuando estalló la guerra entre Alemania y la URSS, las atrocidades de la Ustacha se intensificaron. El Ejército italiano descubrió muy pronto lo que estaba sucediendo. Cuando el mando militar italiano se hizo cargo de la guarnición de Knin, encontró en un sótano los cadáveres de catorce personas, algunas de ellas mujeres a las que les habían rebanado los pechos. En la isla de Pago, que había sido convertida en un campo de concentración para serbios y judíos, se sabe que los croatas estuvieron asesinando a cincuenta personas cada día y arrojando sus cuerpos al mar. Ahora ocurrían cosas difíciles de creer. La División Marche informaba de que en un aldea los oficiales de la Ustacha habían preparado para las madres famélicas encarceladas un almuerzo hecho con trozos de carne de sus propios hijos, asados en un espetón. En otro pueblo, los ustachis habían asesinado a los hijos de los serbios ortodoxos que habían logrado escapar, les habían arrancado el corazón y el hígado, y habían colgado sus órganos de los pomos de las puertas de las casas abandonadas.15 Los desesperados serbios ortodoxos, los musulmanes y los católicos disidentes, pidieron ayuda a los italianos. Las tropas italianas, que tenían órdenes de permanecer en sus puestos y no
interferir en los asuntos locales, se quedaron de brazos cruzados mientras los ustachis perpetraban violaciones y asesinatos bestiales con total impunidad. El general Furio Monticelli, que estaba al mando de la División Sassari, informaba de que «cualquier sentimiento de solidaridad con la nación croata desapareció cuando nos vimos obligados a asistir a aquellos excesos».16 Al analizar la situación en Croacia, Ambrosio estaba convencido de que las masas tenían una mentalidad democrática, pero que la anexión de Dalmacia por Italia había despertado los sentimientos nacionalistas. Los «excesos en los que había caído el régimen al afrontar y resolver el problema racial» se debían a la llegada al poder de unos hombres que no estaban preparados para ello y de unos órganos ejecutivos que estaban «cegados por […] el deseo de venganza». La Ustacha estaba infiltrando a sus hombres en los puertos de Split y Sebenico (Šibenik) a fin de avivar las llamas del irredentismo local. Los ustachis y el resto de hombres uniformados del Ejército yugoslavo veían a los italianos con «una mal disimulada desconfianza, cuando no con pura hostilidad». Las conclusiones de Ambrosio no eran precisamente tranquilizadoras. Al margen de Pavelic´, que probablemente estaba cayendo gradual pero inexorablemente bajo la influencia de sus colaboradores más extremistas, el país y casi todos los jefes de la Ustacha «están contra nosotros». Probablemente la situación iba a empeorar, no a mejorar, y a menos que sucediera algo que revirtiera todas aquellas corrientes negativas, nunca sería posible una colaboración estrecha y cordial con el incipiente Estado croata.17 El análisis de Ambrosio no gustó en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Aparentemente, lo que no entendían los comandantes militares era que cualquier manifestación de solidaridad con los serbios y los judíos les «involucraba negativamente» en un conflicto interno que creaba «una actitud de animadversión hacia nosotros». Lo que ocurriera dentro de Croacia era asunto del Partido Fascista y del Gobierno croata. El Ejército debía alinearse con la política oficial y abstenerse de hacer nada que favoreciera secretamente a los judíos o a los serbios.18 Siguiendo las indicaciones de su Ministerio, Raffaele Casertano, embajador italiano en Zagreb, propuso que el Ejército italiano se retirara de los territorios ocupados y dejara las manos libres a los croatas, con lo que quedaría demostrado que Italia respetaba la independencia y la soberanía de su
aliado. Se abría así una brecha entre el Ejército y las autoridades políticas fascistas de Zagreb y de Roma, una brecha que no hizo más que aumentar. En todos y cada uno de los nuevos feudos de Italia en los Balcanes, el Ejército italiano pisaba un terreno sumamente inestable. El 12 de julio de 1941, un puñado de diputados cuidadosamente escogidos, a los que posteriormente el gobernador civil italiano, Serafino Mazzolini abonó 3.000 liras, declararon a Montenegro como Estado independiente y soberano. Convertirse en un protectorado de la Italia fascista no era lo que esperaban ni siquiera los montenegrinos «colaboracionistas».19 Estalló de inmediato una sublevación local, y al cabo de unos días el Ejército italiano quedó inmovilizado en un puñado de localidades importantes, al tiempo que los paneslavistas se aliaban con los comunistas locales, la insurrección se extendía de la costa al interior, y los pueblos caían en manos de una mezcla de comunistas y resistentes locales.20 El general Pirzio Biroli, comandante del 9.º Ejército en Albania, dio orden al general Luigi Mentasti de que sofocara la insurrección. Las tropas tenían órdenes de actuar con «extremo rigor», pero también de evitar las represalias y la «crueldad inútil». En los centros neurálgicos de la insurrección había que matar a la población y destruir las viviendas. Asimismo, los rehenes capturados en las zonas de las operaciones debían ser intercambiados por otros con cierta frecuencia, a fin de que «toda la población corra el riesgo de una eventual represión».21 Pirzio Biroli le decía a sus tropas que se enfrentaban a un enemigo «presuntuoso, voluble y vengativo», que llevaba todas las marcas de las «antiguas hordas asiáticas» y que odiaba la «superioridad racial» de Italia.22 Posteriormente Pirzio Biroli reconocía que había seguido una política racial, pero se pintaba a sí mismo como el defensor de los eslavos frente a la Ustacha croata, los alemanes y los comunistas de Tito.23 Cavallero quería que se sofocara la insurrección de tal forma que fuera un escarmiento para los territorios vecinos. Las tropas italianas, que partieron de Podgorice, su centro de operaciones, levantaron el asedio de Cetinje y empezaron a peinar la zona costera. Mentasti exigía «la máxima agresividad» a fin de «mantener siempre la superioridad moral», y el general Gino Pedrazzoli ordenó a los hombres de la División Taro que actuaran «de la forma más despiadada» cuando salieran de Kotor y limpiaran de rebeldes la región circundante.24 Las represalias por ambos bandos comenzaron de inmediato con el fusilamiento de los prisioneros. Lo último que querían los comunistas era una insurrección popular masiva que
no fueran capaces de controlar. Obedeciendo las órdenes de Tito, los partisanos dejaron de atacar las ciudades, enviaron a casa a los insurgentes, y adoptaron una táctica de guerrillas. Al mismo tiempo, Pirzio Biroli iniciaba la segunda fase de su acción. Con la ayuda de los clanes locales y de los grupos nacionalistas que ansiaban luchar contra los comunistas, las tropas italianas primero despejaron la zona costera, y después se desplegaron por el interior. A mediados de agosto se había completado la reocupación militar de Montenegro y se habían establecido sólidas guarniciones por todo el país. Para los italianos, toda aquella operación se saldó con 1.079 bajas entre muertos y heridos. La población civil también pagó las consecuencias de la insurrección, con 5.000 muertos, 7.000 heridos y 10.000 deportados.25 Pirzio Biroli, al que Mussolini había otorgado plenos poderes civiles y militares el 25 de julio, fue nombrado gobernador de Montenegro en octubre. Para gobernar su nuevo feudo, Pirzio Biroli se inspiró en su experiencia colonial. En calidad de gobernador de la región de Amhara, al poco de finalizar la guerra de Abisinia, había recibido un aluvión de órdenes del mariscal Graziani para que se mostrara inmisericorde con las tribus «refractarias», ahorcara a los jefes rebeldes, fusilara a sus principales lugartenientes, y arrasara sus aldeas. En aquella ocasión también le dijeron que la represión para desarmar a los rebeldes nunca debía írsele de las manos, y que además de la fuerza debía utilizar la propaganda y la persuasión. Pirzio Biroli había obedecido las órdenes, pero había criticado la «ola de terror» que había desatado Graziani en Abisinia tras el atentado frustrado que sufrió en 1937.26 A partir de aquella experiencia, el general italiano forjó la política que ahora pensaba aplicar en Montenegro. Era necesario obligar a los civiles a abandonar sus vanas esperanzas de que triunfara la insurrección contra los italianos, y a que vieran que era posible una nueva vida si colaboraban. Traducido en términos prácticos, eso significaba afrontar los problemas económicos que sufría el país, pero ante todo significaba mantener el orden. Los pueblos balcánicos únicamente respetaban a los fuertes, y pensaban que la bondad era debilidad. Había que tratarles con justicia pero también con dureza, «como a todos los pueblos toscos y primitivos».27 «Armando para desarmar», Pirzio Biroli reclutó a algunos jefes locales de su confianza y repartió armas cuidadosamente registradas entre sus secuaces. Estaba convencido de que aquella era «la única manera de obtener resultados positivos y proteger a la población de
las localidades más alejadas que se hayan declarado fieles a nosotros (y donde no resulta posible establecer una guarnición) de las represalias de unos pocos bandidos».28 Ante la llegada del otoño, Pirzio Biroli estaba convencido de que su estrategia estaba dando resultado. La nieve y el frío obligarían a los rebeldes a bajar de las montañas y acudir a los pueblos a buscar suministros. Ahora las tropas del general italiano tenían que afrontar la fase final del movimiento rebelde: el bandolerismo. Para ello necesitaban una actitud adecuada. El sentimiento de odio hacia los partisanos comunistas y hacia todo el que los ayudara era un factor imprescindible en una estrategia contra la guerrilla. Sin ese sentimiento, era imposible combatir a un enemigo «sin escrúpulos, decidido, violento y sanguinario».29 Además, las tropas necesitaban una nueva metodología. La «mentalidad de cuartel» que ataba a las tropas a sus acuartelamientos tenía que desaparecer: los cuarteles eran para dormir, no para vivir. Las unidades tenían que familiarizarse a conciencia con el territorio, depender cada vez menos de la población local, a fin de que pudieran reaccionar rápidamente y acudir a cualquier sitio. Las unidades ligeras, bien abastecidas de armas automáticas, iban a ser el instrumento principal. Una vez aseguradas las principales vías de comunicación, los soldados de las cuatro divisiones del XV Cuerpo (Messina, Venezia, Taro y Pusteria) tenían que arrebatarle la iniciativa al enemigo, atacarle por sorpresa en los pueblos donde se refugiaban los partisanos, y competir con él en «métodos, audacia y prontitud».30 La idea era bastante sensata, pero estaba muy lejos del alcance de un ejército mal equipado, formado por unos soldados de reemplazo poco entusiastas, por unos oficiales subalternos con escasa formación, y por unos oficiales superiores que a menudo daban muestras de haber sido ascendidos prematuramente y de ser bastante incompetentes. Por el contrario, los italianos ejercían su control por el procedimiento de incendiar las aldeas y ejecutar a los partisanos, y estos contraatacaron. En una ocasión, un contingente de más de 200 guerrilleros atacó con ametralladoras y granadas la cola de una columna motorizada, incendiando sus camiones, matando o hiriendo a 19 soldados, y apresando a 40. Un batallón de alpini que acudió a socorrerles sufrió tres bajas mortales y ocho heridos.31 Cuando empezó a nevar intensamente en las montañas, las guarniciones italianas se retiraron de los puestos más vulnerables en las tierras altas de Montenegro. Entonces los partisanos se dedicaron a liquidar a los que ellos
consideraban «colaboracionistas», a los espías y a los milicianos musulmanes. Las autoridades civiles fascistas se quejaron de que Pirzio Biroli se mostraba demasiado clemente con los rebeldes, y que estaba convirtiendo Montenegro en un «hospital» para los guerrilleros. Los Carabinieri locales opinaban que había demasiadas proclamas y muy pocos fusilamientos, pero Pirzio Biroli veía una oportunidad de aislar a los jefes partisanos de la línea dura, que estaban ejecutando a los «desviacionistas», de sus partidarios y de la población en general. El 31 de octubre de 1941 concluyó la política represiva de los tres meses anteriores. Se establecieron controles a las acciones militares: ya no se podía encarcelar directamente a los sospechosos, y los soldados recibieron la orden de dejar de efectuar acciones arbitrarias que perjudicaran el prestigio de Italia. Una comisión examinaba los motivos de encarcelamiento de todos y cada uno de los prisioneros, y a finales de año se indultó a 3.000 de ellos y se les permitió regresar a casa. En un intento de convertirlos en propagandistas de unas tropas que eran a la vez «amables» y «solícitas», el ejército empezó a tratar bien a los rehenes que tomaba. La nueva política no gustó al representante local del Ministerio de Asuntos Exteriores, que criticó a Pirzio Biroli por considerarle demasiado blando.32 La guerra de guerrillas proseguía —sus principales blancos eran las carreteras y las vías férreas— y los partisanos no daban muestras de aceptar la oferta de Pirzio Biroli de una amnistía de treinta días durante los que podían entregar las armas y volver a casa. Los rebeldes tendían emboscadas a las columnas italianas y, el 1 de diciembre, desobedeciendo las órdenes de Tito, 2.500 partisanos atacaron la ciudad de Pljevlja, donde estaban acuartelados 1.800 alpini. Los italianos lograron repeler el ataque y fusilaron a aproximadamente noventa rebeldes, francotiradores y sospechosos. Como represalia, después de tender una emboscada a una columna de auxilio, los partisanos fusilaron en el acto a doce alpini heridos y a otros cuarenta y cuatro prisioneros tres semanas después. A partir de ahí Pirzio Biroli renunció a su intento de ganarse a una población que a su juicio era como mínimo maleable. Sus soldados recibieron la orden de arrasar las aldeas sospechosas de dar cobijo a los rebeldes y requisar su ganado. Al día siguiente, una orden de Mussolini, apoyada con entusiasmo por Cavallero, conminaba a Pirzio Biroli a dejar de cooperar con los auxiliares autóctonos, por mucho que parecieran estar en contra de los partisanos.33 Pirzio Biroli ignoró la orden, y alentó al pueblo montenegrino
a empuñar las armas contra los «bandoleros» si no querían atenerse a las represalias de los italianos, al tiempo que concedía a los chetniks el espacio necesario para hacerse cargo de la lucha contra los comunistas.34 Si bien el problema militar se había resuelto temporalmente —Pljevlja había sido un grave revés para los comunistas, y Montenegro gozó de una relativa tranquilidad hasta la primavera de 1943, mientras los italianos llevaban a cabo un programa de «pacificación» contra los partisanos locales con la ayuda de los chetniks montenegrinos— los italianos se enfrentaban a una serie de problemas económicos de consideración. Antes de la guerra, Belgrado había esquilmado a Montenegro, manteniéndolo a flote a duras penas con un subsidio anual que ahora se había esfumado. Ahora era preciso reorganizar las finanzas públicas, reactivar el comercio, aplicar medidas de higiene pública, construir carreteras, elevar los salarios desde unos niveles «irrisorios», y conseguir alimentos y combustible antes de que llegara el invierno. Si se pretendía que el país volviera a ponerse en pie, aún estaba todo por hacer, le comunicaba Pirzio Biroli a Roma.35 El general sugería que la solución del problema era la anexión de Montenegro a Italia, pero Mussolini no quiso ni oír hablar del asunto, y dejó que los militares gobernaran el país por sus propios medios. Al tiempo que Pirzio Biroli se dedicaba a «pacificar» Montenegro, Mussolini estaba cada vez más preocupado por el creciente alineamiento entre los croatas y los alemanes. La «fluidez» de la situación requería «máxima vigilancia», y el 24 de julio de 1941 el Duce exigió que las nueve divisiones estacionadas a lo largo de la frontera entre Dalmacia y Croacia aumentaran a diez, dos de ellas acorazadas y otras dos motorizadas. El hecho de que en aquel momento la Wehrmacht estuviera abriéndose paso hasta lo más profundo de la Unión Soviética probablemente tuvo algo que ver con aquella decisión de Mussolini, que confiaba en que la guerra contra el bolchevismo acabaría muy pronto.36 Tres días después, los serbios de la zona desmilitarizada se sublevaron contra la aborrecida Ustacha. Los italianos todavía tenían un punto de apoyo en la zona, en Knin, donde estaban acuarteladas algunas unidades de la División Sassari. Los italianos prescindieron de las autoridades militares y civiles croatas, y el comandante de la guarnición asumió el pleno control. El general Monticelli, comandante de la zona, dio por buena la afirmación de los serbios de que ellos no tenían nada que ver con los partisanos comunistas, y que únicamente luchaban
contra los ustachis (a los que él mismo consideraba los verdaderos alborotadores), y les autorizó a asumir el control de la localidad. Ambrosio comunicó a Roma que tras un periodo de relativa contención, durante el que únicamente habían ejecutado «hombres válidos», los ustachis volvían a causar estragos, perpetrando «atrocidades inauditas» contra mujeres y niños cuyos familiares varones habían huido a las montañas, y enviando a un campo de concentración a los judíos de Zagreb. Si la insurrección iba a más, ¿debía utilizar todas las tropas disponibles para llevar a cabo una pacificación en profundidad de la región, o por el contrario dejarlo en manos de las unidades croatas y ocupar únicamente los lugares de mayor interés para los italianos?37 Cavallero propuso que el ejército ocupara toda la zona desmilitarizada, que expulsara de allí a todas las tropas croatas, y que asumiera plenos poderes civiles y militares. Mussolini accedió, y el 7 de septiembre de 1941 Ambrosio asumió plenos poderes en la región. Dio orden a sus tropas de que adoptaran una política de «equidistancia» entre serbios y croatas. Por el procedimiento de mediar imparcialmente entre los dos bandos, Ambrosio esperaba ganarse a ambos para que colaboraran con Italia, y salvaguardando tanto sus intereses como a sus personas esperaba impedir que los serbios se unieran a los partisanos comunistas. La aparición de la resistencia comunista alarmó a los altos escalafones de un ejército de ocupación en el que el sentimiento antieslavo ya estaba profundamente arraigado. Los habitantes de la región empezaron a manifestar sus sentimientos, escupiendo en el suelo cuando se cruzaban con algún oficial italiano, abandonando ostentosamente los lugares públicos frecuentados por los italianos, y desapareciendo cuando oían música militar italiana.38 A principios de agosto, el general Mario Robotti, comandante del XI Cuerpo en Eslovenia, advertía a sus oficiales de que debían recordar que «estamos en un país enemigo, rodeados de gente que se comporta correctamente solo en apariencia». Durante ese mismo mes, la resistencia local intentó sabotear las vías férreas y las líneas telefónicas, y tendió una emboscada y mató a un oficial y a un soldado. Robotti solicitó a Ambrosio la potestad de tomar rehenes, hacer responsable a la población local de cualquier ataque, y fusilar a los sospechosos en el acto «en el mismo lugar del delito y sin seguir largos procedimientos judiciales». El asesinato de otros dos soldados italianos poco después reforzó la determinación de Robotti de hacer «que lo paguen algunos de estos elementos comunistas,
aunque no sean abierta ni completamente culpables». El 13 de septiembre, el alto comisario civil, Emilio Grazioli, instauró la pena de muerte para los responsables de cualquier atentado, para todo el que participara en reuniones subversivas, y para quienes estuvieran en posesión de material propagandístico anti-italiano. A lo largo de ese mes, Robotti maniobró para hurtarle el poder a las autoridades civiles, que le parecían débiles y vacilantes, pero Grazioli intentó impedírselo. Una incursión de los Carabinieri, la policía, la Guardia di Finanza y la guardia fronteriza de Grazioli contra un bastión de la resistencia en las montañas al sur de Liubliana a finales de septiembre hizo estallar el conflicto entre los militares y las autoridades civiles fascistas. El 3 de octubre, un real decreto extendía el estado de guerra a la zona de Eslovenia controlada por los italianos. A medida que se intensificaba la violencia, Ambrosio iba enfadándose cada vez más con las autoridades civiles de Eslovenia. Las duras sanciones anunciadas por el alto comisario se habían suspendido de inmediato porque coincidían con la Feria de Liubliana, lo que provocó que Italia diera una imagen de debilidad. Posteriormente Roma había conmutado la pena de muerte dictada contra tres partisanos, lo que dejó una «impresión enorme y completamente negativa». La gente decía que Italia tenía miedo de aplicar las leyes que habían anunciado a bombo y platillo. En Dalmacia las cosas eran distintas. Allí Bastianini dictaba sentencias de muerte y las ejecutaba con rapidez. Ese era el modelo a seguir. Ambrosio tenía encarcelados a catorce rebeldes a la espera de sentencia. «Confío», le decía al Estado Mayor del Ejército en Roma, «en que ninguna intervención venga a modificar la ejemplar condena que espero».39 Una semana después dictó la orden de que los rebeldes presos «fueran fusilados de inmediato», y de que se incendiaran y arrasaran los pueblos donde tenían sus bases.40 Ahora las tropas de Robotti eran responsables de patrullar y proteger una enorme área montañosa cubierta de bosques. En la zona central de la provincia de Liubliana, la División Granatieri di Sardegna repartió sus tropas entre más de cien pequeñas guarniciones. Era necesario patrullar las vías férreas, custodiar las fortificaciones, vigilar a los sospechosos, y efectuar redadas. Así comenzó una larga guerra de ojo por ojo cada vez más sangrienta. En octubre, los Granatieri llevaron a cabo una serie de incursiones en el monte Krim, al sur de Liubliana, matando o capturando a sesenta y cinco rebeldes. Algunos detenidos fueron fusilados poco después.
La resistencia reaccionó atacando un pequeño puesto avanzado cerca de la frontera meridional de Eslovenia, y a continuación tendiendo una emboscada a un camión lleno de italianos que acudía en su auxilio. Después volaron un almacén en un pueblo cercano. Robotti ordenó a sus comandantes que reaccionaran enérgicamente a los ataques y, en caso necesario, que destruyeran las zonas habitadas, y el general Taddeo Orlando ordenó a la División de Granatieri que respondiera a las ofensivas en los pueblos «sin vacilación ni falsa piedad».41 Robotti no podía perder tiempo con la idea «ilustrada» de Grazioli, que afirmaba que era posible asimilar a los eslovenos en la comunidad italiana a través de un proceso de italianización. El coste era demasiado alto. «No pasó ni un solo día», contaba posteriormente, «sin que la sangre de los soldados italianos mojara la tierra de los Balcanes».42 Los eslovenos eran enemigos de la Italia fascista, y solo podían ser sometidos mediante una represión salvaje. A principios de noviembre, Grazioli, Robotti y sus comandantes de división se reunieron en Liubliana y acordaron que, en caso de que se llevara a cabo alguna incursión, los soldados tuvieran «máxima autonomía». Se intensificó la propaganda, haciendo mucho hincapié en las atrocidades cometidas por los partisanos contra los civiles y contra los soldados italianos que apresaban. Los ataques de la guerrilla continuaron a lo largo de diciembre, con sabotajes de las vías férreas, asesinatos de soldados italianos y atentados con bombas en lugares públicos. Al finalizar el año, Robotti ordenó a sus soldados que reaccionaran «con la misma violencia y decisión» ante «cualquier ataque violento y sanguinario», y les dio carta blanca para arrasar o incendiar las viviendas de los civiles como represalia. El 19 de enero de 1942, cuando el general Mario Roatta asumió el mando del 2.º Ejército de manos de Ambrosio, Mussolini, que quería que en Yugoslavia se fusilara a cualquier sospechoso de ser comunista, le otorgó al ejército la plena responsabilidad de mantener el orden público en Eslovenia.43 El 15 de diciembre de 1941, Hitler ordenó que se enviara al Frente Oriental el máximo número posible de tropas. Hubo que retirar cuatro de las seis divisiones alemanas estacionadas en los Balcanes (pero no las dos divisiones de Grecia). Los italianos debían asumir la responsabilidad de la ocupación en Croacia, y los búlgaros debían hacer otro tanto en Serbia. Si los alemanes retiraban sus fuerzas de Croacia para emplearlas en otra parte, ¿Italia estaría dispuesta a asumir la tarea de impartir y mantener el orden en
la región?44 Mussolini estaba a favor de la idea, y también Ciano y Ambrosio.45 Roatta intentó disuadir de ello a Mussolini, argumentando que los alemanes lo estaban proponiendo únicamente porque necesitaban retirar tropas para afrontar la situación en Serbia (que, pese a las intenciones de Hitler, seguía estando claramente bajo el control de los alemanes), que Alemania no iba a renunciar a su derecho a una parte de Croacia, independientemente de que Hitler y Ribbentrop afirmaran que la región era el spazio vitale dell’Italia, y que si Italia al final asumía esa obligación, el Ejército tendría dificultades para encontrar tropas destinadas a otras misiones. Mussolini le interrumpió: no iba a haber ningún problema con las tropas. Cuando le preguntaron cómo pensaba zanjar la situación en Croacia, Ambrosio propuso dos acciones concéntricas —«no solo acciones de peinado»—: la primera alrededor de Sarajevo, y la segunda al norte del río Sava. Para ello iba a necesitar otras cinco divisiones. Mussolini y Roatta aprobaron la idea, y encomendaron al embajador Casertano que preparara diplomáticamente a los croatas para lo que se avecinaba.46 Al día siguiente, cuando regresó a Roma y se enteró de lo que se preparaba, Cavallero tenía sus reservas. En caso de que la ofensiva británica en el norte de África llegara a amenazar su dominio sobre Tripolitania, Italia iba a necesitar las cinco divisiones destinadas a Croacia para defender su propio territorio.47 Sobre el terreno, los alemanes dudaban de que los italianos fueran capaces de mantener sometida a Croacia, y lo mismo pensaba, teniendo en cuenta su situación en el norte de África, el OKW en Berlín. Al tiempo que Cavallero y Roatta modificaban su plan y reducían la contribución de Italia en Croacia a tan solo un puñado de batallones, los alemanes cambiaban de opinión. Un nuevo contingente alemán iba a sofocar los problemas en Croacia, con acciones en profundidad al otro lado de su línea de demarcación en colaboración con los italianos, mientras que los búlgaros patrullarían Serbia bajo mando alemán. Ambrosio acusaba al general alemán Glaise von Horstenau de haber filtrado a los croatas la propuesta original del Gobierno italiano, y de haberles dado a entender que era una idea suya. Además, Ambrosio hacía un velado ataque a Cavallero y a Roatta, pues sospechaba que habían saboteado el plan. En realidad, Italia estaba en una mala posición para emprender una gran operación en los Balcanes. En aquel momento estaba reforzando el norte de África, y al mismo tiempo programando el envío de más unidades para ampliar la contribución italiana a la campaña de Rusia en 1942. Por otra parte, la
situación en los Balcanes podía empeorar. En palabras de Ciano, «la próxima primavera, Bosnia, Serbia y Montenegro se convertirán en huesos duros de roer».48 A finales de 1941, Cavallero y Ambrosio ya no estaban en sintonía con respecto a la política a seguir en los Balcanes. Ambrosio opinaba que la situación en Croacia era buena, salvo por los comunistas; necesitaba más tropas para eliminarlos. Con el inicio del nuevo año, a Ambrosio le preocupaba que una política «débil e indecisa» estuviera posibilitando el reagrupamiento de las bandas rebeldes. Y le echaba la culpa a Grazioli.49 Ambrosio era contrario a la política de deportar a la «segunda» zona a los judíos de Mostar: no había que tolerar en ningún caso los «prejuicios» contra los grupos que no hubieran causado «inconvenientes» probados.50 Cavallero opinaba que el 2.º Ejército debía mantenerse totalmente al margen de la política, que había demasiados puestos avanzados pequeños y aislados, y que en vez de dispersar sus fuerzas, Ambrosio debía concentrarse en defender los centros y las líneas de comunicación más importantes, utilizando grandes columnas, no pequeños destacamentos. Cavallero también estaba aplicando las lecciones aprendidas en la guerra colonial: el mariscal Graziani, en calidad de gobernador militar del África Oriental italiana, le había dicho a sus subordinados que un territorio se defendía empleando columnas móviles, no dispersando pequeños destacamentos a lo largo y ancho de la región.51 Roatta y Cavallero estaban de acuerdo en que si se quería evitar una «batalla balcánica» en Croacia, había que conceder plenos poderes a las autoridades militares en materia de orden público, y que era preciso que la región se considerara una zona de guerra.52 Roatta asume el mando A principios de enero de 1942, el general Roatta visitó el teatro de guerra. Su evaluación de la situación era desoladora pero exacta. Las rebeliones de Eslovenia, Croacia, Montenegro y Serbia no eran un único fenómeno, pero todas ellas compartían un mismo ideal: eran «anti-Eje». Ahora la insurrección era una lucha común contra el régimen de ocupación y, como tal, solo podía ir a más. A menos que intervinieran otros factores, la rebelión se extinguiría «solo cuando, una vez aplastada definitivamente Rusia, los rebeldes pierdan toda esperanza». Ocupar la totalidad de Croacia
requería otras cinco divisiones, pero, en caso de que cayera Tripolitania, todas aquellas divisiones serían necesarias para defender las costas italianas de los ataques de Gran Bretaña, y ahora posiblemente también de Estados Unidos. Había tres opciones. Italia podía aliarse con los alemanes, los croatas y los búlgaros, y llevar a cabo una operación conjunta para localizar y expulsar de sus escondites a los núcleos más importantes de la rebelión; o bien podía construir plazas bien fortificadas en la segunda y la tercera zonas que ya había ocupado, y enviar columnas rápidas y fuertemente armadas para arrebatarle la iniciativa al enemigo; o bien podía ceñirse a la segunda zona, fortificar la línea de los Alpes Dináricos, que marcaba su frontera, y eliminar los elementos hostiles del interior.53 Mussolini prefería la primera alternativa.54 Roatta recomendaba la tercera, en combinación con una ofensiva conjunta contra los partisanos. Cavallero también prefería la tercera opción, y quería que la ejecutara Roatta: un hombre nuevo para una política nueva, y además un hombre cuyas prolongadas ausencias de Roma estaban ralentizando el trabajo del Estado Mayor.55 El 19 de enero de 1942 Roatta asumió el mando del 2º Ejército, y Ambrosio pasó a ser el jefe del Estado Mayor del Ejército. Ahora Ambrosio tenía mando directo sobre Roatta, pero no por mucho tiempo. El 7 de mayo de 1942, Cavallero creó un nuevo mando conjunto para los Balcanes, denominado Supersloda (que abarcaba Eslovenia y Dalmacia), y él mismo se puso al mando. Cavallero no era un hombre que se achantara ante la idea de más violencia en los Balcanes. Durante el tiempo que fue comandante militar en el África Oriental italiana (1938-1939), Cavallero había abandonado la política del virrey, que consistía en intentar una negociación política, y había supervisado numerosas campañas de duras acciones represivas, que culminaron en abril de 1939 con una acción en la cueva de Zeret, cuando los italianos gasearon a los insurgentes y fusilaron a 924 «bandoleros».56 Dado que los partisanos atacaban las columnas más pequeñas y las guarniciones más aisladas, Cavallero propuso que los italianos concentraran sus tropas para defender los centros más importantes y las comunicaciones esenciales tal y como había sugerido Roatta cuando realizó su visita de inspección. Pero primero había que lidiar con los partisanos. La idea de una acción coordinada para limpiar de guerrilleros la zona croata ocupada por los italianos y Bosnia oriental se había debatido varias veces a finales 1941 y principios de 1942. Programar una operación conllevaba trasladar divisiones adicionales a los Balcanes, ya que había que intercambiar las
«divisiones de ocupación», de segunda categoría, por divisiones regulares, que posteriormente se trasladarían a la Unión Soviética para incorporarse al nuevo 8º Ejército. No podían estar en posición hasta finales de febrero. De modo que los alemanes se adelantaron por su cuenta el 15 de enero, y peinaron la zona de Sarajevo-Tuzla. En la operación, que concluyó el 31 de enero, los alemanes mataron a 521 partisanos e hicieron 1.400 prisioneros, con un saldo de 156 alemanes y 50 croatas muertos o heridos. Se había peinado la zona de operaciones, pero, tal y como había advertido Ambrosio, los partisanos lograron retirarse al territorio ocupado por los italianos.57 Cuando terminó la operación, la Fuerza Aérea bombardeó por error a las tropas alemanas en Mostar. Los alemanes renunciaron de inmediato a pedir más apoyo aéreo a los italianos. En líneas generales, todos los jefes del Ejército estaban a favor de una operación conjunta de Italia y Alemania, y las autoridades civiles y militares alemanas de Zagreb querían más acción por parte de los italianos. El 4 de febrero, el general Keitel les ofreció tropas alemanas para una acción a tres, coordinada con los croatas, para limpiar la región y erradicar el movimiento insurgente. Pero no debía llegarse a ningún tipo de acuerdo amistoso con los rebeldes. «Cualquier tolerancia pasiva ante las intrigas de los ortodoxos [serbios], los chetniks, los comunistas, etcétera» no hacía más que fortalecerlos, y podía conducir a una situación peligrosa en toda la región de los Balcanes. Los italianos no estaban precisamente contentos ante la idea de tener que expulsar a los rebeldes de Bosnia oriental para después tener que entregársela de vuelta a los alemanes. Cavallero, Ambrosio y Pietromarchi querían aprovechar la oportunidad para llevar la línea de demarcación hasta el río Drina, y así tener un control militar total sobre Croacia, «la premisa indispensable para hacer de la región nuestro verdadero spazio vitale». Italia estaba a punto de sacar una nueva gran tajada de territorio, que al final de la guerra se incorporaría a la nueva patria fascista. Era preciso evitar discutir sobre ello con los demás aliados del Eje al final de la guerra. ¿Había que debatir ahora en Roma la cuestión de quién controlaría Croacia, o era mejor dejarla para cuando los italianos, los alemanes y los croatas se reunieran sobre el terreno? Ciano se lavó las manos de aquella decisión y dejó que Cavallero hiciera lo que considerara oportuno. Dado que los rebeldes solían operar en ambas orillas del Drina, pasando de Serbia occidental a Bosnia oriental en función de las operaciones del Eje, Cavallero quería que el principal esfuerzo de los
italianos se centrara en Bosnia, que era el bastión de Montenegro y el pilar de la situación militar en Croacia, y que mientras tanto los alemanes actuaran desde Serbia. Además, Cavallero le aseguró a los alemanes que las tropas italianas que ocupaban Croacia siempre habían rechazado cualquier propuesta de colaboración con los chetniks, pero no era cierto.58 Con la llegada de Roatta, las operaciones militares en Croacia y en el sur de Eslovenia dieron un salto cualitativo, pasando de ser una misión de represión y vigilancia concebida para imponer orden y tranquilidad, a ser una operación bélica a gran escala.59 Cuando Roatta llegó a Yugoslavia, un batallón de la División Re, estacionada en la ciudad de Korenica, en la segunda zona, estaba resistiendo a un asedio que duró tres meses. Otras cuatro guarniciones italianas aisladas también estaban sitiadas. No fue posible rescatar a las tropas de Korenica hasta los últimos días de marzo, después de que los partisanos lograran repeler dos columnas de apoyo, con un saldo de más de mil muertos. En la Eslovenia italiana, un destacamento de granatieri que defendía una estación de ferrocarril al suroeste de Liubliana fue atacado a principios de febrero por un grupo de partisanos comunistas bien armados. En las operaciones de continuación, los italianos fusilaron en el acto a cuatro miembros de la resistencia, e incendiaron casas y graneros. La noche del 23 de febrero, en un vano intento de decapitar la resistencia, Robotti instaló un cerco de alambre de espino, ametralladoras y reflectores alrededor de Liubliana. Los soldados y la policía peinaron toda la ciudad, parando y registrando a miles de personas, y deteniendo a aproximadamente 900 vecinos. En aquella redada cayó Tone Tomšicˇ, secretario del Comité Central del Partido Comunista Esloveno, que fue fusilado tres meses después. Los detenidos en la operación fueron enviados al primero de los muchos campos de concentración que se crearon. La cifra de prisioneros de los campos aumentó rápidamente —a finales de diciembre las cifras oficiales revelaban que había casi 20.000 personas recluidas o a punto de ser enviadas a los campos, donde las condiciones de vida era atroces.60 Roatta, con el mandato de aplicar una nueva estrategia, se enfrentaba a graves obstáculos, y no solo a los que planteaban sus enemigos. Para cubrir un enorme teatro, mayoritariamente formado por montañas y bosques (la suma de las tres zonas ocupadas de Croacia y Montenegro tenía una superficie de aproximadamente 45.000 km2) Roatta disponía de doce divisiones, de las que solo una tenía una dotación completa de tropas y
medios de transporte. Ocho de ellas solo contaban con la mitad de los vehículos que supuestamente debían tener, y otras nueve solo tenían tres cuartas partes de las acémilas requeridas. Además de su reducida movilidad, las tropas estaban insuficientemente armadas: con tan solo una ametralladora ligera por cada 40 hombres, una ametralladora para 70 u 80 hombres, un mortero para 100 o 150 hombres, un cañón ligero por cada 500 hombres y un cañón medio por cada 1.000, el ejército de ocupación dependía básicamente de los fusileros de a pie.61 Y con una dotación de tan solo 80 aviones para el reabastecimiento aéreo, por culpa de las necesidades de transporte en Libia, ni las columnas punitivas ni las guarniciones aisladas podían contar con demasiado auxilio desde el aire.62 El ejército se reagrupó en grandes acuartelamientos, lo que significaba que el mandato de los militares italianos solo afectaba a las ciudades y a las carreteras. La Ustacha seguía adelante con su reinado de terror; los serbios recurrieron a la guerrilla para defenderse de los croatas, y además empezaron a ajustar viejas cuentas con los «apóstatas» serbios que se habían convertido al islam en tiempos del imperio otomano; los chetniks combatían contra los ustachis; y los partisanos comunistas empezaron a adentrarse en la atribulada región. Mientras el ejército intentaba controlar lo incontrolable, desde Palazzo Chigi los diplomáticos perseguían su ensoñación: la plena posesión de Croacia, «uno de los países más agradables, fértiles y ricos de Europa», que podía aportarle a Italia, y el conde Pietromarchi estaba seguro de ello, «importantes reservas de animales de granja, cereales, madera y minerales».63 El 20 de enero de 1942, Mussolini decretó que ahora Dalmacia, Eslovenia y la zona ocupada de Croacia eran «zonas de operaciones». Bastianini protestó de inmediato, y la potestad de los militares de intervenir en cuestiones de orden público se derogó. Ahora las unidades militares solo podían intervenir en caso de que las autoridades civiles les cedieran el control, pero todas las operaciones contra las formaciones rebeldes armadas eran asunto exclusivo del Ejército. Entonces, el 1 de marzo de 1942, para garantizar que el Ejército recuperara su espíritu ofensivo y combatiera para vencer, Roatta amplió las órdenes que Ambrosio había dado anteriormente.64 El entorno favorecía al enemigo porque, «queriendo o sin querer, directa o indirectamente», la población le suministraba información sobre la posición de las tropas y sus movimientos. De modo que los soldados debían estar preparados para ser atacados en cualquier momento, y
cuando eso ocurriera debían estar imbuidos de «la férrea voluntad de reaccionar golpe por golpe, con un interés del ciento por ciento». Las represalias no debían seguir la regla del «diente por diente», «sino más bien la de “cabeza por diente”». En las zonas de operaciones era preciso internar en los campos a todos los miembros de aquellas familias en las que los varones adultos se hubieran ausentado sin causas justificada. Había que tomar rehenes, y si se producían «ataques traicioneros» contra las tropas en dichas zonas, los rehenes debían ser fusilados a menos que se lograra identificar a los agresores en un plazo de 48 horas. Nunca se perseguirían las «reacciones excesivas» de buena fe. La conducta general debía ser en todo momento, como correspondía a un ejército conquistador, la de «una gran Nación victoriosa».65 Una «clarificación» emitida el 7 de abril de 1942 ordenaba que todos los rebeldes apresados, o cualquier varón desarmado que se encontrara en una zona de combate y que pudiera ser un rebelde, fueran fusilados en el acto. Nuevas instrucciones autorizaban a los comandantes a requisar el ganado y a arrasar las aldeas de quienes ayudaran a los insurgentes, y a internar a todos los habitantes de las inmediaciones del escenario de un sabotaje. Finalmente, en enero de 1943, como parte de los preparativos para la Operación Weiss, Roatta ordenó fusilar en el acto a todos los varones que se hallaran en las zonas donde se estuvieran desarrollando operaciones militares.66 Los días 2 y 3 de marzo de 1942, los italianos, los alemanes y los croatas se reunieron en la localidad croata de Abbazia (Opatija) para coordinar la campaña contra los partisanos. Por debajo de la superficie había tensiones y sospechas. Los alemanes pensaban que los italianos estaban intentado inmiscuirse en los intereses económicos de Alemania en Croacia. El OKW estaba decidido a que las tropas alemanas no estuvieran nunca bajo mando italiano. Los croatas pensaban que los italianos estaban buscando un punto de apoyo en Bosnia oriental. Ambrosio, esgrimiendo las evidencias de que los croatas no respetaban los acuerdos, pensaba que sus verdaderos objetivos eran recuperar el control de las zonas ocupadas por Italia, así como su soberanía sobre Dalmacia. Con ciertas dificultades, las tres partes acordaron que la siguiente acción conjunta se centrara en la zona del Drina al este y nordeste de Sarajevo y, a instancias de los italianos, que tuviera lugar en dos fases, en abril y mayo. En ella iban a participar tres divisiones italianas y una alemana, al tiempo que una docena de divisiones croatas
taponaban la ruta de escape hacia el noroeste. Roatta iba a tener el mando supremo, mientras que el general Paul Bader comandaría las tropas alemanas. Cualquier «rebelde» al que se sorprendiera portando un arma, o en compañía de hombres armados, debía ser fusilado sin contemplaciones. Los croatas pusieron de inmediato un par de palos políticos en las ruedas: querían que en la categoría de «rebeldes» se incluyera a las bandas serbias, y se negaban a que los chetniks colaboraran en la operación, una precondición que de hecho Cavallero había aceptado en su respuesta a Keitel.67 Ambrosio estaba convencido de que los alemanes y los croatas habían intentado excluir de Bosnia oriental a los italianos. En la reunión de Opatija por fin se había acordado que las tropas italianas permanecieran allí después de la operación y hasta que se hubiera pacificado la región, es decir, por tiempo indefinido. Ahora le correspondía a los diplomáticos la tarea de asegurarse de que «el famoso spazio vitale pase a ser una realidad efectiva».68 Roatta quería hacer un uso limitado de las unidades de chetniks contra los comunistas (a los que por el momento los chetniks consideraban un peligro mayor para su objetivo de una Gran Serbia después de la guerra que los alemanes o los italianos), pero su participación había quedado expresamente prohibida en el acuerdo.69 Cuando las tres partes se reunieron por segunda vez en Zagreb el 28 y el 29 de marzo, la política étnica pasó a ocupar el primer plano. Roatta argumentaba que, lógicamente, primero tenían que atacar a los comunistas, y después a los chetniks, pero no a ambos a la vez: «Las operaciones no pueden iniciarse empezando a disparar a una gente que no está contra nosotros y que en parte está de nuestro lado, combatiendo a nuestros enemigos». Roatta exigía garantías de los croatas de que si los chetniks daban pruebas de una colaboración leal, no fueran atacados, y de que se dejara en paz a la población serbia ortodoxa. El general Vladimir Laxa, delegado de Croacia, no rechazó la propuesta de utilizar fuerzas chetniks, y los alemanes no tuvieron más remedio que dar su consentimiento. Cuando Eugen Kvaternik, ministro de las Fuerzas Armadas de Croacia, se enteró de esa cláusula, se negó en redondo a armar a los chetniks serbios fuera cual fuera su afiliación. Hubo un frenético intercambio de mensajes sobre si había que contar o no con los chetniks. Hitler quería dejarles fuera. Cavallero suscribió la postura alemana y le dijo a Roatta que hiciera lo mismo. Roatta, al que Ambrosio le había ordenado que se asegurara de que las operaciones se llevaran a cabo «lo más deprisa posible y con la máxima
energía», intentó ganar tiempo. Empezaba a considerar a los chetniks como un importante peón en la partida, se ganara o se perdiera. Si ganaba el Eje, los italianos y los serbios podían hacer frente común contra la hegemonía de Alemania; y si perdía, cabía la posibilidad de que los serbios que se hubieran salvado de la Ustacha y de los alemanes fueran la única ayuda con la que contaría Italia para salir del caos que inevitablemente vendría a continuación.70 La primera fase de la Operación Trío comenzó el 17 de abril de 1942... pero sin los italianos. Cuando llegó el momento de ponerse en marcha, los italianos intentaron ganar tiempo, pues sospechaban que los alemanes y los croatas habían llegado a un acuerdo a sus espaldas. Después les dijeron que, gracias a los croatas, las tropas alemanas habían podido arrancar, que le habían asegurado a los chetniks que si se marchaban a casa nadie les haría ningún daño, y que los italianos ya no hacían falta. Tres días después, el general Bader comunicaba a sus superiores que la operación se había abortado «debido a la incomparecencia de los italianos».71 La segunda parte de la Operación Trío empezó el 7 de mayo, y solo duró ocho días. Las fuerzas alemanas y croatas expulsaron de Bosnia oriental a los partisanos, avanzando hasta la línea de demarcación, mientras los italianos peinaban Herzegovina utilizando a los chetniks y a los nacionalistas montenegrinos como punta de lanza de sus ataques, y con el apoyo de la artillería, los carros de combate y la aviación italianos. El informe oficial cifraba las bajas italianas en 220 muertos, 556 heridos y 173 desaparecidos; los alemanes sufrieron 27 bajas entre muertos, heridos y desaparecidos; y los croatas y los chetniks, 372 y 179, respectivamente. En la operación murieron un total de 1.646 rebeldes, 719 resultaron heridos, y 2.626 cayeron prisioneros.72 Los alemanes cifraban las bajas italianas en 7 muertos y 23 heridos.73 El 10 de mayo, los alpini entraron en la ciudad de Foc ˇ a, el cuartel general de Tito, pero los partisanos ya se habían escabullido. La operación había conseguido lo que los alemanes esperaban de ella: despejar las vías de comunicación que llevaban suministros a sus fuerzas aéreas y navales en el Mediterráneo oriental a lo largo de la línea férrea Zagreb-Belgrado-Salónica-Atenas. Sin embargo, no había borrado del mapa a los partisanos. Tito se trasladó a Montenegro central, pero los partisanos estaban demasiado debilitados para permanecer allí. Los partisanos, bajo la presión de los italianos y los chetniks, escasos de munición y de comida, y
después de exprimir sin piedad a la población local —«les quitamos hasta la porquería de debajo de las uñas»— habían vuelto en su contra a una región que anteriormente simpatizaba con ellos.74 El 22 de mayo Tito dio orden de que las unidades de la guerrilla abandonaran Montenegro y se trasladaran al sur de Herzegovina y hacia Bosnia occidental. Cuando se marcharon, los alpini de la División Pusteria peinaron el Sandžak, en el norte, mientras que algunas unidades de otras tres divisiones, con la colaboración de los chetniks, expulsaban a los partisanos de Montenegro central. La estrategia de Pirzio Biroli —obligar constantemente a los partisanos a retirarse a las inhóspitas montañas de Montenegro septentrional y central para rodearlos y aniquilarlos— había dado resultado. Los partisanos que se quedaron abandonaron los combates frontales con grandes unidades, renunciando a conquistar o a mantener el control de zonas de tamaño considerable, se dividieron en pequeños grupos, y se dedicaron a lo que Tito denominaba «guerra de guerrillas inteligente». Las principales bandas no regresarían hasta abril de 1943. Los italianos tenían que afrontar problemas crecientes en Dalmacia y Eslovenia, donde sus guarniciones se habían reducido, y empezaban a quedarse sin las fuerzas necesarias. El 17 de mayo, los jefes de Estado Mayor acordaron que el 2.º Ejército prescindiera de dos divisiones antes de que acabara el año. Ambrosio, que desconfiaba profundamente tanto de los alemanes como de los croatas, de los que sospechaba que estaban utilizando al Regio Esercito como una especie de «guardia armada», y que era consciente de las presiones a las que estaba sometido el Ejército en su conjunto, pensaba que, en vez de internarse aún más en Croacia, donde acabaría desgastándose aún más, el ejército debía proteger la vital franja costera del Adriático. Las autoridades de Dalmacia estaban preocupadas porque se estaba creando una situación «extremadamente grave», ya que un número cada vez mayor de jóvenes, animados por un creciente sentimiento nacionalista, se unían a las bandas rebeldes que «plagaban» la zona de norte a sur.75 A Ambrosio le preocupaba que los disturbios en el lado yugoslavo de la frontera de antes de la guerra pudieran extenderse a las provincias italianas de Udine y Gorizia, y los servicios de inteligencia militar confirmaron que efectivamente había bandas de rebeldes que operaban en la región de Venecia Julia con cierto apoyo local.76 Ahora Ambrosio aconsejaba una retirada a los Alpes Dináricos, la «frontera natural» de Dalmacia. En una serie de reuniones durante la segunda y la tercera semana
de mayo, Cavallero, Roatta, Grazioli y Pietromarchi acordaron retirar todas las guarniciones de la tercera zona, salvo la de Karlovac, y gran parte de los cuarteles de la segunda zona, concentrar las tropas, e incrementar sus fuerzas en Eslovenia, donde la situación había empeorado. En un esfuerzo por acordonar las posesiones de Italia, Roatta proponía despejar la frontera con Croacia en una profundidad de tres o cuatro kilómetros, cubrirla de patrullas con órdenes de disparar sin previo aviso, e internar a entre 20.000 y 30.000 personas. El proceso comenzó en junio.77 En Eslovenia, los partisanos habían iniciado su campaña de primavera tendiendo una emboscada y atentando con éxito contra el coche del general de Carabinieri Giovanni Battista Oxilia el 13 de marzo. A eso le siguieron varios ataques contra el tráfico ferroviario, y en abril atacaron a una unidad CC.NN., matando a cuatro milicianos e hiriendo a otros seis. La máquina de la represión se puso en marcha de inmediato. Robotti se quejaba de que se estuviera «deteniendo y trasladando a demasiados culpables» en vez de «pasarlos por las armas sin más». El general Taddeo Orlando ordenó a las tropas de la División Granatieri di Sardegna que fusilaran a los «hombres válidos» que sorprendieran en la zona de operaciones y fueran «reconocidos como rebeldes».78 Las redadas pasaron a estar a la orden del día, los italianos incendiaban las aldeas y fusilaban a los sospechosos de pertenecer a la resistencia. El 7 de mayo, los partisanos tendieron una emboscada a una columna de granatieri, matando al coronel Latini y a 32 soldados, e hiriendo a otros 78. Los granatieri se cobraron venganza: durante los días siguientes fusilaron a 26 «rebeldes», y una semana después a otros 14 hombres, elegidos al azar de un grupo de 70 detenidos en un pueblo de la zona y sus aledaños. El agujero negro de la violencia iba haciéndose cada vez más profundo. Había atentados contra los trenes, ataques mortales contra los soldados, y por lo menos una incursión degeneró en una batalla encarnizada, después de lo cual los italianos realizaron un bombardeo de saturación contra la zona y mataron aproximadamente a cien «rebeldes». Desde el punto de vista de un militar, aquel era un conflicto donde ya no valían las sutilezas de la guerra «civilizada». «Aquí ya no se encuentra de nada», escribía un alpino en una carta a su familia en enero de 1942, «ni para fumar, ni para comer, y la ración que nos dan es escasa, con poco pan, y nos tiene que bastar para todo el día». «Salimos de noche, y durante el viaje a pie incendiamos todas las casas, nos llevamos todo el ganado, como nos enseñaron los alemanes», contaba otro soldado. «Los campesinos se
resistían, pero los pusimos a todos en su sitio». Las mujeres y las jóvenes partisanas que caían prisioneras y eran llevadas ante un pelotón de fusilamiento —pese a vestir uniforme— morían sonriendo y gritando: «Viva el comunismo y muerte a los italianos», y escupiendo a sus verdugos. Unos niños de doce años dispararon contra los soldados, y cuando les capturaron gritaban «italiano cobarde, cerdo apestoso». Otro soldado escribía: «Esta gente tiene una gran fe y un gran odio contra nosotros […] y así nunca acabaremos con ellos en estas tierras».79 Mientras tanto, en Italia, la máquina propagandística hacía todo lo posible para convencer a la población de que todo iba bien en los Balcanes. En los cines, los noticieros que elaboraba el Istituto Luce mostraba a unos soldados seguros de sí mismos, que eran recibidos por la población local con el saludo fascista y ondeando banderas italianas. Sin embargo, las cartas que los soldados enviaban a casa, aunque eran cautas a la hora de hablar de lo que ocurría, contaban una historia distinta. Las tropas, que pasaban mucho frío, y a menudo hambre, estaban bloqueadas en las montañas cubiertas de nieve. «Hay rebeldes escondidos en estas montañas, y nosotros tenemos que ir a buscarlos y los matamos porque son mala gente, traidores», escribía un soldado a su familia a principios de 1943. Daba la impresión de que el enemigo era insensible incluso a la muerte. «Hace unos días fui con unos compañeros a fusilar a seis comunistas que habíamos capturado», escribía otro soldado en julio de 1942; «estuvieron cantando todo el rato hasta en el lugar donde los matamos […] son gente a la que le da exactamente igual vivir o morir». «A mí me gustaría más estar en Rusia, porque por lo menos allí estoy seguro de que al enemigo lo tengo enfrente, y no como aquí», escribía otro.80 Mientras los militares italianos se dedicaban a la campaña de represión, algunos creían que había mucho que aprender de la forma en que los alemanes estaban librando su guerra contra los partisanos. Las bajas italianas se debían a la blandura y a la debilidad de sus comandantes. La violencia parecía ser lo más eficaz. Los soldados que regresaban a Italia desde los Balcanes estaban entusiasmados con los métodos alemanes, empezando por el fusilamiento de los rehenes. Como comentaba un soldado de la División Sassari, los alemanes fusilaban a la gente de forma implacable, y eran temidos y respetados, «mientras que los eslavos nos dicen “bravi italiani, bravi italiani” y después nos disparan por la espalda».81 En mayo de 1942, los soldados que regresaban de Croacia
admitían abiertamente que estaban siguiendo los métodos alemanes, y que ahora «podrían competir con los alemanes en matar». Algunos criticaban la violencia, que a su juicio era contraproducente, pero aparentemente eran una minoría.82 La violencia se intensificó a lo largo de la primavera y el verano de 1942. En mayo, los partisanos capturaron a ocho carabinieri, los desnudaron y los tirotearon; dos sobrevivieron y lograron volver a su cuartel. En junio, los partisanos pararon un tren que transportaba a 600 eslovenos a un campo de concentración, liberaron a los prisioneros, y dejaron que el tren reanudara la marcha vacío. Era la señal para el comienzo de una ofensiva guerrillera que duró hasta mediados de septiembre. Los generales estaban furiosos, igual que Mussolini. El 23 de mayo, en una reunión con Roatta, el Duce exigió medidas extremas. La mejor situación era «cuando el enemigo está muerto». El Ejército tenía que tomar muchos rehenes y fusilarlos «siempre que sea necesario».83 Los partisanos conseguían hacerse con los planes de los italianos al comienzo de las operaciones, y a consecuencia de ello las batidas no conseguían ningún resultado, y los cercos fracasaban.84 Mientras los partisanos se hacían cada vez más fuertes, los puntos flacos del Ejército quedaban en evidencia: los puestos de guardia estaban mal defendidos, las incursiones se realizaban descuidadamente o de forma deficiente, y las redadas rápidamente se convertían en ejercicios de pillaje y robo. Las tropas se desmandaban y causaban estragos, robando bienes y violando y torturando a las mujeres. Robotti le dijo a sus oficiales que «las tropas siguen robando y saqueando» y que «las malas costumbres» debían «cesar», pero Roatta había instado a sus tropas a actuar con ferocidad.85 Un factor clave de la estrategia que estaban aplicando las autoridades militares y civiles italianas era el reclutamiento de auxiliares militares locales y la movilización de elementos anticomunistas declarados o potenciales. En total, los auxiliares de Eslovenia, de Dalmacia, de Kotor, de la zona independiente de Croacia, y de Montenegro, junto con distintos cuerpos de gendarmería, las bandas de musulmanes, y otras bandas locales, y las formaciones «libres» de chetniks que operaban al lado de los italianos, probablemente ascendían a 100.000 hombres, por lo menos tantos como los efectivos de las fuerzas guerrilleras. Esos intentos de enrolar a unos disidentes locales para que lucharan contra otros disidentes locales tuvieron resultados diversos. Sin embargo, en una región sí daba la impresión de que la estrategia estaba dando resultado.86 En Montenegro, Pirzio Biroli
intentaba movilizar la hostilidad y el hastío de la guerra que sentían «muchos elementos sanos» de la sociedad montenegrina por el procedimiento de darles voz en la gestión de los asuntos de su país. Con ello pretendía «nacionalizar» las bandas de irregulares montenegrinos que hasta ahora había utilizado solo de vez en cuando, y que podían internarse en las zonas a las que sus tropas regulares no podían llegar.87 Entre febrero y junio de 1942, los militares hicieron tratos con los nacionalistas «blancos» y con los chetniks, y en julio Pirzio Biroli llegó a un acuerdo «global» con el general Blažo Djukanovic´, que se erigió en jefe del Comité Nacional Montenegrino. Los montenegrinos asumieron el control de la mayor parte del país, mientras que los italianos guarnecían las ciudades y vigilaban las comunicaciones. Los «destacamentos volantes» de Djukanovic´, armados por los italianos, que a finales de año contaban con 35.000 hombres, deambulaban por las zonas rurales, apresando y encarcelando a miles de comunistas y de sospechosos de ser sus compañeros de viaje. Aquel acuerdo «global», que para un historiador había sido la «obra maestra» de Pirzio Biroli, permitió a los italianos mantener el control de Montenegro durante todo el año 1942 y parte de 1943.88 La Operación Trío solo había sido un éxito parcial: Mussolini le dijo a Roatta que, desde que él asumió el mando, la situación «no se había estabilizado sino que se había deteriorado».89 Claramente, el 2.º Ejército de Roatta estaba al límite de sus posibilidades, de modo que Cavallero y Pietromarchi acordaron que había llegado el momento de permitir que los croatas asumieran un peso mayor. Por consiguiente, el 19 de junio de 1942, Roatta firmó un acuerdo con Pavelic´ por el que los italianos se comprometían a retirar sus guarniciones de la tercera zona, dejando que los croatas se encargaran de los fortines, y cediéndoles la competencias sobre policía y orden público en la segunda zona, donde los italianos iban a mantener algunos cuarteles. Roatta se reservaba el derecho a reocupar el territorio en caso de que se produjeran nuevos estallidos de violencia. Al cabo de unos días empezaron a llegar informes de que el laxo control de los croatas estaba posibilitando el regreso a la zona de los rebeldes.90 Los croatas habían recuperado la soberanía sobre las zonas segunda y tercera, pero carecían de la fuerza militar necesaria para asumir las tareas de custodia de los ferrocarriles y de vigilancia en las zonas rurales. Los alemanes intervinieron para pedirle a los italianos que solo se retiraran a un ritmo que los croatas fueran capaces de asumir.91 Dos semanas después de
la firma del acuerdo, cayó en manos de los italianos un documento croata de una fecha anterior, firmado por el jefe de la policía croata, por el que ordenaba a sus subordinados que no empezaran a perseguir a los judíos y a los serbios de la segunda zona «durante los primeros días».92 La retirada de Roatta de la tercera zona provocó un vacío de poder. El general empezó a quejarse de que los croatas no habían cumplido su parte del acuerdo, lo que le había obligado a posponer o a descartar del todo la retirada de las guarniciones italianas y a seguir custodiando las vías férreas, y le había imposibilitado desplegar a sus tropas en acciones ofensivas móviles.93 El tira y afloja se prolongó durante todo el verano y principios del otoño: los croatas pedían armamento, munición y equipos, y los italianos seguían sin darles una respuesta. Uno de los motivos —entre otros muchos— de esa renuencia a armar a los croatas eran los informes de los servicios de inteligencia, que apuntaban a que los croatas tenían intención de formar bandas del mismo tipo que los chetniks para emprender una guerra de guerrillas contra los italianos en Dalmacia.94 Aunque los chetniks se mostraban cada vez más indisciplinados, y pese a que los generales italianos comentaban su violencia desatada, Roatta no tenía otra opción que confiar en ellos, dado que la opción de armar a su único posible «servidor», los domobrani musulmanes (tropas semi-regulares), había fracasado. De modo que, al tiempo que las tropas de Roatta se retiraban, él iba entregando a los chetniks lo que antiguamente fueron los puestos avanzados italianos. En Eslovenia, donde Grazioli estimaba que el ejército controlaba menos de la mitad de los 95 municipios de la región y menos del 10 por ciento del territorio, la crisis se intensificó.95 A principios de junio, los partisanos asesinaron a un hombre y a una mujer italianos. En represalia, los italianos fusilaron a veintidós comunistas. Robotti elaboró un plan para peinar toda la región. Se cursaron órdenes para recordarle a las tropas que había que fusilar en el acto a los rebeldes o a cualquiera que fuera sorprendido con un arma corta, a menos que se tratara de heridos, mujeres o menores de dieciocho años, en cuyo caso debían ser puestos a disposición de los tribunales militares. Se comunicó a la población que todo el que llevara a cabo actos hostiles contra las tropas italianas, todo el que fuera sorprendido portando armas o explosivos, todo el que ayudara a los rebeldes, y cualquier varón sano que fuera sorprendido en las proximidades de las zonas de combate sin una justificación válida, sería fusilado. La Operación Velebit comenzó el 16 de julio de 1942. Al día siguiente, en una visita a los
generales sobre el terreno, Roatta dio a sus hombres la potestad de parar y registrar a cualquier persona que encontraran al aire libre durante la operación y de «fusilar de inmediato a cualquier civil considerado culpable».96 El 26 de agosto, cuando concluyeron las tres primeras fases de la operación, los italianos habían matado a 1.053 partisanos, habían hecho 1.381 prisioneros, y habían fusilado a otras 1.236 personas. A finales de julio Mussolini se reunió en Gorizia con Cavallero, Ambrosio, Roatta, Robotti (XI Cuerpo) y el general Renato Coturri (V Cuerpo) para analizar la situación en Eslovenia y en los territorios adyacentes. Roatta y Robotti estaban en desacuerdo. Roatta criticaba a Robotti por no haber sido capaz de eliminar la presencia de formaciones rebeldes en amplias zonas, y Robotti argumentaba que contra un enemigo tan escurridizo las «clásicas operaciones de aniquilación» eran imposibles. Lo que él había planeado, y estaba llevando a cabo, era «una lucha intermitente contra los pequeños grupos con los que entramos en contacto durante el minucioso trabajo de peinado del territorio».97 Mussolini creía que con la invasión de la Unión Soviética, la guerra había entrado en una nueva fase, en la que la población eslava habría dejado de sentir que la bandera italiana era el menor de los males posibles. Ahora los italianos debían mostrarse dispuestos a hacer cualquier cosa «por el bien del país y el prestigio de las Fuerzas Armadas». Había que poner fin a la «tradición de gallardía» italiana. Era necesario acelerar el ritmo de las operaciones y responder al «terror» de los partisanos «con sangre y fuego». Detrás de su grandilocuencia, el Duce por fin empezaba a darse cuenta de que los militares estaban al límite de sus posibilidades. «No podemos mantener tantas divisiones en los Balcanes», les dijo a sus generales. «Tenemos que incrementar las fuerzas en la frontera occidental y en Tripolitania».98 El número de divisiones regulares del Ejército en Dalmacia y Eslovenia fue disminuyendo poco a poco durante los meses siguientes, concretamente de dieciséis en junio a trece en agosto y a once a finales de octubre de 1942. Las milicias chetniks ocuparon su lugar. A raíz del aumento del terrorismo en Eslovenia, Robotti anunció la orden de fusilar a diez rehenes por cada víctima de los partisanos. Hubo nuevas operaciones a lo largo del mes de septiembre, y para cuando finalizaron, Eslovenia estaba «de rodillas».99 Sin embargo, el enemigo no lo estaba. Los partisanos tendieron una emboscada a un contingente italiano, lo que dio lugar a nuevas batidas en la zona a lo largo de octubre y noviembre, unas
batidas que la resistencia podía burlar cada vez con mayor facilidad. Y los italianos tampoco podían cortar la llegada de refuerzos partisanos. Robotti le echaba la culpa a las autoridades civiles, que habían «entorpecido, obstruido y dificultado» la tarea del Ejército de mil maneras.100 En Liubliana se impuso el toque de queda y se realizaron redadas masivas de sospechosos. Las tropas italianas peinaban las zonas rurales, destruían las aldeas, quemaban las casas, y requisaban los bienes y el ganado. El 16 de diciembre de 1942, el general Gastone Gambara, que acababa de salir del limbo de una investigación por estar acusado de mala gestión del presupuesto militar en beneficio propio, asumió el mando del XI Cuerpo en Eslovenia de manos de Robotti. Al principio aplicó una política más comedida, relajando las restricciones en Liubliana y evitando las operaciones de búsqueda y aniquilación a gran escala. Las represalias se llevaban a cabo con más moderación, y Gambara hacía un mayor uso de las milicias locales para las tareas de represión. Durante los primeros meses de 1943, las cifras oficiales registraron una reducción de la insurgencia. Sin embargo, los partisanos seguían moviéndose con relativa facilidad por las zonas rurales, y por lo menos en una ocasión un intento mal coordinado de interceptarlos por parte de tres columnas italianas distintas acabó muy mal. Después, en abril y mayo de 1943, aquel breve interludio concluyó cuando los partisanos reanudaron sus ataques contra los ferrocarriles. Las represalias volvieron a estar a la orden del día, y aunque Gambara advirtió a sus subordinados que no debían «golpear a ciegas», dio orden de fusilar a todos los «rebeldes» que capturaran. La caída de Mussolini no provocó una disminución en la política de represión: las batidas del ejército prosiguieron hasta el 10 de agosto de 1943. En total, las campañas de contrainsurgencia en la zona italiana de Eslovenia le habían costado al Ejército 1.200 muertos, 1.974 heridos y 285 desaparecidos. Los italianos encarcelaron a aproximadamente 25.000 eslovenos, fusilaron a 1.620, y otros 2.000 murieron en los campos de concentración.101 Al tiempo que los italianos realizaban sus batidas a lo largo y ancho de Eslovenia, Tito, a la cabeza de sus partisanos comunistas, emprendió su «larga marcha» de 250 km desde Montenegro hasta Bihac´, en Bosnia occidental. El 4 de noviembre de 1942 llegaron a su destino, y tres semanas después el Congreso de Bihac´ anunció la creación del Movimiento Popular de Liberación. Los comunistas, cosa insólita, no tenían en cuenta la religión, y a consecuencia de ello reclutaron por igual a los serbios
ortodoxos, a los croatas católicos que se sentían asqueados por la violencia bestial de la Ustacha, y a los musulmanes. Aunque seguían siendo sobre todo una organización comunista —con comisarios políticos que aleccionaban a los partisanos y dirigían las brigadas proletarias y las tropas de choque recién formadas— la nuevas fuerzas se unieron bajo el estandarte del patriotismo.102 Mientras los italianos se retiraban hacia las zonas costeras, la campaña de los nazis y los ustachis para exterminar a los judíos empezó a funcionar a toda máquina. A mediados de agosto, el príncipe von Bismarck, embajador de Alemania, solicitó a Italia la entrega de todos los judíos de Croacia «para aniquilarlos». Las autoridades italianas estaban al corriente desde mediados de 1942 de que los nazis estaban exterminando a los judíos. Mussolini accedió a entregar a Alemania todos los judíos de los territorios ocupados por Italia, y a finales de ese mismo mes Pietromarchi y Castellani acordaron la forma en que debía llevarse a cabo. Roatta puso objeciones. No se podía entregar a Alemania a los judíos de las zonas italianas porque «se pusieron bajo nuestra autoridad». Entregarlos dañaría el prestigio de Italia y tendría repercusiones en los chetniks, que pensarían que en su momento también ellos serían entregados a los croatas. A la luz de la orden de Mussolini, las autoridades civiles y militares no podían negarse de plano a entregar a «sus» judíos, de modo que empezaron a responder con evasivas a los alemanes.103 A principios de diciembre, Roatta convenció a Mussolini de que habría repercusiones negativas en caso de que se entregara a los alemanes todos los judíos de la Croacia ocupada, de modo que Mussolini accedió a que fueran internados. Los alemanes siguieron presionando, y cuando Ribbentrop se reunió con Mussolini en Roma a finales de febrero de 1943, el Duce aparentemente aceptó la idea de la deportación, pero después le dijo a Robotti que «inventara todas las excusas necesarias, pero que no entregara a los alemanes ni un solo judío». Los italianos internaron a 2.261 judíos, pero negaron la entrada a muchos otros que llegaban hasta sus fronteras buscando asilo. Con ello, los italianos estaban adoptando una política parecida a la que aplicaron en la zona italiana de la Francia ocupada, y que también adoptaron las potencias del Eje en noviembre de 1942 tras los desembarcos anglo-estadounidenses en el norte de África (la Operación Torch), una política que obedecía sobre todo al empeño de los italianos de resistirse a las injerencias de los alemanes.104
«Si los Balcanes están en peligro, también lo está Italia» La derrota de las fuerzas del Eje en El Alamein, en octubre de 1942 y los desembarcos anglo-estadounidenses en el norte de África el 8 de noviembre, modificaron la estrategia de Italia y Alemania en los Balcanes. Ahora Italia se enfrentaba a una situación potencialmente catastrófica ante las nuevas amenazas, que agravaban la fragilidad de su ya de por sí precaria presencia en su litoral mediterráneo. Para Roma, ahora la estrategia en los Balcanes giraba en torno a dos asuntos: ¿qué hacer para afrontar las amenazas tanto internas como, ahora, externas? Y ¿era posible retirar algunas unidades para reforzar el norte de África? El resultado, que contó con la aprobación de Mussolini, fue una propuesta de retirar una única división del 2.º Ejército (y otra de Montenegro); replegarse aún más hacia las costas del Adriático, cediendo más guarniciones; y crear una fuerza móvil a fin de contrarrestar las acciones de los partisanos en las zonas menos vitales. Para defender las islas y las costas contra las posibles incursiones anglo-estadounidenses, y proteger la frontera con Croacia, Roatta ordenó que se hiciera el máximo esfuerzo en la construcción de fortificaciones. No iba a haber nuevas ofensivas importantes contra los partisanos hasta la primavera siguiente.105 La nueva estrategia era también, en parte, el reflejo de una debilidad que ya era palpable. La Regia Aeronautica, escasa de aviones y de combustible, quería que hubiera menos guarniciones dispersas, y únicamente en lugares accesibles por carretera incluso con nieve.106 Aunque a mediados de octubre Roatta se había comprometido con Pavelic´ a no armar a ninguna otra formación chetnik, y a mantener a las bandas bajo un control más estricto, sí tenía intención de seguir usándolas en la lucha contra los partisanos. Ante el aumento de la actividad de la guerrilla comunista, y con el fantasma de un desembarco aliado en los Balcanes, que empezaba a obsesionar a Hitler, los alemanes consideraban a los chetniks, cuyo objetivo a largo plazo era expulsar de los Balcanes tanto a los alemanes como a los italianos y restablecer una Yugoslavia federal, como un potencial enemigo en la guarida del Eje. Alemania estimaba que había 70.000 chetniks y 35.000 partisanos comunistas. Si los Aliados desembarcaban en los Balcanes, las dos fuerzas actuarían como una «fuerza de liberación» conjunta. Los alemanes querían aplastar a los partisanos durante el invierno, a fin de evitar el peligro de que los dos grupos se
aliaran en primavera y causaran graves contratiempos a las fuerzas de ocupación.107 La noticia de que los italianos planeaban replegarse a tres enclaves a lo largo de la costa (Eslovenia-Fiume, Split y Kotor-Dubrovnik-Herzegovina), y ceder siete guarniciones de la segunda zona a los croatas y otras once a los chetniks para poder crear una fuerza móvil, no le gustó nada a los alemanes, que pensaban que eso permitiría a los partisanos, que ya constituían una importante amenaza en la tercera zona, penetrar aún más en la segunda zona. El 12 de diciembre, el Comando Supremo anunció que efectivamente las tropas italianas iban a replegarse a la primera zona a fin de concentrar sus fuerzas para una ofensiva contra la guerrilla. Cuatro días después, Hitler dio orden al general Alexander Löhr de que iniciara los preparativos para la Operación Weiss a fin de volver a estabilizar la región. Mussolini estaba demasiado enfermo para asistir a la reunión con Hitler prevista para el 18 de diciembre de 1942, así que Ciano fue en su lugar y se llevó consigo a Cavallero. Hitler habló largo rato. Para afrontar la amenaza de un ataque aliado, el Eje tenía que controlar una serie de «puntos clave» —Dalmacia, Albania, Grecia, Creta y Rodas— y también necesitaba pacificar el interior a fin de garantizar sus líneas de abastecimiento por ferrocarril. Se requería una «acción brutal». Hitler, al igual que Mussolini, opinaba que tendría que haber un mando conjunto. La cuestión de quién iba a ostentarlo se dejó sin resolver. Y después estaba el asunto de qué hacer con los chetniks. En caso de un ataque aliado, sin duda Mihailovic´ y sus fuerzas se pondrían en contra de las tropas del Eje. Hitler le dijo a los italianos que Roatta debía dejar de utilizarlos como apoyo a las operaciones de Italia contra la guerrilla, y que era preciso aniquilar a los chetniks y sus ideales paneslavistas. Los italianos no debían retirarse de la segunda zona; por el contrario, debían prepararse para volver a ocupar la tercera zona. Para lograrlo hacían falta más tropas. Cavallero le dijo a los alemanes que podía conseguirlo enviando al nuevo reemplazo de reclutas que estaba a punto de incorporarse al Ejército (la quinta de 1923, cuyo llamamiento estaba previsto para la primavera siguiente), con la que podría crear grupos especiales de combate idóneos para el tipo de operaciones que debían realizar —algo manifiestamente absurdo—. Los alemanes estaban dispuestos a combatir en invierno, pero los italianos no lo estaban tanto, ni mucho menos. Durante el transcurso de la reunión, en la que se palpaba el pesimismo debido a la situación en Stalingrado, el general Keitel reconoció
que efectivamente, antes de que Cavallero llegara a Berlín en junio de 1939 para solicitar que el inicio de las hostilidades se aplazara tres años, los alemanes ya tenían decidido declararle la guerra a Polonia, y ya habían fijado la fecha.108 El amplio plan para la inminente Operación Weiss se elaboró durante la primera semana de enero de 1943. Debía abarcar una franja de terreno que iba desde el sur de Zagreb hasta la frontera de Montenegro. Durante la primera fase, los alemanes debían actuar en su zona mientras los italianos avanzaban desde la costa y contactaban con ellos; en la segunda fase, los alemanes completarían ellos solos el cerco y aniquilación de los partisanos; y en la tercera, se desarmaría y destruiría a los chetniks. En realidad, los generales italianos por ahora no tenían intención de prescindir de los chetniks. Roatta decía que eran la única «bola blanca» que tenían en la región de Croacia (una alusión al billar).109 Mussolini estaba intentando convencer a Hitler para que firmara una paz por separado con la Unión Soviética, y trasladar así el «baricentro» de la guerra al Mediterráneo, y por eso quería que los militares reconsideraran su política respecto a los chetniks. Sin embargo, Cavallero convenció al Duce de que dejara la cuestión en suspenso mientras esperaban la autorización de Alemania para utilizar a los chetniks en la Operación Weiss. El 10 de enero de 1943, Cavallero emitió sus órdenes operativas. Roatta debía desplegar tres divisiones a lo largo de un frente que iba desde Karlovac, pasando por Mostar, hasta la frontera de Montenegro. Poco después, los alemanes accedieron al empleo de los chetniks.110 La Operación Weiss I comenzó el 20 de enero de 1943, con temperaturas de 25 grados bajo cero, con un avance de dos puntas de cinco divisiones alemanas y una croata contra Bihac´ desde el nordeste y desde el sur. Según el general Paolo Berardi, de la División Sassari (en su testimonio después de la guerra), todos los comandantes locales estaban en contra de la operación, empezando por él mismo.111 El mal tiempo y la firme resistencia de los partisanos frenaban el avance alemán, que no llegó al antiguo cuartel general de Tito hasta el 29 de enero. Las bandas de partisanos, perseguidas por los alemanes, huyeron hacia el sureste en dirección a Herzegovina. En un momento dado, durante su huida, las fuerzas de Tito se encontraron con que los chetniks les cortaban el paso, pero a su vez estos fueron atacados desde la retaguardia por los alemanes, posibilitando la huida de los partisanos.112 Durante su retirada, los partisanos se toparon con la División
Murge italiana, y la arrollaron. Las fuerzas de Tito tomaron dos guarniciones italianas cruciales los días 16 y 17, y 22 y 23 de febrero. El 10 de marzo la División Murge había quedado casi completamente aniquilada. Antes de que concluyera la operación, Mussolini remodeló el alto mando italiano, destituyó a Cavallero, y nombró a Ambrosio como jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas. El 5 de febrero, Roatta fue enviado a comandar al 6.º Ejército de Sicilia, siendo relevado por Robotti. Ambrosio no estaba ni mucho menos convencido de que la Operación Weiss fuera una buena inversión, ni de si valía la pena el esfuerzo. La primera fase de la operación no estaba yendo como habían previsto los alemanes. Ahora Alemania quería comprimir el calendario original e iniciar de inmediato la segunda fase, cuando todavía ni Cavallero ni Roatta habían resuelto debidamente la cuestión de quién iba a ocupar los territorios después de despejarlos de partisanos.113 El OKW envió al general Walter Warlimont, que exigió que los italianos guarnecieran inmediatamente las zonas despejadas. Ambrosio se negó en redondo. Todo lo contrario, le dijo a Warlimont, la intención de Italia era retirar tropas de Croacia. Warlimont le explicó que la idea de Hitler era que Italia ocupara la zona despejada antes de junio para que todas las fuerzas alemanas estuvieran disponibles en caso de que se produjera una ofensiva enemiga en los Balcanes durante el verano. Ambrosio preguntó si eso se había hablado en la reunión entre Ciano, Cavallero y Hitler. «No», fue la respuesta de uno de los generales que también había asistido. La única cosa en la que los dos mandatarios se habían puesto de acuerdo era que había que desarmar a los chetniks —pero no antes de que concluyera la Operación Weiss, y aun así solo «con mucho tacto y no a corto plazo», advirtió Ambrosio.114 A Hitler no le parecía suficiente, y poco después Ribbentrop llegó a Roma con una carta del Führer. Si los Aliados intentaban un desembarco en los Balcanes, cosa que Hitler consideraba probable, los griegos, los comunistas y los chetniks de Mihailovic´ se unirían a ellos. Los alemanes debían colaborar con el general Löhr para atacar a los comunistas mientras aún quedara tiempo, considerar a Mihailovic´ un enemigo, y ayudar a desarmar tanto a los comunistas como a los chetniks.115 Mussolini convocó a todas las partes en el Palazzo Venezia. Ambrosio defendía su postura con decisión: los chetniks habían combatido bien, había que dejarles seguir, y en cualquier caso «aniquilarlos» no iba a ser fácil. Después pasó al ataque. Había escaso peligro inminente de un desembarco en Grecia mientras el Eje
controlara Túnez. En cuanto a la estrategia de la Operación Weiss, no estaba dando resultado ni podía funcionar. Weiss I había concluido, y los ataques contra las columnas de abastecimiento proseguían igual que antes de su comienzo. Con batidas no se podía pacificar un país porque al cabo de dos semanas uno volvía a la casilla de salida. Era «una utopía» pensar que las operaciones Weiss pudieran lograr un resultado consistente, y en ese caso «no debemos persistir». En Italia había «muchas necesidades». Mussolini cerró la reunión observando que primero iba la pacificación, y después se podría desarmar a los chetniks.116 Cuando Warlimont y Ambrosio se reunieron al día siguiente para resolver los detalles pendientes, el alemán exigió que se desarmara a los chetniks rápidamente. Ambrosio jugó la baza del Duce: Mussolini había dicho que la cuestión se resolvería una vez zanjado el problema de los partisanos. Los italianos iban a completar las operaciones ya en marcha, pero no se comprometían a más, porque primero tenían que pensar en ellos mismos: «Si los Balcanes están en peligro, también lo está Italia». Warlimont le dijo que los alemanes tenían intención de culminar sus operaciones contra Mihailovic´, del que siempre habían desconfiado, a diferencia de los italianos, por ser monárquico y un nacionalista serbio cuyas fuerzas estaban centradas en aquel momento en Montenegro, que era territorio italiano.117 Los italianos nunca esperaron grandes resultados de la Operación Weiss. El general Ezio Rosi, jefe del Estado Mayor del Ejército, estaba convencido de que los rebeldes lograrían burlar el cerco una vez más, y los hechos le dieron la razón: la primera fase no había conseguido apresar a los partisanos, que volvieron a aparecer por detrás de las líneas del Eje en las zonas «despejadas».118 No obstante, ahora los Balcanes formaban parte de un cuadro mucho más extenso. Mientras los ejércitos anglo-estadounidenses perseguían a las fuerzas del Eje en retirada por el norte de África, la posibilidad de un desembarco enemigo en territorio italiano o en Grecia empezó a ocupar un lugar preponderante. Ambrosio pensaba que tenía hasta mayo o junio antes de que el enemigo pudiera desembarcar en algún punto de Europa, y calculaba que necesitaba encontrar otras nueve divisiones simplemente para defender la propia Italia. Eso significaba liberar divisiones de Croacia, que ahora, para el Estado Mayor del Ejército, no era más que una estéril guerra de guerrillas que estaba socavando por igual las fuerzas y el prestigio de Italia sin obtener resultados concretos. Un repliegue hasta la costa supondría un ahorro de cuatro divisiones, y
reduciendo al mínimo la dispersión en otros teatros se podía ahorrar aún más. También era necesario defender Grecia, y eso significaba enviar más divisiones para defender Salónica, el punto más peligroso.119 Mientras intentaba racionalizar los despliegues italianos y centrar la estrategia en lo absolutamente esencial, Ambrosio tuvo que rechazar nuevas peticiones de tropas para los Balcanes. El gobernador de Albania, Francesco Jacomoni, informaba de que la propaganda comunista también iba ganando terreno allí, y pedía el equivalente a otras tres divisiones.120 En Eslovenia, el general Gambara, con 24.000 soldados de infantería, se enfrentaba a entre 10.000 y 12.000 partisanos, y necesitaba refuerzos para acabar con ellos. No le enviaron nada, salvo los relevos para cubrir las bajas en las filas.121 En cuanto a Weiss II, los italianos iban a apoyar el flanco derecho de una división de las SS en su avance por la vertiente oriental de los Alpes Dináricos hacia la localidad de Livno y hacia Herzegovina. La operación comenzó el 25 de febrero. Los alemanes asumieron el papel principal, rodearon a las unidades de Tito, y las obligaron a retirarse hacia el este hasta Montenegro, al tiempo que cuatro divisiones italianas, con el apoyo de los chetniks, defendían Mostar (y de paso así lograban mantener a los alemanes alejados de la ciudad) y hostigaban a los partisanos en su retirada. Robotti siempre quiso mantener a los alemanes fuera de Herzegovina, pero a mediados de marzo los italianos no tuvieron más remedio que conceder permiso a Löhr y a sus dos divisiones para que entraran temporalmente en la región. En una retirada hábilmente organizada, las milicias comunistas lograron desbordar a la División Alpi Graie. Después de la Operación Weiss II, los italianos se atuvieron a la letra de su vago compromiso de desarmar a los chetniks una vez que se resolviera el problema con los partisanos. Mussolini estaba de su parte, y dio orden a Pirzio Biroli de mantener acuarteladas a las tropas italianas, que avanzaban despacio, y adiestrar a los que él denominaba chetniks italianos «a hacer la guerra en los bosques y fuera de las carreteras». Ambrosio llegó a acariciar la idea de crear una fuerza de 100.000 «guerrilleros» irregulares para poder retirar ocho o diez divisiones de los Balcanes.122 La posibilidad de que el Eje tuviera que repeler un desembarco de los Aliados en Grecia llevó a lo más alto de la agenda de los alemanes el problema de un mando coordinado en los Balcanes. El general Löhr, comandante alemán de la zona sureste, quería el mando táctico de todas las fuerzas italianas y alemanas en la región, mientras que el mariscal de campo
Kesselring, en calidad de comandante en jefe de las fuerzas alemanas en el teatro sur, quería el mando supremo en los Balcanes alegando que era el flanco derecho del teatro soviético. Cavallero se había negado a poner a Geloso a las órdenes de Löhr, y ahora Ambrosio volvía a hacerlo. Era una cuestión de orgullo y de prestigio nacional. El problema práctico más inmediato era cómo equipar adecuadamente a Geloso para defender Grecia. Con la tarea de defender 4.000 kilómetros de costa con siete divisiones, de las que solo una (la Brennero) estaba razonablemente bien armada, aunque fuera con armamento anticuado, Geloso pensaba que era capaz de hacer frente a los desembarcos localizados dirigidos contra unos pocos objetivos. Le ofrecieron una división adicional, pero el pidió otras dos, en cuyo caso no solo sería capaz de «asegurar» Grecia contra un ataque masivo sino también, al disponer los italianos de más tropas que su aliado, de asumir la responsabilidad total de la defensa del país. Repeler un desembarco enemigo elevaría el prestigio del Ejército. Geloso tenía su propia solución para el problema del personal: reducir la ocupación del resto de los Balcanes a las zonas y a las vías de comunicación de mayor importancia estratégica. Pero no decía lo que proponía hacer frente a la «afluencia» de rebeldes desde las zonas circundantes que en ese caso cabría esperar, ni a los 25.000 rebeldes con los que ya tenía que lidiar.123 Su argumentación, defendida con la lógica de las academias de Estado Mayor, se vino abajo ante las muchas necesidades que Ambrosio tenía que afrontar con unos recursos cada vez menores. Al Ministerio de Asuntos Exteriores le preocupaba que el prestigio de Italia y sus derechos «preeminentes» en Croacia se resintieran a raíz de la retirada de tropas, y lo mismo opinaba el Ejército. Mientras los italianos se preparaban para la inminente conferencia de Klessheim (7-10 de abril de 1943), Ambrosio alertó a Mussolini de la necesidad de asegurarse de que los alemanes aceptaran los términos del acuerdo original con los croatas de mayo de 1941: en otras palabras, la necesidad de impedir que los alemanes se entrometieran aún más en lo que quedaba de la esfera de influencia de Italia en los Balcanes. Ambrosio excluía la posibilidad de una gran operación contra Mihailovic´, y también proponía que Mussolini planteara la cuestión de un mando único para Grecia y el Egeo.124 En Klessheim, la guerra en la Unión Soviética dominó las conversaciones políticas. Se eludió la cuestión de imponer un solo mando unificado en los Balcanes, y ambas partes acordaron una fórmula por la que dicho mando no se confirmaría
hasta que hubiera una emergencia real. Oficialmente, ambas partes acordaron la retirada gradual de las guarniciones italianas de algunos puntos de la segunda zona, y su sustitución por tropas alemanas o croatas, pero que la zona seguiría estando bajo control italiano. Ambrosio estaba decidido a que la costa del Adriático fuera defendida por las tropas italianas, que eran lo bastante fuertes como para no quedar «sumergidas». Eso significaba extenderse por zonas del litoral que hasta entonces habían estado bajo el control de los croatas. «Si nosotros no podemos impedir que los croatas se acerquen a la costa», le dijo Ambrosio a Robotti y al general Ezio Rosi, a la sazón jefe del Estado Mayor del Ejército, pero que muy pronto iba a asumir el mando de todas las tropas italianas en los Balcanes como comandante del Grupo de Ejércitos del Este, «tiene que estar absolutamente prohibido para los alemanes».125 El 15 de mayo, los alemanes lanzaron su tercer intento de borrar del mapa a los partisanos: la Operación Schwarz. Tito, que había resultado herido en la batalla del Río Sutjeska (5-10 de junio de 1943), huyó a Bosnia oriental junto con entre 3.000 y 4.000 partisanos. Mihailovic´, que también era un objetivo de los alemanes, huyó a Serbia occidental. Los alemanes desarmaron e hicieron prisioneros a 4.000 chetniks, pero sospechaban que la mayoría había logrado escapar de su tenaza gracias a la ayuda de los italianos.126 Su participación en Schwarz tuvo un coste para los italianos de 2.106 bajas entre muertos, heridos y desaparecidos, y agotó lo que quedaba de la capacidad militar italiana. Se decía que los soldados del 2.º Ejercito, de los que muchos llevaban combatiendo desde el principio, estaban al límite de sus fuerzas. Ahora que los italianos se retiraban de la segunda y la tercera zona, los chetniks eran vulnerables tanto a las represalias de los partisanos como a las ofensivas de la Ustacha. Los chetniks, que ya andaban muy escasos de armamento, estaban dejando de existir como fuerza de combate. Pavelic´, que había perdido el control de grandes sectores de Croacia, sobrevivía únicamente gracias a los alemanes, que ahora controlaban la zona y actuaban, como informaba Giuseppe Pièche, general de Carabinieri, «como si estuvieran en su casa», sin consultarle nada a las autoridades italianas ni a las croatas.127 Robotti, que había tenido que renunciar a dos divisiones (la Sassari y la 1.ª Celere), y había perdido una tercera (la Murge) durante una ofensiva enemiga, ya no podía defender su territorio. El 28 de mayo, el general Giuseppe Amico, de la División Marche, entregó oficialmente la ciudad de Mostar a los alemanes, y muy
poco después los italianos retiraron casi todas sus guarniciones restantes de la segunda y la tercera zonas. Los alemanes ocuparon su lugar. Aunque por fin los italianos estaban poniendo en práctica su plan de repliegue hasta las zonas costeras, no consiguieron el ahorro de tropas que pretendía Ambrosio. Tan solo se retiró de los Balcanes una división —la Sassari— mientras que de hecho el tamaño del 2.º Ejército y de las fuerzas italianas en Montenegro aumentó ligeramente entre enero y mayo de 1943 hasta los 234.000 y los 74.000 efectivos respectivamente.128 Preocupado ante la incesante acumulación de fuerzas aliadas en el Mediterráneo, que a su juicio apuntaban a «grandes proyectos operativos» en el Mediterráneo occidental, y obsesionado con la necesidad de defender la costa mediterránea francesa, Cerdeña, Córcega y la Península Itálica contra un posible ataque, Ambrosio dio orden a los generales destinados en los Balcanes de que no cedieran más terreno y pasaran a la ofensiva contra los partisanos en Herzegovina y Montenegro. Pero, les advertía, no había más tropas para ayudarles. De modo que tenían que colaborar entre ellos, utilizando fuerzas de las zonas de los demás y todas las unidades amigas que pudieran intervenir. Eso no incluía a los chetniks, dado que desde Londres se les estaba animando a colaborar con los partisanos. Había que vigilarles de cerca, y era preciso desarmar a las unidades dudosas en cuanto manifestaran «los primeros síntomas de infidelidad».129 Y ahora también era preciso vigilar cuidadosamente al Ejército. Había que vigilar y «regenerar» a los soldados impresionables, a los vacilantes, a los que se mostraran poco agresivos, ordenó Roatta (que volvía a desempeñar el cargo de jefe del Estado Mayor del Ejército), pero todo aquel que diera muestras de «indisciplina, debilidad, derrotismo o desorden» debía ser conducido ante un paredón y fusilado.130 Y en efecto, seis semanas después, 28 alpini fueron fusilados por haberse rendido a los partisanos sin presentar batalla. A principios de junio, el 2.º Ejército ya había replegado sus tres cuerpos hasta la costa, donde tomaron posiciones en los alrededores de Senj, en la zona de Zara-Split, y entre Dubrovnik y Kotor. Un mes más tarde, después de que el Comando Supremo aprobara un acuerdo entre Pirzio Biroli y Löhr, los italianos empezaron a desarmar, un tanto a regañadientes, a los chetniks. Pirzio Biroli, que al igual que numerosos comandantes que estaban a sus órdenes, deploraba profundamente haber dejado en la estacada a sus antiguos aliados, dejó el puesto el 1 de julio de 1943, siendo relevado por el general Curio Barbasetti di Prun. Para entonces, a los generales les
parecía evidente —igual que ya se lo parecía a sus tropas desde hacía tiempo— que los partisanos llevaban la voz cantante en la guerra. «Estos partisanos han maniobrado magníficamente» reconocía con rabia el general Gambara «y han sabido “darle esquinazo” a nuestros batallones siempre que han querido».131 Los desembarcos aliados en Sicilia el 10 de julio obligaron a Ambrosio a acelerar la retirada italiana de los Balcanes. En agosto, Ambrosio decidió que había que sacar tres divisiones de la región y permitir que los alemanes relevaran a las tropas italianas en los márgenes de la primera zona. Los chetniks iban a recibir un nuevo balón de oxígeno: en vísperas del armisticio, el Estado Mayor planeó pedir su colaboración contra los comunistas, y utilizarlos «caso por caso» para ayudar en las tareas de seguridad en zonas específicas.132 Antes de que pudieran llevarlo a cabo, el Gobierno interino de Badoglio huyó de Roma, y los alemanes asumieron el control de los Balcanes. Cuando, el 8 de septiembre de 1943, se anunció la noticia del armisticio de Italia, las tropas de los Balcanes, a las que no se había dado aviso previo, tuvieron que arreglárselas por su cuenta. Algunos generales se comportaron admirablemente, otros no. En Split, Umberto Spigo dejó a sus hombres a merced de los alemanes. En Dubrovnik, Giuseppe Amico y sus hombres lucharon hasta el final; Amico y numerosos oficiales a sus órdenes fueron fusilados por los alemanes el 13 de septiembre. Guido Cerruti, comandante de la División Isonzo, que llevaba en contacto con los partisanos desde el mes de agosto, se unió a ellos como soldado raso; Rosi fue a parar a un campo de prisioneros alemán; y Gambara se unió a la República de Salò de Mussolini. La totalidad de la División Venezia se unió a los partisanos, igual que lo que quedaba de las Divisiones Taurinense e Italia, junto con otras unidades más pequeñas. En total, se calcula que 7.000 soldados italianos cayeron combatiendo con los partisanos yugoslavos a partir del 8 de septiembre de 1943.133 Una odisea griega Una vez derrotado el Ejército griego, los alemanes podían optar por dejar la mayor parte del resto del país a sus aliados. «Que las fuerzas de ocupación italianas sean capaces de dominar al Gobierno griego o no, no es asunto nuestro», comentó Jodl.134 Los alemanes dividieron el territorio del país derrotado y asumieron el control de Atenas y El Pireo, Salónica, las islas de
Lesbos, Lemnos y Quíos, y el oeste de Creta, dejando el resto en manos de los búlgaros, que ocuparon la mayor parte de Tracia y una parte de Macedonia oriental, y de los italianos. Todo lo relativo a la defensa y la administración del resto del país se dejó en manos de los italianos, y las autoridades alemanas recibieron la orden «en particular, de rechazar cualquier petición de mediación por parte de los griegos».135 A finales de julio de 1941, once divisiones italianas guarnecían Grecia: tres en Epiro, tres en el Peloponeso, tres en Tesalia, al este del Macizo del Pindo, y dos en las Islas Jónicas y en las islas griegas del Egeo. Dos meses después, estallaban las revueltas en Tracia y en la Macedonia griega. El SIM informaba de que se estaba gestando «una violenta campaña irredentista», concebida para consolidar los derechos de Bulgaria sobre las regiones vecinas, y especialmente sobre Salónica. En la represión que tuvo lugar a continuación, hubo 15.000 muertos y entre 70.000 y 200.000 deportados. Los griegos huyeron a las zonas ocupadas por Italia y por Alemania.136 En el norte de Epiro, donde los albaneses intentaban hacer realidad su sueño de una Gran Albania, una milicia fascista formada por albaneses musulmanes se dedicó a perpetrar pogromos contra los griegos y los judíos. Desde un principio se esperaba que el Ejército de ocupación italiano en Grecia se comportara como un conquistador implacable, igual que las tropas de Dalmacia, Eslovenia y Montenegro. Las relaciones entre vencedores y vencidos empeoraron cuando, poco después de la guerra entre Italia y Grecia, una comisión italiana investigó el trato dado por Grecia a los prisioneros de guerra italianos. La comisión reveló que los prisioneros italianos habían sido víctimas de robos, de un trato inhumano —los heridos leves y los que habían sufrido daños por congelación fueron obligados a caminar hasta los campos de prisioneros, y algunos que ya no podían andar habían sido fusilados en el acto— de palizas, de privación de alimentos, y tuvieron que realizar trabajos forzados. Algunos antiguos prisioneros se quejaron de que les habían obligado a desfilar por las calles de Atenas y otras grandes ciudades para ofrecer «a los habitantes un espectáculo y una ocasión para que desahogaran, de las formas más viles, sus sentimientos».137 Los soldados, que tenían que comportarse de una forma «intachable en todos los aspectos», recibieron la orden de no confraternizar con la población local, como corresponde a los vencedores. Cualquier acción hostil contra los campamentos o los depósitos militares, o contra los suministros públicos, debía afrontarse, en caso necesario, con la fuerza.
Al cabo de pocas semanas, la invasión de la Unión Soviética por Alemania planteó la posibilidad de una insurrección instigada desde el extranjero. El general Carlo Geloso avisó a sus subordinados de que no debían dispersar sus tropas en guarniciones pequeñas y aisladas, sino concentrarlas cerca de los principales núcleos de población para poder dominarlas con fuego artillero y enviar infantería rápidamente cuando y donde fuera necesario.138 Al tiempo que en las paredes empezaban a aparecer pintadas de «V de Victoria» y de la hoz y el martillo, los invasores tenían que hacer frente a una población que era anti-italiana, en gran parte desempleada (sobre todo en Creta), y que estaba controlada por una Policía cuya colaboración con los ocupantes era más apariencia que realidad. Geloso estaba dispuesto a tomar algunas medidas para mejorar la situación, como por ejemplo poner en marcha un pequeño programa de obras públicas para la construcción de carreteras en Creta, o pedir a Roma que enviara harina. Pero el fundamento del orden debía ser la firmeza absoluta. Todo el que fuera sorprendido encabezando actos de «desorden» o de sabotaje debía ser fusilado en el acto.139 El general Giuseppe Pafundi le recordó a los comandantes de las divisiones del VIII Cuerpo la necesidad de grabar a fuego en la mente de sus soldados «el concepto de estar siempre preparados para rechazar cualquier acto hostil con una reacción inmediata y violenta». Era necesario «controlar y dominar» a la población.140 En 1941, al tiempo que en Grecia continental, en el Peloponeso y en las islas, iban formándose grupos grandes y pequeños de resistentes, el ejército italiano llevaba una vida relativamente apacible, mientras que la población griega tenía dificultades simplemente para sobrevivir. Hasta 1942, cuando empezó a deteriorarse la situación en materia de seguridad, los soldados italianos prácticamente solo tuvieron que aclimatarse a lo que a algunos les parecía un país muy extraño. «Los paisanos (borghesi) son como los abisinios» contaba Ferdinando Armando (que después desapareció combatiendo en la Unión Soviética) en una carta que escribió a su familia en 1942, «sus casas son como las de los zorros, y vaya usted a saber lo que comen». Para un oficial veneciano, Grecia era «un desierto de rocas blancas». Para un napolitano era «frío […] con un aire poco denso, bosques, bosques, bosques». En las amplias zonas costeras, la malaria era tan generalizada que se crearon «batallones de enfermos de malaria» no aptos para el combate.141
Si bien todo parecía estar relativamente en calma, Geloso era plenamente consciente de que se enfrentaba a una situación «compleja y difícil». El Gobierno griego se mostraba pasivo e incapaz; la policía, las administraciones locales, y el clero ortodoxo, eran hostiles en distintos grados, la mayoría de la clase intelectual estaba «decididamente contra nosotros», y los ex oficiales del Ejército griego estaban volviendo a reagruparse en secreto en sus antiguas unidades. Hasta el momento, la inmensa mayoría de la población no había dado muestras de una hostilidad abierta, pero Geloso sospechaba que, de contar con los medios necesarios, sí manifestaría abiertamente su odio a los italianos. El problema principal era el hambre. Si las autoridades conseguían hacer algo para solucionar el problema de los alimentos, sería posible ganarse a una población que ideológicamente no simpatizaba con el comunismo.142 Grecia todavía no era un barril de pólvora, pero por todas partes había gran cantidad de material combustible. La guerra y la ocupación tuvieron exactamente los efectos que temía Geloso. A medida que se consolidaba la ocupación italiana, la economía griega, ya debilitada a consecuencia de la guerra europea, se contrajo rápidamente. En cuestión de meses, una flota mercante de 1.200.000 toneladas se redujo a 60.000 toneladas; en 1941 la producción agrícola disminuyó un 25 por ciento respecto a 1939; y la producción industrial disminuyó un 66 por ciento debido a la escasez de materias primas. La renta nacional se redujo a la mitad, y los costes de la ocupación se llevaron el 40 por ciento de lo que quedaba. A medida que se aproximaba el invierno, las políticas de la ocupación no hicieron más que empeorar las cosas. Las importaciones de trigo alemán e italiano, que en cualquier caso solo bastaban para dar de comer a Atenas y a El Pireo, muy pronto se retrasaron, y el 1 de noviembre los alemanes encomendaron la responsabilidad de aprovisionar a toda Grecia —incluidas las zonas ocupadas por Alemania— a los italianos, «dado que Grecia se encuentra en la esfera de influencia de Italia».143 Los alemanes se negaron a permitir las exportaciones de trigo de Macedonia, la única región que tenía superávit de producción respecto a la demanda y, según Geloso, agotaron la producción de patatas de la que dependían los griegos como alternativa al trigo.144 Para un país que incluso en tiempos de paz dependía de la importación de productos alimenticios para complementar la producción interior, los efectos fueron catastróficos. El coste de la vida se disparó. En diciembre de
1942 era 156,5 veces mayor que en abril de 1941, el mercado negro empezó a funcionar a toda máquina, y en octubre de 1941 se registraron los primeros casos de muerte por inanición en Atenas y El Pireo. La Cruz Roja y la Iglesia católica, representada por el cardenal Roncalli (el futuro papa Juan XXIII) tomaron todas las medidas posibles para paliar los efectos de la hambruna. Por lo menos un regimiento italiano compartió sus víveres, a su llegada a Atenas, con sus famélicos habitantes. A pesar de todo, la tasa de mortalidad aumentó: en los doce meses transcurridos entre octubre de 1941 y septiembre de 1942, las muertes registradas en Atenas aumentaron a más del triple, llegando a la cifra de 49.188. Italia prestaba ayuda directa a los habitantes de Lesbos y Samos, que se habían visto especialmente afectados debido a la prohibición de pescar, sobre todo de noche. En total, es posible que fallecieran 250.000 personas entre 1941 y 1943 como consecuencia directa o indirecta de la hambruna en Grecia. En 1943, cuando ya era demasiado tarde, Italia y Alemania acordaron que debían compensar a los griegos por los alimentos que les habían incautado previamente.145 A lo largo de 1942, un acuerdo entre los alemanes, los italianos y los griegos cifraba los costes de la ocupación en 1.500 millones de dracmas al mes, repartidos a partes iguales entre las dos potencias ocupantes. Lo cierto es que los alemanes exprimieron mucho más a Grecia, y el nivel de sus requisas llegó a ser motivo de preocupación para los italianos. En una escala que hizo Mussolini en Atenas a finales de julio de 1942 en su viaje de vuelta desde el norte de África, el Duce vio por sí mismo el precio humano que estaban pagando los griegos: durante el invierno anterior habían muerto de hambre 24.000 personas. Grecia, que hasta entonces se había mantenido tranquila, podía dejar de ser un país en orden y en calma. Eso no sería beneficioso para el Eje. Solo había una forma de evitar el peligro, le dijo Mussolini a Hitler: «Aligerar los costes de la ocupación». Los alemanes, que se estaban cobrando 30.000 millones de dracmas al mes en concepto de «gastos militares», frente a los 6.000 millones de dracmas al mes de los italianos (a los que había que sumar otros 15.000 millones para pagar a las tropas de ocupación del Eje) no tenían intención de reducir las tarifas. Para evitar el peligro de quedarse solos en caso de que estallara una insurrección, los italianos contemplaron brevemente la posibilidad de compensar ese dinero por el procedimiento de abonarle el saldo a los alemanes una vez que los griegos pagaran lo que pudieran.146 Para mejorar la situación, Mussolini estaba dispuesto a fomentar la intervención de la
Cruz Roja Internacional en Grecia, y en octubre de 1942 llegó a Atenas una delegación de la organización. A partir de ese momento se empezó a repartir leche condensada y fresca para los niños pequeños, se enviaron cargamentos de grano —en agosto de 1942 empezaron a llegar regularmente cargamentos de trigo canadiense— y también se llevaron medicinas. Los economistas y los financieros italianos y alemanes hicieron pequeños ajustes para resolver el problema, por ejemplo cerrando la frontera con Tracia para impedir que los griegos huyeran del territorio controlado por Bulgaria, pero después, en enero de 1943, le endosaron a Grecia otros 20.000 millones de dracmas de deuda a fin de construir fortificaciones por todo el país y poder afrontar la amenaza de un ataque británico. En total, entre agosto de 1941 y marzo de 1943, los alemanes sacaron del Banco Nacional de Grecia 187.910 millones de dracmas, y los italianos retiraron otros 71.970 millones. En junio de 1943, Vincenzo Fagiuoli, delegado especial italiano para asuntos económicos, sospechaba que los griegos estaban entregándole a los ocupantes las sumas que pidieran e inflando su divisa por el procedimiento de imprimir más billetes de banco, simplemente con la intención de provocar el caos financiero.147 Durante 1942 las fuerzas de la resistencia griega fueron convergiendo paulatinamente. En enero y marzo hubo protestas en Atenas, organizadas por el Frente Nacional de Liberación (EAM) y en junio hubo huelgas en las zonas rurales del Peloponeso. Geloso, confiando en que conjuntamente sus tropas y la gendarmería estaban conteniendo el «bandolerismo» dentro de unos niveles normales, comunicó a Roma que, de acuerdo con la línea de Ciano, que desaconsejaba el «excesivo rigor», estaba intentando evitar las represalias, el fusilamiento de rehenes, y «barbaridades similares».148 Al mismo tiempo, Geloso tomó medidas para intentar impedir que los soldados se tomaran la justicia por su mano a título individual y que saquearan a la población local —sobre todo porque podían morir en el intento— y advirtió a sus subordinados de que no debían excederse en la quema de viviendas sospechosas de dar cobijo a los rebeldes.149 Los primeros grupos armados de andartes (partisanos) se formaron en Epiro a finales del verano, y el 9 de septiembre atacaron y aniquilaron una guarnición italiana en Rika, en Grecia central. Después llegaron nuevos ataques contra cuarteles italianos en Grecia central y, posteriormente, en Tesalia y en Epiro. El ejército respondió recurriendo al tipo de tácticas que ya se estaban utilizando en los
Balcanes. La consigna era «firmeza serena pero inexorable» con la población, y el Ejército no debía mostrar «ni piedad, ni la mínima duda con los bandoleros y con quienes les ayuden».150 Había que fusilar en el acto a los «bandidos» detenidos y a todo el que fuera sorprendido portando armas de forma ilegal, destruir las aldeas en un radio de trece kilómetros alrededor del lugar de un ataque, tomar rehenes (incluso mujeres y niños donde no hubiera varones mayores de dieciocho años), internar a los civiles en campos de concentración, y advertir a los «bandoleros» de que por cada soldado que mataran o hirieran serían fusilados diez rehenes. Ahora el Ejército italiano estaba quebrantando sus propias leyes: a mediados de agosto, el jefe del Estado Mayor de Geloso informaba a los tres comandantes de cuerpo que, legalmente, los rehenes tenían derecho a ser tratados como prisioneros de guerra y no podían ser ejecutados.151 Ahora, la política era de una brutalidad un tanto matizada: incendiar las aldeas donde se hubieran refugiado o abastecido los rebeldes debía considerarse una medida «absolutamente excepcional», y que generalmente había que evitar, porque, como señalaba Geloso, podía alentar a los hombres a unirse a los grupos rebeldes, y generar un «espíritu de odio y rebelión» contra las fuerzas ocupantes, lo que «redundaría totalmente en beneficio del enemigo».152 Entre octubre de 1942 y agosto de 1943, los italianos arrasaron total o parcialmente 82 pueblos y destruyeron 14.888 hogares. Entre diciembre de 1942 y finales de septiembre de 1943 mataron a 1.526 civiles en 29 operaciones de represalia. En nueve pueblos de la región de Trikkala mataron a todos los hombres. Durante el verano de 1942, en la ciudad portuaria de Mitilene (Lesbos), los italianos ametrallaron a docenas de civiles y arrojaron al mar los cuerpos metidos en sacos.153 El 25 de noviembre de 1943 el Ejército Popular de Liberación Nacional (ELAS), controlado por los comunistas, y la Liga Nacional Republicana Griega (EDES), de orientación nacionalista republicana, junto con el primer contingente militar británico, atacaron el viaducto ferroviario de Gorgopotamos, en la línea Atenas-Salónica. El mes siguiente, haciendo caso omiso de las protestas de los italianos, los alemanes asumieron la vigilancia de dicha línea férrea, y se dictó la orden de despejar en un radio de diez kilómetros las inmediaciones de cualquier instalación ferroviaria importante, y de fusilar a todo el que fuera sorprendido dentro de dicha zona.154 Al finalizar el año, y con el aumento de la actividad de los partisanos, la hostilidad hacia los ocupantes italianos fue en aumento. La
opinión pública se estaba volviendo en contra de los italianos, además de contra los alemanes. A nivel local, eso obedecía en parte a la propaganda de los Aliados y en parte a las retiradas del Eje en el norte de África. Las detenciones masivas, la escasa disciplina entre las tropas, y el espectáculo de unos jefes y generales dedicándose a la buena vida, donde las mujeres y los deportes ocupaban un lugar destacado, también tenían la culpa. La confiscación de las casas privadas que posteriormente los oficiales utilizaban para algún que otro «ménage irregular» provocaba una especial indignación en los atenienses, que hasta entonces se habían mostrado leales.155 Los programas de radio de los Aliados se referían despectivamente a los italianos como el corpo erotico di occupazione. Geloso, que tenía que hacer frente no solo a una creciente insurrección por parte de los andartes sino también a la posibilidad de un desembarco aliado, solicitó el uso de las fuerzas italianas en Albania como reservas para Grecia, aunque la petición le fue denegada, y más suministros, sobre todo de combustible. Con la llegada de la primavera, los grupos rebeldes empezaron a desplegarse desde las montañas de Grecia septentrional y central, reclutando a su paso un número cada vez mayor de griegos, a los que armaban con el armamento que capturaban en los puestos avanzados italianos o que lanzaban los Aliados desde el aire. Los andartes atacaban a los destacamentos del Ejército italiano —en una ocasión con un contingente de 800 hombres—, tendían emboscadas a los grandes convoyes de vehículos y hacían prisioneros a sus ocupantes. Arrollaban los pequeños puestos guarnecidos por los Carabinieri y la Guardia di Finanza, saboteaban las vías de comunicación por tren y carretera, y durante el mes de marzo y principios de abril los andartes asaltaron cuatro cárceles y liberaron a los presos. A mediados de abril de 1943, los partisanos ya habían llegado hasta el golfo de Corinto, al sur de Grecia, y amenazaban el Peloponeso.156 El 3 de febrero de 1943, Geloso promulgó una directiva que establecía el principio de responsabilidad colectiva por las acciones de los partisanos. Las unidades italianas, que ahora estaban oficialmente autorizadas a aterrorizar a la población en general, reaccionaban violentamente a la creciente actividad guerrillera. Una de las peores masacres tuvo lugar en el pueblo de Domeniko y alrededores el 16 de febrero. Después de repeler un intento de emboscada, los italianos fusilaron en el acto a 20 rehenes, ajusticiaron a otros 135 poco después, y arrasaron el pueblo.157 El Ejército,
bajo la presión creciente de los andartes, cuyos efectivos, según las estimaciones de las autoridades militares, ascendían a 20.000 hombres, empezó a retirar las guarniciones de las regiones centrales de Grecia y a recurrir a «enérgicas acciones de represión». El 13 de junio de 1943, el general Cesare Benelli, de la División Pinerolo, emitió la orden de que si se producía algún sabotaje en la línea férrea Larissa-Volos o contra los trenes que circulaban por ella, se fusilara a cincuenta griegos. Al tiempo que los italianos fusilaban a los combatientes e incendiaban las aldeas, los grupos de partisanos aumentaban y extendían su control sobre grandes sectores de Epiro, del Macizo del Pindo y del Peloponeso. Grecia iba poco a poco escapando al control de Geloso. El 3 de mayo de 1943, Geloso fue apartado del mando tras negarse a colaborar con el general Löhr, comandante del teatro sureste, y a entregarle a los judíos, siendo relevado por el general Carlo Vecchiarelli. Dos semanas después, Ambrosio envió un virulento memorándum a los comandantes de teatro en Grecia, el Egeo y Montenegro. Denunciaba que los oficiales superiores vivían muy por encima de sus medios y se dedicaban a la especulación financiera, el contrabando y el tráfico de divisas. Los comandantes tenían que ponerle fin de inmediato, empezando por lo más alto del escalafón.158 Abundaban las historias sobre la promiscuidad sexual de los italianos. Un general del que no se citaba el nombre era famoso por haber ordenado a la dirección del hotel de Atenas donde se alojaba que le tuviera constantemente abastecido de mujeres jóvenes —«cada noche debía presentarse en su habitación una distinta, puntualmente a la hora indicada».159 Se puso en marcha una investigación sobre la incapacidad de Geloso para mantener bajo control a sus oficiales superiores, entre informes que hablaban de oficiales que desviaban los víveres destinados a las tropas, que regalaban joyas y otros objetos de valor a las mujeres griegas, y que traficaban con divisas. El propio Geloso fue acusado de proteger a una mujer griega que era una conocida agente de los servicios de inteligencia británicos, de agasajar a los griegos y ser agasajado por ellos «con sospechosa frecuencia», y de enviar a su familia joyas, obras de arte, alfombras y otros artículos de valor obtenidos con la ayuda de mujeres griegas. Un informe de los Carabinieri sobre la mala gestión a gran escala de todos y cada uno de los aspectos de la política que se llevaba a cabo en Grecia hablaba de «inercia, molicie, desorden moral de nuestros jefes y sus
subordinados; vida de ocio y de placeres; intrigas con mujeres y especuladores; tramas de espías y de aventureros; todo un estilo en marcado contraste con las exigencias y los imperativos de la guerra, que ha llevado al desenfreno y al escándalo».160 Una vez concluida, la investigación recomendaba la expulsión del Ejército de cuatro generales y otros veintiséis oficiales superiores por una serie de fechorías que incluían aceptar sobornos, operaciones económicas ilegales, conductas deshonestas y «relaciones indecorosas con mujeres de toda índole».161 Mussolini consideró a Geloso el responsable último de una situación «sumamente deplorable» que había socavado el prestigio de las Fuerzas Armadas. Cuando Geloso alegó desconocimiento de las acusaciones concretas que se habían formulado contra él y pidió el reconocimiento oficial de su «intachabilidad», el Duce le ignoró.162 A principios de julio, el general de Carabinieri Pièche advertía a Roma de que ahora toda Grecia se encontraba en un estado de insurrección declarada o potencial, y que solo estaba aguardando el momento propicio para sublevarse contra el régimen ocupante. El reciente fusilamiento de rehenes en represalia por el sabotaje de un buque italiano fondeado en el Bósforo había puesto en pie de guerra a los atenienses. Los comunistas estaban soliviantando a la población y, tras una huelga de los bancos que duró quince días, se convocó una serie de manifestaciones que aparentemente tenían motivaciones económicas, pero que en realidad eran de carácter político. Los comunistas estaban haciendo todo lo posible por extender la huelga general desde Atenas al resto de Grecia. Todo el país se preparaba para la inminente insurrección. Los fusilamientos de rehenes, los encarcelamientos indiscriminados, y el arrasamiento de los pueblos contribuían a «exasperar los ánimos y a crear mártires de la idea nacional». Era necesario emplear la fuerza para dominar a la gente, pero sin «apartarse de ese sentido de la justicia que tenía que ser el fundamento de nuestro patrimonio de justicia».163 Si Pièche esperaba provocar un replanteamiento de la política de los italianos en materia de contrainsurgencia, no lo logró. El ritmo de las operaciones contra la insurgencia fue en aumento, hasta el punto de que, entre junio y agosto, se producían prácticamente a diario. La Armada y la Fuerza Aérea unieron sus fuerzas para el bombardeo de los pueblos, y los carabinieri también hacían su parte en las tareas de destrucción. Las operaciones incluso se intensificaron tras la caída de Mussolini el 25 de
julio de 1943. Los italianos destruían aldeas, requisaban el ganado e imponían multas, pero aparentemente dejaban en paz a las muchachas y las jóvenes griegas.164 La propaganda de la resistencia aumentó a raíz de la desaparición de Mussolini. En Atenas se repartían octavillas instando a los soldados italianos a exigir su repatriación y la paz. Cuando los partisanos capturaban a algún soldado italiano, a menudo lo ponían en libertad al cabo de unos días para hacer hincapié en la distinción que querían hacer, y hacían, entre los italianos y los alemanes. Durante los primeros días de septiembre, mientras el Gobierno de Badoglio intentaba sacar a Italia del Eje, el Ministerio de Asuntos Exteriores italiano intentaba dar un vuelco a la política aplicada en Grecia. Si se pretendía que los militares asumieran plenos poderes de manos del Gobierno civil griego, era preciso dejar la mayor parte del territorio en manos de los alemanes, no de los italianos. Las tropas italianas debían replegarse a las inmediaciones de la frontera con Albania y al litoral. La población civil debía ser tratada conforme a los «principios de legalidad» y a las «normas de carácter humanitario». Si se sorprendía a algún partisano portando armas, la decisión de fusilarle o no le correspondía a los militares, pero había que excluir «del modo más absoluto» el empleo «de represalias y el trato a los rehenes de formas contrarias al derecho internacional».165 Puede que solo se tratara de un intento del Ministerio de Asuntos Exteriores de darle la espalda al fascismo o tal vez era simplemente otro ejemplo de lo fácil que le resultaba a muchos funcionarios fascistas vivir con la cabeza en las nubes y los pies en el fango. Tres días después de la caída de Mussolini, el general Löhr asumió el mando de los 172.000 soldados italianos de Grecia continental. Anticipándose a la siguiente jugada de su aliado, los alemanes empezaron a apretar las tuercas. Una orden de la Wehrmacht prohibió que los soldados italianos circularan en grupos de más de dos personas. Y los malos presagios se cumplieron cuando los alemanes mataron a 100 soldados de una guarnición de Corinto porque habían anunciado que querían volver a casa. El 9 de septiembre, cuando llegó la noticia del armisticio italiano, los alemanes actuaron deprisa, conforme a un plan preconcebido, y se hicieron cargo de los almacenes y los depósitos de munición del Regio Esercito, al tiempo que sofocaban cualquier intento de resistencia. Löhr le comunicó a Vecchiarelli que sus soldados tenían que combatir como parte del Grupo de Ejércitos Este alemán o rendirse incondicionalmente. Ambrosio dejó la
decisión en manos de los comandantes de los 63.000 hombres del mando del Egeo, pero les aconsejó que desarmaran a los alemanes si consideraban que podía haber algún conflicto. El general Vecchiarelli ordenó a las tropas de Cefalonia que no emplearan la fuerza contra los alemanes si estos no lo hacían y no, «repito, no», hacer causa común ni con los «rebeldes» ni con las tropas anglo-estadounidenses en caso de que desembarcaran.166 En Cefalonia, los oficiales y la tropa de la División Acqui decidieron combatir, junto con algunos carabinieri, guardie di Finanza y marineros. Los italianos, en clara inferioridad numérica, lucharon a la desesperada hasta el 24 de septiembre. A continuación los alemanes fusilaron a 155 oficiales y a 4.750 soldados. Unos pocos cientos lograron huir y se unieron a los partisanos. Rodas cayó en manos de los alemanes, con la ayuda de los «camisas negras» fascistas locales, tras dos días de combates, y 40.000 italianos pasaron a ser prisioneros de guerra. Cos también cayó; Simi y Leros resistieron, con ayuda de los británicos, hasta noviembre; Samos e Icaria fueron rápidamente ocupadas por los británicos. La ignominiosa huida de Roma del Gobierno de Badoglio benefició a los andartes, que se hicieron con un gran stock de armamento. Algunos italianos —entre ellos una división entera— se pasaron al bando de los partisanos. Ocho meses después de que los alemanes se hicieran con el control de Grecia, en las colinas había aproximadamente 10.000 italianos combatiendo al lado de los andartes contra su antiguo socio del Eje.167
7. EL AÑO DEL DESTINO
L
a entrada de Estados Unidos en la guerra contribuyó a llevar a la Italia fascista al borde del precipicio al cabo de un año. El día en que los japoneses atacaron Pearl Harbor (7 de diciembre de 1941), los servicios de inteligencia militar italianos pronosticaron que Estados Unidos tardaría entre seis meses y un año en instruir y equipar debidamente a su Ejército para poder afrontar una guerra.1 Cuatro días después, Mussolini anunció que, en conjunto, Italia, Alemania y Japón tenían 250 millones de hombres bajo su estandarte, la garantía de una victoria segura. Según los datos oficiales, la multitud que se congregó en Piazza Venezia aplaudió y silbó en señal de aprobación. Pero a Ciano, que estaba allí, la manifestación no le pareció «muy calurosa».2 La entrada de Japón en la guerra parecía prometer cosas buenas. La rápida pérdida del suministro de caucho desde Malaya probablemente iba a desbaratar todos los preparativos de guerra tanto de Gran Bretaña como de Estados Unidos. El aluvión de victorias japonesas en el Pacífico alentaba la convicción de que ahora los británicos iban a tener que retirar una parte de su esfuerzo bélico del teatro europeo a fin de defender Australia e India. Y parecía que seguramente Estados Unidos iba a concentrar su atención en el Pacífico. La Armada italiana estaba especialmente entusiasmada ante la perspectiva de una disminución de la presión naval británica en el Mediterráneo, ante la posibilidad de realizar operaciones conjuntas con los japoneses en el Índico, y de acceder a los recursos petrolíferos que tarde o temprano acabarían cayendo en manos del Eje. Pero todas aquellas esperanzas al final se quedaron en nada.3 Tres semanas antes de que Estados Unidos entrara en la guerra, el SIM pronosticaba que, con un presupuesto de 66.000 millones de dólares, Estados Unidos podía equipar un ejército de 1.750.000 hombres a lo largo de 1942 y unas reservas de 3 millones, que era capaz de botar dos barcos mercantes de 8.000 toneladas al día, y que durante 1943 iba a producir 50.000 aviones y 25.000 carros de combate. Cuando el presidente Roosevelt anunció en su Discurso sobre el Estado de la Unión del 6 de enero de 1942
que el programa de producción de guerra para ese año ascendía a 56.000 millones de dólares —más de la mitad de los ingresos anuales estimados del país— esa cifra se consideró pura propaganda, «al ser muy superior a las posibilidades reales de la industria bélica estadounidense».4 Los servicios de inteligencia militar de Italia, guiándose por las estimaciones de Alemania, también creían que los británicos iban a tener que repatriar las tres divisiones australianas que a la sazón se encontraban en el teatro mediterráneo y que ahora debían acudir a defender su propio país, por lo que los británicos no iban a poder conseguir avances sustanciales en esa región. Los éxitos que empezaba a apuntarse el general Erwin Rommel iban a negarle a los británicos cualquier posibilidad de iniciar una nueva ofensiva «durante un largo periodo». Lo que los estadounidenses iban a hacer y lo que podían hacer era una incógnita. Un informe de una conversación interceptada entre el agregado militar de Turquía en Washington y el jefe de los servicios de inteligencia militar estadounidenses apuntaba a que pensaban hacer acopio de suministros y concentrar gran cantidad de tropas en Egipto, Palestina e Irak para poder apoyar el frente soviético, el frente del norte de África, y probablemente el «frente turco».5 La evaluación que hacían los alemanes del poder aéreo estadounidense, y que le trasladaron a los servicios de inteligencia de la Regia Aeronautica (SIA) en julio de 1942, preveía que Estados Unidos iba a quedarse algo corto respecto a los objetivos marcados en el programa de Roosevelt. En 1942 las fábricas estadounidenses iban a producir 20.500 aviones de combate, no 45.000, y en 1943 fabricarían 42.000 aparatos, no 100.000.6 En marzo de 1943, las estimaciones alemanas de la producción aeronáutica total estadounidense seguían siendo de 42.000 aparatos para ese año.7 Los alemanes habían interpretado mal el plan de Roosevelt, y habían subestimado la producción de Estados Unidos. En 1942 se entregaron a las Fuerzas Armadas estadounidenses 47.836 aviones, de los que 23.396 eran cazas y bombarderos, y en 1943 fueron 85.898 aparatos, de los que 53.344 eran cazas y bombarderos.8 El 11 de junio de 1942 se despejaron algunas incógnitas sobre la estrategia anglo-estadounidense cuando los Gobiernos británico, estadounidense y soviético emitieron un comunicado conjunto donde anunciaban que se había llegado a un pleno entendimiento entre los tres Aliados acerca de la apertura de un segundo frente a lo largo de ese año. En su análisis de las implicaciones estratégicas del comunicado, el SIM
vaticinaba que la Unión Soviética iba a declararle la guerra a Japón, y que se iba a abrir un segundo frente en Europa. Las condiciones necesarias para un desembarco aliado, entre las que figuraba contar con una supremacía aérea decisiva, no podían lograrse antes del invierno de 1942-1943 y la primavera siguiente. Los objetivos más probables eran el norte de Francia, el norte de Noruega, o la costa atlántica.9 Ahora había que incorporar a la planificación militar nuevos teatros de operaciones. Durante el año siguiente Italia iba a tener que hacer una mayor contribución a la guerra en la URSS, prepararse para guarnecer un posible frente atlántico en Francia, y enfrentarse a una creciente ofensiva estadounidense, que probablemente sería sobre todo aérea. Era preciso defender las costas de Italia, proteger sus plantas industriales, y aumentar sus defensas antiaéreas (que eran exiguas).10 Los parámetros de la guerra, que ya eran demasiado extensos para Italia, ahora se ampliaban aún más. Para tener alguna posibilidad de afrontarlos, Italia iba a necesitar más ayuda de Alemania.11 Derrota en la Unión Soviética Durante la última semana de enero de 1942, Cavallero y Ambrosio examinaron la posibilidad de enviar el nuevo 8.º Ejército a Rusia, y llegaron a la conclusión de que hacían falta por lo menos tres meses para trasladar allí las seis divisiones y su cuartel general de mando.12 En el frente, las exhaustas tropas de la 3ª División Celere perdieron la ciudad de Voroshilovgrad (hoy Lugansk) el 23 de enero, y fueron incapaces de reconquistarla dos días después. Por primera vez había indicios de desmoralización. El general Messe, cuyo CSIR, formado por tres divisiones, iba a transformarse en breve en el XXXV Cuerpo del nuevo 8.º Ejército (ARMIR), alertaba al Comando Supremo: sin divisiones de refresco que relevaran a sus exhaustas unidades, y sin más artillería y carros de combate, el general italiano no sería capaz de participar en las operaciones previstas para la primavera siguiente con la fuerza y la capacidad operativa necesarias «para salvaguardar, y acaso aumentar, el patrimonio de gran prestigio» que habían conseguido sus tropas.13 En abril, Messe comunicaba a Roma que comandaba «una masa de veteranos cansados» que no estaban en condiciones de afrontar una segunda campaña de invierno, y en mayo informaba de «una generalizada, persistente e inusitada sensación de malestar». Uno de los muchos motivos era la
constatación de que, mientras que los alemanes estaban recibiendo un aluvión de tropas de refresco y de armamento moderno, los italianos carecían de artillería pesada, de carros de combate, de cañones autopropulsados y de bombarderos.14 Hacía falta un general más veterano para comandar lo que ya no era un cuerpo sino un ejército, y al poco tiempo se optó por el general Italo Gariboldi, que fue debidamente designado el 1 de abril de 1942. Messe estaba indignado por el hecho de que le hubiera relevado un general que a su juicio era viejo y estúpido. Y había otros jefes militares que también opinaban que Gariboldi era mediocre.15 El general Giacomo Zanussi, de visita en Cirenaica en 1941, había visto a un comandante en jefe que tal vez antiguamente había sido inteligente y capaz, pero que ahora estaba en claro declive.16 El jefe del Estado Mayor de operaciones de Gariboldi le consideraba un hombre brusco, cascarrabias y presuntuoso.17 Para el general Maximilian von Weichs, que estaba al mando del Grupo de Ejércitos B, y que consideraba que todos los generales italianos estaban demasiado henchidos de engreimiento y vanidad, Gariboldi era un anciano simpático, «extraordinariamente modesto para tratarse de un italiano», y cuya capacidad militar era «insignificante».18 A finales de mayo, Messe viajó a Roma para intentar convencer a Cavallero y a Mussolini de que triplicar el tamaño del Ejército en la Unión Soviética, de 60.000 a 200.000 hombres, no haría más que multiplicar las dificultades que ya tenían que afrontar sus tropas, y que la mejor opción era enviar dos divisiones de refresco (entre 25.000 y 30.000 hombres). Mussolini se mostró inamovible. Los alemanes iba a atenerse a su compromiso de ayudar a los italianos de todas las formas posibles, y en cualquier caso el Duce tenía que estar al lado de Hitler, del mismo modo que Hitler había estado a su lado en Grecia y seguía estándolo en el norte de África.19 En la cumbre celebrada en Salzburgo el 29 de abril, Hitler le dijo a Mussolini que tenía intención de utilizar a los alpini para que contribuyeran a abrir una vía a través de la Cordillera del Cáucaso hasta el Mar Caspio. Ese mismo día, Cavallero se reunió con el mariscal de campo Keitel y con el general Jodl en Klessheim, donde le comunicaron que la Wehrmacht planeaba completar el cerco de Leningrado, «limpiar» el frente del centro, y «actuar decisivamente» en dirección al Cáucaso.20 En mayo, Gariboldi
viajó a Alemania y escuchó a Hitler esbozar la estrategia de Alemania para el año siguiente. Durante las primeras fases, el Führer planeaba utilizar al Regio Esercito junto con sus demás aliados para defender el frente del Don. El ARMIR iba a operar entre los ejércitos húngaro y rumano. Por parte de Alemania, todos estaban absolutamente convencidos del éxito.21 No eran los únicos. «Había momentos» contaba posteriormente Messe, «en que veías el derrumbe de Rusia al alcance de la mano, lo veías durante la campaña de 1941-1942. Se va a derrumbar de un momento a otro, ellos mismos lo decían».22 Mientras Cavallero y sus subordinados emprendían la preparación del nuevo ejército, los servicios de inteligencia italianos elaboraron algunas estadísticas sobre el enemigo. Aunque la Unión Soviética había perdido dos terceras partes de su carbón y aproximadamente el 50 por ciento de su potencial industrial, seguía teniendo el equivalente a la totalidad de su producción de aluminio, gasolina, cobre y manganeso de antes de la guerra, y suficiente caucho sintético para satisfacer sus necesidades civiles y militares. Las fábricas soviéticas podían producir 1.500 aviones, 1.500 carros de combate y 10.000 camiones al mes. En el sistema soviético había capacidad suficiente para equipar a los nuevos ejércitos que se estaban creando en la región del Volga, y que, según las estimaciones, ascendían a 70 divisiones de infantería, 21 divisiones de caballería y 6 divisiones acorazadas. Las necesidades de las 23 divisiones y 4 brigadas acorazadas de los ejércitos siberianos se satisfacían con los recursos de la región.23 Las estimaciones de los alemanes, que trasladaron a la Regia Aeronautica, pintaban un cuadro más alentador. La Luftwaffe pensaban que los soviéticos podían producir 650 cazas y 176 bombarderos al mes, y calculaban que cuando comenzara la temporada de campañas militares, a principios de mayo, el Eje tendría que enfrentarse a aproximadamente 2.000 aviones de guerra soviéticos, menos que en junio de 1941. A su vez, eso significaba que la Fuerza Aérea solo podía apoyar masivamente al Ejército Rojo «en sus centros de gravedad».24 Tanto las cifras de los italianos como las de los alemanes subestimaban la realidad, pero las de los italianos se aproximaban más: durante 1942 las fábricas soviéticas produjeron 24.500 carros de combate y cañones autopropulsados, y 21.342 aviones de combate. Ninguna de las proyecciones daba indicaciones sobre la capacidad de la economía soviética de aumentar aún más la producción.25
Entre febrero y mayo, las unidades destinadas al frente ruso recibieron instrucción en las densas tierras agrícolas del valle del Po. En su preparación para una guerra de movimiento, las tropas realizaban largas marchas, lo que dio sus frutos: en su camino hasta el Don, las divisiones llegaron a recorrer treinta o más kilómetros diarios. Sin embargo, estaban muy mal armadas. El ejército que iba a afrontar su última batalla a orillas del Don aquel invierno estaba formado por 229.000 soldados, con 16.700 vehículos, 31 carros de combate L-6 y 64 aviones. Además de sus 850 piezas de artillería y sus 278 cañones anticarro obsoletos de 47 mm (más 54 cañones alemanes de 75 mm), el ARMIR disponía de 423 morteros de 81 mm y 52 cañones antiaéreos. Para defenderse de la aviación soviética, los tres cuerpos de ejército tuvieron que recurrir a las ametralladoras de 20 mm. Los alpini disponían de un puñado de buenos obuses desmontables franceses de 105 mm, pero solo tenían 72 morteros de 81 mm. La mayoría de las unidades tenían que depender de los obuses austriacos de 75 mm que las tropas italianas habían capturado durante la Primera Guerra Mundial. En conjunto, toda aquella fuerza tenía aproximadamente 550 morteros de 81 mm.26 Las tres divisiones de infantería del II Cuerpo (Ravenna, Cosseria y Sforzesca) embarcaron en la estación de Bolonia y recorrieron en tren 2.800 kilómetros hasta Járkov, donde se reunieron con el antiguo CSIR, ahora XXXV Cuerpo. Las tropas motorizadas fueron transportadas hasta Troppau (Opava, en la región checa de Silesia), y después recorrieron los 1.500 kilómetros que faltaban para llegar al frente. Aún seguían llegando tropas cuando el cuartel general del ejército llegó a Voroshilovgrad entre el 21 y el 22 de junio.27 El 23 de julio los italianos recibieron la orden de avanzar y tomar posiciones en la orilla derecha del Don para proteger el avance contra Stalingrado y el Cáucaso. Ese día Hitler dio orden de que el cuerpo de alpini participara en el avance del Grupo de Ejércitos A hacia los pozos de petróleo de Maikop y Bakú. Cavallero estaba de acuerdo: emplear a los alpini en el llano sería «absurdo».28 El 12 de julio, dos semanas después del comienzo de la Operación Blau, el XXXV Cuerpo de Messe, junto con otros dos cuerpos alemanes, iniciaron una ofensiva con el propósito de tomar la cuenca minera de Krasnyi Luch con una maniobra envolvente. Al cabo de tres semanas de combates, en los que participaron las tres divisiones italianas, una de las cuencas carboníferas más importantes de la URSS estaba en manos del Eje.
Mientras los italianos avanzaban hacia el Don en persecución de los soviéticos en retirada, la 3.ª División Celere tuvo que desviarse para ayudar a los alemanes a eliminar una cabeza de puente soviética en Serafimóvich, a orillas del Don. Tras recorrer 400 kilómetros en cuatro días, el 29 de julio la división ocupó su posición en el frente. A lo largo de los ocho días siguientes (30 de julio-6 de agosto), los italianos repelieron un feroz ataque soviético, tomaron la ciudad, peinaron los bosques y las marismas de sus alrededores, y rechazaron las infiltraciones y los contraataques, logrando aniquilar una brigada acorazada enemiga, destruir 35 carros de combate soviéticos y haciendo 1.600 prisioneros. La batalla tuvo un coste para la división de 2.989 bajas entre muertos y heridos, lo que supuso un tercio de todas las bajas del ARMIR antes de diciembre de 1942. La 3.ª División Celere, que ahora había quedado reducida a un tercio de sus efectivos, y había tenido que abandonar la mitad de su artillería, se incorporó al frente italiano del Don, y allí se destinó a la reserva. Después de su marcha, las fuerzas soviéticas volvieron a ocupar la curva que hace el Don en la región de Serafimóvich, desde donde posteriormente lanzaron un importante contraataque.29 Las cinco divisiones italianas y las dos divisiones alemanas del Grupo de Ejércitos B tenían que defender un frente de 282 kilómetros a lo largo de la orilla derecha del Don. Dicha orilla, más elevada que la otra, a menudo descendía abruptamente hacia el río, creando una zona muerta. La orilla de los soviéticos, más baja y llana, estaba densamente arbolada en la zona central, pero en sus flancos presentaba escasa o nula vegetación. El río, con una anchura de entre 100 y 400 metros, podía vadearse durante el verano. El cuerpo de ejército de Messe estaba estacionado a la derecha del frente, y a su derecha había un hueco de 30 kilómetros defendido únicamente por un puñado de alemanes equipados con unos pocos cañones anticarro. Gariboldi advirtió a sus tropas de que probablemente iban a estar allí mucho tiempo, y ordenó que construyeran un «sistema defensivo» y organizaran los refugios, que había que excavar en el terreno. Teniendo en cuenta la gran longitud del frente —cada una de las divisiones italianas tenía asignado un frente de una longitud media de 34 km— y la escasez de medios, no podía haber una línea continua de fortificaciones de campaña, de modo que tenían que depender de una serie de fortines dispersos. Aunque no abundaban los medios de transporte, las tropas debían tener la máxima movilidad posible y estar preparadas para contraatacar.30 El Grupo de Ejércitos B había
prometido ayuda en caso de que los italianos fueran atacados. El general Giovanni Zanghieri, comandante del II Cuerpo, advirtió a sus soldados de que, al ser fuerzas sin experiencia en combate, tenían que esperar que el enemigo las pusiera a prueba de inmediato, y les prometió minas, alambre de espino, cañones anticarro de 47 mm, lanzallamas y compañías de ametralladoras, pero la mayoría de ese material nunca llegó.31 Al mismo tiempo que arrancaba la campaña de 1942, los soldados escribían a sus familias orgullosos de estar llevando la religión y la civilización romana a un pueblo que, bajo el dominio de Stalin, era ateo, salvaje e inhumano.32 «Combatimos por la mayor batalla que se ha librado nunca entre los pueblos y las naciones», le contaba un oficial a su madre por carta, «la cruzada de un mundo nuevo contra las tinieblas de los que no tienen Dios». Los campesinos rusos les recibían como libertadores.33 El periódico del Ejército, Dovunque («Por doquier»), remachaba el mensaje de que los italianos estaban luchando contra el bolchevismo. Los soldados estaban convencidos de que habían ido a una misión. «Tienes que estar orgullosa de tener un marido que está luchando contra los que no conocen la religión católica», le contaba a su esposa el cabo mayor Donato Briscese, que en la vida civil era un humilde picapedrero. «Aquí no tenemos que luchar contra Rusia, sino contra el bolchevismo que se cree que domina el mundo entero».34 Los servicios de inteligencia del Ejército Rojo, que leían las cartas interceptadas desde Italia o desde el frente, afirmaban que no veían en ellas una fe genuina en las causas de la guerra ni en la necesidad de victoria. Los soviéticos pensaban que las plegarias por el regreso de los soldados sanos y salvos, o las exhortaciones a que evitaran el peligro probablemente tenían un efecto desmoralizador en unas tropas que sencillamente estaban cansadas de la guerra. Ello contribuyó a alimentar la afirmación de los propagandistas soviéticos en el sentido de que Italianci ne hotiat voevat (los italianos no quieren hacer la guerra).35 En realidad, la moral del Ejército se mantuvo muy alta hasta las últimas y catastróficas batallas de finales de 1942. El 12 de agosto, una serie de ataques soviéticos que duró una semana empezó a tantear el frente italiano y la línea de las tropas húngaras que había a su izquierda. Después, a las 2.30 de la madrugada del 20 de agosto, tras un breve bombardeo de artillería, las seis divisiones del 63.er Ejército soviético se lanzaron contra las dos divisiones de Messe situadas en la parte derecha del frente italiano. Llevaban solo una semana en sus nuevas
posiciones, durante las que la intensa actividad enemiga a lo largo del día prácticamente les imposibilitó hacer gran cosa en materia de construcción de defensas. Más tarde, los servicios de inteligencia italianos calcularon que a lo largo de seis días los rusos habían lanzado veinticinco batallones de infantería contra los seis batallones de la División Sforzesca. Se pidió apoyo aéreo, pero a las cuatro de la tarde aún no había llegado. Algunas unidades se vieron rodeadas rápidamente —un batallón de la Sforzesca perdió a 608 de sus 680 hombres al intentar salir del cerco—. Los intentos de contraataque fracasaron o fueron repelidos porque los soviéticos, que seguían transbordando batallones de refresco hasta la otra orilla del río, les ganaban por la mano y atacaban primero. El segundo día, por la tarde, la División Ravenna, más al norte, también fue atacada. La Sforzesca ya había utilizado todas sus reservas, y ahora empezaba a replegarse. Messe estableció dos bastiones en la retaguardia de sus tropas en retirada para intentar cortar la ofensiva. Ambos sufrieron el feroz ataque de los soviéticos. La única reserva disponible, la 3.ª División Celere, se incorporó a la batalla tras un viaje en camión de 155 km, y contraatacó junto con un batallón croata y 400 soldados de infantería alemanes. Las cargas de la caballería frenaron el avance del enemigo. El 24 de agosto, en Izbushenski, 650 soldados del Regimiento Savoia Cavalleria cargaron contra un regimiento siberiano de 2.000 efectivos, matando a 250 y haciendo 300 prisioneros, con lo que lograron esquivar temporalmente la amenaza contra el menor de los dos bastiones, el de Tschebotarevski.36 Al día siguiente, las fuerzas motorizadas soviéticas entraron en la ciudad. Una fuerza improvisada, formada por acemileros, conductores, cocineros y mensajeros, luchó casa por casa. Los defensores, desbordados, se retiraron mientras el Regimiento de Caballería Novara les cubría. Los artilleros defendían sus piezas con granadas de mano, y arrastraban ellos mismos sus cañones hasta posiciones más seguras cuando se les agotaba el combustible. El 25 de agosto por la tarde, los alemanes se hicieron cargo de la defensa del sector de la División Sforzesca. Gariboldi trasladó a sus tropas las instrucciones del mando alemán, dio orden de que la división dejara «a toda costa» de retirarse, y advirtió de que todo el que ordenara una retirada sería objeto de «graves sanciones».37 Messe obedeció bajo protesta, recriminándole a Gariboldi su «injusta apreciación» de una división que llevaba combatiendo seis días sin parar y sin ayuda, y criticando una acción que dejaba en mal lugar al generalato italiano.38 Durante la semana
siguiente, los italianos y los alemanes consiguieron parar la ofensiva soviética. Ahora la aviación desempeñaba un importante papel en la batalla, bombardeando al enemigo, evacuando a los heridos y llevando a cabo vuelos de reconocimiento. El 1 de septiembre, italianos y alemanes lanzaron una contraofensiva que repelieron los soviéticos. Un ataque con carros de combate que habían prometido los alemanes nunca llegó, y posteriormente se achacó a una falta de carburante en el último minuto. Y con eso, la batalla se detuvo. Para los italianos había tenido un coste de 883 muertos y 4.212 heridos. La 3.ª Celere perdió a la mitad de sus efectivos, y prácticamente hubo que reconstruir la División Sforzesca. Aquella batalla fue el canto del cisne de los veteranos del antiguo CSIR de Messe, que en su mayoría fueron repatriados después de prestar servicio en la URSS durante más de doce meses.39 A finales de agosto, Messe le pidió a Mussolini que le relevara del mando. No se estaba aprovechando su experiencia, y de su antigua fuerza expedicionaria ya no quedaba nada más que «su glorioso nombre y su recuerdo». Tres semanas después, Messe le escribió una carta a Gariboldi para decirle sin rodeos que era imposible una colaboración eficaz entre ambos.40 El 1 de noviembre de 1942 voló de vuelta a Roma. Para el 8.º Ejército, la primera batalla del Don fue un éxito con matices. Los soviéticos no habían alcanzado sus objetivos estratégicos —detraer el mayor número posible de fuerzas enemigas del avance hacia Stalingrado y aislar al 6.º Ejército del general Friedrich von Paulus de sus bases al oeste del Don— pero sí habían logrado una significativa victoria operativa, al ampliar una pequeña bolsa de la orilla meridional del Don hasta crear una cabeza de puente que iba a ser el punto de arranque del ataque soviético contra las tropas rumanas y contra el cerco a Stalingrado a finales de noviembre. Para los italianos, los meses siguientes se antojaban sombríos. Sus dispersos bastiones defensivos no eran capaces de contener un ataque enemigo, y con tan solo un puñado de endebles carros de combate ligeros L-13 y de cañones de 175 mm (las piezas de mayor alcance de su artillería de cuerpo), con los que las tropas no podían cubrir en su totalidad el sector asignado a un cuerpo de ejército, carecían de la movilidad y del poder de fuego necesarios para llevar a cabo un contraataque eficaz. Las tres divisiones del Cuerpo de Alpini (Tridentina, Cuneense y Julia) iniciaron su viaje a la Unión Soviética a principios de julio, y llegaron a sus puntos de reunión para el ataque contra Maikop durante la segunda
quincena de agosto. No había camiones, de modo que las primeras unidades que llegaron emprendieron una marcha de 330 kilómetros el 16 de agosto. Tres días después les dijeron que tenían que unirse al 8.º Ejército a orillas del Don. Los servicios de inteligencia alemanes consideraban probable que los soviéticos intentaran atacar los puntos débiles del frente del Grupo de Ejércitos B en su avance hacia Stalingrado y el Volga. Los alpini, que a juicio de los alemanes figuraban entre las mejores tropas del Ejército italiano, fueron transferidos desde el Grupo de Ejércitos C al Grupo de Ejércitos B del general von Weichs, a fin de apuntalar un tramo vulnerable del frente. Dos días después de recibir sus nuevas órdenes, las divisiones de alpini emprendieron el viaje a pie hacia el Don. Las divisiones Julia y Cuneense se integraron en el frente entre el 20 y el 25 de septiembre, y la Tridentina, cuyas unidades de vanguardia habían conseguido llegar al Don a tiempo para contribuir a reforzar la frágil línea del frente de Messe, estaba en su puesto el 31 de octubre.41 Mientras tanto, los italianos se preparaban para una segunda campaña de invierno. Ahora, con lo aprendido tanto de la experiencia de los alemanes, que a su vez en parte procedía de la de los finlandeses, como de la suya propia, el Regio Esercito empezó a enviar la ropa y el equipo que iban a necesitar sus tropas, como por ejemplo uniformes de camuflaje blancos de dos piezas, abrigos forrados de piel, múltiples pares de guantes de lana y de piel, botas con suela de madera y forradas de piel para sustituir a las botas de clavos (que retenían la nieve y absorbían la humedad) y, lo más demandado, botas de fieltro al estilo ruso. En agosto de 1942 ya había llegado a la Unión Soviética buena parte de los equipos de invierno, como por ejemplo 900.000 pares de calcetines de lana y 244.000 pares de guantes, pero al ejército seguían faltándole, entre otras cosas, 127.000 abrigos de piel y 450.000 mantas de campaña. Las tropas siguieron quejándose de la mala calidad de las botas (un problema que nunca se resolvió), de la escasez de víveres y de la falta de ropa de invierno. Los problemas más inmediatos se debían en parte a que los suministros tenían que recorrer considerables distancias hasta llegar al frente, pero también obedecían al concepto que tenía Gariboldi del mando, y a la parsimonia de la Intendencia del 8.º Ejército. Por orden de Gariboldi, de los almacenen no se podía sacar ni chocolate, ni queso parmesano, ni coñac. La ropa de lana no se repartió entre las tropas del Don hasta el mes de noviembre, cuando las temperaturas nocturnas ya habían bajado hasta los
23 grados bajo cero, y a finales de ese mismo mes los almacenes del frente solo habían repartido 110.000 abrigos de invierno. Los intendentes tenían una excusa para no repartir entre las tropas grandes stocks, ya que se enfrentaban a otra campaña que iba a durar todo el invierno. No obstante, la consecuencia fue que los italianos tuvieron que quemar o abandonar grandes cantidades de equipo cuando el Ejército Rojo les pasó por encima a finales de año. Posteriormente, en noviembre de 1944, el intendente general del 8.º Ejército fue acusado de no haber tomado las medidas logísticas pertinentes ante la llegada del invierno y por el contrario de «haberse preocupado de trasladar hasta Italia con fines personales a una mujer rusa, víveres, y distintos objetos de dudosa procedencia».42 La actividad de los partisanos en los sectores italianos del frente, que a pesar de todo aumentó durante los últimos meses de la campaña, cuando los soviéticos lanzaron tropas paracaidistas, nunca fue tan encarnizada como en otros sectores del teatro. Durante el primer año de la guerra, el Ejército Rojo estuvo batiéndose en retirada, y muchos habitantes de la región habían acogido favorablemente la desaparición de los comunistas. En 1942, cuando los italianos avanzaron hasta el Don, tenían a sus espaldas una zona de llanuras abiertas, sin grandes bosques, marismas ni montañas donde pudieran refugiarse los guerrilleros. Las características del terreno hacían imposible crear grandes formaciones de partisanos como las que podían operar en Ucrania o en Bielorrusia, de modo que la resistencia se manifestaba sobre todo en forma de propaganda, sabotaje e infiltración entre los colectivos colaboracionistas. Los partisanos no lograron su objetivo principal, que consistía en desbaratar sistemáticamente el tráfico ferroviario detrás del frente.43 Con el final del invierno, los soviéticos cambiaron de táctica, y optaron por enviar menos «informadores», pero de mejor calidad, hasta el otro lado del frente, vestidos de uniforme, a fin de que si caían prisioneros pudieran decir que eran desertores. En caso de que no los detectaran, se convertían en partisanos. Messe opinaba que los alemanes, que carecían de sensibilidad política, eran demasiado propensos a fusilar a cualquier sospechoso, ya fuera inocente o culpable, alimentando así la propaganda soviética y avivando el odio a los invasores. La política «más blanda» que aplicaban los italianos, como por ejemplo rehabilitar los hospitales, las farmacias y los colegios, restablecer las iglesias y celebrar servicios religiosos, explica en parte por qué la guerra detrás del frente era menos bárbara en el sector italiano que en
otros lugares.44 Al «otro lado de la colina», el rápido avance del enemigo hacia el Don pilló por sorpresa a los soviéticos. Los partisanos estaban mal preparados, las disputas entre las distintas autoridades soviéticas acerca de a quién le correspondía dirigir la guerra de guerrillas no se resolvieron hasta el otoño de 1942, a veces los dirigentes locales del Partido se mostraban apáticos, en ocasiones llegando a abandonar sus puestos, y algunos grupos eran demasiado reducidos (el grupo de Rossosh, con solo cuatro hombres, no llevó a cabo ningún tipo de actividad militar). Una vez que los italianos consolidaron sus líneas defensivas a lo largo del Don, resultaba casi imposible infiltrar por tierra espías y saboteadores, y el Ejército Rojo era muy reacio a asignar aviones —para los que, en cualquier caso, apenas había combustible— para lanzar hombres y mujeres en paracaídas sobre el territorio ocupado.45 En lo que fue una campaña de relativa escasa intensidad contra la guerrilla, las unidades italianas perseguían y ahorcaban o fusilaban a los «espías», a los partisanos, y a los «sospechosos de bandolerismo», incluidas las mujeres. Cumpliendo la orden de colaborar con los alemanes, los italianos entregaban a los judíos a los Sonderkommandos, mientras que los guerrilleros normalmente eran entregados a la Feldpolizei, a las SS o al Sicherheitsdienst (SD).46 Las unidades de voluntarios «cazadores de bandoleros», bien armadas y guiadas por informadores locales —durante el verano de 1942 se crearon ocho de ellas— eran las que conseguían mejores resultados en la busca y captura de los partisanos. Los soldados de la División Vicenza, que compartían las tareas de seguridad detrás del frente con los Carabinieri, salían a patrullar por las noches y hacían redadas de hombres sospechosos de ser miembros de las unidades que el Ejército Rojo enviaba para dar caza y matar a los oficiales italianos. «Al cabo de tres o cuatro días», contaba tranquilamente uno de ellos en una carta a su familia, «generalmente los fusilan».47 Cuando comenzó la temporada de la campaña de verano, las capacidades de los servicios de inteligencia del 8.º Ejército recibieron un gran impulso. Los desencriptadores del SIM consiguieron desentrañar algunos códigos de cifrado para las unidades de campaña del Ejército soviético con la ayuda del Servicio Criptográfico húngaro, aunque los frecuentes cambios dificultaban la tarea. No obstante, hasta junio de 1942, la interceptación y desencriptación de las transmisiones enemigas estuvieron separadas entre sí. Aquel mes llegó a Stalino el teniente coronel Guido Emer con un equipo
de desencriptación de dieciséis hombres, que rápidamente se integró en el servicio de desencriptación de campaña, formado por otros 300 soldados. En la práctica, las posibilidades de los desencriptadores se veían gravemente limitadas por la escasez de personal experimentado, y por el hecho de que la mayoría no sabía ruso, de modo que en vez de realizar tareas de desencriptación en sentido estricto, se dedicaban sobre todo a identificar unidades y formaciones soviéticas.48 En Roma, donde aquel verano la atención se centraba cada vez más en los acontecimientos del norte de África, se tenía la sensación de que la campaña de Rusia probablemente iba a prolongarse hasta el año siguiente. En julio, después de haber mantenido las distancias con los italianos en materia de asuntos económicos desde el inicio de la campaña, los alemanes manifestaron que estaban dispuestos a compartir con su aliado los recursos capturados en la Unión Soviética. Los italianos necesitaban chatarra, minerales, carbón, petróleo y grano, y en vísperas de la gran batalla del Don, el Ministerio de Agricultura tenía un plan para gestionar hasta 14.000 granjas colectivas en los territorios ocupados, que otros tantos especialistas italianos se encargarían de supervisar.49 A finales de agosto, el Comando Supremo contaba con que el Regio Esercito iba a tener que hacer una mayor contribución a la campaña de la Unión Soviética a lo largo de 1943. Cavallero calculaba que las reservas no iban a ser necesarias en el frente hasta la primavera de 1943, de modo que no hacía falta llamar a filas a la quinta de 1943 hasta el 1 de diciembre de 1942. A Mussolini le comunicaron que la situación en la URSS había «mejorado mucho», y tras una breve visita al frente a principios de octubre, Aldo Vidussoni, secretario del Partido Fascista, le aseguró al Duce que la moral de las tropas era «muy alta».50 Durante el mes de septiembre y principios de octubre se reorganizó el frente italiano. Los alpini ocuparon la izquierda de la línea, en segunda línea se situó una división de infantería alemana, y la 22.ª División Pánzer alemana se ubicó detrás del 8.º Ejército. Las tropas del Eje lograron repeler los ataques enemigos de menor entidad. Después de visitar el frente a finales de septiembre, el general Marras informaba de que las obras defensivas no avanzaban demasiado por falta de materiales, a la gran longitud del frente que defendían los italianos, y a la escasez de cañones anticarro y de armas automáticas.51 Von Weichs le tranquilizó: los italianos iban a recibir el armamento que esperaban que cayera en manos alemanas
una vez que conquistaran Stalingrado. El 14 de octubre, Hitler ordenó al Grupo de Ejércitos B que se preparara para la inminente campaña de invierno. Era necesario defender a toda costa la línea que ahora ocupaban las fuerzas del Eje, la defensa debía ser activa, no pasiva, y dado que en invierno los ríos, los lagos y los pantanos no eran un obstáculo, los ejércitos debían establecer una línea de resistencia ininterrumpida. Ahora lo que le preocupaba a los alemanes eran los puntos débiles del frente italiano. El general von Tippelskirch, oficial de enlace, opinaba que toda la disposición era alarmantemente débil y quería que se estacionaran unidades alemanas por detrás de los italianos. Von Weichs se quejó ante Gariboldi de que casi la mitad de sus fuerzas no estaban desplegadas en el frente sino detrás de él.52 Los italianos pensaban que la insistencia de los alemanes en una línea ininterrumpida de defensas invulnerables a lo largo del Don les estaba privando de profundidad tanto por delante como por detrás de su línea principal.53 El 18 de septiembre, Gariboldi dio orden a sus tropas de organizar las posiciones de invierno a lo largo de las líneas defensivas existentes. Al tiempo que las temperaturas diurnas descendían vertiginosamente, y por las noches empezaba a helar, Gariboldi trasladó a sus tropas las detalladas instrucciones de los alemanes sobre cómo había que construir y fortificar una línea defensiva. En unas condiciones difíciles —las carreteras estaban en mal estado, las cabezas de las líneas férreas podían llegar a estar a 130 km de distancia, y, después de la tercera batalla de El Alamein, la parte del león de unos suministros escasos se estaba canalizando hacia Cirenaica y Túnez— el Comando Supremo envió al frente soviético especialistas en mantenimiento, barracones, ropa y otros artículos. Las unidades italianas hacían lo que podían. Se instalaron campos de minas, pero en un número limitado. Las unidades de infantería, que andaban escasas de alambre de espino, colgaban de las alambradas granadas listas para explotar a fin de que alertaran de cualquier ataque. En octubre, a medida que aumentaba la actividad del enemigo, se mejoró el sistema de patrullas y se aceleró la construcción de defensas.54 La Operación Uranus del Ejército soviético comenzó el 19 de noviembre, y cuatro días después Stalingrado estaba cercada. Se retiraron las dos divisiones de infantería alemana y los 200 carros de combate de la 22.ª División Pánzer que cubrían las espaldas de los italianos a fin de reforzar a las tropas alemanas y rumanas. Mientras los italianos excavaban sus
trincheras y montaban los barracones de invierno prefabricados, y a medida que aumentaba la actividad de los partisanos, la observación aérea y los interrogatorios a los desertores y a los prisioneros de guerra soviéticos daban indicios cada vez más claros de que se avecinaba un ataque. Durante el día el enemigo trasladaba tropas a su posición, construía puentes, llevaba cañones al frente, y los aviones soviéticos sobrevolaban los puestos de mando de los italianos, los nudos ferroviarios y las posiciones de la artillería. Los servicios de inteligencia italianos consiguieron hacer unas estimaciones bastante exactas de las tropas enemigas de la línea del frente, pero no de las fuerzas de segunda línea ni de las reservas, que era imposible observar desde el aire, y cuyas características desconocían los soldados soviéticos que eran interrogados. Enfrente de los dos cuerpos de ejército italianos (el II y el XXXV) y de los doce batallones de las Divisiones Cosseria y Ravenna, cada uno de ellos con unos efectivos de entre 300 y 400 hombres como media, y que eran el objetivo más inmediato de los soviéticos, había noventa batallones de fusileros del Ejército Rojo, respaldados por otros veinticinco batallones de infantería motorizada y 754 carros de combate, a su vez apoyados por 810 cañones y 1.255 morteros, 300 cañones anticarro y 200 lanzaderas de cohetes. Para repelerlos, el II Cuerpo del general Zanghieri disponía de 47 carros de combate, 132 cañones, 108 morteros y 114 cañones anticarro, de los que 90 eran de la deficiente versión de 47 mm. Las tropas no disponían de subfusiles; tan solo a los carabinieri se les había dotado del subfusil Beretta 38/A. «Se sentía mucho la falta de armas automáticas y semiautomáticas individuales […] frente a un adversario que disponía [de ellas] en abundancia», comentaba después de la guerra un veterano de la campaña de la URSS.55 El 11 de diciembre de 1942, las unidades de dos ejércitos soviéticos atacaron a las divisiones de Zanghieri. Había comenzado la primera fase de la Operación Pequeño Saturno. La división Ravenna fue atacada desde los dos extremos de la «bolsa» que defendían los soviéticos al sur del Don desde su ofensiva de agosto. El general Francesco Dupont, comandante de la división, pidió un ataque diversivo de la división de alpini que estuviera más cerca. Gariboldi se negó porque pensaba que el enemigo que tenía enfrente era demasiado fuerte y no había tiempo suficiente. Y tampoco desplegó el 27.º Batallón Pánzer alemán que habían puesto a sus órdenes hacía dos días. La División Ravenna destruyó 70 de los 200 carros de
combate soviéticos que la atacaron, y posteriormente Alemania le concedió a su comandante la Cruz de Hierro de primera clase en combate.56 Al día siguiente la presión se intensificó y se extendió hacia el oeste y hacia el este, mientras las divisiones Cosseria y Pasubio fueron atacadas una después de otra. Los contraataques localizados que se lanzaron a lo largo de los dos días siguientes dieron resultado cuando participaban las fuerzas alemanas, mejor equipadas, y fracasaron cuando no estaban. Ahora la División Cosseria estaba combatiendo ella sola, sin carros de combate de apoyo, contra tres divisiones soviéticas. Zanghieri, cuya división estaba prácticamente exhausta, volvió a pedir un ataque diversivo y algunos batallones de alpini para reforzar su línea. De nuevo Gariboldi se negó. Cuando finalizaba lo que tan solo era la fase preliminar de «desgaste» de la batalla, von Weichs intervino, y otorgó al comandante del 27.º Pánzer autoridad para decidir por su cuenta el momento y la fuerza de un contraataque.57 Al amanecer del 16 de diciembre, 2.500 cañones soviéticos abrieron fuego sobre el II Cuerpo y comenzó el ataque principal. Una densa niebla impedía que la aviación de ambos bandos participara en la batalla. El primer día, la infantería y los carros de combate soviéticos abrieron una brecha en el frente italiano hasta una profundidad de 5 kilómetros. Al día siguiente el frente se ensanchó cuando el Ejército Rojo atacó a otras tres divisiones italianas (Pasubio, Torino y 3.ª Celere). Von Weichs, convencido de que Gariboldi no estaba dirigiendo la batalla, dio orden de avanzar a la División Alpina Julia y puso a un coronel al mando del II Cuerpo cuando su cuartel general se replegó. A lo largo de los tres días siguientes, las unidades del Ejército Rojo destrozaron el frente italiano, abrieron un hueco de 150 km de ancho y avanzaron 55 km hacia el sur hasta Kantemirovka, cortando la línea férrea entre Millerovo y el cuartel general del cuerpo de alpini en Rossosh. Cuando los carros de combate soviéticos aparecieron en lo alto de la colina que domina la estación de ferrocarril de Kantemirovka, todos pensaron que eran alemanes… hasta que empezaron a disparar. Había aproximadamente 300 vehículos parados con el motor en marcha debido al frío. Se produjo el caos cuando los italianos se precipitaron en su huida: algunos camiones se alejaron sobrecargados, otros lo hicieron vacíos.58 Al tiempo que el ataque soviético avanzaba hacia el oeste a lo largo del Don, algunas unidades de la División Alpina Julia finalmente ocuparon su posición detrás de la División Cosseria.
Gariboldi, que recibió del Grupo de Ejércitos B la orden de no retirarse hasta la línea del ferrocarril Rossosh-Millerovo, seguía intentando defender sus posiciones e incorporando unidades al frente. Si el que estaba al mando hubiera sido Messe, probablemente se habría negado a hacerlo, y por el contrario se habría replegado hacia el sur y hacia el oeste, como efectivamente proponía el general Zanghieri. Pero el centro y la derecha del frente del 8.º Ejército se habían desmoronado. El 19 de diciembre se dio la orden de retirada. Entonces comenzó una carrera a la desesperada para huir del avance del Ejército Rojo. Mientras la División Cosseria retrocedía hacia el oeste para unirse a los alpini en Rossosh, los restos de cinco divisiones (Torino, Ravenna, Pasubio, Sforzesca y 3ª Celere) emprendieron una odisea que iba a quedar grabada a fuego en la memoria de los que sobrevivieron — y que iba a alimentar los mitos nacionales que surgieron a raíz de lo que fue el último acto de la guerra en la Unión Soviética para Italia. Las divisiones, hechas trizas —la Pasubio había quedado reducida a 600 hombres y 4 cañones, la Torino tenía 3 cañones de 75 mm y 4 camiones— se replegaron, luchando constantemente para cubrirse las espaldas y escapar de la maniobra envolvente de las unidades soviéticas que intentaban rodearlas siempre que se detenían. Según su comandante de infantería, las tropas de la División Torino se salvaron de una aniquilación total únicamente gracias a las fuerzas acorazadas alemanas supervivientes, que les suministraron los mínimos víveres imprescindibles para seguir retrocediendo.59 Unas condiciones caóticas —el comandante de la División Torino lo comparaba a un teatro en llamas o a un barco a punto de hundirse — se vieron agravadas por unos mandos ineptos.60 En un primer momento, la División Sforzesca recibió la orden de destruir todo lo que no fuera posible trasladar hasta un lugar seguro, a 200 kilómetros de distancia, a bordo de sus camiones, y retirarse a continuación. Una vez cumplida, la orden fue revocada y la división recibió la orden de volver sobre sus pasos y ayudar a proteger el flanco de una unidad alemana en retirada. La consecuencia de aquellas órdenes contradictorias fue que la División Sforzesca perdió su artillería y sus vehículos.61 En aquellas circunstancias desesperadas, la retirada empezaba a parecer una huida en desbandada, mientras los soldados, que estaban casi al límite de sus fuerzas, abandonaban sus armas, saqueaban las reservas de coñac de los alemanes, y se bebían el anticongelante de los camiones soviéticos pensando que era alcohol. Las tropas se llevaron todo el ganado de los
koljoses (granjas colectivas) y mataron a los civiles. Mientras los soldados huían a trancas y barrancas, las mujeres soviéticas iban recogiendo la ropa abandonada en los campos a ambos lados de las columnas. Nuto Revelli, que escapó con los restos de la División Tridentina, y que hablaba en nombre de muchos supervivientes de la retirada, catalogó los múltiples ejemplos de la arrogancia de los alemanes y del desprecio por sus aliados durante la retirada, como por ejemplo que les negaban a los heridos un hueco a bordo de sus camiones, y que echaban a los italianos de las isbas (viviendas campesinas rusas) donde intentaban cobijarse. Revelli solo tuvo constancia de un único acto amable de un alemán.62 Por el contrario, Eugenio Corti, que se retiró con la División Pasubio, reconocía que él y otros muchos le debían la vida a las unidades alemanas que repelían los ataques de los carros de combate soviéticos y hacían de punta de lanza para salir del cerco. «¿Qué habría sido de nosotros sin los alemanes?», escribía posteriormente; «sin ellos, los italianos habríamos acabado todos en manos del enemigo».63 El general Francesco Zingales opinaba que la causa de la conducta hostil de los alemanes hacia sus aliados era su «gratuita convicción» de que el único responsable de aquella derrota había sido la incapacidad de los italianos para resistir contra los soviéticos.64 Hubo momentos en que los italianos amenazaron con usar sus armas contra los alemanes e incluso llegaron a hacerlo. El general alemán Karl Eibl murió durante la retirada tras una explosión en su vehículo semioruga. Algunos testigos alemanes estaban seguros de que fue víctima de una granada italiana. Avanzando penosamente hacia el sur, con temperaturas de entre 35 y 40 grados bajo cero, azotado por los fuertes vientos, atacado por los partisanos y por las unidades regulares del Ejército Rojo, y en una ocasión bombardeado por error por la aviación alemana, un contingente logró llegar a lugar seguro detrás de las posiciones alemanas el 28 de diciembre a medianoche. El otro gran contingente, que huía hacia el suroeste, logró salir de un intento de maniobra envolvente de los soviéticos, y, tras caminar durante casi cuarenta y ocho horas sin descanso y sin comida, llegó a la colonia de Tcherkovo el día de Navidad por la noche, en gran parte gracias a la intervención de un grupo de blindados alemanes, a las órdenes de un comandante apellidado Hoffman que logró mantener a raya a los soldados del Ejército Rojo y a los partisanos.65 En Tcherkovo quedaron sitiados aproximadamente 14.000 alemanes e italianos. Los almacenes estaban
repletos de víveres, pero había muy poca munición, lo que obligaba a los defensores italianos a quitarle al enemigo su armamento y munición durante los contraataques.66 Las bombas incendiarias soviéticas destruían los almacenes de ropa y equipo, y un intento de abastecer a los sitiados desde el aire fracasó cuando el viento arrastró los contenedores hasta las líneas enemigas. El general Mario Pezzi, jefe del contingente de aviación, voló hasta Tcherkovo para evaluar la situación, pero murió cuando su aparato fue derribado en el trayecto de vuelta. Un intento de los alemanes de abrir brecha y llegar a la columna sitiada fue cortado en seco cuando le faltaban 14 km para llegar a su objetivo. El 15 de enero de 1943, las unidades alemanas encabezaron un último intento de la columna, que para entonces había quedado reducida a aproximadamente 6.500 hombres, para romper el cerco. Dos camiones y unos pocos trineos transportaban a unos cien heridos. Los 3.850 heridos restantes, y los poco más de mil hombres que no podían andar, se quedaron atrás. Los supervivientes, que repelieron los ataques esporádicos con la ayuda de los cañones anticarro y los Stukas alemanes, llegaron a lugar seguro detrás de las líneas alemanas en Belovdosk el 16 de enero de 1943.67 De los 11.000 hombres de la División Torino que emprendieron la retirada desde el Don, tan solo 1.200 lograron salvarse. La división Pasubio, con unos efectivos de 12.500 soldados, sufrió 7.500 bajas entre desaparecidos, muertos, heridos o con daños por congelación durante las batallas a orillas del Don, más otras 1.800 bajas durante la retirada posterior. La división Ravenna, que se incorporó al frente del Don en agosto, sufrió 8.040 bajas por distintas causas durante los cinco meses siguientes. Mientras el centro y el sector derecho del ejército de Gariboldi se desmoronaban, los alpini siguieron en sus posiciones a la izquierda del frente, defendiendo el Don en el punto en que describía un giro hacia el norte, y protegiendo el flanco sur del Ejército húngaro, que estaba desplegado a un lado de los italianos. Durante las semanas previas al ataque soviético, sus ingenieros utilizaron a aproximadamente 15.000 prisioneros de guerra del Ejército Rojo, así como a trabajadores civiles y mujeres para mejorar las defensas de la primera línea del frente. También encontraron la manera de dar de comer a su famélico personal contraviniendo las órdenes, lo que salvó la vida de algunos alpini cuando el bastión de Rossosh cayó en manos de los soviéticos.68 El 12 de enero de 1943, el Ejército Rojo atacó a las tropas húngaras, que se dispersaron rápidamente. Dos días después, el
Ejército Rojo arrolló al XXIV Cuerpo Pánzer alemán situado al sur de las posiciones de los alpini, y el 15 de enero atacó el cuartel general alemán en Rossosh, pero los defensores repelieron el ataque. Cuando la pinza soviética les cortó la ruta de escape por ambos extremos, los 70.000 alpini quedaron atrapados. Por orden directa de Hitler, el Grupo de Ejércitos B denegó la petición de autorización para la retirada que presentó Gariboldi. Como era su deber, Gariboldi prohibió al general Nasci, comandante de los alpini, que abandonara el Don sin una orden explícita suya. Al día siguiente, von Weichs dio orden a la División Julia de incorporarse a un ataque del XXIV Cuerpo alemán, pero dijo que el resto del cuerpo debía permanecer donde estaba «hasta que el Führer autorice el traslado del [frente del] Don».69 El 17 de enero de 1943 por la tarde llegó la orden de retirada. Lo que quedaba de la XXIV Cuerpo Pánzer —cuatro carros de combate, dos cañones autopropulsados y cinco piezas de artillería— se entregó a los alpini. Las tres divisiones de alpini y la División Vicenza formaron en columnas individuales, y Nasci ordenó a sus tropas que a partir de ese momento actuaran como si estuvieran «operando en una zona de alta montaña». Tuvieron que abandonar todos los vehículos, y transportar la máxima cantidad posible de suministros y munición en trineos y a lomos de las acémilas. La única excepción a esa vuelta de las tropas de montaña a sus métodos tradicionales fueron los cañones y la munición anticarro, que hubo que arrastrar con tractores.70 Mientras se evacuaban los puestos de mando y el hospital, las tropas sacaron de la cárcel a 31 civiles, entre ellos dos niños de doce y quince años, y los fusilaron. Las líneas alemanas estaban a cien kilómetros, en Nikolaevka, pero los alpini tuvieron que caminar por lo menos otros cien para sortear o atravesar los obstáculos de los soviéticos. La Tridentina avanzaba a buen ritmo, de modo que Nasci la colocó como vanguardia. A las órdenes del general Luigi Reverberi, la Tridentina mantuvo su cohesión y combatió «brillantemente».71 Durante su marcha para salir de la trampa, a su paso por los pueblos, los vecinos ofrecieron comida a los famélicos soldados. El 26 de enero, encabezada por Reverberi en persona, la Tridentina abrió brecha en la última barrera soviética en Nilolaevka, para después llegar al río Oskol y ponerse a salvo detrás de las líneas alemanas.72 Fue la única división que escapó del cerco. El 26 de enero, el comandante de la División Vicenza aceptó los términos de la rendición, pero antes de que se hicieran efectivos su columna fue capturada por los soviéticos. Al día siguiente, lo
que quedaba de las Divisiones Vicenza, Cuneense y Julia, con sus respectivos generales, fueron hechos prisioneros en Valujki tras ser arrollados por el Cuerpo de Caballería Cosaca.73 El 31 de enero de 1943, cuando se disolvió oficialmente el 8.º Ejército italiano, los supervivientes de la apuesta de Mussolini en la URSS ya estaban a salvo. En vísperas de la segunda batalla del Don, el ARMIR contaba con 229.888 hombres. Durante la batalla y la posterior retirada, sufrió 114.520 bajas, de las que 26.690 eran heridos o habían sufrido daños por congelación, y 84.830 eran muertos o desaparecidos. Durante los diecisiete meses anteriores había sufrido 18.600 bajas, de las que 5.008 eran muertos o desaparecidos. Las bajas totales ascendían a la mitad de todo el ejército, y un 37 por ciento de las bajas eran muertos o desaparecidos.74 Además, el 8.º Ejército perdió casi toda su artillería y el 80 por ciento de sus vehículos. El escalafón superior de los alpini pagó un precio especialmente elevado: ocho de sus doce comandantes de regimiento murieron o cayeron prisioneros, un general murió en combate, otros tres fueron hechos prisioneros, y los dos restantes consiguieron llevar a sus tropas a un lugar seguro.75 Los soviéticos hicieron aproximadamente 70.000 prisioneros italianos. A partir de ahí, los desdichados emprendieron una larga marcha hacia su cautiverio: 22.000 soldados murieron durante el trayecto y otros 38.000 fallecieron en los campos de prisioneros de guerra.76 Más tarde, en 1946, 10.032 hombres fueron puestos en libertad y regresaron a casa. Todos ellos, y los soldados que nunca regresaron, soportaron unas condiciones casi indescriptibles, que a su debido tiempo se publicaron y condicionaron notablemente el recuerdo colectivo de la campaña durante los cincuenta años siguientes.77 Durante los días y meses siguientes, las relaciones entre los italianos y los alemanes se deterioraron, ya que ambos bandos se culpaban mutuamente de la debacle a orillas del Don. Los alemanes opinaban que los italianos no tenían la formación militar suficiente y que sus mandos eran mediocres, y señalaron los fallos en el mando, siendo el más grave el mal empleo de las reservas en los intentos de taponar los huecos que empezaron a aparecer en su línea del frente, en vez de utilizarlas en contraataques organizados. Los alemanes también hicieron hincapié en el pánico y el caos durante la retirada. Von Tippelskirch tuvo a bien hacer una excepción con los bersaglieri y los alpini, pero por lo demás no tenía demasiada fe en las tropas italianas ni en sus generales. Zanghieri y Zingales le parecían
«totalmente ineptos», y los demás no mucho mejores.78 Por su parte, los italianos pensaban que los alemanes estaban demasiado influenciados por los desórdenes que habían visto durante la retirada, y alegaban que los verdaderos motivos del desastre habían sido la excesiva extensión del frente italiano, la escasez de cañones anticarro, la incapacidad de los alemanes de aportar los recursos que a todas luces habían necesitado las tropas italianas y que les habían prometido, sobre todo gasolina para los tractores de artillería, así como la debilidad de las divisiones alemanas asignadas al sector del ARMIR.79 Hitler pensaba que Mussolini debía disolver sus «patéticas divisiones del Ejército» y sustituirlas por divisiones de milicianos fascistas.80 Malta y el Mediterráneo Malta era una espina que Italia tenía clavada desde 1941, debido a la presencia en la isla de los cruceros ligeros y los destructores de la Fuerza K y la 10.ª Flotilla de Submarinos. El almirante Raeder estaba convencido de que había que eliminarla, y en febrero Hitler aprobó el plan para la conquista de la isla, pero solo después de derrotar a la Unión Soviética. La Luftflotte II alemana realizó 1.465 bombardeos contra la isla entre enero y mayo de 1941, con unos resultados que el general Santoro, jefe de la Regia Aeronautica, opinaba que «no se corresponden con el número de aviones empleados». En mayo de 1941, el general Guzzoni ordenó a los jefes de los tres Ejércitos que volvieran a estudiar el problema desde el principio (Operación C3). La Armada estaba muy interesada —«nadie más que ella»— en conquistar Malta, pero calculaba que no iba a poder reunir los medios necesarios ni formar a las tropas requeridas para una invasión hasta finales de ese año— en caso de que se pusieran manos a la obra de inmediato. Conquistar la isla requería una prolongada campaña aérea a fin de ocasionar la máxima devastación. Los acontecimientos en África y en Grecia obligaron a aparcar el asunto de Malta, y durante el resto del año la ofensiva quedó en manos de la Regia Aeronautica, que realizó más de 1.900 incursiones contra la isla entre junio y noviembre. El efecto fue mínimo. Entre junio y noviembre de 1941, los barcos y los aviones procedentes de Malta hundieron o dañaron 197.500 toneladas de carga marítima italiana, y la media de pérdidas para los convoyes aumentó del 7 por ciento en junio al 77 por ciento en noviembre.81
Para el Eje, la necesidad más apremiante era llevar suministros al norte de África. Rommel quería atacar, y Mussolini quería que así se hiciera, pero eso requería víveres, combustible y munición, lo que a su vez exigía neutralizar Malta. Hacía falta ayuda de Alemania. El 17 de septiembre de 1941, Hitler ordenó el envío de los primeros U-Booten al Mediterráneo, del total de 27 submarinos que Alemania destinó a Malta. Muy pronto lograron resultados. El 13 de noviembre, el U-81 hundió el portaaviones Ark Royal, y doce días después el U-331 hundió el acorazado Barham. Para Hitler, liderar la campaña de debilitamiento de Malta, y lograr la supremacía aérea y marítima le correspondía a la Regia Aeronautica. No obstante, el Führer estaba dispuesto a poner a disposición de Italia, de vez en cuando, y en caso de necesidad, los aviones del X Fliegerkorps que a la sazón protegían el Egeo.82 A finales de noviembre llegó a Roma el mariscal de campo Kesselring al mando de la Luftflotte II, que se retiraba de la URSS para pasar el invierno. Entró en acción de inmediato, con la misión encomendada por Hitler de garantizar las vías de comunicación con Libia, paralizar el tráfico enemigo en el Mediterráneo, e impedir el aprovisionamiento de Tobruk y Malta. Hitler hacía hincapié en que la neutralización de Malta era «especialmente urgente».83 El 4 de diciembre, el almirante Riccardi admitía que el enemigo tenía la supremacía aeronaval en el Mediterráneo central. Cinco días después, los cruceros y destructores de la Fuerza K hundieron los siete cargueros del convoy Duisburg, que transportaba 35.000 toneladas de suministros, incluyendo 17.000 toneladas de combustible y casi 400 vehículos, y tres de los siete destructores que lo escoltaban. La Armada italiana, que ya andaba escasa de combustible, y que carecía de la capacidad de construcción naval necesaria para reponer sus pérdidas, ahora concentraba sus esfuerzos en los denominados convoyes «acorazados». El primero de ellos, el M 41, un convoy de ocho cargueros escoltado por la totalidad de la flota de combate italiana, que incluía cuatro acorazados, y que zarpó el 13 de diciembre de 1941, no fue un éxito: el Vittorio Veneto fue torpedeado y quedó fuera de combate durante cuatro meses. Los Aliados hundieron dos cargueros, y todo el convoy tuvo que regresar a puerto. Poco después, la rueda de la fortuna giró a favor de Italia con la primera batalla del Golfo de Sirte (16-17 de diciembre de 1941). Los acorazados del almirante Iachino libraron una batalla artillera breve y poco concluyente por la tarde, pero durante la noche siguiente un grupo de tres cruceros ligeros y cuatro destructores de la
Fuerza K con base en Malta se topó con un campo de minas italiano. Se fueron a pique un crucero ligero y un destructor, y los otros dos cruceros sufrieron daños. Durante la noche siguiente, tres tripulaciones de torpedos humanos italianos se colaron por entre las defensas del puerto de Alejandría y colocaron explosivos en los acorazados Queen Elizabeth y Valiant, y los dejaron fuera de combate durante meses. Ahora ya no quedaban acorazados británicos en el Mediterráneo oriental, ni tampoco portaaviones.84 El almirante Cunningham tuvo que recurrir al poder aéreo con base en tierra, y durante unos meses los convoyes italianos lograron llegar a la otra orilla. Gracias a los ataques que realizaba la Luftflotte II contra Malta y a la cobertura aérea que prestaba, la amenaza desde la isla contra los convoyes del norte de África cesó momentáneamente. A principios de enero de 1942, tres convoyes distintos lograron llegar a Trípoli. A finales de enero, otro convoy de cinco cargueros descargó en Trípoli 97 carros de combate y 271 vehículos, pero durante el trayecto los bombarderos torpederos británicos hundieron uno de los cargueros, y otro no pudo llegar por problemas en los motores, con lo que el total de carros de combate que llegaron al norte de África durante ese mes ascendió a 205. Gracias a eso, al empleo de los submarinos para transportar munición y carburante hasta el norte de África, y a Rommel, un comandante que llevaba a cabo sus operaciones «con prudencia y decisión», Mussolini estaba seguro de que la batalla en África ya estaba ganada.85 En total, entre enero y junio de 1942, los italianos recibieron 474 carros de combate y 4.772 camiones, y los alemanes otros 331 pánzers.86 Ahora, para el Eje la cuestión era contra cuál de los dos puntos cruciales —Malta o Egipto— había que actuar. Aparentemente, en eso la Regia Marina y la Kriegsmarine estaban totalmente de acuerdo. Cuando el almirante Riccardi se reunió con Raeder en Garmisch (14-15 de febrero de 1942), ambos acordaron que mantener y reforzar la posición del Eje en el norte de África era su objetivo principal, y que para lograrlo tenían que neutralizar o, a ser posible, ocupar, Malta. Con los suministros así obtenidos, Rommel podría lanzar su contraofensiva antes de que el enemigo pudiera reorganizarse y ganarle por la mano. El 15 de enero, Rommel puso al corriente al general Francesco Zingales, el nuevo comandante del Corpo d’Armata di Manovra (que había relevado a Gambara el 31 de diciembre de 1941), de lo que en un principio el general alemán calificó de una batalla
defensiva. Al día siguiente Rommel comunicó a los italianos que tenía intención de lanzar una operación ofensiva. Los primeros seis meses de 1942 fueron buenos para la guerra del Eje en el norte de África: un historiador naval los ha calificado como «el mejor periodo de toda nuestra guerra».87 Entre enero y mayo de 1942, la Armada embarcó 427.989 toneladas de material con destino al norte de África y descargó allí 409.551 toneladas, con una tasa de pérdidas del 4,3 por ciento. Durante ese mismo periodo la Regia Marina utilizó 1.132.560 toneladas de capacidad de carga marítima y perdió 61.318 toneladas, con una tasa de pérdidas del 5,5 por ciento.88 En realidad, los buenos tiempos no tenían una base sólida. Como posteriormente reconocía el almirante Iachino, desde el punto de vista estratégico, utilizar toda la flota de combate y enormes cantidades de combustible para que cuatro cargueros pudieran llegar a Trípoli «era totalmente desproporcionado con el objetivo a alcanzar».89 No obstante, aquello solo era un aspecto de un problema complejo y polifacético. Los convoyes italianos eran pequeños, normalmente de no más de media docena de barcos, y a veces de tan solo uno o dos cargueros. Tan solo 49 de un total de aproximadamente 1.000 convoyes superaron esa cifra. Los mercantes italianos transportaban como media una carga de entre 1.200 y 1.500 toneladas. Podían haber transportado hasta 5.500 toneladas, pero en general iban poco cargados, ya fuera debido a que había que satisfacer necesidades urgentes del frente o porque los cargamentos se dividían para reducir el riesgo de pérdidas. En 1941, los puertos de Trípoli y Bengasi teóricamente podían descargar entre los dos 180.000 toneladas de material de guerra al mes. Roma calculaba que la cifra real era de 120.000 toneladas al mes, pero los problemas que surgían en los puertos provocaban que no pudiera garantizarse ni siquiera esa cifra. Con unas instalaciones de descarga mejores se podía incrementar el total a 140.000 toneladas al mes.90 Es improbable que en 1942 los puertos del norte de África pudieran gestionar convoyes más grandes, pero en realidad nunca se intentó.91 Organizar el envío de convoyes más pequeños a un ritmo más alto habría requerido más buques de los que poseía Italia, y habría supuesto un mayor desgaste de los barcos de escolta y un mayor gasto de combustible. A menos que se hiciera algo para incrementar y mantener el flujo de suministros a través del canal de Sicilia, o para reducir la capacidad del enemigo de interceptarlos, tarde o temprano la campaña del norte de África acabaría paralizándose.
Malta parecía ser la clave del acertijo, y durante los primeros meses de 1942 Cavallero tuvo a sus planificadores trabajando en la Operación C3. A menos que se neutralizara Malta, no parecía que hubiera grandes esperanzas de impedir que el enemigo llevara material a un teatro en el que el Duce estaba decidido a vencer. La planificación planteó multitud de problemas, desde cuestiones prácticas, como la manera de conseguir lanzallamas o lo largos que debían ser los cordones de apertura de los paracaídas, hasta decisiones estratégicas sobre dónde y cuándo desembarcar. Este era un asunto sobre el que el general y el almirante a los que les habían asignado el mando, y los especialistas que llegaron desde Japón para asesorarles sobre la base de su experiencia en Filipinas y en Singapur, no eran capaces de ponerse de acuerdo. A medida que avanzaban los preparativos, cada vez era más evidente que, sin una gran contribución de Alemania, toda la operación resultaría imposible. La Armada necesitaba 40.000 toneladas de fuel oil de los campos petrolíferos rumanos controlados por Alemania, y la Regia Aeronautica necesitaba otras 10.000 toneladas de carburante y más de 200 aviones Junkers-52 para transportar a las tropas atacantes. Sin los planeadores de Alemania, las unidades de sabotaje no podían aterrizar y destruir las defensas antiaéreas antes del ataque principal. El Regio Esercito quería una división paracaidista alemana y carros de combate alemanes. En abril, ante la eventualidad de que Alemania retirara muy pronto la Luftflotte II para enviarla de vuelta a la Unión Soviética, Cavallero recurrió a la idea de un golpe de mano por tropas paracaidistas alemanas e italianas. Kesselring insistió en ello ante Hitler, que en general parecía estar a favor y dispuesto a aportar los medios necesarios.92 A las pocas semanas, el Führer cambió de opinión. Cuando Cavallero se reunió con Keitel en Klessheim a finales de abril, intentó convencerle de la necesidad de emprender la operación de Malta «lo antes posible». Keitel se mostró impasible y le dijo a Cavallero que era «indispensable» conceder prioridad a la aniquilación de las fuerzas móviles británicas que se encontraban frente a Tobruk.93 Al día siguiente, en Berchtesgaden, Hitler confirmó que la ofensiva de Rommel en el norte de África tenía prioridad. Durante las cinco o seis semanas siguientes, mientras Cavallero mantenía en el aire la opción de Malta como posible golpe de mano, los tres Ejércitos finalmente presentaron sus planes detallados para una invasión a gran escala. Para conquistar la isla, el Ejército proponía desplegar dos divisiones paracaidistas y seis divisiones de infantería, que debían llegar a bordo de
300 aviones de transporte, con una cobertura de 400 aviones de ataque. La Armada, que por primera vez presentaba un plan serio, proponía destinar a la operación cinco acorazados, cuatro cruceros pesados y ocho cruceros ligeros, prácticamente toda su flota de combate.94 A finales de junio, los tres Ejércitos realizaron unas importantes maniobras en Livorno a las que asistió el rey, un indicio de lo en serio que se tomaban el plan. Sin embargo, los italianos ya estaban viviendo de fantasías en un aspecto crucial. En el mes de abril, la Luftwaffe ya había conseguido tener supremacía aérea, pero con la retirada de la Luftflotte II, la Regia Aeronautica la perdió. Siendo realistas, acababa de esfumarse cualquier esperanza de acabar con Malta. Mussolini seguía empeñado en la operación de Malta, y estaba dispuesto a esperar hasta agosto. La isla estaba recuperando su capacidad ofensiva, y volvía a dificultar los transportes con destino a Libia. El Duce le dijo a Hitler que con la conquista de Malta se reduciría el consumo de combustible, aunque para esa operación Italia necesitaba 70.000 toneladas de carburante, de las que 40.000 tenían que llegar por lo menos la última semana de julio. Sin embargo, la reconquista de Tobruk por Rommel el 21 de junio, al día siguiente de la carta de Mussolini, torpedeó la idea. Hitler estaba decidido a que el Eje no cometiera el mismo error que cometieron los británicos cuando se detuvieron a poca distancia de Trípoli para poder enviar tropas a Grecia. Ahora las fuerzas del Eje debían avanzar lo más posible hasta el corazón de Egipto sin distracciones. La conquista de Egipto, sumada a la inminente ofensiva en la URSS, contribuiría a provocar la caída del «pilar oriental del Imperio Británico».95 Ahora la prioridad era mantener el flujo de suministros a Rommel. Cavallero, que se enteró ese mismo día de que los alemanes ya no iban a apoyar la opción de Malta, afirmó que tenía intención de mantener el plan «en plena consideración y preparación» para poder llevarla a cabo en caso de que se presentara una oportunidad.96 Por otra parte, Mussolini estaba entusiasmado ante la idea de un inminente ataque contra Egipto y la conquista de El Cairo y Alejandría que inevitablemente vendrían después.97 El 29 de junio Mussolini viajó a Libia, con el propósito de entrar en Alejandría a lomos de un caballo blanco como conquistador de la ciudad. Ocho días después Cavallero convirtió el plan C3 de Malta en el C4 —un plan para la ocupación de Túnez— y tres semanas después comunicó a los jefes de Estado Mayor que se suspendía el C3 para el año en curso.
¡Adelante hacia Egipto! Los informes que llegaban desde el norte de África a finales de 1941 eran optimistas: la moral era «alta», se peleaba cada palmo de terreno y el enemigo estaba sufriendo un desgaste, pero también había claros indicios que alertaban de que las cosas no iban bien. Las tropas, que podían vencer en caso de que contaran con la misma «rápida aportación de nuevas unidades» que el enemigo, habían estado combatiendo incesantemente, recorriendo a pie docenas de kilómetros de desierto, arrastrando ellas mismas sus piezas de artillería, desfalleciendo por el agotamiento, y bebiendo su propia orina para saciar su sed.98 Cuando comenzó 1942, Cavallero necesitaba reconstruir sus fuerzas. Italia iba a seguir hostigando al enemigo con ofensivas terrestres y aéreas limitadas, pero las grandes decisiones se tomarían una vez terminada la reorganización. En enero, la División Acorazada Ariete, una fuerza de vanguardia con tropas de refresco, recibió 16 nuevos cañones autopropulsados de 75 mm. El XXI Cuerpo (formado por las divisiones Pavía, Trento y Sabratha) debía proteger el reagrupamiento de las fuerzas motorizadas alemanas; se creó un nuevo X Cuerpo (con las divisiones Bologna y Brescia); y los italianos reorganizaron sus divisiones. Se repartieron las ametralladoras, los cañones antiaéreos y anticarro, se redujo el tamaño de los regimientos de infantería, y estaba previsto que los regimientos de artillería contaran con los cañones antiaéreos y anticarro alemanes de 88 milímetros o italianos de 90 mm y con automóviles blindados, aunque al final la mayoría de estos nunca llegó, y los italianos tuvieron que utilizar los automóviles blindados capturados a los británicos. El desgaste se cobraba un precio incesante en la flota mercante italiana. En junio de 1940, después de perder un tercio de su flota mercante (incluidos 46 petroleros) que quedó inmovilizada en los puertos neutrales o enemigos, o bloqueados al otro lado del Canal de Suez, Italia destinó 574 cargueros a las tareas de transporte en el Mediterráneo. En 1940 Italia perdió 44 barcos en aquellas aguas, en 1941 perdió otros 134, y en 1942 otros 150. Entre enero y septiembre de 1943 iba a perder otros 168 mercantes que hacían la travesía de Italia al norte de África. En total, las pérdidas de capacidad de transporte marítimo en apoyo de la guerra naval en el Mediterráneo ascendieron a 496 buques.99 Una parte de las pérdidas se compensaban con la entrada en servicio de cargueros nuevos, capturados
o rehabilitados: entre 1940 y 1942, por ese procedimiento se añadieron 140 barcos a la flota del Mediterráneo, y entre enero y septiembre de 1943 se sumaron otros 70 cargueros.100 Sin embargo, lo que tal vez ilustra mejor la verdadera magnitud de la debilidad de Italia son las estadísticas de construcción de barcos nuevos. Desde 1941 hasta septiembre de 1943, tan solo salieron de los astilleros italianos 58 cargueros nuevos, y entre el 1 de enero de 1939 y el 1 de septiembre de 1943 solo se añadieron cuatro petroleros nuevos a la flota de Italia. Y precisamente los petroleros eran el objetivo más codiciado de los ataques de los submarinos y los aviones británicos, que contaban con información descifrada por el sistema Enigma alemán. La llegada de un convoy con 55 carros de combate y 20 automóviles blindados le dio a Rommel el ímpetu necesario para pensar en volver a atacar. Los servicios de inteligencia italianos estimaban que el enemigo disponía de una fuerza de entre 330 y 350 carros de combate y entre 200 y 200 automóviles blindados. El servicio de inteligencia de Rommel hablaba de aproximadamente 180 carros de combate y 180 automóviles blindados, lo que le animó a atacar antes de que el equilibrio de fuerzas volviera a cambiar a favor de su adversario.101 Rommel no dejaba ver sus bazas, y le comunicó al general Bastico que tenía intención de lanzar un ataque para desalojar el despliegue enemigo en torno a Marsa Brega. Los italianos dieron su aprobación, sin saber que se avecinaba algo más grande. Y Rommel tampoco informó a Roma de nada en absoluto. El contraataque comenzó el 21 de enero, y al cabo de ocho días las fuerzas del Eje habían reconquistado Bengasi. Era el comienzo de lo que se ha considerado «la ofensiva más brillante de Rommel».102 La intención de Rommel de reconquistar Bengasi alarmó a Cavallero. Estaba preocupado por los convoyes —hasta el extremo de que llegó a preguntar por la llegada a puerto de algún buque en concreto— y por consiguiente por la capacidad de resistencia de las fuerzas italianas en el norte de África, y viajó a Misurata el 22 de enero. A su llegada le dijeron que en un primer momento Bastico había aprobado los planes de Rommel para una ofensiva limitada, lo que alejaría la probabilidad de una ofensiva enemiga y elevaría la moral de combate de los italianos, pero que ahora tanto Bastico como Gambara pensaban que había que pararla. De lo contrario podría convertirse en una «carrera hacia adelante» que los generales italianos no tenían medios para apoyar, y que crearía una nueva
situación «mucho más débil que la actual». Al día siguiente, Cavallero le comunicó sus órdenes a Rommel, o por lo menos lo intentó. Por el momento la situación en el Mediterráneo no permitía pensar en un avance, de modo que Rommel tenía que quedarse quieto en Marsa Brega. Cavallero tenía sus motivos. Obligar al enemigo a retroceder hacia sus bases agravaría la permanente crisis del transporte que sufría el Eje. Las reservas de combustible de la Armada podían llegar a suspenderse. De hecho, al día siguiente el almirante Riccardi le comunicó que la Armada iba a suspender los convoyes de la ruta oriental y que tan solo se iban a organizar convoyes de transporte de combustible por la ruta occidental durante las noches sin luna por culpa de los ataques aéreos enemigos. También pensaba que los británicos o los gaullistas podían intentar desembarcar en Libia o en Túnez, por improbable que fuera.103 A juicio de Riccardi, la principal misión de las fuerzas italianas en Libia era garantizar la defensa de Tripolitania. Mussolini le desautorizó. Había que concederle a Rommel «cierto margen para ulteriores movimientos».104 Bengasi cayó el 28 de enero, y el 3 de febrero cayó Derna. Para entonces, tanto los italianos como Kesselring temían que Rommel se quedara sin combustible. Cavallero estaba decidido a ejercer su autoridad, y la de Italia. Desde Roma enviaron al teniente coronel Montezemolo para determinar exactamente dónde debía establecerse la línea defensiva italiana. Era preciso decirle a Rommel —es decir, Kesselring debía decirle «con mucho tacto»— que si avanzaba más tenía absolutamente prohibido utilizar la infantería italiana, solo podía utilizar sus fuerzas móviles. Rommel quería que las cinco divisiones de infantería italianas avanzaran para ocupar posiciones defensivas, y al mismo tiempo mantener detrás de ellas los blindados alemanes e italianos como fuerza de maniobra. Gambara accedió, igual que Bastico. Mussolini, tan susceptible como siempre por el estatus de Italia como aliado militar, lo desaprobaba: se estaba permitiendo a los alemanes un «permiso de convalecencia»105 El 16 de febrero se colocaron campos de minas desde la costa hasta El Mechili. El 8.º Ejército británico se replegó hasta Ain-el-Gazala, al oeste de Tobruk, y así quedó la situación durante los siguientes tres meses y medio. A Bastico le preocupaba el estado de su ejército. Primero se había retirado, y después había pasado a la ofensiva, mayoritariamente a pie, poniendo a prueba la resistencia física de los oficiales y de la tropa. Ahora el ejército necesitaba una pausa. Además, los soldados necesitaban
permisos —estaba previsto que 30.000 hombres se marcharan a casa— y relevos. Se estaban llevando constantemente tropas por avión a un ritmo de 5.000 hombres al mes, pero cada mes hacían falta entre 6.000 y 7.000 soldados simplemente para compensar el desgaste normal. El desfase únicamente podía compensarse llevando 10.000 hombres al mes, pero eso supondría suspender el trasporte aéreo de material. Otro problema era el relevo de los oficiales. Lo que Bastico necesitaba eran oficiales del Ejército regular «jóvenes y físicamente capaces de soportar los rigores de la colonia». Lo que le estaban enviando eran oficiales de la reserva, muchos de ellos ya mayores, cuya preparación militar se reducía a «algún vago recuerdo de otros tiempos».106 Los permisos eran básicamente una cuestión de transporte marítimo. El problema parecía irresoluble. Al mostrarse de acuerdo con el plan de Rommel, Gambara había cruzado una de las líneas rojas de Cavallero. El jefe del Estado Mayor Conjunto era el que estaba al mando de la dirección de la guerra —había dado orden a los jefes del Estado Mayor de los otros Ejércitos de que no informaran directamente a Mussolini sino que lo hicieran siempre a través de él— y el jefe del Estado Mayor de Bastico había incumplido una de sus directivas. Bastico quería que Gambara permaneciera en su puesto porque se llevaba bien con Rommel. Cavallero, dispuesto a aplastar «cualquier acto de indisciplina, lo cometa quien lo cometa», estaba decidido a relevar a Gambara, probablemente por esa misma razón. En el Ministerio de la Guerra ya se estaban formulando acusaciones contra él. Poco después, el general Curio Barbasetti di Prun, el sucesor de Gambara, descubrió que faltaban 4 millones de liras de la caja del departamento de Intendencia.107 (Las conductas irregulares en los altos escalafones del Ejército no eran ni mucho menos desconocidas: el general Roatta fue expedientado cuando estaba al mando en los Balcanes por comprarse un yate y tener a cuarenta personas empleadas en él, y el ejército de ocupación de Geloso en Grecia acabó convirtiéndose en sinónimo de deshonestidad.) Ahora la atención de Cavallero se centraba en la necesidad de reforzar sus tropas en Libia, para posteriormente avanzar rumbo al este, hacia el mar Negro. Eso significaba reconstruir el puerto de Bengasi para que fuera capaz de descargar 3.500 toneladas diarias de suministros, pero lo más importante para él era conseguir y mantener el dominio sobre Malta. Bastico recibió la orden de garantizar la defensa de Tripolitania, de asegurarse de que Bengasi y los principales aeropuertos de Cirenaica
estuvieran disponibles, y de «facilitar los preparativos para nuestra siguiente acción contra Tobruk».108 Las divisiones italianas no debían moverse hasta que se hubieran reorganizado y hasta que se enviaran más camiones a Libia: «El Duce no quiere que el infante recorra el desierto a pie».109 El Estado Mayor de Bastico calculaba que para convertir el ejército «estático» del norte de África en un ejército «dinámico» hacían falta 6.650 vehículos. Y llevarlo hasta su dotación completa requería otros 55.000 hombres. Llevando a Libia 1.200 camiones (y dejando un margen de 300 para las bajas) y 10.000 soldados cada mes, harían falta siete meses para que el ejército del norte de África alcanzara su máximo potencial.110 Las autoridades de Roma hacían malabares con las cifras, pero después de descontar los vehículos nuevos y reparados, aún les faltaba encontrar 4.000 camiones. Y eso teniendo en cuenta que, según los últimos cálculos, el CSIR destinado en la Unión Soviética necesitaba 700 camiones al mes, y el frente del norte de África otros 600, el equivalente a toda la producción de un mes, tan solo para reponer las bajas, y cuando estaba previsto que el nuevo ARMIR de la URSS dispusiera de 16.700 vehículos. El problema con los carros de combate era igual de grave: Italia solo podía fabricar 30 carros L 16, 60 carros M 14 y una docena de cañones autopropulsados al mes.111 Hasta abril, cuando volvió a abrirse el puerto de Bengasi, todo el tráfico italiano tenía que pasar por Trípoli, desde donde había que trasladar el material hasta El Algheila, a 700 km, donde se estaban recomponiendo las unidades, y de ahí hasta el nuevo frente, situado a otros 500 km. Ya de por sí, el viaje a través del desierto planteaba una serie de problemas; por algo el desierto se consideraba un paraíso para los especialistas en táctica y un infierno para los expertos en logística. El sistema de abastecimiento italiano estaba centralizado: el Arma de Intendencia controlaba el transporte y distribuía los suministros y la munición a cada una de las unidades, en marcado contraste con el sistema alemán, más flexible y descentralizado, donde las divisiones, e incluso los destacamentos más pequeños, contaban con sus propios medios de transporte y podían recoger lo que necesitaran directamente de los depósitos y los almacenes de suministros. El sistema italiano daba buenos resultados en tiempos normales, cuando se podía prever la demanda, pero no cuando había que echar mano de la improvisación y reaccionar rápidamente. El alto mando italiano en el norte de África (Superasi) no estaba dispuesto a relajar su control sobre los
medios de transporte, por si acaso Rommel se apoderaba de los camiones y el carburante italianos.112 El 30 de abril, Rommel desveló su plan para, en primer lugar, atacar Tobruk, y después avanzar hacia Bardia y Sollum. El Comando Supremo, que calculaba que podía tener «perfectamente configuradas» las divisiones italianas y alemanas para el otoño, vio cómo se hacía caso omiso de su programación. Las unidades italianas aún no estaban plenamente preparadas: la Divisiones Ariete y Trieste estaban casi completas, pero faltaban camiones para las divisiones de infantería. Teniendo en cuenta que la intención del Regio Esercito a largo plazo era estar en condiciones de lanzar una operación decisiva en Egipto, Cavallero estaba dispuesto a permitir que Rommel probara suerte, pero solo dentro de unos límites. La operación brindaba la posibilidad de erosionar la fuerza del enemigo y llegar hasta una buena posición desde la que lanzar el planeado ataque contra Egipto, pero «debía evitar absolutamente desgastar profundamente nuestras fuerzas y poner en riesgo la laboriosa tarea de reconstruir y reforzar nuestras unidades». Y tampoco podía poner en peligro los preparativos para el ataque contra Malta. Bastico recibió la orden de apoyar el ataque contra Tobruk, pero sin asumir «un despliegue no favorable». Si caía Tobruk, Bastico podía avanzar hasta la línea Sollum-Halfaya-Sidi Omar, pero no más allá; si Tobruk no caía, no debía ir más allá de Ain-elGazala. Y le advirtieron de que no debía permitir que la operación se prolongara más allá del 20 de junio, ya que a partir de esa fecha las unidades de la Fuerza Aérea que se habían traído de Sicilia debían regresar a sus bases.113 El jefe del Estado Mayor de Bastico dudaba de que el plan de Rommel de rodear al enemigo diera resultado, y advertía de que pasar directamente de la maniobra envolvente a un ataque contra Tobruk a fin de garantizar la «continuidad» podía plantear unas dificultades logísticas insuperables.114 Sobre el papel, el 8.º Ejército británico que defendía la línea de Ain-elGazala, a 59 kilómetros al oeste de Tobruk, parecía más fuerte: sus 100.000 hombres, 849 carros de combate (incluido el recién llegado M3 Grant, que superaba en prestaciones a la mayoría de los pánzer III y IV y a todos los carros de combate italianos), y sus 604 aviones estaban protegidos por una red de campos de minas. Los italianos tenían unos cuantos cañones del nuevo modelo de 90 mm, más cañones anticarro de 75 mm, un puñado de cañones autopropulsados de 75 mm, y unos pocos automóviles blindados —
los primeros que recibían, pero que llegaron sin brújulas—. También tenían munición anticarro de carga hueca.115 Ambos bandos podían aprovechar los últimos avances en materia de inteligencia: en el caso del general Neil Ritchie, las desencriptaciones de los mensajes cifrados por Enigma que le enviaban desde Bletchley Park; y en el caso de Rommel, las desencriptaciones de los informes sobre los planes y disposiciones del 8º Ejército, a través del coronel Bonner Fellers, agregado militar estadounidense en El Cairo, que estaban a disposición de los alemanes después de que el SIM consiguiera hacerse con el «Black Code» (código negro) de Estados Unidos. Además, Rommel se benefició —no era la primera vez ni sería la última— de la tendencia de los generales británicos a comentar entre ellos sus planes a través de los radioteléfonos.116 El sistema británico de «cuadrantes» capaces de autodefenderse le hizo el juego a las fuerzas del Eje, igual que las deficiencias en la cadena de mando británico, que aún no había conseguido descentralizar el mando a las divisiones, lo que demasiado a menudo entorpecía la capacidad de combate de las tropas británicas.117 A medida que se avecinaba el momento del ataque, las Divisiones Ariete y Trieste ocuparon sus posiciones a la derecha de la línea del frente, y una división de infantería (Sabratha) lo hacía en el centro. La Operación Venezia pretendía rodear y destruir las fuerzas enemigas que guarnecían la defensa avanzada de Tobruk. Al comienzo de las batallas de Ain-el-Gazala (26 de mayo-15 de junio de 1942), las cuatro divisiones de infantería del X y el XXI Cuerpos «fijaron» el frente, mientras que la División Acorazada Ariete y la División Motorizada Trieste, junto con otras dos divisiones pánzer, participaban en un amplio «gancho de izquierda». Un batallón de la Ariete intentó cargar contra el cuadrante de la Francia Libre en Bir Hakeim, sin apoyo de artillería ni de infantería, y cuyo comandante había «retrocedido veinticinco años y volvió a sentirse como aquel joven teniente que tantas veces había cargado a la bayoneta […] en la Gran Guerra del 15-18», pero tuvo que parar en seco debido a las minas y al fuego anticarro, y perdió 31 carros de combate en el intento.118 Mientras tanto, la División Trieste avanzaba con dificultad a través de un campo minado al norte del bastión. Las dos divisiones italianas volvieron a reunirse, y junto a los alemanes repelieron los intentos de los británicos, mal coordinados, de rodearles a su vez, una acción en la que la artillería de la Ariete causó una impresión especialmente buena.
Hasta ese momento, parecía que la batalla iba más o menos conforme al plan de Cavallero: no alejarse en busca del enemigo sino provocarle para que atacara, y después contraatacar. Para que la batalla estuviera controlada, Bastico recibió la orden de mantener al mínimo las bajas de material, de contribuir a la caída de la línea de Ain-el-Gazala, y de tomar Bir Hakeim, pero sin hacer nada que amenazara la ofensiva principal ni sobrepasara la fecha límite (20 de junio), que era lo que Cavallero suponía que su adversario quería que hiciera.119 Aun así, a Cavallero le preocupaba que su ejército del norte de África estuviera en peligro de ir más allá de los límites que él había impuesto. Con la División Acorazada Littorio, incompleta, como única reserva, aparentemente existía un peligro real de que sus fuerzas acorazadas se desgastaran y volvieran a estar de nuevo en inferioridad respecto a su enemigo. Cavallero, que estaba pensando en su plan preferido, la operación contra Malta, aconsejó a Mussolini que no se sobrepasara el límite de tiempo preestablecido.120 Cuando los alemanes le presentaron el plan para las operaciones ya en curso, que debían culminar en un ataque contra Tobruk entre el 18 y el 25 de junio, Cavallero dijo que no estaba dispuesto enviar a las tropas italianas, sino que supeditó la ofensiva de Tobruk a la conquista de Bir Hakeim y Ain-el-Gazala.121 Y eso fue exactamente lo que ocurrió a lo largo de los cuatro días siguientes. En los últimos días de la batalla, la División Trieste participó en un ataque alemán contra Bir Hakeim, que los gaullistas rindieron el 11 de junio, después de un largo bombardeo, y la Ariete repelió un potente contraataque británico con la ayuda del Afrikakorps. Con los alemanes ya en El Adem, al sur de Tobruk, el 12 de junio las líneas de retirada de los británicos de Ain-el-Gazala estaban prácticamente cortadas. Dos días después recibieron la orden de retirarse hasta la frontera con Egipto. Mientras Rommel se aproximaba a Tobruk, la Armada italiana libraba las batallas de Mezzo Giugno («mediados de junio»), «lo más parecido a una victoria naval importante de todo el conflicto».122 Un convoy procedente de Gibraltar con destino a Malta sufrió graves daños a raíz del ataque de los bombarderos torpederos italianos, y seguidamente del escuadrón de cruceros del almirante Da Zara en la batalla de Pantellería (15 de junio de 1942), hasta que se topó con un campo minado frente al puerto de La Valletta. Mientras tanto, el almirante Iachino, al mando del Littorio, el Vittorio Veneto, cuatro cruceros y doce destructores, interceptó un segundo
convoy procedente de Haifa y Port Said. La simple presencia de la flota de combate italiana fue suficiente para obligar al almirante Philip Vian comandante del convoy, a renunciar a la misión y dar media vuelta. La flota italiana perdió un crucero pesado (el Trento), y el Littorio fue alcanzado por un bombardero Consolidated B 24 Liberator, quedando fuera de combate hasta el mes de agosto, pero los británicos perdieron un crucero y cinco destructores. Solo llegaron a Malta dos de los diecisiete cargueros del convoy. El 20 de junio de 1942, las formaciones acorazadas y motorizadas italianas y alemanas atacaron Tobruk desde el sureste, mientras las divisiones de infantería Trento y Sabratha cubrían el flanco meridional y occidental de las defensas, de 52 km de longitud. Después de un intenso bombardeo aéreo contra las defensas, la 21.ª División Pánzer abrió una senda a través de los campos minados que defendían Tobruk y destruyó rápidamente media docena de fortines. Se suponía que la División Trieste debía hacer otro tanto, pero debido a la «menor aptitud de nuestras unidades para el movimiento» (como afirmaba posteriormente el oficial de enlace italiano en las unidades pánzer), su llegada «había sufrido un pequeño retraso».123 Los ingenieros de la Trieste, que llegaron demasiado tarde, fueron alcanzados por la artillería británica y no lograron despejar su sector del campo de minas. Rommel mandó parar a la división y envió a la Ariete a través de la brecha abierta por los alemanes. La fortaleza quedó rápidamente partida en dos y la defensa se derrumbó. Al día siguiente la guarnición se rindió. Las unidades de recuperación alemanas de la línea del frente, de las que carecían los italianos, recogieron la parte del león del botín de Tobruk: 2.000 vehículos, 5.000 toneladas de víveres y 2.000 toneladas de combustible. Con esos refuerzos, Rommel estaba en condiciones de avanzar inmediatamente hacia Marsa Matruh, y desde ahí hacia El Cairo, el Canal de Suez y, «eventualmente», hasta el golfo Pérsico. Bastico y su jefe de Estado Mayor, que tenían órdenes de no avanzar más allá de Sollum-Halfaya, pusieron todas las objeciones de su repertorio. Rommel las rechazó una por una. Finalmente le dijo a Bastico: «Yo voy [a Marsa Matruh]». «Si los italianos quieren seguirnos, que vengan, si no, pueden quedarse donde están». Después, sonriéndole, le dijo a Bastico que le invitaba a almorzar… en El Cairo.124 A las 11.10 de la mañana del 23 de junio, von Rintelen se presentó en el despacho de Cavallero con la noticia de que Rommel había conseguido en
Tobruk un botín suficiente para seguir avanzando. Ese mismo día llegó una carta de Hitler respaldando a Rommel, y más tarde se interceptó un mensaje de Bonner Fellers que informaba de que al 8.º Ejército británico solo le quedaban 127 carros de combate, que había perdido la mitad de su artillería, que la moral era baja, y que si Rommel tenía intención de conquistar la zona del Delta, era el mejor momento. Mussolini quedó convencido. Ahora el problema era el transporte de suministros para apoyar el avance, y, como le dijo Cavallero a von Rintelen, Rommel no tenía ese problema, «lo tenemos nosotros». La magnitud del problema había quedado meridianamente clara hacía cuatro días. El 19 de junio, durante una reunión de los jefes de Estado Mayor, el vicealmirante Luigi Sansonetti, subjefe del Estado Mayor de la Armada, anunció que en caso de que le ordenaran atacar un convoy británico, tan solo podía reunir unos pocos submarinos, porque «tenemos los barcos absolutamente vacíos [de combustible]». Por su parte, el general Santoro admitió que a la Fuerza Aérea solo le quedaban siete torpedos aéreos.125 Y efectivamente, aquel mes de junio figura en los registros como el peor mes en materia de abastecimiento a Libia desde el principio de la guerra, pues solo se enviaron 41.519 toneladas de material, de las que únicamente 32.327 llegaron a los puertos del norte de África. En el transcurso de una frenética jornada de reuniones, el almirante Riccardi le dijo a Cavallero que la Armada solo podía resolver sus problemas de combustible apropiándose de las reservas destinadas a los submarinos; que, dado que Tobruk estaba más cerca de Alejandría, y por consiguiente de la flota británica, que de Bengasi, los buques que se enviaran a esa zona debían llevar una escolta más sustancial; que todos los muelles de Tobruk, salvo uno, habían sido destruidos; y que transportar los suministros a lo largo de la costa desde Bengasi expondría a los barcos al peligro constante de los bombarderos torpederos enemigos. Cuando le preguntaron qué cobertura aérea podía brindar la Regia Aeronautica, el general Rino Corso Fougier, sucesor de Pricolo como jefe del Estado Mayor del Aire, respondió que estaban estudiándolo.126 Aquella tarde, Cavallero le comunicó a Mussolini que, dado que la eliminación de Malta ya no figuraba en los planes, ahora el gran problema era neutralizar la isla. Y había más: el problema del combustible, el problema de Tobruk, que en circunstancias normales tan solo podía descargar 800 toneladas de suministros al día, y el problema que suponía Tripolitania (se refería a su defensa contra un posible
ataque de la Francia de Vichy) para el avance hacia Egipto. En cuanto a la Operación C3, «ya veremos más adelante lo que hay que hacer».127 No fue Cavallero sino Kesselring quien decidió lo que se iba a hacer. En una reunión con Cavallero y Bastico en Derna, Kesselring les dijo que no había suficiente poder aéreo para una acción de contención en la frontera con Egipto antes del ataque terrestre, y al mismo tiempo para neutralizar Malta. Mientras el Eje siguiera avanzando, no se podía hacer nada contra Malta. El norte de África debía tener prioridad. Allí, en el frente terrestre, el Eje podía desplegar entre 120 y 140 cazas, frente a los 600 aviones del enemigo, y solo aproximadamente la mitad de ellos podían apoyar el avance de Rommel debido a los problemas de transporte. Perseguir nuevos objetivos más allá de El Alamein con algo más que unidades ligeras era imposible. No era solo una cuestión de carburante o de bombas, sino de fuerza en relación con los objetivos. Sobre esa base, el avance de Rommel podía proseguir durante ocho o diez días, pero no podía ir más allá de El Alamein. El almirante Weichold intervino: los italianos tenían que hacerse cargo del abastecimiento marítimo a lo largo de la costa desde Bengasi hasta Tobruk, donde a su juicio deberían ser capaces de descargar 1.000 toneladas de suministros al día. En un primer momento Cavallero no tuvo otra opción que dar su consentimiento tácito, pero después, pensando en hacer lo que a su juicio querría el Duce, se erigió en defensor entusiasta del plan alemán.128 Primero dio orden a Bastico de eliminar la posición del enemigo en Marsa Matruh. Al día siguiente, tras oírle decir a Rommel que él era capaz de atravesar el paso de El Alamein y llegar a El Cairo a partir del 30 de junio, Cavallero le comunicó a Bastico que ahora sus objetivos eran Suez, Ismailia, Port Said y el Cairo.129 Bastico opinaba que la mejor opción era ocupar Marsa Matruh y el oasis de Jarabub, y después esperar hasta que sus fuerzas estuvieran completamente reorganizadas antes de atacar El Alamein. «Pero», le dijo a Cavallero después del monólogo de Rommel, «ya es demasiado tarde para cambiar el programa. […] ¡Encomendémonos a Dios!».130 El 26 de junio Rommel atacó Marsa Matruh. Los servicios de inteligencia italianos calculaban que probablemente se enfrentaba a unos 100 carros de combate en buen estado, 150 automóviles blindados, y 500 aviones. Detrás de ellos, en la región del Delta, había una o dos divisiones inglesas, muy mermadas, un par de divisiones indias de escaso valor, y un
puñado de unidades griegas, polacas y checas.131 Tres divisiones italianas (Trento, Pavía y Brescia) atacaron el objetivo desde el oeste y el sur mientras las fuerzas acorazadas y motorizadas alemanas e italianas avanzaban para derrotar a las tropas de la Commonwealth dispersas al sur de la ciudad, así como para cortar la línea de retirada de la guarnición. En tres días de confusos combates, las fuerzas del Eje se beneficiaron de la sobrevaloración de sus fuerzas y de los ataques mal coordinados que lanzaba un adversario que ya estaba preparado para abandonar Marsa Matruh y seguir combatiendo un día más. El 28 de junio, la División Trento y el 7.º Batallón de Bersaglieri, junto con la 90.ª División Ligera alemana, intentaron penetrar en la ciudad, pero fueron rechazados por una combinación de fuego artillero, campos de minas y ataques aéreos. La ciudad cayó al día siguiente a manos del X Cuerpo, que se hizo con 5.000 prisioneros y un botín considerable. Esa misma tarde, a las 19.45, Mussolini aterrizó en Derna con un gran séquito, ascendió a Cavallero a maresciallo d’Italia en previsión de una gran victoria, y esperó el momento de poder hacer su entrada triunfal en El Cairo. Entonces se inició una persecución contra las fuerzas de la Commonwealth que se retiraban hacia el este. Sin embargo, una resistencia encarnizada mermó las fuerzas de las unidades italianas. Con un abastecimiento precario, y un avance que se veía entorpecido por las deficiencias del material de los italianos —las columnas acorazadas alemanas tenían una velocidad de crucero de 20 km/h, mientras que las columnas italianas solo llegaban a entre 7 y 8 km/h— y también por un enorme atasco que se formó a lo largo de la carretera costera, Rommel tuvo que hacer una pausa de veinticuatro horas antes de lanzar su ofensiva contra El Alamein.132 Desde Roma, el general Ambrosio contemplaba el futuro. Una victoria implicaba tener que buscar un ejército de ocupación para defender Egipto de la contraofensiva desde el este y el sur que con toda seguridad vendría a continuación. Eso requeriría más divisiones, y forzosamente había que traerlas desde Grecia. Las divisiones italianas estacionadas allí estaban por debajo de su dotación completa y tenían pocos vehículos —pero no había otra opción. La logística tenía que pasar por los Balcanes, Grecia y Creta— pero Grecia no tenía nada parecido a un marco estructural capaz de dar de comer a un ejército de ocupación en Egipto. Era preciso hacer acopio de suministros. Para colmo, una victoria en Egipto tendría «repercusiones
desfavorables» en otros sectores. El Regio Esercito tenía que estar preparado para enviar una fuerza expedicionaria a Túnez, que era una constante preocupación para los italianos. Eso requería una reserva de entre ocho y diez divisiones, además de las tres divisiones ya designadas para participar en la operación. Y luego estaba la frontera occidental con Francia; Ambrosio quería por lo menos seis divisiones para ese escenario. Para conseguirlas, era preciso retirar una división de Montenegro y otra de Eslovenia. Por último, las operaciones en Túnez iban a requerir más munición «y la producción de munición ya es inferior al consumo».133 Rommel inició la primera batalla de El Alamein (1-3 de julio) enfrentando a 8.000 infantes italianos y 2.000 alemanes equipados con 125 carros de combate (de los que 70 eran tanques ligeros italianos L y M), 15 automóviles blindados, y 530 cañones, contra 15.000 infantes de la Commonwealth, 150 carros de combate, 100 automóviles blindados y 400 cañones. Ya desde el primer enfrentamiento quedó claro que las defensas enemigas eran demasiado fuertes, y que los ejércitos del Eje estaban demasiado cansados y demasiado dispersos para abrir brecha solo con el recurso de la velocidad.134 Los pánzers no lograron avanzar, y la División Ariete, bastante debilitada, (solo tenía en condiciones de servicio 8 carros de combate M 13 y 40 cañones), que recibió la orden de avanzar hasta una cuenca y estaba rodeada por tres lados, sufrió cuantiosas bajas, pues perdió 36 cañones, 55 vehículos y 531 hombres. Posteriormente Rommel señaló a la Ariete como uno de los principales motivos de su fracaso en la batalla.135 Rommel, que no tuvo más remedio que hacer una pausa que esperaba que fuera de entre diez y catorce días, y librar una batalla defensiva (10-27 de julio), solicitó otros 12.000 o 15.000 soldados alemanes y más hombres para los dos cuerpos de infantería italianos, y se quejó de que los alemanes no estaban recibiendo su parte equitativa de los mermados suministros disponibles y de que Kesselring se estaba llevando la parte del león del tonelaje para la Luftwaffe. Durante la pausa, el enemigo lanzó una serie de acciones locales contra los sectores de la línea del Eje que parecían más débiles. Los italianos resultaron ser especialmente vulnerables. El 7 de julio, la División de Infantería Sabratha cedió tras ser atacada por un par de batallones australianos, que lograron abrir temporalmente una brecha en las líneas; el 10 de julio, la División Motorizada Trieste y una parte del Afrikakorps estuvieron al borde del desastre debido a los ataques aéreos a baja altura; y
el 15 de julio también cedió el punto de confluencia de las divisiones Trento y Trieste. El general de brigada Giuseppe Mancinelli reconocía que las unidades italianas estaban dando muestras de una «aprensión injustificada» cuando se enfrentaban al avance de unos pocos carros de combate, de «hipersensibilidad» cuando se veían rodeadas en sus fortines, y de una tendencia a retirarse aunque no estuvieran siendo atacadas directamente, «transformando así en una retirada lo que [en otras circunstancias] sería un incidente local desfavorable». Rommel exigió sin rodeos que los comandantes de cuerpo intervinieran de inmediato, aplicando la pena de muerte en caso necesario.136 Ahora la División Sabratha no tenía ni un solo batallón completo, y tampoco le quedaba ninguna pieza de artillería; la División Acorazada Ariete tenía un batallón de bersaglieri y 15 carros de combate, y la División Acorazada Littorio contaba con un batallón de bersaglieri, 20 carros de combate y un solo cañón. En la batalla y en la «pausa» posterior habían sido prácticamente aniquiladas cuatro divisiones italianas. Por consiguiente Rommel anunció que ya era imposible cualquier ulterior acción ofensiva contra el enemigo. Mussolini, que aguardaba en el pueblo de colonización italiano Giovanni Berta para celebrar la victoria, convocó a Cavallero, a Kesselring y a Bastico. El resultado de la reunión fue un telegrama a Rommel que decía que el Duce «en este momento considera necesario […] abstenerse de iniciativas que sometan a nuestras tropas […] a un ulterior desgaste, lo que dificultaría su recuperación para nuevas misiones». Mussolini añadía que se estaban tomando medidas a fin de llevarle a Rommel los refuerzos necesarios para alcanzar sus objetivos.137 Rommel le comunicó a Cavallero que si no llegaban refuerzos en el plazo de una semana, tendría que retirarse. Cuando Rommel le preguntó cuándo iban a llegar los refuerzos, Bastico solo pudo responder, con cierta falta de convicción, que había que tener en cuenta tantos pequeños detalles que no podía darle una fecha, pero que todo llegaría lo antes posible.138 Dos días después, mientras escuchaba cómo Rommel le insistía una vez más en que le llevara refuerzos, al tiempo que tamborileaba nerviosamente los dedos sobre la mesa, Cavallero le aseguró que iba a poder disponer de inmediato de tres divisiones de infantería y de otra división CC.NN. En realidad, tan solo se estaban preparando para acudir al norte de África dos divisiones, siendo una de ellas la División Aerotransportada Folgore.139
Entonces Mussolini, en parte a raíz del llamamiento «desesperado» de la Unión Soviética para que se abriera un segundo frente en junio de 1942, lo que el Duce quiso interpretar como un indicio de que la guerra se estaba inclinando a favor del Eje, se dedicó a examinar la situación militar. La batalla de Tobruk había terminado. La batalla siguiente iba a ser por la región del Delta. El plazo de preparación se medía en semanas, y no había ni un minuto que perder. La primera tarea consistía en asegurar las líneas de arranque. Para lograrlo, las tropas tenían que colocar extensos campos de minas, reunir toda la artillería que pudieran encontrar en Libia y en Italia, desplegar el poder aéreo de la forma más eficaz posible, aumentar el número de cañones autopropulsados de las divisiones acorazadas «dado que nuestro M 14 puede considerarse superado en los enfrentamientos que ya han surgido entre los blindados y la artillería», devolver a las divisiones de infantería a su dotación completa, asegurarse de que por lo menos tuvieran un mínimo de movilidad, y prescindir de los soldados que estuvieran exhaustos «y cuya ulterior permanencia supone un peligro». En cuanto a la posibilidad de un segundo frente aliado, Mussolini decía que se abriría en Egipto, Palestina, Siria e Irak: «Es decir en países donde los hombres y los medios desembarcan sin combatir, en países que constituyen la gran encrucijada del Imperio Británico». El objetivo de dicho frente sería impedir la reunión de las fuerzas del Tripartito procedentes del norte, el este y el oeste. A fin de estar preparados para cualquier eventualidad, era necesario reforzar y guarnecer las defensas de Cirenaica y Tripolitania.140 Al día siguiente, Mussolini voló de vuelta a Roma. Al principio era optimista, pensando que la ofensiva del Eje podría reiniciarse en el plazo de dos o tres semanas, pero su optimismo se desvaneció enseguida. Tres días después de volver al Palazzo Venezia, estaba furioso. Él había volado hasta Libia esperando que después de que sus ejércitos lograran una victoria decisiva en el campo de batalla, iba a poder entrar en Egipto como su conquistador y no solo como un nuevo Napoleón sino como un nuevo Octavio Augusto. Y ahora, por segunda vez (la primera fue en Grecia), sus soldados le habían dejado en ridículo por haberse presentado en el frente «en momentos poco afortunados».141 Cuando Mussolini regresó a Roma, el Estado Mayor del Ejército examinó las probables consecuencias de la afirmación de los Aliados de que iba a haber un segundo frente en Europa en 1942. La Armada italiana había esperado que su nuevo aliado, Japón, fuera capaz de atacar los convoyes
aliados que hacían la ruta por el cabo de Buena Esperanza y a través del océano Índico y así reducir, cuando no interrumpir, el flujo de tropas y material destinado al 8º Ejército británico. En realidad, la amenaza de Japón en el Índico occidental se había desvanecido durante el verano, en parte debido a la invasión de Madagascar por los Aliados, pero sobre todo gracias a las derrotas de Japón en el mar del Coral (4-8 de mayo) y en Midway (4-7 de junio de 1942). Sin embargo, Roma no estaba al corriente de las derrotas de Japón, y recibió garantías de los japoneses de que la ocupación de Ceilán y las operaciones en el Índico seguían siendo su máxima prioridad.142 La información engañosa desde Tokio provocó que la Armada italiana careciera de información exacta sobre el balance naval de su aliado del Lejano Oriente. La información que proporcionaban los japoneses sobre el número de barcos hundidos en el Índico ahora apuntaba a que en breve plazo su enemigo iba a gozar de «una superioridad aplastante en Egipto». Eso hacía que la posibilidad de un desembarco aliado resultara aún más preocupante. El almirante Riccardi pensaba que Dakar (Senegal) era un posible objetivo, y Ambrosio también incluía Casablanca (Marruecos). Orán y Argel también figuraban en la lista. Riccardi no pensaba que un segundo frente europeo fuera probable «en este momento», pero si se producía, cabía la posibilidad de que las tropas italianas fueran requeridas para ayudar. A finales de agosto, Ambrosio también se planteaba la posibilidad de un desembarco aliado al oeste del Ródano, con el objetivo de conquistar Tolón o Marsella. Para ello, y para la defensa del África Septentrional francesa harían falta divisiones acorazadas móviles que Ambrosio no tenía.143 Después de repeler una ofensiva enemiga que duró dos días (la segunda batalla de Ruweisat, 21-22 de julio), Rommel advirtió que, si el enemigo lograba penetrar su frente defensivo, no tendría más remedio que aconsejar una retirada hasta una posición más cercana a su base de aprovisionamiento, para poder salvar el grueso del ejército y por consiguiente también el norte de África. Bastico estaba de acuerdo, y Cavallero admitía que, en unas circunstancias como esas, los comandantes sobre el terreno tenían que tomar sus propias decisiones. Pero añadió que no podía contemplarse bajo ningún concepto la pérdida del norte de África. Después de que fracasara un nuevo intento de romper las líneas del Eje por parte de las fuerzas de la Commonwealth el 27 de julio, concluyó la primera batalla de El Alamein.
En la breve pausa que se produjo a continuación, se designaron nuevos comandantes para las Divisiones Acorazadas Ariete y Littorio, para la División Motorizada Trieste, para el X Cuerpo y para las Divisiones de Infantería Pavía y Brescia. Cavallero, siguiendo la tradición italiana de complicar la burocracia lo más posible, reestructuró el sistema de mando. Para hacer hincapié en que Italia era quien mandaba en el norte de África, se nombró a Bastico, recién ascendido a maresciallo d’Italia, comandante supremo de las fuerzas armadas de Libia (Superlibia), mientras que el Ejército Pánzer de Rommel pasaba oficialmente a estar a las órdenes del Comando Supremo en Roma. Bastico había informado del desorden reinante detrás de la línea del frente: los cuerpos, las divisiones, los regimientos, e incluso los batallones, habían creado múltiples bases avanzadas y de retaguardia atestadas de soldados, vehículos y equipo «en cantidades relevantes». En vez de permitir que el propio Bastico pusiera orden, Cavallero nombró a Barbasetti di Prun (que seguía siendo el jefe del Estado Mayor de Bastico) jefe de una «Delegación» directa del Comando Supremo, encargada de organizar la logística de las fuerzas italo-alemanas. También estaba al mando de las áreas de retaguardia y de la aviación italiana en Libia. El «mando unificado» de Bastico se había esfumado. Cavallero le dijo a Mussolini que aquellos cambios eran necesarios porque no se dedicaban suficientes energías a la organización y la gestión de los asuntos tras la línea del frente. El prestigio de Italia se estaba deteriorando, y la inacción estaba posibilitando una «incesante penetración alemana». El nuevo sistema posibilitaba que el Comando Supremo interviniera directamente cuando fuera necesario.144 Cavallero había pasado por alto la ley de las consecuencias no deseadas. Ahora, aprovechándose al máximo de la compleja cadena de mando que había creado Cavallero, Rommel podía sencillamente ignorar a Bastico y dirigirse directamente a von Rintelen, en Roma, siempre que quisiera. Bastico siempre sospechó que Cavallero había rebajado su estatus a fin de no tener que compartir con nadie más —salvo, por supuesto, con Mussolini— la gloria de la inminente conquista de Alejandría. La decisión de iniciar la segunda batalla de El Alamein fue exclusivamente de Rommel. El 10 de agosto Rommel, que sabía que estaban en camino más refuerzos para el general Auchinleck, y que probablemente empezarían a llegar a finales de agosto, le dijo a Barbasetti que tenía intención de atacar en torno al 26 de agosto, utilizando sus
blindados contra el extremo izquierdo de las posiciones de su enemigo, donde los campos de minas eran menos densos y eficaces. Gracias al material de inteligencia «Ultra», los ingleses se enteraron de la decisión de Rommel una semana después de que se la comunicara a Barbasetti. Cavallero aprobó el plan en nombre de Mussolini, pero con sus típicas matizaciones. Al cabo de «pocos días» el Eje dispondría de fuerza suficiente para derrotar al enemigo, pero la fecha de inicio dependía de que no se interrumpiera el programa de abastecimiento, sobre todo de combustible. En la práctica, los programas no se estaban cumpliendo. El ejército necesitaba 75.000 toneladas de material al mes, pero durante la primera mitad de agosto solo recibió 15.000 toneladas. Ahora las tropas recibían la mitad de víveres y munición —a algunas piezas de artillería les quedaban menos de 150 proyectiles— y poco más de la cuarta parte del combustible que necesitaban. Los alemanes tampoco estaban en mejores condiciones: en vísperas de su ataque, las unidades pánzer solo tenían combustible para recorrer 150 kilómetros.145 La moral se deterioraba cada vez más por culpa de la incapacidad de los italianos de rotar a las tropas con permisos para volver a casa. En septiembre de 1942, en un intento por paliar el problema, los italianos aumentaron la tasa semanal de rotación de salida del teatro a 100 hombres por regimiento.146 Mientras Rommel se preparaba para la batalla, fracasaba un intento del Eje de estrangular a Malta. La Operación Pedestal (11-15 de agosto de 1942) era un convoy de catorce cargueros con una gigantesca «escolta doble», que incluía tres portaaviones, dos acorazados, nueve cruceros, veinticuatro destructores y ocho submarinos. Los almirantes italianos no estaban dispuestos a poner en peligro sus barcos más pesados, que en cualquier caso andaban escasos de combustible, sin una escolta aérea suficiente. Kesselring, que desconfiaba de la Armada italiana después de la segunda batalla de Sirte, no estaba dispuesto a prestar cobertura aérea, y Fougier solo podía ofrecer veinticuatro aviones. Dadas las circunstancias, el almirante Riccardi opinaba que no valía la pena poner en riesgo su flota. La batalla corrió a cargo de los submarinos, la aviación y las lanchas torpederas de Italia y Alemania. El 11 de agosto, el U-73 hundió el portaaviones Eagle, y a lo largo de los tres días siguientes las fuerzas del Eje hundieron dos cruceros, un destructor y nueve grandes cargueros, y causaron daños en otros ocho barcos de guerra o de carga. Sin embargo, fue una victoria limitada: a pesar de todo, los Aliados consiguieron hacer llegar
a Malta 32.000 toneladas de suministros y 11.000 toneladas de combustible, lo que permitió que la isla sobreviviera y reanudara sus ataques contra el tráfico marítimo del Eje. Para la batalla de Alam-el-Halfa******** (30 de agosto-5 de septiembre), las tropas del Eje ascendían a 66 batallones de infantería (39 de ellos italianos), 536 cañones, 447 carros de combate medios (244 de ellos italianos), 78 automóviles blindados, 365 cazas (215 de ellos italianos), y 335 aviones de ataque y bombarderos (165 de ellos italianos). Las estimaciones apuntaban a que sobre el terreno los dos bandos estaban equilibrados —pero se equivocaban—: los servicios de inteligencia del Eje suponían que el enemigo disponía de entre 400 y 450 carros de combate, mientras que en realidad el 8.º Ejército contaba con 700 tanques. En el aire, se estimaba que el enemigo era capaz de desplegar 1.100 bombarderos y cazas. El plan para la batalla, donde las divisiones de infantería italianas debían defender un «muro defensivo» a la izquierda, mientras que las Divisiones Acorazadas Littorio y Ariete y la División Motorizada Trento formaban la parte interior de una maniobra circular en cuya parte exterior irían las dos divisiones pánzer del Afrikakorps, y con la que se pretendía tomar el alto de Alam Halfa, se torció desde el principio. El avance alemán sufrió un ataque incesante desde el aire y perdió a su comandante de cuerpo y a dos comandantes de división; las divisiones móviles italianas se atascaron en los campos de minas; y los alemanes tuvieron que cruzar inesperadamente un terreno arenoso que les retrasó y les hizo malgastar un valioso combustible, para después toparse con unas defensas bien preparadas y con los ataques concentrados de los blindados británicos. Además, el 1 de septiembre llegó la noticia de que los Aliados habían hundido dos petroleros italianos y causado graves daños a un tercero. La mitad de las 5.000 toneladas de combustible que necesitaba el ejército se había ido a pique. Con una escasa cobertura aérea, y dado que no estaba previsto que llegara más combustible hasta el 7 de septiembre en el mejor de los casos, Rommel no tuvo más remedio que abandonar su ofensiva y retirarse. La batalla tuvo un coste para el Eje de 2.855 muertos, heridos y desaparecidos, 47 carros de combate, 324 vehículos, 53 cañones y 41 aviones. La inmensa mayoría de las bajas italianas las sufrieron las tres divisiones acorazadas y motorizadas. Las unidades móviles italianas tuvieron que dejar atrás a dos terceras partes de sus hombres y un tercio de su artillería por falta de vehículos.147
El 22 de septiembre, Rommel convocó a sus comandantes de división italianos y alemanes y les dijo que no podía correr el riesgo de otra ofensiva hasta no disponer de suficiente combustible y de todo tipo de medios. Haciendo caso omiso de la superioridad aérea del enemigo, Rommel le dijo a los generales que el problema «solo era una cuestión de reabastecimiento», descargando con ello toda las culpas del fracaso operativo justamente sobre el único factor sobre el que el Estado Mayor del Afrikakorps no tenía absolutamente ninguna responsabilidad.148 Efectivamente, la situación del abastecimiento parecía desastrosa. En Egipto, las fuerzas del Eje solo tenían combustible y munición para combatir a la defensiva durante ocho días. La debilidad de las fuerzas navales del Eje, unida a que los británicos habían destruido gran parte de la flota mercante italiana (entre junio y agosto de 1942 los italianos perdieron 14 cargueros, para un total de 43.761 toneladas) condenaba a todos los efectos al fracaso cualquier intento de llegar a Alejandría, por no hablar del Canal de Suez. En Roma, el Estado Mayor del Ejército calculaba que necesitaba 30.000 toneladas de combustible al mes para cubrir el consumo de sus tropas y el de los alemanes simplemente permaneciendo donde estaban. Pasar a la ofensiva requeriría otras 16.000 toneladas de combustible. Las propias cifras del Regio Esercito indicaban que solo tenían un stock de 2.587 toneladas de gasolina y gasoil. A finales de mes solo quedaba munición para una acción importante, y a partir de ahí el ejército ya no podría seguir operando.149 Rommel se preparaba para un ataque enemigo que estaba convencido que era capaz de rechazar, y para ello estableció una línea de fortines interconectados, protegidos por campos de minas atravesados por «jardines del diablo» sembrados de cargas explosivas. Las divisiones de infantería italianas y la División Motorizada Trieste defendían los sectores septentrional y central de la línea, mientras que las dos divisiones acorazadas italianas y la Folgore defendían el tramo meridional, y las divisiones panzer formaban una reserva móvil por detrás de los blindados italianos. Las unidades alemanas e italianas se entremezclaban en la línea de fortines, buena prueba de que persistían las dudas de Rommel sobre la capacidad de combate de los italianos. A la hora de pasar a la ofensiva, los blindados italianos y alemanes debían formar grupos móviles conjuntos. Al Comando Supremo no le gustó aquella disposición, de modo que envió órdenes desde Roma para que las unidades italianas estuvieran bajo la
autoridad de sus propios altos mandos durante las operaciones móviles cuando la diferencia de velocidad de las formaciones alemanas e italianas imposibilitaran mantener la entremezcla que podía conseguirse en una situación defensiva estática. El Superlibia trasladó las órdenes, pero no designó a nadie para comandar los grupos móviles combinados. A su vez, eso significaba que, cuando entraran en combate, las divisiones italianas y alemanas iban a operar cada una por su cuenta. Posteriormente Mancinelli calificó aquella disposición como un «pasticcio [barullo] orgánico demencial».150 De camino a Alemania para un breve permiso, Rommel le aseguró a Mussolini que si el enemigo atacaba, cosa que consideraba improbable, él lograría contenerlo mediante contraataques limitados, y anunció que para reanudar la ofensiva necesitaba reservas para treinta días como mínimo, así como dos divisiones de refresco, una italiana y otra alemana. Cavallero le aseguró a Mussolini que iba a enviar al norte de África la División Acorazada Centauro y la División Motorizada Piave desde su enclave actual, en la frontera con Francia, en cuanto se reanudara la presión sobre Malta y fuera posible transportar las divisiones por la ruta occidental, más directa.151 Además de un ataque frontal directo, tanto Rommel como su sustituto provisional, el general Georg Stumme, contemplaban la posibilidad de un amplio ataque envolvente del enemigo a través del desierto, y de desembarcos en la costa. Lo ideal era que el Eje se anticipara a la maniobra enemiga con un ataque dirigido a destruir el 8.º Ejército. Eso requería suministros y refuerzos. Encontrarlos y llevarlos hasta la otra orilla del Mediterráneo ya casi estaba fuera del alcance de Italia: para organizar los convoyes, los destructores de escolta le estaban quitando el combustible a los cruceros. A medida que se avecinaba la siguiente batalla, la situación del abastecimiento no hacía más que empeorar. Uno de los problemas principales eran los víveres: en septiembre, el ejército del norte de África consumió 5.200 toneladas, pero únicamente recibió 1.800 toneladas. Había estado viviendo de las reservas capturadas al enemigo, pero a principios de octubre la situación empezaba a ser «insoportable».152 En Roma bullían las discusiones sobre la organización de los convoyes. Los almirantes Sansonetti y Riccardi estaban de acuerdo en que no podían enviar convoyes tanto a Trípoli como a Bengasi, como querían los alemanes, porque tenían muy pocos barcos, y en cualquier caso tenían velocidades distintas. Otro
problema era la capacidad —o más bien la incapacidad— de los puertos de Libia. Antes del comienzo de las batallas de El Alamein, Kesselring había exigido que los italianos enviaran unos cuantos convoyes grandes al norte de África en vez de muchos convoyes pequeños. La respuesta de la Regia Marina fue que la única defensa nocturna contra los ataques de los aviones torpederos enemigos eran la niebla y las maniobras, y para lo segundo era imprescindible que los convoyes fueran manejables, y por consiguiente, reducidos.153 Ahora la Armada planeaba enviar diez barcos a la otra orilla del Mediterráneo, en su mayoría de uno en uno y de dos en dos, durante la segunda decena del mes, para llevar 24.000 toneladas de suministros y 13.000 toneladas de combustible. A partir de ahí, no había suficiente capacidad de carga para cubrir los pedidos.154 Kesselring se quejaba de la política italiana de enviar barcos solos, y cuando le dijeron que la Armada planeaba hacer exactamente eso con el Amsterdam, el buque más grande que cubría el trayecto hasta Trípoli, lo calificó de «carrera con la muerte». El almirante Sansonetti comentó que los barcos que zarpaban sin un horario establecido no eran atacados. A su juicio, eso apuntaba a que la causa de los hundimientos era la presencia de espías en los puertos italianos. Los italianos seguían buscando espías, sin sospechar ni remotamente que el enemigo estaba recibiendo directamente información de inteligencia a través de las desencriptaciones de los menajes cifrados por Enigma.155 A medida que se aproximaba la batalla culminante, las fuerzas del Eje recibieron órdenes de vigilar en todas direcciones. Los alemanes le dijeron a Cavallero que era absolutamente necesario defender la frontera occidental de Libia, y que las Fuerzas Armadas italianas debían estar preparadas para desembarcar en Túnez a fin de abortar cualquier posible desembarco enemigo en la zona. Mussolini vaticinaba una serie de ataques enemigos, «masivos, intensos y simultáneos» en el frente de Egipto, desde Kufra en el sur y desde el Sahara hacia Libia, así como ataques en el Egeo, después de lo cual también la frontera con Túnez podía entrar en juego. Para afrontar las amenazas era preciso reforzar «todo el sector mediterráneo». Para Cavallero, que pensaba que probablemente Italia tendría que hacer frente a nuevas amenazas también desde Nigeria y Dakar, Malta seguía siendo la clave. Hitler había decidido que los ataques aéreos contra la isla para cubrir los convoyes a Libia eran demasiado costosos, y que no debían continuar. El día que comenzó la tercera batalla de El Alamein, Cavallero le dijo al
Duce que, dependiendo de cómo se resolviera el problema de Malta, Italia «podía ganar la guerra o perderla clamorosamente».156 El 10 de octubre sobrevino la calma en el frente a raíz de unas fuertes tormentas de arena que redujeron casi a cero la visibilidad en Egipto durante diez días. El general Stumme, que había relevado provisionalmente a Rommel, rebosaba confianza. Los británicos no se sentían lo bastante fuertes para emprender una gran ofensiva, y las fuerzas del Eje, después de reorganizar su frente y colocar campos de minas, podían esperar «con la máxima calma» los acontecimientos que estaban por llegar.157 Los generales italianos eran menos optimistas. La moral de las tropas era alta, pero empezaban a aparecer las primeras grietas. La guerra en el desierto, con todas las penalidades que conlleva, estaba agotando a las tropas, y dado que la rotación a un teatro distinto solo era posible tras cuatro años de servicio, para la mayoría de los soldados no se vislumbraba el final. Cundía la sensación de que el Regio Esercito simplemente «consumía» a los soldados. Y la propaganda fascista tampoco ayudaba. Se daba muchísima más cobertura a las tropas destinadas en la Unión Soviética, que además recibían más paquetes de sus familias, por lo que la tropa tenía la sensación de que no se apreciaba su sacrificio.158 Cuando terminaron las tormentas de arena, el enemigo inició una intensa actividad aérea. Inmediatamente después, a las 20.40 del 23 de octubre, un violento bombardeo aéreo y artillero anunció el comienzo de la tercera, y última, batalla de El Alamein. Empezó con un doble ataque contra las posiciones del Eje por el norte y por el sur. En el norte, el ataque golpeó a la División Trento, destruyendo uno de sus regimientos, en lo que posteriormente Rommel calificó como un fuego de barrera de unas proporciones parecidas a los bombardeos de la Primera Guerra Mundial. A lo largo de los dos días siguientes, los contraataques de los blindados italianos y alemanes defendieron el sector septentrional de la línea y repelieron a los atacantes. El combustible se iba agotando: cuando Rommel, que fue reclamado urgentemente desde Alemania tras la muerte del general Stumme, aterrizó en el aeropuerto de Ciampino, a las afueras de Roma, el 25 de octubre, le comunicaron que solo quedaba carburante para recorrer 300 km. Al día siguiente, los Aliados hundieron un petrolero que transportaba 2.500 toneladas de combustible y un carguero con 3.000 toneladas de munición. Poco a poco, el intenso fuego artillero, la superioridad aérea enemiga, y el puro agotamiento, fueron erosionando la
capacidad de los defensores. El 27 de octubre, los atacantes ya habían logrado abrir un peligroso hueco en el extremo sur del sector septentrional.159 En el sur, la División Acorazada Folgore, de la que el 75 por ciento de sus 108 cañones anticarro solo eran eficaces a una distancia de 100 metros o menos, empleó una hábil táctica para obligar a detenerse a los blindados británicos, y después repelió un ataque de dos batallones de la Legión Extranjera francesa.160 A lo largo de los tres días siguientes, los combates en ese sector chisporrotearon, pero no llegaron a degenerar en un incendio. Rommel le pidió a Cavallero que acudiera al norte de África para hablar de la situación del abastecimiento. Cavallero se negó. «Es mi sincero deseo ir a verle lo antes posible», le dijo a Rommel. «Sin embargo, es preciso mi empuje personal aquí para las medidas con las que confío en superar la evolución de los suministros». Era «necesario insistir mucho» para conseguir lo que se le pedía a la Armada, y por consiguiente «la situación hay que resolverla aquí».161 Efectivamente, Cavallero dedicaba mucho tiempo a examinar las cuestiones relativas al transporte marítimo con sumo detalle —242 de las 300 reuniones con los jefes de Estado Mayor que presidió en 1942 tuvieron que ver con los barcos de transporte, los convoyes y las escoltas—. La prioridad que daba al abastecimiento decía mucho sobre la necesidad de estirar al máximo los recursos económicos cada vez más exiguos de Italia. El general Bernard Montgomery ordenó una pausa de dos días (29-30 de octubre). El primer día Rommel veía pocas esperanzas de resistir otro ataque masivo, o de retirarse, debido a la escasez de medios de transporte y de combustible. Al día siguiente cambió de opinión: con 1.500 vehículos y el carburante necesario, podía replegar su línea hasta Fuka, a 100 kilómetros de distancia, cerca de Marsa Matruh. Roma rechazó su propuesta sin contemplaciones. Todos los vehículos se estaban utilizando para llevar suministros hasta el frente. En caso de que se destinaran al transporte de tropas, el ejército sería absolutamente incapaz de combatir. «Si le damos los vehículos, se retirará sin ninguna duda», le dijo el general Barbasetti a Mancinelli al salir del vehículo de mando de Rommel.162 Al día siguiente se reanudó la batalla. Los combates que tuvieron lugar en el sector septentrional del frente han sido calificados como «los más encarnizados que hubo en las tres batallas de El Alamein».163 Rommel comenzó la batalla con solo 65 carros de
combate M 13 italianos y 102 pánzers. En el sector septentrional del frente, algunas unidades de la División Littorio, junto con el único batallón de la Trieste que quedaba en pie, y dos divisiones pánzer, se enfrentaron a la 1.ª División Acorazada. En inferioridad de fuego frente a los carros de combate Grant y Sherman del enemigo, y sin una artillería anticarro eficaz propia, los carros de combate italianos fueron destruidos a cañonazos uno detrás de otro.164 Mientras los Aliados pulverizaban a las fuerzas del Eje, Rommel y su Estado Mayor se preparaban para la retirada. En la distante Roma, Cavallero, que creía equivocadamente que Rommel había iniciado la batalla con al menos 250 carros de combate, se negaba a afrontar la triste realidad. Le dijo a Kesselring que «nuestras tropas están cansadas, pero también los ingleses deben de estar al límite de sus fuerzas». «Esta es su batalla», respondió cuando le comunicaron que Rommel había lanzado a la refriega a todas sus reservas; «tiene gasolina y munición. El enemigo piensa que ha agotado sus reservas y que está haciendo su último esfuerzo».165 Cuando se enteraron de que la retirada era inminente, tanto Hitler como Mussolini dieron orden a Rommel de quedarse donde estaba. Cuando llegó la orden, la retirada ya estaba en marcha. Dos divisiones de infantería italianas (Pavía y Brescia) tenían suficientes vehículos para abandonar el combate y emprender el traslado hasta un punto situado a quince kilómetros al oeste. Después las tropas iniciaron una marcha a pie hacia Fuka. La División Folgore, casi sin vehículos, también se retiró a través del desierto, pero tuvo que acarrear a mano sus morteros y sus cañones y llevar a cuestas su munición puesto que no había ninguna esperanza de un reabastecimiento, y recorrer 126 kilómetros en dos noches. Por último, el 6 de noviembre, los restos de las tres divisiones —sin vehículos, ni víveres, ni agua— fueron rodeadas por los blindados británicos. Tras un breve combate final, donde gastaron toda la munición que les quedaba, los 400 hombres de la División Folgore que quedaban destruyeron su armamento y, junto con los supervivientes de la Pavía y la Brescia, se rindieron.166 La División Trento y la División de Infantería Bologna, ya sin ningún medio de transporte, arrastraron a mano sus cañones de 47 mm y llevaron a cuestas su armamento, en un intento de reunirse con los restos de las unidades acorazadas italianas y alemanas. La División Acorazada Ariete, que acudía al norte para defender un frente que ya se estaba desmoronando, fue atacada por un gran contingente de carros de combate y quedó prácticamente destruida. Los restos de la
división se abrieron paso hasta las posiciones del Afrikakorps, donde se reunieron con lo que quedaba de las Divisiones Littorio y Trieste. El 4 de noviembre, último día de la batalla, la División Trento estuvo combatiendo cuatro horas hasta que se quedó sin munición y se vio desbordada; las tropas de la División Bologna, que se retiraban a pie exhaustas, fueron rodeadas por los automóviles blindados y los carros de combate ligeros de los neozelandeses; y la División Ariete, después de combatir durante cinco horas y media contra un enemigo cuyos carros de combate Sherman tenían un alcance mucho mayor que los M 13 italianos, fue derrotada definitivamente. A las 15.30, con tres brechas abiertas en su frágil posición defensiva, y con la División Ariete fuera de combate, Rommel ordenó la retirada.167 Cinco horas y cuarto más tarde recibió la autorización de Hitler y de Mussolini para hacer lo que ya había hecho. De alguna forma la División Ariete logró retirarse y salvar 200 soldados, 31 carros de combate y 17 cañones (de los que solo funcionaba la mitad). El saldo para las fuerzas del Eje probablemente ascendió a entre 11.000 y 12.000 muertos y heridos, y 17.000 prisioneros de guerra. Dejaron en el campo de batalla más de 1.000 piezas de artillería y más de 400 carros de combate (de los 500 iniciales). A lo largo de los dieciocho días siguientes, los restos de las unidades alemanas e italianas se replegaron a lo largo de la costa, más allá de Tobruk, Ain-el-Gazala y Bengasi, hasta Agedabia, donde descansaron durante casi un mes (22 de noviembre-19 de diciembre de 1942). Al tiempo que las fuerzas del Eje iniciaban su larga retirada hacia el este, salpicada de combates, en Roma se recibía una petición perentoria. El mariscal de campo Keitel quería otras seis divisiones italianas, que debían estar listas para acudir al frente soviético en mayo y junio de 1943. ******** En las historias en lengua inglesa se denomina la batalla de Alam-el-Halfa, mientras que para los historiadores italianos es la tercera batalla del El Alamein.
8. AL LÍMITE Y DESBORDADOS
A
l mismo tiempo que las fuerzas del Eje se retiraban hasta El Algheila, y en el Frente Oriental sus ejércitos se enfrentaban a la inminente ofensiva soviética, Mussolini rebosaba confianza. La guerra iba bien, le decía a Hitler. «Mientras que en 1942 asistimos a los éxitos del Tripartito, las denominadas Naciones Unidas no han sufrido más que reveses y catástrofes, especialmente Estados Unidos».1 Una semana más tarde, los desembarcos aliados en el África Septentrional francesa señalaban el principio del fin de la guerra de Mussolini. A finales de aquel mismo año, el embajador Dino Alfieri advertía de que Alemania iba a exigir que Italia asumiera más responsabilidades en la guerra y hacer mayores sacrificios si quería tener más influencia en su desarrollo y su dirección.2 Era un camino que Italia no podía emprender. Todo lo contrario: con una maquinaria de guerra que militarmente ya estaba al límite de sus fuerzas, y con escasa potencia económica, los generales italianos exigían aún más de Alemania. Mientras tanto, el Duce perseguía su quimera personal de una paz de compromiso con la URSS, alentado por informaciones engañosas procedentes de Berlín que afirmaban que Hitler había renunciado a la idea de obligar a la Unión Soviética a capitular.3 Planificando un futuro A finales de agosto de 1942, a instancias de Mussolini, las Fuerzas Armadas empezaron a elaborar un plan de producción para el año siguiente. Las instrucciones estratégicas abarcaban desde la Unión Soviética, pasando por Libia y la frontera con Túnez, hasta la Francia no ocupada y la costa atlántica francesa, e incluían la necesidad de hacer frente a posibles nuevas y mayores ofensivas de los anglo-estadounidenses. Los problemas abundaban, y no solo por la ya archiconocida escasez de materias primas. La producción en serie de nuevos aviones, dijo el general Fougier en la junta de jefes de Estado Mayor, llevaría por lo menos dos años, y para
entonces los aviones ya estarían anticuados debido a la rapidez de la evolución de los aparatos. Solo era posible incrementar sustancialmente la producción de determinados tipos de aviones, «que no son demasiado útiles».4 Cuando el general Pietro Ago propuso concentrar toda la mano de obra y el cemento disponibles para construir dos nuevas centrales hidroeléctricas, Cavallero le dijo que eso provocaría «dificultades burocráticas» con los distintos ministerios que velaban por los intereses de las fábricas pequeñas.5 Una vez concluidos los debates preliminares, Cavallero le comunicó a los jefes lo primordial. Solo había «un caso en que uno no recibe nada, y es cuando no pide nada».6 El Ejército planeaba poner treinta divisiones en condiciones de plena eficiencia (veinte en el extranjero y diez en Italia), aumentar la producción de carros de combate para poder poner en servicio cuatro divisiones acorazadas durante la primera mitad de 1943 y una quinta durante la segunda mitad, cuando estaría disponible el nuevo carro de combate P 40, proveer al reabastecimiento y suministro necesarios para mantener en funcionamiento treinta divisiones, e incrementar los niveles de producción industrial. El programa requería 27.000 toneladas adicionales de metales al mes. Para alcanzar los objetivos primordiales —carros de combate, vehículos y cañones— el Ejército estaba dispuesto a economizar en artículos como el alambre de espino y las máscaras antigás. Sin embargo, aunque el Regio Esercito consiguiera todas las materias primas que pedía, las fábricas no podían producir suficiente munición, y aún le faltarían 10.000 camiones.7 La Armada, que ansiaba reponer por lo menos una parte de sus pérdidas y construir submarinos para el transporte de mercancías, puso sobre la mesa un programa para la producción de 156 buques, entre ellos 16 destructores, 18 submarinos y un segundo portaaviones (el primero aún no estaba terminado) antes de diciembre de 1944, y pidió 5.500 toneladas adicionales de acero al mes durante todo el año 1943, sin las que no podrían cumplirse los objetivos del primer año. Las cifras ponían de manifiesto lo rápidamente que Italia estaba perdiendo la guerra en el mar: en aquel momento, las bajas en submarinos ascendían a entre veinte y veinticuatro barcos al año, y simplemente para completar la actual construcción de 129 buques mercantes hacían falta 25.000 toneladas adicionales de acero (que equivalían a su asignación normal para cinco meses), y sin más mano de obra no estarían terminados hasta febrero de 1944.8
El 1 de octubre, ante lo que parecía (erróneamente) que iba a ser un invierno de inactividad tanto en el frente soviético como en el norteafricano, Mussolini convocó a sus jefes militares. Primero definió el papel que desempeñaban los frentes de Egipto, la URSS y los Balcanes en su guerra. El frente egipcio era «el más interesante desde el punto de vista político y estratégico», mientras que el frente soviético era «principalmente tarea de nuestros aliados». Después el Duce añadió el Frente Occidental con Francia, Córcega y el norte de África. La «ambigua actitud» de Francia podía requerir la ocupación del resto del país, de modo que el Ejército tenía que estar preparado para invadir el sur de Francia y Córcega. Los generales tenían que estar dispuestos a asumir «la difícil tarea» de atacar las ciudades de Tolón y Marsella, y avanzar rápidamente a «lugares donde hay grupos de población italiana que correrían el riesgo de ser masacradas». Por último, Mussolini quería que hubiera tres divisiones, entre ellas una acorazada y otra motorizada, en Tripolitania, por si el Gobierno de Vichy se trasladaba a Argelia y renunciaba a fingir que estaba dispuesto a defender las zonas donde podría tener lugar un desembarco aliado. Para conseguir todo eso, Mussolini quería un mínimo de treinta y cuatro divisiones, cinco de ellas acorazadas.9 Tres semanas antes, Cavallero le había dicho que ni siquiera tenía medios para alcanzar el objetivo actual de treinta divisiones. Ahora le decía al Duce que aunque las materias primas necesarias eran «más bien escasas», era posible conseguir que fueran suficientes. Mussolini pasó a examinar los otros dos Ejércitos. Italia tenía seis acorazados, y pronto dispondría de ocho. El problema del combustible iba a resolverse pronto: «Confío en que las operaciones en el Cáucaso mejoren la situación». Italia necesitaba más cruceros y destructores, nuevos tipos de cazas diurnos y nocturnos, bombarderos torpederos, bombarderos en picado y aviones de transporte. Tenía que fabricar 500 aviones al mes. En cuanto a los problemas de materias primas, «si tuviéramos suficientes materias ferrosas, carbón y energía eléctrica, se superaría en gran parte la preocupación por las materias primas».10 Fougier pensaba que Italia era capaz de producir 350 aviones al mes en el mejor de los casos. Cuando añadió que la Regia Aeronautica estaba experimentando con la fabricación de aviones de madera y hierro, Mussolini se entusiasmó. Si la guerra duraba mucho, y todo parecía indicar que así sería, todos los beligerantes sufrirían escasez de materias primas, «y nosotros nos encontraríamos por delante en caso de que optáramos por la vía de los materiales más rústicos».11 El
general Ago prometió aumentar la producción de carros de combate a 150 unidades al mes a condición de que le garantizaran las materias primas, el combustible y la mano de obra necesarios. Italia andaba escasa de casi todo, hasta de madera, señaló el general Favagrossa. Había que traer de Alemania las materias primas más esenciales, sobre todo hierro y acero. El Duce, que tenía una respuesta para cada tipo de escasez, calificó la situación de «no brillante, pero [que daba] una relativa tranquilidad» El carbón podía sustituirse con lignito, se podía recuperar cobre de los cables de electricidad, y se podía fabricar caucho artificial con buna. Intensificando los esfuerzos, consiguiendo algunas cosas de Alemania, sobre todo carbón y acero, y haciendo un mejor uso de las materias primas, el país sería capaz de producir gran parte del programa previsto para 1943, cuando no todo.12 A partir de los últimos meses de 1942, simplemente abastecer del personal necesario a las divisiones de Mussolini empezó a ser un problema. A fin de suministrar la mano de obra necesaria para la industria, sin repercutir excesivamente en la vida civil, particularmente en la agricultura, el Ejército redujo su cuota de reclutamiento para 1942 de 778.000 a 590.000 hombres, con lo que reducía a la mitad las tropas previstas para el norte de África y la Unión Soviética, de 330.000 a 170.000. A finales de noviembre, Cavallero ordenó el llamamiento inmediato a filas del reemplazo de 1923, al que solo era posible dar dos meses de instrucción, y al que le seguiría el llamamiento de la quinta de 1924 en mayo de 1943. Al finalizar el año, los servicios de logística se reunieron para considerar las tareas que debían cumplir durante el año siguiente. El Ejército iba a aumentar en 830.000 hombres, lo que supondría un total de 135.000 oficiales y 3.780.000 soldados. Era preciso mantener los stocks en Túnez, que actualmente consistían en víveres para un mes y munición para entre cuarenta y cincuenta días, «en caso de que llegara el envío de todo lo que se había ordenado». En la Unión Soviética, donde los stocks tenían que ser suficientes para afrontar «cualquier eventualidad», hacían falta mantas, ropa de invierno, cubiertos, piezas de repuesto para los vehículos, equipos de radio y treinta hospitales de campaña. En M